16 julio 2006

Ojo por ojo...

¿Quién, en sus cabales, niega que el Holocausto a que Hitler y sus secua­ces infligieron a la etnia judía es la peripecia de horror más grande en la historia conocida, al menos me­dida por el nú­mero de las víctimas?

Pero, como dicen los conformistas, los optimistas y los vi­ta­listas: no hay mal que por bien no venga. El fruto viene de la corrupción de la semilla. Y como consecuencia de aquel horror, una etnia que había estado deambulando por la histo­ria más de dos mil años (si hemos de creer a pie junti­llas a biblias y a historiadores), se encuentra de la noche a la ma­ñana con un territorio propio por arte de birlibirloque en un lu­gar de Oriente Medio de cuyo nombre no quiero acor­darme. Gracias a la "generosidad" de las potencias triun­fantes, pri­mero en la I Gran Guerra y luego en la segunda, un millón de esa etnia se encontró con casa nueva cuando algunos la habían tenido por nómada o transhumante y no como pue­blo huido se­gún cuenta la historia -o la leyenda- de la diáspora en el siglo III a. C. Y digo que es posible que sea leyenda, pues si ponemos en tela de juicio la historia creacionista de la humanidad contada en “las Biblias”, no hay ra­zón suficiente para admitir como posi­blemente falsas unas partes y otras no.

Tras la I Guerra Mundial, los términos de la Declaración de Balfour se incluyeron en el Mandato de Palestina aprobado por la Sociedad de Naciones en 1922. El Mandato encargó a Gran Bretaña la gestión de Palestina y le confió la tarea de ayudar a los judíos para “reconstituir su patria en ese país”.

Durante el periodo del Mandato británico, que duró hasta 1948, comenzaron a realizarse asentamientos judíos de gran envergadura y a desarrollarse grandes empresas agrí­colas e industriales sionistas. La comunidad judía, o Yishuv, se multi­plicó por diez durante este periodo, especialmente en la dé­cada de 1930, en la que un gran número de judíos huyeron de las persecuciones nazis en Europa.

En Tel Aviv, el 14 de mayo de 1948, el Consejo Provisio­nal del Estado, antiguo Consejo Nacional, en representación del pueblo judío de Palestina y del movimiento sionista mundial, proclamó el establecimiento del Estado judío de Palestina, que se llamaría Medinat Yisra’el (Estado de Is­rael) y estaría abierto a la inmigración de judíos dispersos por todo el mundo. Inicial­mente fueron poco más de tres cuartos de mi­llón. Hoy son más de cinco millones. En 1967 Israel conquis­taría los territorios de Cisjordania con Jerusa­lén Este, enton­ces bajo administración de Jordania, así como los Altos del Golán, en territorio sirio. El caso es que los límites esta­bleci­dos por la divi­sión de la ONU en 1947, que eran de unos 15.500 km2, llega­ron a alcanzar los 21.976 km² que tiene hoy día por sucesivas anexiones o con­quistas.

Aquellos individuos, que procedían de todas partes, se en­contraron de repente en un lugar habitado por otros. Es, en cierto modo, como si en el delta del Ebro, por ejemplo, el im­pe­rio decidiese instalar a un millón de gitanos que jamás tu­vieron, ni quisie­ron tener, casa pro­pia.

Pero no voy a entrar en polémica sobre el derecho a "re­gre­sar" a sus orígenes territoriales, sobre el derecho de las po­ten­cias a decidirlo y sobre si fue una delicadeza de agri­men­sor el cálculo del espacio que habrían de ocupar los nuevos in­quili­nos. Démoslo todo por bueno pues, ya se sabe, la histo­ria la escriben recta los hombres pero con ren­glones tor­cidos, y hemos de ser siempre comprensivos... con los gana­dores.

Así pues, desde el fin de la I Guerra Mundial ya estaban las naciones triunfadoras por la idea de asentar a los judíos en aque­lla tierra. Después de 1922, todo ha sido una historia in­terminable de guerras entre los recién asentados y los au­tócto­nos...

Es imposible resarcir a un pueblo de la muerte pavorosa de mi­llones de sus miembros. (Tampoco es resarcible la de cente­nares de miles de iraquíes y afganos que se viene pro­duciendo hoy día). Pero el “regreso” a casa de unos cuantos centenares de miles que salieron sanos y salvos por un lado, y la ampliación de la casa por otro en 1967, para aquellos que se asentaron allí por “man­dato de las Na­cio­nes” no deja de ser un con­suelo, aunque exiguo, a cambio de la barbarie que sufrieron sus her­manos.

No sólo eso. El desquite del horror del Holocausto por parte de Israel es ya un hecho en extensión y en profundi­dad. Las cañas se han vuelto lanzas, y ahora es el Estado de Is­rael el que, con la misma motivación o excusa de la misma defensa de su territorio que Estados Unidos arguye para cometer sus fe­cho­rías, el que está infligiendo otro holo­causto a escala so­bre palestinos y li­baneses. El ojo por ojo pertenece a su reli­gión y a su doc­trina. Pero lo que no dice ni su religión ni su doctrina, es que el ojo que ha de sa­car por venganza en vir­tud de su Ley del Talión sea, no el del que se lo sacó, sino del vecino cuya casa en­cima ocupó además sin su permiso.

Bien, para ser mínimamente objetivos digamos que, vistos los hechos, no echemos la culpa a los que ocuparon aquel te­rritorio en 1948, y menos a sus hijos y nietos que echaron raíces allí. Tampoco cul­pemos a las potencias que ganaron la guerra al alemán por partida doble, de ser ge­nerosas re­ga­lando territorios que no les pertenecían. Tam­poco cul­pe­mos -mucho menos- a los que vivían y viven desde siem­pre en aquellas tierras: unos bañados en petró­leo y otros cerca­nos a ellos a quienes desde hace casi un siglo no les dejan en paz las potencias llamadas entonces "colo­niales".

No culpemos a nadie, pero el caso es que, tal como están las cosas en Oriente Medio y en el planeta, todo lleva ca­mino de que el ojo por ojo del Talión, que es lo que gobierna al mundo hoy día, está a punto de dejar al mundo comple­ta­mente ciego, como vaticinó Mahatma Gandhi...

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