20 julio 2006

Primer Amor


Nuestra existencia es tan fugaz que si no escribimos por la noche lo sucedido por la mañana, el trabajo nos abruma y no tenemos tiempo ya de ponerlo al día. Así es que creo que ha llegado la hora, ya que la memoria histórica está ahora de moda, de rememorar y recapitular en este cua­derno lo que fue mi primer amor, aunque sólo sea por puro placer y a nadie le interese. Quizá alguien que se encuentre en parecido trance prestará atención a este relato... Y me siento animado a ello, precisamente porque partículas de él parecen arrastradas por el tiempo hasta transformarse en el amor que siento por mis nietos pequeñuelos.

Ignoro el tipo de amor que florece sólo con ocasión del sexo o es flor de un día disuelto en sexualidad. Pero desde luego el amor que jamás se olvida, pues queda grabado a fuego en algún sitio del alma, es el primero. Aunque hay que reconocer que el amor así entendido -sobre todo entonces, tiempos de posguerra- es por definición y como siempre es todo lo lúdico y expansivo, asunto de degustación bur­guesa, no tema para quienes jóvenes, maduros o viejos han de preocuparse de ganarse el sustento. El amor que va y viene luego a lo largo de la vida, ya es otra cosa. Ese es sa­crificio, renuncia, paciencia, transigencia: todo eso que hoy día está tan en desuso y casi mal visto. Mal visto, pero que se sigue exigiendo para la vida en común tanto como se es­catima y por eso la vida en común suele durar tan poco...

Eran tiempos en que leía Humo y Hania, de Turgueniev, Amiel, Estudios sobre el amor, de Ortega, La confesión de un hijo del siglo, de Musset, El amor, las mujeres y la muerte, de Schopenhauer, Wherter, de Goethe; a Hördeling, Kleist, Nietzsche, y algunas novelas (he leído muy pocas): Las cárceles del alma, de Lajos Zhilay y todas las de Step­han Zweig. Devoraba instintivamente todo lo que tenía como tema central, el amor. Amor desde el punto de vista psicoló­gico, psicoanalítico, fisiológico, sociológico, filosófico.

Eran los años 50... En mi casa había milagrosamente un piano. Parece que estoy viendo a mi madre tocar en el Ple­yel negro a diario a Chopin, a Schubert, a Schumann, a Mendeelshon, a Beethoven. Digo milagrosamente, porque mis padres, replegados con el gobierno de la República, se habían casado civilmente en plena guerra y debió costarles, como a todo el que estuvo en zona republicana y no había muerto o sido fusilado, Dios y ayuda, como vulgarmente se decía, salir adelante. Sin embargo mi padre al final tuvo suerte, y en cuanto salió también casi milagrosamente de la cárcel y pudo ir emprendiendo la vida normal y su profesión de abogado, lo primero que hizo fue comprar el piano a mi madre que tenía la carrera de música.

En este marco familiar mi alma rebosaba de amor al amor. De volutas de amor se inundaba todo mi ser... pero sin sexo. No sé si es normal, pero no recuerdo haberme mas­turbado nunca ni de adolescente ni de joven. No debí nece­sitarlo. La ensoñación, la música y quizá mi sistema endo­crino no propiciaron la experiencia. Pero desde luego -estoy seguro- no fue por las amenazas de las graves consecuen­cias que en aquel entonces nos pronosticaban sobre el par­ticular nuestros educadores, aunque no desde luego mis inteligentes padres. Recuerdo a este propósito sin embargo un día, que en el internado de Portugalete donde cursé el bachillerato superior, una noche, cuando empezaba a conci­liar el sueño, en la penumbra del gran dormitorio vi con los ojos semice­rrados que se alzaba ante mi cama la silueta del imponente prefecto de disciplina encargado de los internos, meneando la cabeza con gesto desaprobatorio por lo que él suponía yo estuviera haciendo. Ni me había movido. Por eso calculé que aquella suspicacia la iría mostrando sucesi­vamente con todos los internos, de acuerdo con los usos y costumbres de la época que tanta importancia daban a ese asunto...

