Podemos estar hablando con una persona durante horas en el mismo idioma y no entendernos absolutamente nada. Hay muchos factores para la mutua incomprensión: status, rol y ambiente social, nivel económico, educación de base, aficiones, edad, posición en la familia, etc. En cambio puede hablar uno español y otro en en cingalés, y acabar comprendiéndose perfectamente. En cualquier caso el idioma es el último punto de conexión intelectiva. La mentalidad precede al lenguaje. Sólo cuando la mentalidad es afín se produce la comunicación: el idioma no hace más que refrendar lo discernido dentro de aquélla. Pero si la mentalidad de dos interlocutores no es la misma, el idioma no hace más que complicar y empeorar la comprensión.
Quiero decir que se puede amar sólo al terruño pero no amar a los vecinos aunque hablen nuestro idioma. Y a la inversa, se puede amar a los vecinos y detestar el lugar donde se habita que, por razones de peso, no se puede abandonar. Yo soy de los primeros. De aquí doy un salto afectivo a Europa. España no me interesa como un todo, y sólo puedo decir de ella que por su propio bien le convendría organizarse en Estado Federal. Mi verdadero amor abarca a la noción continental. Así pues, tengo en este aspecto dos amores: por un lado Europa, que me pone, y por otro América Latina, por la que siento amor platónico... Europa, la vieja Europa, no habla mi idioma, pero me siento unido a ella por la sensibilidad. Con América Latina tengo en común ésta y, además, el idioma.
...Porque soy celtíbero por los cuatro costados. Pero, pese a hablar la misma lengua apenas me entiendo con mis compatriotas (un término en desuso). Empezamos por que yo sólo reconozco como a tales a quienes comparten la misma filiación intelectiva o la misma concepción sociopolítica igualitarista.
Lo repito, me siento mucho más cercano a la mentalidad latinoamericana, a su universo conceptual y a sus valores culturales, que fueron nuestros pero por aquí se están abandonando. América Latina conserva una cultura humanista, clásica y universal. Me resulta muy familiar su percepción telúrica de la existencia y su forma de aprehensión de la realidad total. Sean individuos o zonas del continente sudamericano menos evolucionados culturalmente, sean los más avanzados pero no por eso más penetrantes, me siento más y mejor sintonizado con la inteligencia y el sentido primigenio de las cosas que tienen ambos estratos que con la inmensa mayoría de las gentes de este país en que nací y resido.
Y cuando hablo de compatriotas, ya lo dije, me refiero a esos que, hablando el mismo idioma que yo, no me dan más que dolores de cabeza y me obligan la mayoría de las veces a replicar a razonamientos cavernícolas, empobreciendo así mi intelecto forzado al razonamiento elemental.
Es más, la mayoría de las gentes de mi nacionalidad no está siquiera situada en la misma mentalidad focal de Europa, y buen número de ellas sigue con una idea de España anclada en el siglo XVI. La quieren sólo para ellos, pero, descuiden, no es en absoluto por pasión o romanticismo, sino para maltratarla y violar una y otra vez a su Naturaleza en provecho propio o grupuscular.
Sea por no haber participado en las dos grandes guerras, sea por idiosincrasia, España, salvo las honrosas excepciones que siempre hay en todo, está espiritualmente aún lejos de la Europa finisecular. Entre Europa y España, en lo que hay de centrípeto en todo patriotismo, siempre hay una profunda sima. Este país, en su conjunto, cuando debiera tener una relación intensa con Portugal, su vecino, lo ignora y lo margina. Casi desprecia, más o menos soterradamente, a los países africanos. A América Latina, pese a ser tan rica, la ve socialmente como al pariente pobre. Unos la contemplan aún con altanería, y otros, subconscientemente, con un cierto complejo freudiano de culpabilidad al recordar la Historia lejana. Quizá esto les redime.
