29 julio 2006

Mi barbero desconfía de la Iglesia

El otro día fui a la barbería de cos­tumbre. Pero nada más sentarme en el sillón percibí una sen­sación electrizante de mi barbero. Estaba que trinaba y em­pezó incluso a asustarme. Culto y ponderado, es­taba gra­ve­mente sorpren­dido por ese afán de la Iglesia Cató­lica en hacerse notar tanto en este país. Como si fuera el suyo -dice- el único pensamiento ético posible; cuando es una réplica del otro pensamiento único, ése que reina en todas partes en materia social, económica y polí­tica. Pensé que, de mo­mento, lo mejor sería dejarle ir y no llevarle la contraria. No fuese que su mano, aunque muy hábil con la navaja, sufriese un extraño...

Mientras empezaba a acicalarme, me decía que no com­prende cómo la Iglesia en lugar de apabullar con sus ana­te­mas, no es más pru­dente. Se haría más respetable. Y no sólo eso. Po­dría hasta recobrar a muchos prosélitos que en estos treinta años de democracia le ha ido dando la espalda justa­mente por haberse cebado en los pasajes más con­troverti­dos, más confusos, más beligerantes y menos conso­ladores del Evan­gelio. De ahí debe venir lo de oponerse ahora a la investigación con células madre...

Yo, tímidamente, le digo que, con soflamas no sólo los cau­dillos sino tam­bién los arzobispos hacen sentir más su pode­río. Que a Dios hay que adorarle a gritos y que la doctrina so­cial de la Iglesia, que no es más que socialismo democrático, hay que propa­garla a voces. Yo, ni quito ni pongo. Lo dicen ellos.

El me contesta que eso era antes. Precisamente cuando no era necesario. Cuando las homilías -más bien arengas- se impartían desde los púlpitos pero protegidas por las ba­yone­tas, la gente terminó creyendo que los curas tenían ra­zón. Pero hoy han cambiado las cosas. Y la religión en cualquier parte se ve como un asunto privado, de fuero in­terno. Por­que los principios apologéticos de la cató­lica, esos que "prue­ban" que por ser "universal" la religión católica es la única verda­dera, ya se han venido abajo. Pues ellos siguen, erre que erre, empeñados en que sea universal sin serlo...

Yo insisto y le replico, ya un poco más entonado: España es diferente. A esta socie­dad, si no le dicen las cosas vocife­rando, bien sea por una radio de banda anchísima a cuyo frente esté un locutor fre­nopático, o poniéndolas en primera plana de los periódicos, no se en­tera de nada, se comunisti­za y se desentiende de Dios. Por eso los arzobispos es­tuvieron callados cuando Aznar metió al país en una guerra que no tenían por que condenar, pues se trataba de una nueva evangeliza­ción con ejércitos nada menos que de Bush. Como en los viejos tiempos. Pero ahora los arzobispos no pueden callar. Eso no haría más que en­valentonar al go­bierno actual, que se haría más comunista todavía. Además, si la Confe­rencia Episcopal afirma ahora que la UE "atenta contra la vida" al permitir la investi­gación con células madre, es porque la Conferencia tiene mucho más aprecio por el proyecto de vida que por la vida misma. Como Dios manda. Por eso aprobó con su silencio la cru­zada contra los infieles. Pero ahora no puede consentir este atrevimiento de corre­gir a la Natura­leza investigando células madre para curar o prevenir enferme­dades. Sólo son lícitas las intervenciones quirúrgi­cas de todo tipo, inclui­das las peligro­sas de estética, porque eso, aunque ponga en peligro una vida y enmiende la vo­luntad de Dios, no atenta contra los proyectos de vida, que es lo que importa. El proyecto de vida está muy por encima de la vida lograda, que incluso ya puede sacrificarse si es para Dios...

Mi barbero que, como ya digo, es muy culto, redobla sus ra­zonamientos y añade indignado (hasta el punto de que es­tuvo a punto de darme un tajo): prefiero dejar a un lado lo de la vida y el proyecto de vida, porque no me­rece el más mí­nimo esfuerzo de refutación... Lo que quiero desta­car es que la Iglesia Católica se hace a sí misma un flaco servicio con esta constante beligerancia co­ntra un gobierno que es mucho más evangélico que el ante­rior. La gente, tras cuarenta años de nacional­catolicismo está harta y tiende a rechazar todo pronunciamiento categó­rico aceptando en cambio con gusto cualquier sugerencia. La grey huye del tremendismo y de la intolerancia arzobis­pal. Si ésta tuviera potros de tortura los usaría de nuevo. ¿No saben los purpurados que si hicieran proposiciones dignas, sosteni­bles y razonables; si difundie­sen pautas sabias a los ciuda­danos en lugar de em­pecinarse en hacer vidriosas cuestio­nes que luego, con el paso del tiempo terminan por aceptar, muchos volverían al redil del Señor?

Yo le respondo que los arzobispos son personas muy prepa­radas, y aunque a veces parecen unos patanes en las cosas de Dios, se las saben todas. Ellos, lo que quieren es que todo el mundo sea muy macho, que se coma los santos aunque no vaya a misa, que ponga el aspa en la de­clara­ción de la renta, que no piense y que se haga del PP. Por­que para eso están ellos, para pensar por los demás. Ade­más cuentan con un ex gobernante ilustre, el mesías Aznar, que gobernó de cine como lo prueba que ganase las elec­ciones por dos ve­ces. Ellos esperan su regreso. Para los ar­zobis­pos la Paru­sía, es decir el retorno, es doble. Por un lado espe­ran al Hijo del Hombre y por otro la vuelta de Az­nar, el hombre.

Pero mi barbero, culto pero tozudo no da su brazo a tor­cer y me dice que como ha terminado de rasurarme y la hora se ha echado encima, si me parece, al día siguiente y mien­tras me corta el pelo, me puede completar su pensamiento en este, a su juicio importante asunto. Y en ello quedamos..//..

ooOoo

Al día siguiente, como acordamos, me siento de nuevo en el sillón de la barbería y mi barbero, que no había hecho más que empezar a igualarme las patillas para hacerme un corte de pelo, me suelta el siguiente discurso demoledor al que ya no tuve valor ni tiempo para responder o refutar:

"El diccionario de la lengua denomina necio al “ignorante que no sabe pudiendo y debiendo saber”. Yo, además, em­pleo el término refiriéndome a aquél que, sobre todo si tiene alguna re­presentatividad, se comporta de manera que de sus actos no se deriva beneficio alguno; ni para quienes re­presenta, ni para quienes no representa; ni siquiera para sí mismo; es decir, para nadie. Sus actos y disposiciones no sólo son estériles, son contraproducentes pues causan un efecto contrario al que se supone persigue. Es un propósito lícito atraer ovejas al rebaño del Señor, por ejemplo, pero como quieren llamar la atención disparatando, los necios las ahu­yentan. Este tipo de necio es una modalidad del co­rrupto: ése al que se refiere Nietzsche en El Anticristo.-VI: "Digo que un animal, una especie o un individuo están co­rrompi­dos, cuando eligen y prefieren lo que es desfavorable para ellos"

Si los arzobispos no fueran imprudentes además de ne­cios, en lugar de dirigir urbi et orbe sus absolutismos mora­les se limitarían a comunicárselos discretamente sólo a sus fieles en los tem­plos y en las hojas parroquiales. Y así se iría expandiendo de nuevo su doctrina celestial que, por culpa de ellos, sus traficantes, hace aguas por todas partes en cuanto se salen de las enseñanzas de Cristo que no son muy diferentes de las de Buda, de Confucio, de Mahoma o de cualquier otro humano de bien... Pero no tienen pacien­cia, y creen que catequizando a voz en grito, oponiéndose a diestro y sinies­tro sobre cualquier materia cuya racionalidad está probada, van a adelantar más.

Ellos dicen que sus encíclicas y pastorales son palabra de Dios. No les haga vd. caso. Son suyas. La Iglesia se ha pa­sado su historia confundiendo maliciosamente al mundo entero con su parroquia. Lo mismo que el actual Estado de Israel, cuando dice que el mundo le "autoriza a arrasar al Líbano", confunde al “mundo” con Estados Unidos.

Yo creo que la Iglesia Vaticana debe abandonar el método de la propagación tradicional del Evangelio: a lanzazos, a arcabuzazos y a cañonazos. Y sin embargo no sólo no lo abandona, sino que vuelve a la carga ahora con arzobispos energúmenos, antediluvianos y patanes, y con un speaker desquiciado al frente de su emisora que se vuelve loco con su logorrea, vuelve locos a los cuitados que por descuido van a ella a escucharle y pone a la altura del descere­brado a los arzobispos.

Yo, al decir estas cosas, no me meto nada en el bolsilo. Lo digo por ella, por la propia Iglesia y sus objetivos presuntos. Lo que sobran en este país son listos. Por eso ya no hay quien esté dispuesto a hacer trabajos penosos por un sala­rio de hambre. Para eso están los inmigrantes... En tiempos en que, aunque muchos están dormidos, la mayoría está cada vez más desarrollada en perspicacia, es cuando los po­deres y especialmente el de la Iglesia más toma a la po­bla­ción civil por deficiente.

Si queremos saber qué opina cada religión, no hay más que ir a su templo o a su web y en paz. Déjense, pues, ar­zobispos y obispos de adoctrinar a la fuerza. No harán más que hundir a su Iglesia porque, salvo los ya convencidos, nadie les hará caso. Métanse en la cabeza que la sugeren­cia es infinitamente más eficaz a la hora de ganarse adeptos que los continuos ataques a los gobiernos que no son de su agrado. Si comulgan con ese partido de la oposición que, soliviantado e impaciente, permanece a la espera de adue­ñarse otra vez del poder político para que ellos, los arzobis­pos, regresen a sus cuarteles de invierno porque ya no les necesitarán, correrán la misma suerte que esa facción. Como en España han caído muy bajos los niveles de su solvencia moral, los arzobispos están empeñados en re­flotar a la Iglesia. Pero, como antes decía, no es la paciencia del santo Job precisamente la virtud que les caracteriza...

Pues no se hace más grande a la Iglesia, ni se la extiende mejor dirigiéndose al mundo como si todo él fuese católico. Por ejemplo, eso de que los obispos van a presentar un nuevo plan para una "nueva evangelización", pone los pelos de punta. Suena a tambores de Inquisición. En suma, a este paso y puesto que para ado­rar a Dios, quien crea en él, no es necesario tener a nadie y menos a una Iglesia por medio, sólo van a escucharles y acudir a los templos los cretinos.

La prueba del nueve de que arzobispos, obispos y papas son unos necios es que, con la que está cayendo: por un lado, un cambio climático desastroso del que son culpables los excesos promovidos por los directores del capitalismo, y una infame expansión territorial, con ya centenares de miles de muertes aunque ellos no comuniquen las cifras, de Esta­dos Unidos e Israel, por otro, los arzobispos, en lugar de di­rigir sus diatribas y condenas al infierno contra los reyes a que se refieren las Biblias, lo único que les preocupa es ne­gar el amor a los homosexuales, acordarse de las células madre y regresarnos a los catecismos cuando ya nadie quiere ni oirlos”.

Con este dicterio contra la Iglesia católica española, ter­minó mi barbero de darme el último toque a mi ya escaso cabello. Le pagué según tarifa, y nos despedimos hasta el próximo encuentro de racionalidad...