Empecé la carrera de Derecho en la Universidad Complu­tense de Madrid, en el viejo caserón de la calle de S. Ber­nardo. Tenía 17 años recién cumplidos cuando empecé el curso primero. Pero al siguiente, todos los estudiantes de la carrera pasamos al nuevo y flamante edificio de la Ciudad Universitaria. Y es aquí donde llegó lo que tenía que lle­gar: el amor en carne y hueso que ensoñaba, la erupción del volcán...

Una chica dos años mayor que yo, no guapa, y menos para el sentido de la belleza de ahora, pero con facciones que se me antojaba haberlas visto en los lienzos de Botice­lli, estalló en mi corazón como la mar gruesa rompe con fu­ria en los acantilados. Sus modos suaves, su figura grácil, su fina inteligencia y un manifiesto encanto escondido -que entonces se valoraba mucho-, sus leves mohines, me cauti­varon de tal modo que durante tres años dejé de pensar, apenas estudiaba y dejé de vivir como no fuera en ella y por ella. Sólo sentía. Todas las fuerzas de la naturaleza se die­ron cita en mi corazón, abierto de par en par. Mar gruesa, huracán y refugio de montaña al mismo tiempo.

Todo empezó por una coincidencia pasmosa. Mi madre había tenido de profesora de música, a la monja que a su vez luego lo fue de aquella muchacha en las Ursulinas de Aranjuez. Salió la cosa a relucir en uno de los largos paseos que al inicio del segundo curso dábamos al salir de las cla­ses camino cada uno de nuestra casa. Yo la acompañé aquel día a la Residencia monjil en que se alojaba en Ma­drid. Poco se libraba en aquella época del protagonismo de curas y monjas. Para Sor Margarita, profesora de piano, tanto mi madre como ella habían sido favoritas en los estu­dios de música, y a ambas les había dedicado sendas pági­nas musicales compuestas por ella misma. Yo no compren­día bien, haciendo cálculos del tiempo y habiendo pasado una guerra, cómo habían llegado a entrelazarse la predilec­ción de Sor Margarita de la que tanto me había hablado mi madre, con la que había dispensado a aquella chica. Si ésta tenía entonces 19 y mi madre más de 40, sin duda la monja en cuestión debía tener mucho más de 80 y había sobrevi­vido a la quema de conventos. Y así era, pues algún tiempo después fui con mis padres a visitar a Sor Margarita al cole­gio de Aranjuez. Probablemente mi madre se llevó una in­mensa alegría al saber por mí que no había muerto, y deci­dió que fuéramos a verla...

El caso es que si la atracción inicial fue ya por sí misma patente, el típico flechazo, el conocimiento de tan maravi­llosa coincidencia germinó en el primero, único y "verda­dero" amor de mi vida. Aunque lo de verdadero es un eufe­mismo, pues depende mucho más de la química juvenil en sí misma que de la naturaleza de un sentimiento específico que cobra múltiples apariencias, como la realidad misma es caleidoscópica.

Yo amaba a mi madre creo de una manera especial. Dicen que el hombre de ordinario busca instintivamente a una mujer que se la recuerde para no desprenderse del todo del cordón umbilical. La música, ¡ah la música!, en buena parte fue sin duda otro factor para mi fusión espiritual con ella. Sin la música la vida sería un error, decía Nietzsche. Sin mú­sica, aquella clase de amor difícilmente podía fructificar.

Es preciso decir que nuestra relación, la que tenía yo con mi amada -como no podía ser de otra manera en aquellos faustos tiempos- era tan inmaculada como lo vírgenes que éramos. Tan inmaculada era, que pese a estar en plenitud y en la edad de "merecer", ni la más mínima compulsión di­rectamente sensual en nuestros besos y abrazos que nos bastaban y sobraban hizo acto de presencia hasta casi al fi­nal del romance que contaré. (Conviene precisar que mi primera cópula -es un decir- fue con una prostituta cuidado­samente elegida por mi padre para ayudarme al "despertar" que quizá mi padre no veía muy claro. Frustrada la cópula y frustrante el episodio con 19 años, no sirvió para nada. No sólo no saboreé fisiológica y sensualmente el sexo, sino que me produjo la sensación contraria).