Toda -casi toda- la energía vital que sale y entra en este país en que vivo, España, no se intercambia con Portugal y con América Latina, que sería lo natural. Se puentea fundamentalmente con Estados Unidos; unos para mostrarle devoción, otros para consentírselo todo con pusilanimidad sin atreverse a hacerles frente ni dar a las relaciones un portazo. No hay, a nivel institucional, político o mediático una actitud de rechazo a la miserable administración norteamericana, aunque ni siquiera se cruzan apenas entre este país y aquél intereses económicos. No sé cómo estará la balanza de pagos, pero me sospecho que el comercio hoy día está mediatizado por Europa y debe ser casi irrelevante en el trato bilateral.
Por lo dicho, no es la bandera, ni el modelo de Estado, menos el de gobierno; ni el documento de identidad, ni el idioma; ni siquiera la historia lo que une a las personas y a los países. Les une mucho más el sufrimiento, la naturalidad y el sentimiento intuitivo, y, como decía al principio, la sensibilidad. Principalmente la opresión sufrida por las mayorías infligida por minorías. Todo, o cualquier cosa, mucho más que el hecho de hablar la misma lengua. Los acuerdos y el amor no vienen de articular palabras del mismo lenguaje que emplean ordinariamente quienes se abrazan. No. Porque esas palabras tienen varios significados en temas cruciales de la vida, de la sociedad, del estar, del bienestar y de la política. Y a esos significados, una cultura ya estragada por sus propios excesos les va añadiendo más y más significados hasta perderse el sentido virginal de cada vocablo. Tantos, que cada palabra, sea en política, sea en religión, sea en las puras relaciones humanas, acaban así a menudo prostituídas.
Ni amistad, ni amor, ni lealtad, ni fidelidad, ni fe, ni integridad, ni compromiso, ni siquiera democracia tienen ya nada que ver, en el sentido que globalmente les da América Latina, y el que les asigna ahora la sociedad española en su conjunto. En España, amistad es amiguismo; amor, sexo; lealtad y fidelidad, sometimiento; fe, conveniencia; integridad, doblez; compromiso, cualquier cosa que propicia la traición... ¿Democracia?, un tinglado al servicio de las clases poderosas. América Latina y España se han ido distanciando hasta el extremo de que, aunque empleen filológicamente significantes comunes, éstos han acabado encerrando significados completamente diferentes.
No extrañe esta mi afinidad con el espíritu global de América Latina. Soy sencillamente un hombre que se pertenece a la Humanidad. Y la patria de la Humanidad, según me llega ésta como abstracción, tiene dos sedes: una estuvo siempre en la India y la otro está ahora en América Latina.
23.07.06
Jaime Richart
Quiero decir que se puede amar sólo al terruño pero no amar a los vecinos aunque hablen nuestro idioma. Y a la inversa, se puede amar a los vecinos y detestar el lugar donde se habita que, por razones de peso, no se puede abandonar. Yo soy de los primeros. De aquí doy un salto afectivo a Europa. España no me interesa como un todo, y sólo puedo decir de ella que por su propio bien le convendría organizarse en Estado Federal. Mi verdadero amor abarca a la noción continental. Así pues, tengo en este aspecto dos amores: por un lado Europa, que me pone, y por otro América Latina, por la que siento amor platónico... Europa, la vieja Europa, no habla mi idioma, pero me siento unido a ella por la sensibilidad. Con América Latina tengo en común ésta y, además, el idioma.
...Porque soy celtíbero por los cuatro costados. Pero, pese a hablar la misma lengua apenas me entiendo con mis compatriotas (un término en desuso). Empezamos por que yo sólo reconozco como a tales a quienes comparten la misma filiación intelectiva o la misma concepción sociopolítica igualitarista.
Lo repito, me siento mucho más cercano a la mentalidad latinoamericana, a su universo conceptual y a sus valores culturales, que fueron nuestros pero por aquí se están abandonando. América Latina conserva una cultura humanista, clásica y universal. Me resulta muy familiar su percepción telúrica de la existencia y su forma de aprehensión de la realidad total. Sean individuos o zonas del continente sudamericano menos evolucionados culturalmente, sean los más avanzados pero no por eso más penetrantes, me siento más y mejor sintonizado con la inteligencia y el sentido primigenio de las cosas que tienen ambos estratos que con la inmensa mayoría de las gentes de este país en que nací y resido.