Me fui de la barbería convencido de que, además de haberme puesto al corriente mi barbero sobre asuntos ecle­siales y arzobispales de actualidad que yo desconocía, al menos en profundidad, el afeitado de ayer y el corte de pelo de hoy, con el calor que hace, no me han venido nada mal...






28 julio 2006

La cuenta atrás



No creo que a la vista de lo que estaba sucediendo prácti­camente en el mundo entero, y ahora ya también en la Eu­ropa tradicionalmente húmeda: altísimas temperaturas ge­ne­ralizadas, sequía persis­tente sin atisbos de regresión, ríos que fueron navegables que ya no lo son, etc, alguien se atreva a burlarse de los milenaristas.

Es ya una evidencia que estamos en el principio del fin. Cualquier proyecto que no tenga que ver con algún esfuerzo para contener un poco lo irremediable, resultará ya una in­sensatez; insensatez, insensateces sin fin, propias, por otra parte, de esta civilización falsamente democrática causante del desaguisado. En todo caso la democracia, falsa o no falsa, está basada en una libertad recortadísima para las ma­yorías que lo único que pueden hacer es quejarse, pero sal­vaje para de unos cuantos. Para unos cuantos que, ellos sí, pueden hacer cuanto se les antoje sin calcular los efectos de sus actos, y quienes, cuando algún juez intrépido se de­cide a empapelarlos, ya habrán realizado irreversibles salva­jadas, sabiendo además que pronto saldrán de la cárcel mientras otros, por robar la caja de una gasolinera, se pudren en la cárcel...

No el azar, no un ciclo climático, no el vengativo Dios de los cristianos... Es el propio hombre y además el hombre occi­dental a quien hay que culpar del desastre. Ese "hom­bre" que cree saberlo todo, que todo lo calcula con precisión de agri­mensor, excepto lo esencial: la continuidad de la especie humana que depende de él sólo, y el mantenimiento de un bienestar del que tanto se vanagloria pero que empieza a agrietarse a ojos vista. La demo­cracia, y esa libertad sin freno asociada a ella, van a ser la tumba de la actual civilización. No es, no era, posi­ble producir artefactos y generadores de calor con­sumiendo energía ili­mitadamente sin actuar sobre la bios­fera. Y esto es lo que ha hecho el hombre blanco. Tenía que haber hecho un cálculo que no ha hecho, pero que cual­quier lerdo hubiera realizado antes de destruir su propia casa; antes de fabricar y poner en el mercado gene­radores de calor sin tasa. Debía haber calculado la pro­porción debida en la expulsión de gases para no causar una descompensación graví­sima en la atmósfera. Y, sobre todo, considerado las transgue­siones en tal sentido como un crimen equivalente al homicidio tumultuario. Pero no lo ha hecho. Ha jugado, y se pavonea de él, al “desarrollo”, al progreso sin límites, aunque no sabía, no sabe, o no quiso saber a dónde le conducía...

Cualquier pueblo no occidental es capaz de sobrevivir con unas gotas de agua o unas gotas de rocío. Pero los países occidentales están abo­cados a desplomarse muy pronto, porque siendo funda­mental el agua para la vida, ellos han hecho del agua, mejor dicho de su carencia provocada, el factor de la des­trucción total. Ningún país levantado sobre el "pro­greso" entendido a lo occidental, puede sobrevivir si no es con­sumiendo agua a man­salva.

Por cierto ahora, puesto que sabemos la can­tidad de agua que se consume para las necesidades comu­nes y en agri­cultura ¿cuánta agua necesi­tan las obras y construcciones a lo bestia que en este país re­seco español están tan de moda? ¿Tampoco calculan que a ellos, que a su activi­dad, también les queda poco?

Si no ayuda el ser humano a la Naturaleza, al final ella, que es mucho más generoso con él de lo que merece, se venga.

Ahora comprendo aquella profecía que oí de niño cuya pa­ternidad no recuerdo, de que así como la civilización pre­ce­dente sucumbió por el Diluvio Universal, ésta, la que vivi­mos ahora, se destruirá por el fuego. Pero antes vendrían tribula­ciones. Y ¿qué son tribulaciones?, pues el sobreco­gimiento, el temor, la desesperación, la sed, la ansiedad y la depre­sión atroz, el horror que deben sentir quienes están en guerra y no la desean; todo eso que sólo los inconscientes y los lo­cos no experimentan por tener el cerebro dormido y los senti­dos anestesiados por el alcohol, por la cocaína o por lo que sea.

Ya, desde hace diez años vengo dando la voz de alarma en foros y simposiums científicos, invitándoles a reflexionar en firme sobre el asunto. Pero desde el principio vi que era una voz que clamaba en el desierto. Lo único que conseguí es que me tomaran por lo contrario de lo que soy: simplemente una persona corriente que ha mi­rado al cielo a menudo y que está desde la infancia al tanto de la Naturaleza... Ellos miraban con un ojo a sus pro­pias complacencias, orgullosos de su “saber”, y con el otro a los beneficiarios de sus dictámenes...

Lo cierto es que con agua dosificada o sin agua, una parte de la civilización sucumbirá. La otra, por la guerra también. Creo que ha empezado la cuenta atrás. Si soy o no milena­rista que lo digan otros. Yo no, pues no milito en nada ni sigo doctrinas de otros. No tengo las claves del pensamiento, pero sí las del mío.

25 julio 2006

Seamos optimistas...

El mundo -Estados Unidos e Is­rael- está convulso. Y las armas que tienen y pueden disparar ambos países ja­más tuvie­ron tanta fuerza destructiva. Tanta, como para hacer saltar por los aires al planeta...

Pero seamos optimistas: los arse­nales serán desman­te­la­dos por los gobiernos prudentes y sagaces que velan las armas nuclea­res, y reinará la paz per­petua.

Las masas migratorias son ya imparables. Huyen, por los motivos que han huido siempre las poblaciones y los pue­blos, por la peste, por guerras y por hambrunas...

Pero seamos optimistas: habrá en Europa espacio y ali­mentos y agua para albergar a toda la población de Africa.
El desierto avanza vertiginosamente, los glaciares re­troce­den, los polos se derriten, los humedales se desvane­cen, cientos de miles de especies desaparecen, los mares y ríos se degradan, los humedales se agrietan...
Pero seamos op­timistas: el buen Dios de los creyentes dará la oportuna or­den a sus ángeles para que vuelva el turno de la lluvia y los sibaritas puedan disfrutar de sus pis­cinas y de sus campos de golf hasta la hartura.
En España el PP y en Estados Unidos el partido republi­cano están consagrados a socavar y a desvalijar cada uno a su país, y el segundo además al mundo entero...

Pero sea­mos opti­mistas: el PP entrará en razón y sus pe­rros de presa se amansarán; y los neocons se harán la lo­botomía y acepta­rán la co­existencia pacífica y el retorno al colectivismo que persiguieron sin tregua sus antecesores.
El mundo se acaba... pero seamos optimistas.

Así lo quieren los optimistas, que lo son porque hoy están en la cresta de la ola, porque han conseguido un cochazo o se acaban de hacer con un móvil de última genera­ción... No vamos a defrau­darles. Seremos optimistas. In­cluso ahora que ya sabe­mos que Dios y la Naturaleza aprietan y aho­gan.













24 julio 2006

Identidad y lenguaje (Un canto a América Latina)


Podemos estar hablando con una persona durante horas en el mismo idioma y no entendernos absolutamente nada. Hay muchos factores para la mutua incomprensión: status, rol y ambiente social, nivel económico, educación de base, aficiones, edad, posición en la familia, etc. En cambio puede hablar uno español y otro en en cingalés, y acabar com­prendiéndose perfectamente. En cualquier caso el idioma es el último punto de conexión intelectiva. La mentalidad pre­cede al lenguaje. Sólo cuando la mentalidad es afín se pro­duce la comunicación: el idioma no hace más que refrendar lo discernido dentro de aquélla. Pero si la mentalidad de dos interlo­cutores no es la misma, el idioma no hace más que compli­car y empeo­rar la comprensión.

Quiero decir que se puede amar sólo al terruño pero no amar a los vecinos aunque hablen nuestro idioma. Y a la in­versa, se puede amar a los vecinos y detestar el lugar donde se habita que, por razones de peso, no se puede abandonar. Yo soy de los primeros. De aquí doy un salto afectivo a Eu­ropa. España no me interesa como un todo, y sólo puedo de­cir de ella que por su propio bien le conven­dría organizarse en Estado Federal. Mi verdadero amor abarca a la noción continental. Así pues, tengo en este as­pecto dos amores: por un lado Europa, que me pone, y por otro América Latina, por la que siento amor pla­tónico... Europa, la vieja Eu­ropa, no habla mi idioma, pero me siento unido a ella por la sensibili­dad. Con América Latina tengo en común ésta y, ade­más, el idioma.

...Porque soy celtíbero por los cuatro costados. Pero, pese a hablar la misma lengua apenas me entiendo con mis compatriotas (un término en desuso). Empezamos por que yo sólo reconozco como a tales a quienes comparten la misma filiación intelectiva o la misma concepción sociopolí­tica igualitarista.

Lo repito, me siento mucho más cercano a la mentalidad la­tinoamericana, a su universo conceptual y a sus valores cul­turales, que fueron nuestros pero por aquí se están abando­nando. América Latina con­serva una cultura humanista, clá­sica y universal. Me resulta muy fami­liar su percepción telú­rica de la existencia y su forma de aprehen­sión de la realidad total. Sean individuos o zonas del conti­nente suda­mericano me­nos evolucionados cultu­ralmente, sean los más avanza­dos pero no por eso más pe­netrantes, me siento más y mejor sintonizado con la inteli­gencia y el sentido primigenio de las cosas que tienen am­bos estratos que con la inmensa mayo­ría de las gentes de este país en que nací y resido.

Y cuando hablo de compatriotas, ya lo dije, me refiero a esos que, hablando el mismo idioma que yo, no me dan más que dolores de cabeza y me obligan la mayoría de las veces a replicar a razonamientos cavernícolas, empobre­ciendo así mi intelecto forzado al razonamiento elemental.

Es más, la mayoría de las gentes de mi nacionalidad no está siquiera situada en la misma mentalidad focal de Eu­ropa, y buen número de ellas sigue con una idea de España anclada en el siglo XVI. La quieren sólo para ellos, pero, descuiden, no es en absoluto por pasión o romanti­cismo, sino para maltratarla y violar una y otra vez a su Natu­raleza en provecho propio o grupuscular.

Sea por no haber participado en las dos grandes guerras, sea por idiosincrasia, España, salvo las honrosas excepcio­nes que siempre hay en todo, está espiritualmente aún lejos de la Europa finisecular. Entre Europa y España, en lo que hay de centrípeto en todo patriotismo, siempre hay una profunda sima. Este país, en su conjunto, cuando debiera tener una relación intensa con Portugal, su vecino, lo ignora y lo margina. Casi desprecia, más o menos soterrada­mente, a los países africanos. A América Latina, pese a ser tan rica, la ve socialmente como al pariente pobre. Unos la contem­plan aún con altanería, y otros, subconscientemente, con un cierto complejo freudiano de culpabilidad al recordar la His­toria lejana. Quizá esto les redime.