¡Qué tiempos! ¿Qué tendría aquel amor que no necesitaba de excitación sexual ni de orgasmos que yo ni deseaba y que los excluía naturalmente? Tuvieron que pasar aún dos años para empezar a experimentar vagos deseos más allá del beso y del abrazo, pero sin conciencia plena de qué era lo que mi yo, mi superyo, mi cuerpo y mi alma realmente deseaban. El carácter platónico, es decir, la supervaloración que la conciencia debía hacer de la espiritualidad pura en el sentimiento puro quizá era una barrera que impedía o en­gatusaba el acceso a la vertiente sexual que tiene el amor. La formación, la instrucción y el clima psicológico de ideali­dad que vivíamos en aquellos ya tranquilos años para quie­nes no entramos en liza directa con la dictadura, unidos al ambiente cultural y musical que vivía, a mi temperamento y a mi fisiología poco inclinada a centrar en el sexo la fuente de la felicidad (como luego ha sido así también a lo largo de mi vida) hicieron el otro milagro de llegar yo virgen a mi re­lación posterior con quien luego contraje matrimonio ¡a los 23 años! Todo, en la sociedad un poco acomodada de aquellos tiempos, tenía -o a mí me lo parece ahora- mucho de mágico. Aunque, como es de suponer y es natural, al ca­sorio por la iglesia no llevé ya virginidad, pues se había evaporado dos años antes de las nupcias.

El caso es que el trato con mi amada se desenvolvía divi­namente. Como en las novelas o en los cuentos clásicos, conversando, jugando al ajedrez en parques y cafés, bai­lando en salas universitarias las melodías lentas que pre­dominaban en aquel entonces hasta que irrumpieron las de Beatles y Elvis Presley que yo ya no supe bailar; en el cine, dando largos paseos, divagando sobre música y sobre todo lo divino y lo humano. Y también, a través de cartas apasio­nadas de esmerada redacción durante los meses vacacio­nales hasta la reanudación del curso lectivo. Cartas que, en su ausencia física, me hacían más llevadera la espera y mantenían y aun avivaban el fuego que me abrasaba. Estas cosas cada cual las vive y las cuenta a su manera. Yo era consciente de que debía ser uno de los últimos románticos que se resistían tozudamente a abandonar los trastornos por amor. Pertenecía más al espíritu del último cuarto del siglo XIX, romántico por antonomasia, que al mío.

...Encontré en ella a un alma en cuyo centro mareante se encontraba Dios. Ella estaba a su lado, y cuando dirigía la mirada al centro no sabía si era Él o ella era un reflejo. Si persistía en la observación, mi memoria se desbordaba, se desmayaba y se desertaba.

Tres años. Tres años duró el fuego, el sinvivir, el arrebato, la locura. La locura, porque las hacía. En el segundo curso, del que había como era lógico suspendido un par de asig­naturas fundamentales para la carrera, fui internado en la Universidad de los Agustinos de El Escorial. Pues bien, había un día, los martes, lo recuerdo muy bien, que, por motivos que nunca supe, alguien abría unas compuertas en el pasadizo que unía a la Universidad con el Monasterio a las 11 de la noche en el que se encontraba una estrecha salida al exterior. No recuerdo quién me habló de aquella salida, pero debió ser algún ujier del Centro al que yo debí contarle mis cuitas. El caso es que cada martes y durante todo el curso, yo atravesaba el corredor lóbrego y repleto de murciélagos, y cogía el último tren -el de las 23,15- a Ma­drid. El no ir al día siguiente a clase no era un problema, pues se suponía que yo estaría indispuesto...

