24 julio 2006

Identidad y lenguaje (Un canto a América Latina)


Podemos estar hablando con una persona durante horas en el mismo idioma y no entendernos absolutamente nada. Hay muchos factores para la mutua incomprensión: status, rol y ambiente social, nivel económico, educación de base, aficiones, edad, posición en la familia, etc. En cambio puede hablar uno español y otro en en cingalés, y acabar com­prendiéndose perfectamente. En cualquier caso el idioma es el último punto de conexión intelectiva. La mentalidad pre­cede al lenguaje. Sólo cuando la mentalidad es afín se pro­duce la comunicación: el idioma no hace más que refrendar lo discernido dentro de aquélla. Pero si la mentalidad de dos interlo­cutores no es la misma, el idioma no hace más que compli­car y empeo­rar la comprensión.

Quiero decir que se puede amar sólo al terruño pero no amar a los vecinos aunque hablen nuestro idioma. Y a la in­versa, se puede amar a los vecinos y detestar el lugar donde se habita que, por razones de peso, no se puede abandonar. Yo soy de los primeros. De aquí doy un salto afectivo a Eu­ropa. España no me interesa como un todo, y sólo puedo de­cir de ella que por su propio bien le conven­dría organizarse en Estado Federal. Mi verdadero amor abarca a la noción continental. Así pues, tengo en este as­pecto dos amores: por un lado Europa, que me pone, y por otro América Latina, por la que siento amor pla­tónico... Europa, la vieja Eu­ropa, no habla mi idioma, pero me siento unido a ella por la sensibili­dad. Con América Latina tengo en común ésta y, ade­más, el idioma.

...Porque soy celtíbero por los cuatro costados. Pero, pese a hablar la misma lengua apenas me entiendo con mis compatriotas (un término en desuso). Empezamos por que yo sólo reconozco como a tales a quienes comparten la misma filiación intelectiva o la misma concepción sociopolí­tica igualitarista.

Lo repito, me siento mucho más cercano a la mentalidad la­tinoamericana, a su universo conceptual y a sus valores cul­turales, que fueron nuestros pero por aquí se están abando­nando. América Latina con­serva una cultura humanista, clá­sica y universal. Me resulta muy fami­liar su percepción telú­rica de la existencia y su forma de aprehen­sión de la realidad total. Sean individuos o zonas del conti­nente suda­mericano me­nos evolucionados cultu­ralmente, sean los más avanza­dos pero no por eso más pe­netrantes, me siento más y mejor sintonizado con la inteli­gencia y el sentido primigenio de las cosas que tienen am­bos estratos que con la inmensa mayo­ría de las gentes de este país en que nací y resido.

Y cuando hablo de compatriotas, ya lo dije, me refiero a esos que, hablando el mismo idioma que yo, no me dan más que dolores de cabeza y me obligan la mayoría de las veces a replicar a razonamientos cavernícolas, empobre­ciendo así mi intelecto forzado al razonamiento elemental.

Es más, la mayoría de las gentes de mi nacionalidad no está siquiera situada en la misma mentalidad focal de Eu­ropa, y buen número de ellas sigue con una idea de España anclada en el siglo XVI. La quieren sólo para ellos, pero, descuiden, no es en absoluto por pasión o romanti­cismo, sino para maltratarla y violar una y otra vez a su Natu­raleza en provecho propio o grupuscular.

Sea por no haber participado en las dos grandes guerras, sea por idiosincrasia, España, salvo las honrosas excepcio­nes que siempre hay en todo, está espiritualmente aún lejos de la Europa finisecular. Entre Europa y España, en lo que hay de centrípeto en todo patriotismo, siempre hay una profunda sima. Este país, en su conjunto, cuando debiera tener una relación intensa con Portugal, su vecino, lo ignora y lo margina. Casi desprecia, más o menos soterrada­mente, a los países africanos. A América Latina, pese a ser tan rica, la ve socialmente como al pariente pobre. Unos la contem­plan aún con altanería, y otros, subconscientemente, con un cierto complejo freudiano de culpabilidad al recordar la His­toria lejana. Quizá esto les redime.

Toda -casi toda- la energía vital que sale y entra en este país en que vivo, España, no se intercambia con Portugal y con América Latina, que sería lo natural. Se puentea fun­damentalmente con Estados Unidos; unos para mostrarle devoción, otros para consentírselo todo con pu­silanimidad sin atreverse a hacerles frente ni dar a las rela­ciones un por­tazo. No hay, a nivel institucional, político o mediático una actitud de rechazo a la miserable administra­ción norteame­ricana, aun­que ni siquiera se cruzan apenas entre este país y aquél intereses económicos. No sé cómo estará la ba­lanza de pa­gos, pero me sospecho que el co­mercio hoy día está me­diatizado por Europa y debe ser casi irrelevante en el trato bilateral.

Por lo dicho, no es la bandera, ni el modelo de Estado, menos el de gobierno; ni el documento de identidad, ni el idioma; ni siquiera la historia lo que une a las personas y a los países. Les une mucho más el sufrimiento, la naturalidad y el sentimiento intuitivo, y, como decía al principio, la sen­sibilidad. Principalmente la opresión sufrida por las mayorías infligida por minorías. Todo, o cualquier cosa, mucho más que el hecho de hablar la misma lengua. Los acuerdos y el amor no vienen de articular palabras del mismo lenguaje que emplean ordinariamente quienes se abrazan. No. Por­que esas palabras tienen varios significados en temas cru­ciales de la vida, de la sociedad, del estar, del bienestar y de la política. Y a esos significados, una cultura ya estra­gada por sus propios excesos les va añadiendo más y más significados hasta perderse el sentido virginal de cada vo­cablo. Tantos, que cada palabra, sea en política, sea en re­ligión, sea en las puras relaciones humanas, acaban así a menudo prostituídas.

Ni amistad, ni amor, ni lealtad, ni fidelidad, ni fe, ni integri­dad, ni compromiso, ni siquiera democracia tienen ya nada que ver, en el sentido que globalmente les da América La­tina, y el que les asigna ahora la sociedad española en su con­junto. En España, amistad es amiguismo; amor, sexo; leal­tad y fidelidad, sometimiento; fe, conveniencia; integri­dad, doblez; compromiso, cualquier cosa que propicia la trai­ción... ¿Democracia?, un tinglado al servicio de las cla­ses poderosas. América Latina y España se han ido distan­ciando hasta el extremo de que, aunque empleen filológi­camente significantes comunes, éstos han acabado ence­rrando significados completamente diferentes.

No extrañe esta mi afinidad con el espíritu global de Amé­rica Latina. Soy sencillamente un hombre que se pertenece a la Humanidad. Y la patria de la Humanidad, según me llega ésta como abstracción, tiene dos sedes: una estuvo siempre en la India y la otro está ahora en América Latina.

23.07.06

Jaime Richart

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