Toda -casi toda- la energía vital que sale y entra en este país en que vivo, España, no se intercambia con Portugal y con América Latina, que sería lo natural. Se puentea fun­damentalmente con Estados Unidos; unos para mostrarle devoción, otros para consentírselo todo con pu­silanimidad sin atreverse a hacerles frente ni dar a las rela­ciones un por­tazo. No hay, a nivel institucional, político o mediático una actitud de rechazo a la miserable administra­ción norteame­ricana, aun­que ni siquiera se cruzan apenas entre este país y aquél intereses económicos. No sé cómo estará la ba­lanza de pa­gos, pero me sospecho que el co­mercio hoy día está me­diatizado por Europa y debe ser casi irrelevante en el trato bilateral.

Por lo dicho, no es la bandera, ni el modelo de Estado, menos el de gobierno; ni el documento de identidad, ni el idioma; ni siquiera la historia lo que une a las personas y a los países. Les une mucho más el sufrimiento, la naturalidad y el sentimiento intuitivo, y, como decía al principio, la sen­sibilidad. Principalmente la opresión sufrida por las mayorías infligida por minorías. Todo, o cualquier cosa, mucho más que el hecho de hablar la misma lengua. Los acuerdos y el amor no vienen de articular palabras del mismo lenguaje que emplean ordinariamente quienes se abrazan. No. Por­que esas palabras tienen varios significados en temas cru­ciales de la vida, de la sociedad, del estar, del bienestar y de la política. Y a esos significados, una cultura ya estra­gada por sus propios excesos les va añadiendo más y más significados hasta perderse el sentido virginal de cada vo­cablo. Tantos, que cada palabra, sea en política, sea en re­ligión, sea en las puras relaciones humanas, acaban así a menudo prostituídas.

Ni amistad, ni amor, ni lealtad, ni fidelidad, ni fe, ni integri­dad, ni compromiso, ni siquiera democracia tienen ya nada que ver, en el sentido que globalmente les da América La­tina, y el que les asigna ahora la sociedad española en su con­junto. En España, amistad es amiguismo; amor, sexo; leal­tad y fidelidad, sometimiento; fe, conveniencia; integri­dad, doblez; compromiso, cualquier cosa que propicia la trai­ción... ¿Democracia?, un tinglado al servicio de las cla­ses poderosas. América Latina y España se han ido distan­ciando hasta el extremo de que, aunque empleen filológi­camente significantes comunes, éstos han acabado ence­rrando significados completamente diferentes.

No extrañe esta mi afinidad con el espíritu global de Amé­rica Latina. Soy sencillamente un hombre que se pertenece a la Humanidad. Y la patria de la Humanidad, según me llega ésta como abstracción, tiene dos sedes: una estuvo siempre en la India y la otro está ahora en América Latina.

23.07.06

Jaime Richart

22 julio 2006

Estados Unidos, la Gran Patraña

Con la sucesión de hechos promovidos y las mentiras sin fin fa­bricadas por la administración americana durante un lustro, no hay quien siga creyendo ya en la democracia. Mejor dicho, no hay quien crea en el modelo democrático que Estados Unidos viene expor­tando al mundo desde que comenzó a contaminarlo con su cine.

Creemos en Dios durante milenios más por razones utilita­rias que por verdadera fe. Creemos más por interés que por convicción. Pues ya se sabe que Dios no existe más que en el "ello" profundo colectivo que quiere explicar lo que no tiene explicación y porque creer en él contri­buye al control so­cial y al apaciguamiento. Hasta ayer -y aún buena parte de ellos- el ser humano se resistía a ad­mitir que la inmensa mayoría de rea­lidades visibles e invisi­bles no pueden expli­carse más que rebus sic stanti­bus, mientras permanezcan así las cosas, provisio­nalmente...

Siempre fue perentorio dar respuesta el poder a todo al pre­cio que fuera y como fuera. Durante siglos y siglos se ponía a Dios por medio para dar el último toque. El Deus ex machina era una triquiñuela teatral. Sacar a Dios de la má­quina era un recurso para resolver en la obra literaria o en el escenario las si­tua­cio­nes críti­cas que de otro modo no te­nían salida lógica sal­ví­fica. Pero a partir de principios del pasado siglo, a Dios le reemplazó la Ciencia. De manera que donde antes decía Dios, empezó a de­cirse Cien­cia. La Ciencia respondía a todo. Pero no mucho des­pués y casi a partir de entonces, donde decía Ciencia empezó a decirse “Universida­d ameri­cana”. Dios eran las universidades ame­ricanas y su modelo político Dios...

Quizá sólo masivamente los directamente perjudicados por ese espejuelo se dan cuenta lúcidamente de que la de­mocracia americana es una bravata, un bluff, y no mucho más son sus avances entendidos con claves que no sean las que ellos mismos han vendigo y divulgado.

Pero poco a poco, el mundo inteligente va despertando de la hipnosis. El mundo inteligente se percata de que Estados Unidos, sus constituciones, sus enmiendas, su periodismo, su política, sus mecanismos ins­titu­cionales y su libertad son un camelo de pro­por­ciones inabarcables. Su posición geo­gráfica y demográfica, así como su coyuntura en la histo­ria, propiciaron el mito. Pero hoy, cada vez que Estados Uni­dos abren sus fauces a través de sus gansteriles dirigentes, no hace más que cavar más honda la tumba del imperio. Una fosa repleta de mentiras, de exa­gera­ciones, de sobrevalora­ciones, de tópicos y de culto a la fuerza bruta con Rifle en mano. La libertad ya ni está al fondo del tapiz. Está secues­trada para todo aquel que en la metrópoli no perte­nezca a la clase de los patricios...

Despierte el mundo de una vez y arroje el mundo a ese país al infierno de una vez. Al menos al infierno metafórico. Ha estado engañando al mundo casi desde el principio por­que sus coordenadas históricas y su geopolítica nada tenían que ver con las de la mayoría de los países del resto del planeta. Nos engañaron en­tonces o quizá quisimos enga­ñarnos, pero... ¿nos es lícito seguir en­gañándonos sin ser unos cretinos? Los Es­tados Unidos no deben seguir sir­viendo en absoluto de refe­rencia a Occidente, como nunca lo han sido para Oriente, Todo lo contrario. El mundo debe huir de sus plan­teamientos. Todo en aquel país es para fa­cilitar el autoengaño y el fraude a quienes quieran imitarles. Imitarles, incluso ya escuharles, equivale a caer en la tela que la araña pone en un rincón para atrapar a la mosca. Los controles entre los poderes políticos e institucionales son ficticios. Estados Unidos es la Gran Patraña.

Todo ha quedado al descubierto por fin, al menos desde hace un lustro. La prueba es que, con un puñado de mise­rables a su frente que está condu­ciendo no sólo a su pro­pio país a la ruina sino también al planeta entero, "ni si­quiera el Par­tido Demócrata esta­douni­dense, despla­zado del poder por artimañas del goberna­dor de Flo­rida, se ha plan­teado la ne­cesidad de un proceso de inca­pacitación presi­dencial como el que condujo, por faltar asi­mismo a la verdad y obs­truir la acción de la justicia, a la di­mi­sión de Nixon" (J.Goytisolo).

Y esto es, porque en realidad to­dos: republi­canos, de­mó­cratas, listos y tontos están en el ajo de la mentira, de la tra­pisonda y del dominio armado de su país so­bre el re­sto del mundo. Más aún; sabiendo todos ellos del embeleco que han pro­yectado después de la Segunda Guerra Mundial so­bre tantas socieda­des seducidas (principalmente a través de su cine que ahora se manifiesta infecto por el mensaje su­bliminal o directo correspondiente), les apoyan. Ni si­quiera lo salido de su Cien­cia tiene ya verdadero inte­rés al lado de un futuro tenebroso plagado de tribulaciones bíblicas y del agotamiento de los recursos naturales del planeta a cuyo empeño están todos entregados. Contribuyamos, cada uno a su manera, al desplome del monstruo de cien cabezas.

Ser rico en Occidente...


Sabemos de sobra que el mundo no está gobernado por la inteligencia. Pero es que el “modelo” capitalista está mucho más en manos de la cretinez y de los mecanismos que se anulan o se aniquilan unos a otros, que del recto sentido de las cosas. Y el factor más tremebundo y disgregador del “modelo”, es precisamente fundamento, tracción y carcoma del mismo al mismo tiempo: la riqueza...

Por otra parte el trabajo físico no hace ricos. Menos aún el intelectual y el artístico. Aunque éstos tampoco pretenden la riqueza. Es más, hasta cierto punto el quehacer intelec­tual y el artístico la esquivan, pues la atención que requiere per­turba la integridad indispensable para propiciar la inspi­ra­ción. Es decir, no es la inteligencia creativa propiamente di­cha lo que genera riqueza. Ni si­quiera el comercio tradi­cio­nal hace por sí mismo opulenta a una persona...

Tampoco viene la riqueza del ate­soramiento de papel mo­neda o del interés bancario. Antes provenía de la usura, de la explota­ción de otros o del expo­lio. Hoy es en la especula­ción y en el acceso al dinero finan­ciero donde está su fuerza motriz. Pero al final, la riqueza está generada por la listeza y por la argucia, asociadas a la falta de escrúpulos y al no te­ner ja­más en cuenta a “el otro”. Además, la especulación y el ac­ceso al dinero financiero necesitan de la complicidad o del ami­guismo (que nada tiene que ver con la amistad), con lo que su expansión alcanza a menudo la potencia y pro­yección de la masa crítica.

Otra vía de acceso a la riqueza en el sistema ultracapita­lista, es la hereditaria. Pero por lo que se refiere a las herencias y especialmente a las de viejas fortu­nas, esas fortu­nas rara vez no fueron fue­ron amasadas por mor del abuso, de la brutalidad y de los privi­legios de los antepasa­dos y no por su nobleza moral. En todo caso un hombre o mujer honrados que han heredado, puesto que ese origen es ordinariamente espúreo, siempre lavarán el primitivismo acaparador de sus ancestros. Lo harán -o debieran hacerlo- repartiendo la for­tuna, que para ellos es gratis, con sus tra­bajadores, con su familia o con los desheredados. Así es que si efectivamente son honrados, dejarán de ser ri­cos y se conformarán con lo pruden­cial.

También la riqueza viene del azar puro. Pero la fortuna que procede del azar es aislada y testimo­nial, y además las leyes fiscales, exigidas y cumplidas es­crupulosamente cie­rran el paso al enriquecimiento extremo, pues la siguen como a presa segura...

Todo enriquecimiento es, pues, mírese por donde se mire y por definición, injusto: al­guien se priva o sufre por cuenta del enriquecido. Nadie puede, "honradamente", hacerse rico Aho­rrando como guarda la hormiga para el invierno, sólo es po­sible un in­vierno confortable. No más.

En realidad en el mundo se oponen dos concepciones globales sobre la riqueza, dos modos de "estar" en la exis­tencia: "para sí" o "para todos". Una sostiene el derecho a acumular individualmente riqueza y la otra niega ese de­re­cho porque tiene conciencia de que por ella pagan siem­pre otros aunque estén mezclados con la Humanidad.

Sea como fuere, desde luego nadie puede negar que el universo ju­dío es quien lidera la primera opción y ofrece la mayor resistencia frente a la otra que propugna la sobriedad en provecho de los más.