Y ya en Madrid, sin apenas un céntimo, me instalaba en cualquier sitio como buenamente podía. Unas veces en casa de mi abuela paterna, a donde no pude ir más que un par de veces pues dio la voz de alarma que yo cierta e in­genuamente no me esperaba, a mis padres; otras en casa de la familia de un tío carnal, y otras hasta me metía a dor­mir en el maderamen de tinglados de feria cubiertos por la lona en el Paseo de Rosales, zona donde se encontraba la Residencia en que se alojaba... Todo por esperar al día si­guiente para verme con ella. Yo no me daba cuenta en aquellos momentos de que como era sensitiva pero juiciosa y equilibrada (como mi madre), no podría ver en aquel com­portamiento motivos de que yo mereciese su amor más allá del romance de paso que vivimos. Un día, pasado el tercer verano y ya cerca de los días de la reanudación de las cla­ses, me llamó por teléfono para decirme que acaba de llegar de su pueblo. Vivía en una localidad de la provincia de To­ledo. Pero esta vez no me llamó para reecontrarnos pocos días antes de comenzar el curso como en las dos ocasiones anteriores, sino para decirme “algo importante". Quedamos cerca de su Residencia, pero no fuimos a ningún sitio. En plena calle me espetó el motivo: su padre, veterinario de la comarca toledana, había elegido, para casarla con él, a un vecino de la localidad del que nunca me había hablado; un hombre diez años mayor que ella, universitario, dueño de extensas fincas e hijodalgo de los que todavía quedaban por tierras de Castilla. Además, sus padres se habían enterado de que mi pa­dre era comunista. Estaba claro que, dados los tiempos, no podían esgrimir sus progenitores mejor razón para desabrochar el “primer amor”.

Estas cosas, la ruptura, en cierto modo y aun dentro de la escasa edad, de la pasión y de la obcecación que acom­paña a todo enamoramiento, se presienten por microscópi­cos detalles. Y yo venía sospechando algo cuando remolo­neaba en sus respuestas epistolares. Pero quizá no quise ahondar en conjeturas y ciertamente aquella confesión fue como un martillo pilón descargado sobre el alma. El caso es que, sufriendo casi un síncope en el instante en que me la hizo, el romance, el amor, mi primer amor acabaron en aquel mismo instante fulminantemente sin que yo pudiese hacer nada para evitarlo... Todavía no había cumplido los veinte y estaba en cuarto de carrera.

Han pasado casi cincuenta años desde entonces. Mi vida amorosa posterior con mi esposa durante cuarenta y tres y otros dos de noviazgo -ya al estilo de la modernidad- ha sido sosesagada afectiva, placentera y relativamente com­pleta. No puedo quejarme. La vida no ofrece dema­siado siempre y de manera constante. Lo normal es que haya alti­bajos y contratiempos en la economía, en el tra­bajo, en la fortuna, en la salud, en el humor. Yo, en reali­dad no he tra­tado nunca de ser feliz. Me he contentado luego siempre con no ser desgraciado. Sobre todo después de aquella ex­periencia la búsqueda de la felicidad me pa­reció a partir de entonces una quimera; como así debe ser casi para todo el mundo que no ha perdido el juicio...

Con mi esposa he tenido cuatro hijas. De ellas, una está casada hace 17 años pero no tiene descendencia ni la quiere, otra se ha divorciado tres veces y, también sin hijos, se ha facilitado quizá tomar el asunto del ca­sorio y del des­casorio como un recreo o como un juego de casino. En cuanto a las otras dos, una tiene dos muchachos: uno de 16 y otro de 14 con Síndrome Down y una maravi­llosa nieta de veinte años; bellísima y sanísima de cuerpo y de alma; dato que hará posible que cualquier día me con­vierta en bis­abuelo aunque ella no piensa ahora todavía en ello y recorre el mundo hablando fluidamente cinco idiomas.

Mi cuarta hija, la tercera en edad, tiene un niño de seis y una niña de cuatro.