Y cuando hablo de compatriotas, ya lo dije, me refiero a esos que, hablando el mismo idioma que yo, no me dan más que dolores de cabeza y me obligan la mayoría de las veces a replicar a razonamientos cavernícolas, empobreciendo así mi intelecto forzado al razonamiento elemental.
Es más, la mayoría de las gentes de mi nacionalidad no está siquiera situada en la misma mentalidad focal de Europa, y buen número de ellas sigue con una idea de España anclada en el siglo XVI. La quieren sólo para ellos, pero, descuiden, no es en absoluto por pasión o romanticismo, sino para maltratarla y violar una y otra vez a su Naturaleza en provecho propio o grupuscular.
Sea por no haber participado en las dos grandes guerras, sea por idiosincrasia, España, salvo las honrosas excepciones que siempre hay en todo, está espiritualmente aún lejos de la Europa finisecular. Entre Europa y España, en lo que hay de centrípeto en todo patriotismo, siempre hay una profunda sima. Este país, en su conjunto, cuando debiera tener una relación intensa con Portugal, su vecino, lo ignora y lo margina. Casi desprecia, más o menos soterradamente, a los países africanos. A América Latina, pese a ser tan rica, la ve socialmente como al pariente pobre. Unos la contemplan aún con altanería, y otros, subconscientemente, con un cierto complejo freudiano de culpabilidad al recordar la Historia lejana. Quizá esto les redime.
Toda -casi toda- la energía vital que sale y entra en este país en que vivo, España, no se intercambia con Portugal y con América Latina, que sería lo natural. Se puentea fundamentalmente con Estados Unidos; unos para mostrarle devoción, otros para consentírselo todo con pusilanimidad sin atreverse a hacerles frente ni dar a las relaciones un portazo. No hay, a nivel institucional, político o mediático una actitud de rechazo a la miserable administración norteamericana, aunque ni siquiera se cruzan apenas entre este país y aquél intereses económicos. No sé cómo estará la balanza de pagos, pero me sospecho que el comercio hoy día está mediatizado por Europa y debe ser casi irrelevante en el trato bilateral.
Por lo dicho, no es la bandera, ni el modelo de Estado, menos el de gobierno; ni el documento de identidad, ni el idioma; ni siquiera la historia lo que une a las personas y a los países. Les une mucho más el sufrimiento, la naturalidad y el sentimiento intuitivo, y, como decía al principio, la sensibilidad. Principalmente la opresión sufrida por las mayorías infligida por minorías. Todo, o cualquier cosa, mucho más que el hecho de hablar la misma lengua. Los acuerdos y el amor no vienen de articular palabras del mismo lenguaje que emplean ordinariamente quienes se abrazan. No. Porque esas palabras tienen varios significados en temas cruciales de la vida, de la sociedad, del estar, del bienestar y de la política. Y a esos significados, una cultura ya estragada por sus propios excesos les va añadiendo más y más significados hasta perderse el sentido virginal de cada vocablo. Tantos, que cada palabra, sea en política, sea en religión, sea en las puras relaciones humanas, acaban así a menudo prostituídas.
Ni amistad, ni amor, ni lealtad, ni fidelidad, ni fe, ni integridad, ni compromiso, ni siquiera democracia tienen ya nada que ver, en el sentido que globalmente les da América Latina, y el que les asigna ahora la sociedad española en su conjunto. En España, amistad es amiguismo; amor, sexo; lealtad y fidelidad, sometimiento; fe, conveniencia; integridad, doblez; compromiso, cualquier cosa que propicia la traición... ¿Democracia?, un tinglado al servicio de las clases poderosas. América Latina y España se han ido distanciando hasta el extremo de que, aunque empleen filológicamente significantes comunes, éstos han acabado encerrando significados completamente diferentes.
No extrañe esta mi afinidad con el espíritu global de América Latina. Soy sencillamente un hombre que se pertenece a la Humanidad. Y la patria de la Humanidad, según me llega ésta como abstracción, tiene dos sedes: una estuvo siempre en la India y la otro está ahora en América Latina.
23.07.06
Jaime Richart
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