Dejo al margen a Marx y a Engels en sus análisis insupe­rables sobre el origen del capital y el de la propiedad pri­vada, por técnicos y economicistas. Y además, por­que son millones los expertos exégetas en esa materia. Y lo dejo para ir a la vertiente moral o ética del asunto, pues ninguna religión propaga el abuso de unos semejantes sobre otros, ni predica el derecho del que tiene más a des­pojar a los demás.

Esto no es una descripción maniqueísta, separadora de humanos buenos y generosos, por un lado, y de humanos malos y egoístas por otro. Esto es para explicar sucinta­mente cómo está levantada la sociedad capitalista, cuáles son las bases, las raíces, la condición de unos ciu­dadanos y la ralea de los otros. Sobre todo, por qué ha con­citado siempre la repulsa del mundo, el quehacer y el desenvolvi­miento elitista y semisecreto del judío.

Israel es la versión del Estado Republicano estadouni­dense y Ehud Olmert una réplica de Bush en listo.

La realidad y la historia tienen infinitas capas. Sobre todo desde que la civilización ahoga a las sociedades y abarca a casi todo el género humano. Frecuentemente aflora la con­frontación práctica –crisis y guerras- entre las concepciones sobre la riqueza a que hice referen­cia, y de ello se des­prende un rencor irremediable e incurable...

Las diferencias están en los orígenes, en las interpretacio­nes variopintas del Antiguo y del Nuevo Testa­mento. Sólo un apunte a propósito de esto: quizá preci­samente la dis­persión, la diseminación y el desarraigo o falta de asen­ta­miento de la raza hebrea han posibilitado la acumulación proverbial de sus riquezas. Otro apunte: yo creo que en el fondo a esa raza nunca le ha interesado fijar residencia. Como muchos per­so­najes en la historia, han preferido influir a gobernar. En realidad quienes dictan la política exterior a Israel están en Estados Unidos. Son hebreos, lobbies o gru­pos de presión que lo gobiernan a distancia. A fin de cuen­tas la es­trategia del apátrida le faci­lita considerablemente su ope­rati­vidad, su movilidad y la ilocalización por dispersión física, de su ri­queza.

Pero en el supuesto de que errar eternamente fuera una maldición o una condena, hasta que se erigió el Estado ju­dío en 1947 lo cierto es que la raza hebrea no ha vivido pre­cisa­mente sólo para sobrevivir o nadando en la miseria, como otras razas. Su historia es la historia del "rico". Y aquí quería lle­gar...

Si además de haber contado siempre con el máximo poder financiero y con la inteligencia preclara de muchos de sus individuos; si además de avatares milenarios acabaron por "poseer" un te­rritorio; si además de haber sido los más ricos de la creación... ahora concentran también no el poder de siempre sino también el nuclear... Y a todo eso se une la volun­tad de poder a que se refiere Nietzsche, el resto del mundo no opulento no tendrá más remedio que revolverse contra ellos.

Ellos mismos, los hebreos, los judíos o los sionistas son ¡vivir para ver! quienes están vaciando de contenido los ar­gu­mentos que el mundo justo ha encontrado hasta ayer para deplorar sus expulsio­nes históricas y para llorar el holocausto. Para llorar el holocausto que su­frieron los seis millo­nes de su raza por la crueldad que ahora ellos inflingen a sus vecinos, con el mismo pretexto de la legítima de­fensa y con la misma perversa catadura que irradia el protector de todos ellos: Bush y sus secuaces, los congresistas judíos norteamerica­nos, los holdings financieros judíos norteameri­canos y los grupos de presión judíos norteamericanos. Is­rael y Estados Unidos son en realidad Uno.

20 julio 2006

Primer Amor


Nuestra existencia es tan fugaz que si no escribimos por la noche lo sucedido por la mañana, el trabajo nos abruma y no tenemos tiempo ya de ponerlo al día. Así es que creo que ha llegado la hora, ya que la memoria histórica está ahora de moda, de rememorar y recapitular en este cua­derno lo que fue mi primer amor, aunque sólo sea por puro placer y a nadie le interese. Quizá alguien que se encuentre en parecido trance prestará atención a este relato... Y me siento animado a ello, precisamente porque partículas de él parecen arrastradas por el tiempo hasta transformarse en el amor que siento por mis nietos pequeñuelos.

Ignoro el tipo de amor que florece sólo con ocasión del sexo o es flor de un día disuelto en sexualidad. Pero desde luego el amor que jamás se olvida, pues queda grabado a fuego en algún sitio del alma, es el primero. Aunque hay que reconocer que el amor así entendido -sobre todo entonces, tiempos de posguerra- es por definición y como siempre es todo lo lúdico y expansivo, asunto de degustación bur­guesa, no tema para quienes jóvenes, maduros o viejos han de preocuparse de ganarse el sustento. El amor que va y viene luego a lo largo de la vida, ya es otra cosa. Ese es sa­crificio, renuncia, paciencia, transigencia: todo eso que hoy día está tan en desuso y casi mal visto. Mal visto, pero que se sigue exigiendo para la vida en común tanto como se es­catima y por eso la vida en común suele durar tan poco...

Eran tiempos en que leía Humo y Hania, de Turgueniev, Amiel, Estudios sobre el amor, de Ortega, La confesión de un hijo del siglo, de Musset, El amor, las mujeres y la muerte, de Schopenhauer, Wherter, de Goethe; a Hördeling, Kleist, Nietzsche, y algunas novelas (he leído muy pocas): Las cárceles del alma, de Lajos Zhilay y todas las de Step­han Zweig. Devoraba instintivamente todo lo que tenía como tema central, el amor. Amor desde el punto de vista psicoló­gico, psicoanalítico, fisiológico, sociológico, filosófico.

Eran los años 50... En mi casa había milagrosamente un piano. Parece que estoy viendo a mi madre tocar en el Ple­yel negro a diario a Chopin, a Schubert, a Schumann, a Mendeelshon, a Beethoven. Digo milagrosamente, porque mis padres, replegados con el gobierno de la República, se habían casado civilmente en plena guerra y debió costarles, como a todo el que estuvo en zona republicana y no había muerto o sido fusilado, Dios y ayuda, como vulgarmente se decía, salir adelante. Sin embargo mi padre al final tuvo suerte, y en cuanto salió también casi milagrosamente de la cárcel y pudo ir emprendiendo la vida normal y su profesión de abogado, lo primero que hizo fue comprar el piano a mi madre que tenía la carrera de música.

En este marco familiar mi alma rebosaba de amor al amor. De volutas de amor se inundaba todo mi ser... pero sin sexo. No sé si es normal, pero no recuerdo haberme mas­turbado nunca ni de adolescente ni de joven. No debí nece­sitarlo. La ensoñación, la música y quizá mi sistema endo­crino no propiciaron la experiencia. Pero desde luego -estoy seguro- no fue por las amenazas de las graves consecuen­cias que en aquel entonces nos pronosticaban sobre el par­ticular nuestros educadores, aunque no desde luego mis inteligentes padres. Recuerdo a este propósito sin embargo un día, que en el internado de Portugalete donde cursé el bachillerato superior, una noche, cuando empezaba a conci­liar el sueño, en la penumbra del gran dormitorio vi con los ojos semice­rrados que se alzaba ante mi cama la silueta del imponente prefecto de disciplina encargado de los internos, meneando la cabeza con gesto desaprobatorio por lo que él suponía yo estuviera haciendo. Ni me había movido. Por eso calculé que aquella suspicacia la iría mostrando sucesi­vamente con todos los internos, de acuerdo con los usos y costumbres de la época que tanta importancia daban a ese asunto...

Empecé la carrera de Derecho en la Universidad Complu­tense de Madrid, en el viejo caserón de la calle de S. Ber­nardo. Tenía 17 años recién cumplidos cuando empecé el curso primero. Pero al siguiente, todos los estudiantes de la carrera pasamos al nuevo y flamante edificio de la Ciudad Universitaria. Y es aquí donde llegó lo que tenía que lle­gar: el amor en carne y hueso que ensoñaba, la erupción del volcán...

Una chica dos años mayor que yo, no guapa, y menos para el sentido de la belleza de ahora, pero con facciones que se me antojaba haberlas visto en los lienzos de Botice­lli, estalló en mi corazón como la mar gruesa rompe con fu­ria en los acantilados. Sus modos suaves, su figura grácil, su fina inteligencia y un manifiesto encanto escondido -que entonces se valoraba mucho-, sus leves mohines, me cauti­varon de tal modo que durante tres años dejé de pensar, apenas estudiaba y dejé de vivir como no fuera en ella y por ella. Sólo sentía. Todas las fuerzas de la naturaleza se die­ron cita en mi corazón, abierto de par en par. Mar gruesa, huracán y refugio de montaña al mismo tiempo.

Todo empezó por una coincidencia pasmosa. Mi madre había tenido de profesora de música, a la monja que a su vez luego lo fue de aquella muchacha en las Ursulinas de Aranjuez. Salió la cosa a relucir en uno de los largos paseos que al inicio del segundo curso dábamos al salir de las cla­ses camino cada uno de nuestra casa. Yo la acompañé aquel día a la Residencia monjil en que se alojaba en Ma­drid. Poco se libraba en aquella época del protagonismo de curas y monjas. Para Sor Margarita, profesora de piano, tanto mi madre como ella habían sido favoritas en los estu­dios de música, y a ambas les había dedicado sendas pági­nas musicales compuestas por ella misma. Yo no compren­día bien, haciendo cálculos del tiempo y habiendo pasado una guerra, cómo habían llegado a entrelazarse la predilec­ción de Sor Margarita de la que tanto me había hablado mi madre, con la que había dispensado a aquella chica. Si ésta tenía entonces 19 y mi madre más de 40, sin duda la monja en cuestión debía tener mucho más de 80 y había sobrevi­vido a la quema de conventos. Y así era, pues algún tiempo después fui con mis padres a visitar a Sor Margarita al cole­gio de Aranjuez. Probablemente mi madre se llevó una in­mensa alegría al saber por mí que no había muerto, y deci­dió que fuéramos a verla...

El caso es que si la atracción inicial fue ya por sí misma patente, el típico flechazo, el conocimiento de tan maravi­llosa coincidencia germinó en el primero, único y "verda­dero" amor de mi vida. Aunque lo de verdadero es un eufe­mismo, pues depende mucho más de la química juvenil en sí misma que de la naturaleza de un sentimiento específico que cobra múltiples apariencias, como la realidad misma es caleidoscópica.

Yo amaba a mi madre creo de una manera especial. Dicen que el hombre de ordinario busca instintivamente a una mujer que se la recuerde para no desprenderse del todo del cordón umbilical. La música, ¡ah la música!, en buena parte fue sin duda otro factor para mi fusión espiritual con ella. Sin la música la vida sería un error, decía Nietzsche. Sin mú­sica, aquella clase de amor difícilmente podía fructificar.

Es preciso decir que nuestra relación, la que tenía yo con mi amada -como no podía ser de otra manera en aquellos faustos tiempos- era tan inmaculada como lo vírgenes que éramos. Tan inmaculada era, que pese a estar en plenitud y en la edad de "merecer", ni la más mínima compulsión di­rectamente sensual en nuestros besos y abrazos que nos bastaban y sobraban hizo acto de presencia hasta casi al fi­nal del romance que contaré. (Conviene precisar que mi primera cópula -es un decir- fue con una prostituta cuidado­samente elegida por mi padre para ayudarme al "despertar" que quizá mi padre no veía muy claro. Frustrada la cópula y frustrante el episodio con 19 años, no sirvió para nada. No sólo no saboreé fisiológica y sensualmente el sexo, sino que me produjo la sensación contraria).