Pues bien, cuando rondo los 70, aquel primer amor que me ha acompañado toda mi vida en el fondo del alma, sobre el que se han ido superponiendo plásticamente el resto de las vivencias, las experiencias, los vivires y los sinvivires posteriores, ha reaparecido en forma de otro amor, que quizá es el mismo, el postrero. El mismo sentimiento puro, la misma fogosidad interior, los mismos registros sentimen­tales pero ya sin la necesidad imperiosa de tenerlos cerca aunque disfrute de su trato y presencia casi a diario pues vi­ven muy cerca, se ha transformado en el inmenso, radiante y pleno y absoluto amor por mis nietos Guillermo, de siete años y Alexandra, de cinco. Me basta sa­ber simplemente que existen. Como no podía ser de otra forma ambos co­menzarán sus clases de piano, y yo me ocuparé de llevarles a ellas y de recogerles luego.

Confío en que pese a que éstos no son tiempos propicios para el romanticismo que viví yo, de la música reciban las compensaciones vitales que me sirvieron a mí para no pre­cisar de aditamentos prematuros que pueden perturbar por unas u otras causas el contento, pues no hay cosa más contraindicada para hallar un reflejo de felicidad que preci­pitar los acontecimientos naturales; no hay nada más desfa­vorable para la psique que las experiencias pre­maturas, ni nada menos sabroso que la fruta sazonada en la nevera.

Los griegos antiguos daban mucha importancia a un con­cepto que con el tiempo ha ido perdiendo vigencia y sin em­bargo es vital: el kairós, oportunidad. Oportunidad para todo, hasta para hacer el amor. Así lo entiendo yo. Estas dos co­sas, la oportunidad y la música, han sido los dos pilares so­bre los que descansa mi personalidad. La música ha sido el soporte, el alimento espiritual que toda la vida me ha servido para, aun con interrupciones asociados a perio­dos depresi­vos, tenerme literalmente en pie o para ayu­darme a salir de ellos. El sentido de la "oportunidad", me ha servido para haber pasado la vida con la impresión de que no ha habido nada de ella que no haya yo mismo propiciado, que es tanto como decir que la he vivido siendo su dueño.

En unas determinadas condiciones fuera de nuestro con­trol voluntario, los corpúsculos de sentimientos y de sensa­ciones vivísimos propician lo que en fisiognómica -significa­dos históricos de los hechos- en esoterismo y en suprarrea­lidad se llama "eterno retorno". Mi primer amor ha enlazado con el amor profundo y vital que profeso a mis nietos más pequeños y que durará ya hasta el final de mis días.

También amo a los mayores, pero al advenimiento de mi nieta mayor, no le puedo agradecer un sentimiento tan hondo y vivo como éstos. La inma­durez para ser abuelo por primera vez a poco más de los cincuenta, me hizo sentir su nacimiento como un empujón hacia los confines de la vida más que como un aconteci­miento afectivo. Así son las co­sas. A los mayores los sigo tratando, asiduamente y con amor correspondido. Pero aun así, los lazos que me unen a estos pequeños tienen poco que ver con los que me unen a aquéllos. Y es que no sólo maternidad y paternidad exigen el momento vital oportuno. También en el ser abuelo, como en todo, ha tenido para mí mucha importancia el kairós. Pues está visto que esa investidura por vez primera, en este sentido ahora lo percibo como prematuro.

En cuanto a mi vieja amada, también más vieja que yo, terminó también la carrera, tiene ya más de setenta y sigue casada con el hijodalgo de casi ochenta. Volví a dar con ella después de muchos años. Ahora sólo le preocupa no des­agradar a Santa Gema Galgani. Aspira a recibir sus bendi­ciones. Lo que hay que ver...



1 comentario:

Daniel Garrido dijo...

Gracias mi querido Jaime por emocionarme tan profundamente con sus escritos. Gracias por haberme hecho creer de nuevo en la gente, la calidad y la calidez humanas.
Gracias por su lúcida mirada de la realidad y su tierna visión de la esencia de la vida.
Un abrazo fuerte.