¡Qué tiempos! ¿Qué tendría aquel amor que no necesitaba de excitación sexual ni de orgasmos que yo ni deseaba y que los excluía naturalmente? Tuvieron que pasar aún dos años para empezar a experimentar vagos deseos más allá del beso y del abrazo, pero sin conciencia plena de qué era lo que mi yo, mi superyo, mi cuerpo y mi alma realmente deseaban. El carácter platónico, es decir, la supervaloración que la conciencia debía hacer de la espiritualidad pura en el sentimiento puro quizá era una barrera que impedía o en­gatusaba el acceso a la vertiente sexual que tiene el amor. La formación, la instrucción y el clima psicológico de ideali­dad que vivíamos en aquellos ya tranquilos años para quie­nes no entramos en liza directa con la dictadura, unidos al ambiente cultural y musical que vivía, a mi temperamento y a mi fisiología poco inclinada a centrar en el sexo la fuente de la felicidad (como luego ha sido así también a lo largo de mi vida) hicieron el otro milagro de llegar yo virgen a mi re­lación posterior con quien luego contraje matrimonio ¡a los 23 años! Todo, en la sociedad un poco acomodada de aquellos tiempos, tenía -o a mí me lo parece ahora- mucho de mágico. Aunque, como es de suponer y es natural, al ca­sorio por la iglesia no llevé ya virginidad, pues se había evaporado dos años antes de las nupcias.

El caso es que el trato con mi amada se desenvolvía divi­namente. Como en las novelas o en los cuentos clásicos, conversando, jugando al ajedrez en parques y cafés, bai­lando en salas universitarias las melodías lentas que pre­dominaban en aquel entonces hasta que irrumpieron las de Beatles y Elvis Presley que yo ya no supe bailar; en el cine, dando largos paseos, divagando sobre música y sobre todo lo divino y lo humano. Y también, a través de cartas apasio­nadas de esmerada redacción durante los meses vacacio­nales hasta la reanudación del curso lectivo. Cartas que, en su ausencia física, me hacían más llevadera la espera y mantenían y aun avivaban el fuego que me abrasaba. Estas cosas cada cual las vive y las cuenta a su manera. Yo era consciente de que debía ser uno de los últimos románticos que se resistían tozudamente a abandonar los trastornos por amor. Pertenecía más al espíritu del último cuarto del siglo XIX, romántico por antonomasia, que al mío.

...Encontré en ella a un alma en cuyo centro mareante se encontraba Dios. Ella estaba a su lado, y cuando dirigía la mirada al centro no sabía si era Él o ella era un reflejo. Si persistía en la observación, mi memoria se desbordaba, se desmayaba y se desertaba.

Tres años. Tres años duró el fuego, el sinvivir, el arrebato, la locura. La locura, porque las hacía. En el segundo curso, del que había como era lógico suspendido un par de asig­naturas fundamentales para la carrera, fui internado en la Universidad de los Agustinos de El Escorial. Pues bien, había un día, los martes, lo recuerdo muy bien, que, por motivos que nunca supe, alguien abría unas compuertas en el pasadizo que unía a la Universidad con el Monasterio a las 11 de la noche en el que se encontraba una estrecha salida al exterior. No recuerdo quién me habló de aquella salida, pero debió ser algún ujier del Centro al que yo debí contarle mis cuitas. El caso es que cada martes y durante todo el curso, yo atravesaba el corredor lóbrego y repleto de murciélagos, y cogía el último tren -el de las 23,15- a Ma­drid. El no ir al día siguiente a clase no era un problema, pues se suponía que yo estaría indispuesto...

Y ya en Madrid, sin apenas un céntimo, me instalaba en cualquier sitio como buenamente podía. Unas veces en casa de mi abuela paterna, a donde no pude ir más que un par de veces pues dio la voz de alarma que yo cierta e in­genuamente no me esperaba, a mis padres; otras en casa de la familia de un tío carnal, y otras hasta me metía a dor­mir en el maderamen de tinglados de feria cubiertos por la lona en el Paseo de Rosales, zona donde se encontraba la Residencia en que se alojaba... Todo por esperar al día si­guiente para verme con ella. Yo no me daba cuenta en aquellos momentos de que como era sensitiva pero juiciosa y equilibrada (como mi madre), no podría ver en aquel com­portamiento motivos de que yo mereciese su amor más allá del romance de paso que vivimos. Un día, pasado el tercer verano y ya cerca de los días de la reanudación de las cla­ses, me llamó por teléfono para decirme que acaba de llegar de su pueblo. Vivía en una localidad de la provincia de To­ledo. Pero esta vez no me llamó para reecontrarnos pocos días antes de comenzar el curso como en las dos ocasiones anteriores, sino para decirme “algo importante". Quedamos cerca de su Residencia, pero no fuimos a ningún sitio. En plena calle me espetó el motivo: su padre, veterinario de la comarca toledana, había elegido, para casarla con él, a un vecino de la localidad del que nunca me había hablado; un hombre diez años mayor que ella, universitario, dueño de extensas fincas e hijodalgo de los que todavía quedaban por tierras de Castilla. Además, sus padres se habían enterado de que mi pa­dre era comunista. Estaba claro que, dados los tiempos, no podían esgrimir sus progenitores mejor razón para desabrochar el “primer amor”.

Estas cosas, la ruptura, en cierto modo y aun dentro de la escasa edad, de la pasión y de la obcecación que acom­paña a todo enamoramiento, se presienten por microscópi­cos detalles. Y yo venía sospechando algo cuando remolo­neaba en sus respuestas epistolares. Pero quizá no quise ahondar en conjeturas y ciertamente aquella confesión fue como un martillo pilón descargado sobre el alma. El caso es que, sufriendo casi un síncope en el instante en que me la hizo, el romance, el amor, mi primer amor acabaron en aquel mismo instante fulminantemente sin que yo pudiese hacer nada para evitarlo... Todavía no había cumplido los veinte y estaba en cuarto de carrera.

Han pasado casi cincuenta años desde entonces. Mi vida amorosa posterior con mi esposa durante cuarenta y tres y otros dos de noviazgo -ya al estilo de la modernidad- ha sido sosesagada afectiva, placentera y relativamente com­pleta. No puedo quejarme. La vida no ofrece dema­siado siempre y de manera constante. Lo normal es que haya alti­bajos y contratiempos en la economía, en el tra­bajo, en la fortuna, en la salud, en el humor. Yo, en reali­dad no he tra­tado nunca de ser feliz. Me he contentado luego siempre con no ser desgraciado. Sobre todo después de aquella ex­periencia la búsqueda de la felicidad me pa­reció a partir de entonces una quimera; como así debe ser casi para todo el mundo que no ha perdido el juicio...

Con mi esposa he tenido cuatro hijas. De ellas, una está casada hace 17 años pero no tiene descendencia ni la quiere, otra se ha divorciado tres veces y, también sin hijos, se ha facilitado quizá tomar el asunto del ca­sorio y del des­casorio como un recreo o como un juego de casino. En cuanto a las otras dos, una tiene dos muchachos: uno de 16 y otro de 14 con Síndrome Down y una maravi­llosa nieta de veinte años; bellísima y sanísima de cuerpo y de alma; dato que hará posible que cualquier día me con­vierta en bis­abuelo aunque ella no piensa ahora todavía en ello y recorre el mundo hablando fluidamente cinco idiomas.

Mi cuarta hija, la tercera en edad, tiene un niño de seis y una niña de cuatro.

Pues bien, cuando rondo los 70, aquel primer amor que me ha acompañado toda mi vida en el fondo del alma, sobre el que se han ido superponiendo plásticamente el resto de las vivencias, las experiencias, los vivires y los sinvivires posteriores, ha reaparecido en forma de otro amor, que quizá es el mismo, el postrero. El mismo sentimiento puro, la misma fogosidad interior, los mismos registros sentimen­tales pero ya sin la necesidad imperiosa de tenerlos cerca aunque disfrute de su trato y presencia casi a diario pues vi­ven muy cerca, se ha transformado en el inmenso, radiante y pleno y absoluto amor por mis nietos Guillermo, de siete años y Alexandra, de cinco. Me basta sa­ber simplemente que existen. Como no podía ser de otra forma ambos co­menzarán sus clases de piano, y yo me ocuparé de llevarles a ellas y de recogerles luego.

Confío en que pese a que éstos no son tiempos propicios para el romanticismo que viví yo, de la música reciban las compensaciones vitales que me sirvieron a mí para no pre­cisar de aditamentos prematuros que pueden perturbar por unas u otras causas el contento, pues no hay cosa más contraindicada para hallar un reflejo de felicidad que preci­pitar los acontecimientos naturales; no hay nada más desfa­vorable para la psique que las experiencias pre­maturas, ni nada menos sabroso que la fruta sazonada en la nevera.

Los griegos antiguos daban mucha importancia a un con­cepto que con el tiempo ha ido perdiendo vigencia y sin em­bargo es vital: el kairós, oportunidad. Oportunidad para todo, hasta para hacer el amor. Así lo entiendo yo. Estas dos co­sas, la oportunidad y la música, han sido los dos pilares so­bre los que descansa mi personalidad. La música ha sido el soporte, el alimento espiritual que toda la vida me ha servido para, aun con interrupciones asociados a perio­dos depresi­vos, tenerme literalmente en pie o para ayu­darme a salir de ellos. El sentido de la "oportunidad", me ha servido para haber pasado la vida con la impresión de que no ha habido nada de ella que no haya yo mismo propiciado, que es tanto como decir que la he vivido siendo su dueño.

En unas determinadas condiciones fuera de nuestro con­trol voluntario, los corpúsculos de sentimientos y de sensa­ciones vivísimos propician lo que en fisiognómica -significa­dos históricos de los hechos- en esoterismo y en suprarrea­lidad se llama "eterno retorno". Mi primer amor ha enlazado con el amor profundo y vital que profeso a mis nietos más pequeños y que durará ya hasta el final de mis días.

También amo a los mayores, pero al advenimiento de mi nieta mayor, no le puedo agradecer un sentimiento tan hondo y vivo como éstos. La inma­durez para ser abuelo por primera vez a poco más de los cincuenta, me hizo sentir su nacimiento como un empujón hacia los confines de la vida más que como un aconteci­miento afectivo. Así son las co­sas. A los mayores los sigo tratando, asiduamente y con amor correspondido. Pero aun así, los lazos que me unen a estos pequeños tienen poco que ver con los que me unen a aquéllos. Y es que no sólo maternidad y paternidad exigen el momento vital oportuno. También en el ser abuelo, como en todo, ha tenido para mí mucha importancia el kairós. Pues está visto que esa investidura por vez primera, en este sentido ahora lo percibo como prematuro.

En cuanto a mi vieja amada, también más vieja que yo, terminó también la carrera, tiene ya más de setenta y sigue casada con el hijodalgo de casi ochenta. Volví a dar con ella después de muchos años. Ahora sólo le preocupa no des­agradar a Santa Gema Galgani. Aspira a recibir sus bendi­ciones. Lo que hay que ver...



18 julio 2006

La prostitución que no se olvida


Ahora, con motivo de no sé qué vuelven a sacar a relucir los periódicos un llamado “turismo de prostitución” en La Jonquera.

Este país no cambia. Sea en la manera de hacer oposición o política, sea en las cuestiones más banales de los aconte­cimientos deportivos de masas, sea en los comportamientos grupales, de lobbies o de grupos de presión, por la preten­ciosidad, por la prepotencia, por la altanería y por la arro­gancia de quienes menos las merecen todo va siempre en la misma di­rección. La parte de la socie­dad lúcida y pru­dente se pasa la vida tragando saliva y te­niendo que mirar a otra parte para tener la fiesta en paz. El paralelismo entre los ánimos que vivía España en el año 36 y los que una parte de la socie­dad española vive ahora es notable, pese a que parece no haber peligro de otra con­tienda civil porque en conjunto Es­paña "va bien"... por la gracia de Dios. Pa­rece que esto de resaltar el turismo de prostitución, la de poca monta en suma, tiene poca importancia. Pero al final enlaza con la caza de brujas de gentes en el fondo irrele­vantes, para solapar las trapacerías de gente de mucha im­portancia que está ahí, entre los pliegues de la estructura socioeconómica superca­pitalista...

La prostitución convencional, la "carnal" y su parafernalia es otra más de las productivas ser­pientes de verano. Como los ajilimójili de ETA o las efemérides de un solo crimen, como si no se hubieran cometido cientos en relación al mismo tema y todos mereciendo las mismas efemérides...

El caso es que al comercio más natural y antiguo del mundo, no le dejan nunca en paz. Ya podemos estar en el siglo XXI, ya pueden existir normas que no sólo lo permiten sino que lo protegen: siempre hay unas porciones de socie­dad que se dedican a huronear en torno a él.

Cuando escribo sobre estas cosas siento náuseas. Pero no por las personas que se relacionan para copular, ni por los que facilitan la cópula en su establecimiento para que no se tenga a pleno sol, en la calle, en un banco o en una bar. Tampoco por los proxenetas, otra forma de vida como otra cualquiera, como la de tanta gente que se paga a un guar­daespaldas con el producto de la rapiña a que somete a otros. No. Siento náuseas hasta por los periodistas que es­criben sobre estas cosas y mantienen la llama persecutoria aunque sea, como en este caso, a nivel de la comadre. Me dan náuseas los políticos y los po­lícías que mandan a sus inspectores de trabajo y a sus poli­cías mandados por otros políticos, a examinar con lupa los presuntos incumplimientos de la normativa, que cumplen escrupulosamente los impli­cados en esa actividad aunque sólo sea porque saben bien hasta qué punta están siempre en el punto de mira. Siento náuseas por quienes de palabra u obra persiguen a la pros­titución y a todo lo que tiene que ver con la relación "carnal", sexual o como quiera que lla­memos a una intimidad entre dos seres humanos dejando siempre fuera, a salvo y pro­mocionándola, a la de alto standing,

Resentidos, impotentes, desgraciados que sufren cuando las personas se expansionan, y periodistas que ven en este levantar acta notarial de lo que "ocurre" en relación al co­mercio sexual otra oportunidad para sacar adelante un re­portaje en el pe­riódico o la televisión... son los encargados de mantener el fuego. Siempre hay al­guien y “algo” que se encargan de que a la prostitución sexual de bajos vuelos no la olvidemos, para denigrarla, mientras se refocilan otros en la de lujo y, lo que es peor, en activida­des lícitas oficial­mente pero “innobles” en su ejercicio real perjudicando a tantos...

Nos obligan a contestar a esos lascivos “respetables”, a esos voyeurs, a esos miserables custodios de la respetabili­dad. ¿Les parece a los lascivos siempre al tanto de estas cosas y a los que las propician y a los que las persiguen poca prostitución, poca bajeza, poca dependencia y poco esclavismo el que hay en los contratos de trabajo, en las relaciones laborales, en los contratos basura de tanto em­pleado que ha de dar encima las gracias por haber sido dis­tinguido por la "generosidad" de un patrón? ¿Les parece proxenetas más dignos a esos empresarios que tienen bajo su bota a centenares o a miles de personas y a otros millo­nes de consumidores de los productos que venden a quie­nes manipulan o engañan? ¿Les parece más ilustres o más excelentes los banqueros y los bancos que, con usura o sin ella, tienen atados de pies y manos a millones de ciudada­nos que han de trabajar para ellos durante decenas de años sólo para pagar los intereses por la compra de una vivienda, y a los promotores que se la han vendido a precios inflados corruptamente porque en ellos hay plus valías correspon­dientes a corruptas comisiones? A qué seguir...

La sociedad capitalista, y más aún ya la neoliberal que están exportando los norteamericanos, es un muladar; el mayor prostíbulo institucionalizado de la historia que quepa imaginar. Y se van a fijar en hombres y mujeres que no hacen daño a nadie. Los proxenetas no están en La Jon­quera, ni en las casas de lenocinio de las carreteras y de las ciudades. Los mayores proxenetas están en las asociacio­nes de empresarios, en las organizaciones, redes y mafias mercantiles y políticas y profesionales de cuyos beneficios participan muchos "respetables" a las claras o bajo cuerda.

Este país ha padecido siempre una fobia por parte de per­seguidores que en el fondo dan lástima, pues reflejan una absoluta impotencia natural, no sólo sexual sino principal­mente intelectiva y cerebral. Los viejos chamanes han te­nido la culpa de este estado de cosas. Siempre asociados al poder civil, se las han arreglado para vender sólo una clase de decencia en nombre de Dios. Fuera para dar salida a los paños salidos a riada de los telares, para tapar las vergüen­zas de los africanos o a los bosquimanos, fuera para tener a una madre soltera disponible que haría cualquier cosa por un trozo de pan para su hijo, el foco infeccioso, el de la ver­dadera prostitución, siempre han estado en los centros neu­rálgicos de la sociedad que pasa por respetable.

¿No se fijan vds., señores respetables, en que no hay ma­yor prostitución que contraer matrimonio por cualquier causa menos por amor; que comprar y vender voluntades; que po­nerse al servicio rastrero de una causa política por interés personal y no comunitario; que someterse una con­ciencia a otra conciencia; que envilecerse los dirigentes de un país y envilecerlo vendiendo para su personal provecho sus rique­zas a otro país?

Sin embargo no hay recurso más cómodo y rentable que cargar todo el peso de la indignidad sobre las relaciones humanas más inocuas. Relaciones que si se me apura son las más dignas aunque sólo sea porque el compromiso dura poco y la figura del proxeneta convencional no tiene que ser necesaria­mente menos respetable que la de todos esos opulentos que dicen protegernos mercantil, bancaria, polí­tica, religiosa e institucionalmente cuando no hacen más que explotarnos miserablemente sin que, encima, sintamos en ello placer al­guno sino todo lo contrario.

17 julio 2006

Putin y Glucksmann

Hoy André Glucksman, filósofo francés, aunque no es de los peores pero por eso es peligroso, nos recuerda de paso, una vez más y como el que no quiere la cosa, las chekas, los gulags y las la­cras de la aventura soviética. Lo hace a propósito de los la­mentos que cun­den por el país ruso, em­pezando por Putin quien afirma que "La disolución de la Unión Soviética es la mayor catástrofe del siglo". Glucksman no está de acuerdo. Quizá porque no es ruso. Por eso se apre­sura a men­cio­nar los gulags y pone a la misma altura la peri­pecia de la Re­vo­lución de Octubre con la de Hitler. Pero si es o no la peor catástrofe para ellos, lo tendrán que decir ellos...

Para tener una con­cien­cia comparativa no se puede (salvo con una po­tente imagina­ción y poco apego por las delicias del mercado libre) ser liberal en sentido estricto poniendo la libertad de unos pocos por en­cima de las garantías subsis­ten­ciales de la mayoría y la estela de "beneficios" intangi­bles de que dis­fruta sólo el occidental acomodado; principal­mente la posibi­lidad de cultivarse, relajarse, dormir tranquilo, todo prebendas sólo al al­cance de quien tiene un se­guro de vida.

Tener conciencia de la “totalidad” de la sociedad es la pri­mera premisa para entender el gulag y las restricciones “científicas” de libertad. Como para enten­der la guillotina hay que haberse metido antes con la imagina­ción en la piel del pueblo francés vapuleado y despreciado por María Anto­nieta y la familia de Luis XVI, que ni eran conscientes de que sus privilegios y sus despilfarros estaban levantados so­bre el sufri­miento, el hambre, la opresión y la in­dignidad de aquél.

No extraña que en la Rusia actual se eche de menos el sistema soviético. Ahora se están dando cuenta de la trampa en que cayó el pueblo ruso y los países de su ór­bita desplomándolo. Han cambiado seguridades, tranquilidad y vida digna, por esta vo­rágine capitalista que se lleva todo por delante. Han cam­biado un modelo que era estable -aunque su auste­ridad fuese el motor, pues cuando se re­parte equitativa­mente la tarta los trozos han de ser necesa­riamente pe­queños- por el gobierno de hecho de millones de mafias, privadas natural­mente. Como en el Chi­cago de los años 30.

Nadie como los rusos en condiciones de comparar. Glucksmann es otro flilósofo paniaguado del occidentalismo, incapaz de desdoblarse lo suficiente en sus análisis sepa­rando su concepción endógena, autista, la siempre infec­tada por la noción de la libertad ilusoria con la concepción que incumbe a la mayoría. Con gulags se cer­cenó la liber­tad. Pero también se coarta institucional­mente la li­bertad en el modelo democrático liberal y nadie de cam­panillas –y de campanillas están los filósofos como él- se queja. Y no se queja, pese a que en este sistema es pura si­mulación. La li­bertad en él también es ilusoria. Todo aquél que dependa de una em­presa y de un empresario con sus directivos inter­medios; todo aquél que no sea empresario (el caso de la inmensa mayo­ría), esté sujeto a movilidad y a expensas de ser con­tratado y sin estabili­dad en el empleo, es un ser de­pendiente, una ser in­de­fenso, un ser... sin li­bertad, esclavo. Para gozar de una relativa li­bertad hay que tener antes un bienestar garantizado, aunque sea pequeño. Algo que la sociedad occidental no sólo no puede conseguir sino que se está preparando para recortar aún más esa posi­bilidad en el mundo anglosajón del que llegarán sus efectos. Esto su­cede en los países que vienen de atrás con el modelo hecho y cada vez más imperfeccionado. ¡Qué decir de los países asiáticos en donde tozudamente se está entronizando el “modelo” con centenares de miles de muertos y gulags yan­quis por todas las partes del globo...

Para contar con una garantía de bienestar material hay que restringir la libertad general de “todos”. Esas fueron las miras de los gulags, de los sacrificios, de las chekas de la Revolución. Y justa­mente hacia eso es hacia donde no mi­ran los que están bien instalados en los países occidentales.

Por eso Putin y la ciudada­nía rusa, que no tiene un pelo de tonta a diferencia de la ciu­dadanía norteamericana que los tiene todos, se ha dado cuenta de cualquier revolución pa­sada fue mejor...

Piénselo un poco más a fondo sr. Glucks­mann. Quizá no ha ahondado lo sufi­ciente en el tema, si es que no se ha hecho también vd. la lobotomía y conserva sólo un ló­bulo frontal: el que por definición se pone al servicio su­miso o in­consciente del capitalismo y de los intereses de los ricacho­nes occidentales. Por eso no en­tiende vd. que la caída ésa, la disolución de la Unión Soviética, pueda ser para muchos “la mayor catástrofe del siglo”. Esta clase de egoísmo y miopía, los suyos de vd, es lo que hace impo­sible pre­cisa­mente –por eso sólo con bombas se imponen- preferir por los más a los que se les deja hablar modelos como aquél a las de­mocracias envilecidas y manejadas entre unos cuan­tos. Por eso echan por aquellos pagos de menos el régimen soviético. No valía la pena el canje. Y ahora se están dando cuenta perfecta. Es lo mismo, la nostalgia, que si Dios, Castro y la Re­volución no lo remedian, experimen­tará de­ntro de un periodo de tiempo relativamente corto en Cuba el pueblo cubano, tras los ini­ciales entusiasmos una vez des­truido el régimen para meter en la isla a émulos de Baptista enviados allí desde Miami por Norteamérica. Revísese, ahonde un poco más, sr. Glucksmann

16 julio 2006

Ojo por ojo...

¿Quién, en sus cabales, niega que el Holocausto a que Hitler y sus secua­ces infligieron a la etnia judía es la peripecia de horror más grande en la historia conocida, al menos me­dida por el nú­mero de las víctimas?

Pero, como dicen los conformistas, los optimistas y los vi­ta­listas: no hay mal que por bien no venga. El fruto viene de la corrupción de la semilla. Y como consecuencia de aquel horror, una etnia que había estado deambulando por la histo­ria más de dos mil años (si hemos de creer a pie junti­llas a biblias y a historiadores), se encuentra de la noche a la ma­ñana con un territorio propio por arte de birlibirloque en un lu­gar de Oriente Medio de cuyo nombre no quiero acor­darme. Gracias a la "generosidad" de las potencias triun­fantes, pri­mero en la I Gran Guerra y luego en la segunda, un millón de esa etnia se encontró con casa nueva cuando algunos la habían tenido por nómada o transhumante y no como pue­blo huido se­gún cuenta la historia -o la leyenda- de la diáspora en el siglo III a. C. Y digo que es posible que sea leyenda, pues si ponemos en tela de juicio la historia creacionista de la humanidad contada en “las Biblias”, no hay ra­zón suficiente para admitir como posi­blemente falsas unas partes y otras no.

Tras la I Guerra Mundial, los términos de la Declaración de Balfour se incluyeron en el Mandato de Palestina aprobado por la Sociedad de Naciones en 1922. El Mandato encargó a Gran Bretaña la gestión de Palestina y le confió la tarea de ayudar a los judíos para “reconstituir su patria en ese país”.

Durante el periodo del Mandato británico, que duró hasta 1948, comenzaron a realizarse asentamientos judíos de gran envergadura y a desarrollarse grandes empresas agrí­colas e industriales sionistas. La comunidad judía, o Yishuv, se multi­plicó por diez durante este periodo, especialmente en la dé­cada de 1930, en la que un gran número de judíos huyeron de las persecuciones nazis en Europa.

En Tel Aviv, el 14 de mayo de 1948, el Consejo Provisio­nal del Estado, antiguo Consejo Nacional, en representación del pueblo judío de Palestina y del movimiento sionista mundial, proclamó el establecimiento del Estado judío de Palestina, que se llamaría Medinat Yisra’el (Estado de Is­rael) y estaría abierto a la inmigración de judíos dispersos por todo el mundo. Inicial­mente fueron poco más de tres cuartos de mi­llón. Hoy son más de cinco millones. En 1967 Israel conquis­taría los territorios de Cisjordania con Jerusa­lén Este, enton­ces bajo administración de Jordania, así como los Altos del Golán, en territorio sirio. El caso es que los límites esta­bleci­dos por la divi­sión de la ONU en 1947, que eran de unos 15.500 km2, llega­ron a alcanzar los 21.976 km² que tiene hoy día por sucesivas anexiones o con­quistas.

Aquellos individuos, que procedían de todas partes, se en­contraron de repente en un lugar habitado por otros. Es, en cierto modo, como si en el delta del Ebro, por ejemplo, el im­pe­rio decidiese instalar a un millón de gitanos que jamás tu­vieron, ni quisie­ron tener, casa pro­pia.

Pero no voy a entrar en polémica sobre el derecho a "re­gre­sar" a sus orígenes territoriales, sobre el derecho de las po­ten­cias a decidirlo y sobre si fue una delicadeza de agri­men­sor el cálculo del espacio que habrían de ocupar los nuevos in­quili­nos. Démoslo todo por bueno pues, ya se sabe, la histo­ria la escriben recta los hombres pero con ren­glones tor­cidos, y hemos de ser siempre comprensivos... con los gana­dores.

Así pues, desde el fin de la I Guerra Mundial ya estaban las naciones triunfadoras por la idea de asentar a los judíos en aque­lla tierra. Después de 1922, todo ha sido una historia in­terminable de guerras entre los recién asentados y los au­tócto­nos...

Es imposible resarcir a un pueblo de la muerte pavorosa de mi­llones de sus miembros. (Tampoco es resarcible la de cente­nares de miles de iraquíes y afganos que se viene pro­duciendo hoy día). Pero el “regreso” a casa de unos cuantos centenares de miles que salieron sanos y salvos por un lado, y la ampliación de la casa por otro en 1967, para aquellos que se asentaron allí por “man­dato de las Na­cio­nes” no deja de ser un con­suelo, aunque exiguo, a cambio de la barbarie que sufrieron sus her­manos.

No sólo eso. El desquite del horror del Holocausto por parte de Israel es ya un hecho en extensión y en profundi­dad. Las cañas se han vuelto lanzas, y ahora es el Estado de Is­rael el que, con la misma motivación o excusa de la misma defensa de su territorio que Estados Unidos arguye para cometer sus fe­cho­rías, el que está infligiendo otro holo­causto a escala so­bre palestinos y li­baneses. El ojo por ojo pertenece a su reli­gión y a su doc­trina. Pero lo que no dice ni su religión ni su doctrina, es que el ojo que ha de sa­car por venganza en vir­tud de su Ley del Talión sea, no el del que se lo sacó, sino del vecino cuya casa en­cima ocupó además sin su permiso.

Bien, para ser mínimamente objetivos digamos que, vistos los hechos, no echemos la culpa a los que ocuparon aquel te­rritorio en 1948, y menos a sus hijos y nietos que echaron raíces allí. Tampoco cul­pemos a las potencias que ganaron la guerra al alemán por partida doble, de ser ge­nerosas re­ga­lando territorios que no les pertenecían. Tam­poco cul­pe­mos -mucho menos- a los que vivían y viven desde siem­pre en aquellas tierras: unos bañados en petró­leo y otros cerca­nos a ellos a quienes desde hace casi un siglo no les dejan en paz las potencias llamadas entonces "colo­niales".

No culpemos a nadie, pero el caso es que, tal como están las cosas en Oriente Medio y en el planeta, todo lleva ca­mino de que el ojo por ojo del Talión, que es lo que gobierna al mundo hoy día, está a punto de dejar al mundo comple­ta­mente ciego, como vaticinó Mahatma Gandhi...

15 julio 2006

¡Abajo las armas!

Hay que cambiar las claves del lenguaje diplomático e in­ternacional. No valen ya las usuales. La diplomacia se con­vierte en hipocresía pura cuando quienes la emplean re­ba­jan el nivel de su fuerza persuasoria. No hay más diferen­cia entre diplomacia e hipocresía que esa de grado. En el siglo XXI ya no existe diplomacia. Y de ello hay que culpar a la adminis­tra­ción actual norteamericana. Ha tratado a la di­plomacia como a una de sus infinitas víctimas torturadas, porque se ha ser­vido de la diplomacia para potenciar aún más su poder. Y ahora el mundo verdaderamente libre, el espiritualmente libre, les pide cuenta...

En efecto, Estados Unidos es el responsable de la muta­ción. Puso patas arriba el Derecho de gentes, el Derecho Internacional, los Derechos Humanos, las Convenciones Internacionales, etc. Estados Unidos maltrató gravemente (y maltrata aunque parezca que intenta ahora dar marcha atrás en algún asunto) conceptos jurídicos que habían sido incorpora­dos al diálogo internacional con enorme esfuerzo después de la segunda gran guerra. Tras los grandes de­sastres arma­dos emergió siempre un propósito noble: ya que no es posible extirpar la guerra inevitable porque va grabada en los genes del ser humano, sí al menos elevar el humanismo po­sible antes, durante y tras una guerra. Por ejemplo, la Cruz Roja ya había en­trado en escena en 1859 fun­dada por Henri Du­nant testigo de los más de 40.000 muer­tos que dejó la bata­lla de Solferino (Italia) ese mismo año entre Napoleón III y Francisco José I de Austria. El Convenio de Ginebra sobre prisioneros en 1949 fue otro paso decisivo. La Declaración de los Derechos Humanos, otro.
Pues bien, tras esos dramáticos esfuerzos Estados Unidos dio un salto de gigante atrás en 2001 con sus “novedosas” teorías que les regresan a la brutalidad medieval. Teorías que han pasado a la praxis: guerra preventiva, inmunidad para sus tropas, oficinas de desinformación, torturas “lega­les”, reclu­sión de prisioneros sin derechos, pa­seo de éstos por cárce­les se­cretas... A qué seguir. Y todo con argumen­tos que no se tienen en pie más que por la razón, como no puede ser de otro modo, de la fuerza. Con ar­gumentos que se con­vierten de ese modo en el mayor ci­nismo en estado puro a nivel internacional que quepa ima­ginar, después de, como dije, de haber rebajado a la diplo­macia a la más mise­rable hipocresía.

Ahora no "puede" venir Estados Unidos con el cuento de que volvamos al lenguaje y conceptos del Derecho clásico. El "conflicto" con Irán es tan artificial como artificiales son las excusas que se sacaron de la chistera con la invasión de Afganistán e Irak Bush, el Pentágono y el general Myers. Ahora ya no puede pretender que cualquier otro país, para colmo incluido en el Eje del Mal, se pliegue, se amedrante, entre en razón. Eso es imposible. Sabiendo que tiene el petróleo que “necesita” Estados Unidos para sí, es de todo punto imposible que irán ceda ante la pretensión del desarme para facilitarle, encima, la invasión y ocupación ya decididas.

Intentar justificar lo injustificable es lo que tiene. Que ya nadie puede entenderles a todos ellos más que como como verdugos y como bestias; como eje­cutores, instigadores y propulsores de actos de fuerza pura y bruta. Ahora ya no pueden dar mar­cha atrás pretendiendo que el mundo en­tienda que los paí­ses deben desarmarse cuando, precisa­mente, por estar desarmados absolutamente Afganistán e Irak han sido la­minados. Ahora no pueden pretender que al­guien que esté en sus cabales comprenda que él, Bush, y los suyos, pueden tener arma­mento nuclear por la gracia del Dios de aquél, y los países (que tienen petróleo) que a él y a los ciudadanos que le votaron por segunda vez no les gusta deben desarmarse sin excusa ni pretexto como los que ellos emplearon y emplean.

Si quieren que les entiendan las porciones del planeta que no han perdido el juicio, déjense de eufemismos, de doble­ces y de diplomacia barata que esto­magan, y digan direc­tamente, sin ambages, que en el mundo, en Oriente Medio y espe­cialmente ahora en Pales­tina e Irán mandan y deciden Es­tados Unidos, Inglaterra e Israel. Alcénse directamente como dictadores universales. Ya los anuncia Spengler en 1921 para hoy día, y ahí se acabarán los des­encuentros de todas clases. Todo lo que no sea eso hiere a la sensi­bilidad intelec­tiva de cualquier observa­dor que no tenga in­tereses petrolí­feros ni ambición diábolica de poder.

El mundo está harto de la prepotencia del imperio, de Israel, del Sionismo y de la Gran Bretaña. Si quieren todos ellos otra cosa, bájense del pedestal y escribirán una página inédita de la historia. Pues inédita sería la inédita rendición del terriblemente fuerte frente al débil. Ríndanse por ser los fuertes. Replié­guese Israel a las fronteras de 1967, apliquen todos las so­luciones energéti­cas alternativas que ya están disponibles, salgan de Afga­nistán e Irak como trágicos erro­res que fue­ron y, en el nom­bre del Dios de Bush, depongan las armas. Harán grande a su Dios. Pero sobre todo harán grande de una vez al Hombre y a la humanidad, a quienes, después del episodio que escri­bió Hitler, Bush, Israel, In­glaterra (con la colaboración espe­cial ahora de Merkel) lle­van camino de volver a reducir a piltrafas y de hacer saltar al planeta por los aires...

13 julio 2006

Amaos los unos a los otros

Es asombroso cómo cumplen los cristianos este precepto. Es maravilloso cómo ha calado entre sus fieles esta exhor­tación de Je­sucristo, fundamento de lo que luego los trafi­cantes de doc­trinas han hecho religión...

Y efectivamente, los “unos”, que son ellos, son los que profesan más amor "a los otros", que somos nosotros. Ellos están principalmente en los dos países donde millones de cristianos no permiten que se les caiga de la boca las pala­bras Cristo, Dios y el Pa­dre. Esos dos países son España y Estados Unidos. De ahí ese otrora glorioso enten­dimiento entre los dos brazos armados del cris­tianismo y jerárquica­mente por encima de pontífices y apóstoles: Bush el deca­dente, y el ya lejano Aznar que ha optado por servir a su Dios a través de Mur­dock por un pu­ñado de billetes.

En España es portentoso el amor que emana de los obis­pos y de sus Conferencias, de sus ra­dios y de sus locutores. En Estados Unidos no es menor el que fluye de la Casa Blanca, de sus Conferencias de Dallas y de sus predicado­res televisivos. Y mágico es el amor que dispensan a sus semejantes los que, aun laicos, son defensores de una polí­tica militarizada y re­presiva en defensa numantina de los valores cristianos. Valo­res que sobran, pues basta el expre­sivo "amaos los unos a los otros" que aglutina a los demás. Pero también valo­res que en­carnan grandio­samente y por encima del resto de los ciuda­danos del mundo: Bush, Con­doleezza, Berlusconi, Aznar, Botella, Rouco, Cañizares, el vocero episcopalista Jiménez y el televisivo predicador Pat Robertson. Ellos, los valedo­res, los cruzados modernos que dejan en pañales al amor de los que fueron en otros siglos a sem­brarlo a Tierra Santa con flores a Ma­ría...

Dejemos a un lado las naderías recientes de las invasio­nes por amor y apenas sin derramamiento de sangre, de Af­ganistán e Irak. Dejémoslas aparte: en enero de 2005 el principal amigo de Bush, Grover Nosquist, destapa sus pla­nes de gobierno: "Enterraremos a los europeos y mo­vere­mos el Estado de Bienestar hacia un sistema privado (por amor)"; en el 2002 el Pentágono cristiano crea una agencia para 'in­toxicar' a la prensa mundial. En 2006 ese santo pre­dicador televisivo, Pat Robertson, sugiere matar al venezo­lano Chávez... por amor. ¡Qué grande la glosa del “amaos”, en España y en Estados Unidos!
Tanta importancia dan los “unos” a Jesu­cristo, a sus sa­bios, consoladores y esperanzadores consejos; tanto fervor despierta en ellos el sermón de la montaña y las bienaven­turanzas; tanto es su amor a los demás, “los otros”, noso­tros; tanta es su consagración al "amaos"... que son capa­ces de reventar a un país entero, de arrojar al Aqueronte a los que no aman como ellos, de matar y de torturar a los que no comparten su sentido del amor porque son ellos los que han de interpretar el “amaos” que el Maestro predicó hace dos mil años con éxito igual a un billón de best sellers.

Con éxito apabullante, porque desde entonces, desde que Jesucristo dijo "amaos los unos a los otros", jamás hubo tanto amor, tanto respeto, tanta vida, tanta luz, tanto gozo, tanto regocijo, tanta felicidad en el mundo creado por el Pa­dre. Y todo gracias al pundonoroso cumplimiento de ese consejo, que para ellos es una orden, que con tanto entu­siasmo siembran por el mundo sus vectores. En España, Aznar y compañía, Rouco y compañía, Jiménez y compa­ñía; y en Esta­dos Unidos, Bush y compa­ñía, Condoleeza y compañía, Pat Robertson y compa­ñía...

Y es que piensan -tan ilusionantes son- que Dios les ha conferido una mi­sión re­dentora en un mundo abatido. Los católicos, los orto­doxos, los judíos, to­dos pertenecen a una iglesia única, na­cional calvinista y cainita. Militarizar la política es la primera medida para en­tronizar el amor. “Ellos” se me­recen la gracia boba del cielo, y nosotros lo único que debe­mos hacer es dejarnos guiar por los senderos beatíficos tra­zados por “ellos”.

Nos aman como nosotros les amamos a “ellos”. Pero hay una diferencia muy a su favor. Y es que ellos inoculan el amor en el mundo a bombazos, y eso es infi­nitamente más efi­caz que nuestro blandengue y sensiblero sentido del amor. Seguramente Cristo pensó que no había necesidad de acla­rar cómo debe ser el amor y cómo debemos practicarlo, sen­cillamente porque eso está grabado en nuestra miserable condición. Desde luego “ellos” lo tienen claro: a lo bes­tia.
Seamos complacientes y comprensivos con los “unos”, ellos, por amor. Todo sea por hacer caso a la consigna. Porque “los unos”, ellos, están en po­sesión de toda la ver­dad. Y si no les seguimos, si no somos sus epígonos, “los otros”, nosotros, los legos en amor, sere­mos los traidores.

Sea como fuere, no lo olvidemos: “Amaos los unos a los otros”.

12 julio 2006

Un mundo de armas tomar...


“Son pequeñas pero causan una destrucción masiva. Cada día mueren en conflictos y crímenes 1.000 personas por armas ligeras, de las que hay una por cada 10 habitan­tes en el mundo. Después de dos semanas, la ONU ha ce­rrado sin acuerdo una difícil conferencia con Estados, orga­nizaciones internacionales y ONG, que pretendía revisar el plan aprobado en 2001 "para prevenir, combatir, y erradicar el comercio ilícito en armas pequeñas y ligeras en todos sus aspectos". Lo rimbombante del título contrasta con la nuli­dad de los resultados.

Los países europeos (que son grandes exportadores de armamento), España incluida, defendían la idea de estable­cer unos principios universales para regular el comercio le­gal de estas armas, frenar el ilícito y limpiar y destruir las armas que quedan abandonadas tras los conflictos pero de las que muchos señores de la guerra se aprovechan. No ha sido posible debido a múltiples intereses, algunos tan cho­cantes y coincidentes como los de Estados Unidos con Irán, Venezuela, Rusia y China. La ONU, pese a los 2.000 parti­cipantes en esta conferencia, ha vuelto a dar un espectá­culo, no por esperado menos lamentable”.

Esto dice el edi­torial de El País de hoy con título ligero “Li­geras pero morta­les”. Abandono el resto del editorial por­que, aunque el edito­rialista parece proponerse dar un alto al dislate, los periódi­cos ofi­ciales del mundo entero, como ya dije días atrás en mi artí­culo “La responsabilidad es del pe­riodismo”, son cómplices del poder aunque también hagan piruetas para fingirse honestos, para simular que están co­ntra el poder y que tratan de evitar sus demasías...

Y así, al final, hay que enmendar la plana a El País, al Washington Post, al New York Times ante su em­peño en comparecer como moderados, clásicos y civilizados...

Esas concesiones en el lenguaje ordinario de los rotativos del mundo a través de lindas argumentaciones próximas a la diplomacia de alto nivel -disciplina rematada­mente peri­clitada y fracasada- contribuyen a la mascarada general. Lo que hay que decir a los humanoides que van a la ONU como el chupatintas que cada mañana se sienta en el es­critorio de su em­presa es: ¿de qué va ese ser humano or­ganizado de manera rimbombante en la ONU con repre­sentantes de todos los países que proclaman princi­pios que luego los países que representan no sólo no respetan sino que hacen todo lo contrario de lo que aparentan acordar y proclamar los en­viados?

Ahora 2.000 participantes pretenden revisar el plan apro­bado en 2001 "para prevenir, combatir, y erradicar el comer­cio ilícito en armas pequeñas y ligeras en todos sus aspec­tos" Pero es que la ONU, sus representantes, sus emisarios, sus mentores ¿creen que los seres humanos de a pie se­guimos siendo tan tontos y tan desinformados como en el siglo XVI o XIX?

En la ONU, o donde sea, “prevenir, combatir, erradicar...” Pero ¿por quién han tomado esos necios a sus propios congéneres? ¡Ya está bien de fantochadas! Lo que tiene que hacer la humanidad representada por esos empingoro­tados representantes que no representan nada es pasar de una vez a otros estadios del “ser”: ¡pura ontología!, ¡pura metafísica! En roman paladino, ¡pura honradez! Es lo que necesitan todos ellos y lo que necesitamos todos y lo que necesita el mundo: luz y taquígrafos, verdad, sinceridad, transparencia... y no mamarrachadas oficializadas y so­lem­nes. Mamarrachadas recogidas una y otra vez en proto­colos que ya no sirven ni para transmitir al mundo que las nacio­nes han elevado su nivel de civilización sino al contra­rio. Unos bufones, unos títeres, unos idiotas que creen re­pre­sentar algo y no representan nada más que a la estulticia de la que el mundo verdaderamente elevado está ya harto.

Si los países no fabrican armas, no exportarán armas, y no habrá nada que acordar. Y si las siguen fabricando, segui­rán exportándolas. Pero entonces ¿a qué juegan? ¿a qué juega la humanidad representada por esos muñecos envia­dos por sus emisarios, muchos de ellos criminales?

¡Ya está bien de hipocresías que no engañan a nadie salvo a sí mismos quienes siguen empeñados en explo­tar­las a nuestra costa! El mundo entero, gracias a la celeridad con que la in­teligencia elemental humana se expande como la masa crí­tica de la noticia, oye como el que oye llover tanta nece­dad, tantas y tan ampulosas invocaciones de De­rechos Huma­nos, de Acuerdos Sobre No Proliferación Nu­clear y sobre tantas y tantas cosas que ni un colegio de ni­ños se atrevería ya a escenificar como algo real y convi­cente para el espec­tador invitado más ingenuo que fuese a verlos actuar.

Todo, absolutamente todo lo que se finge decidir entre los 200 -más o menos- países que constituyen la ONU, ex­puesto a bombo y platillo cada día, se hace en el manantial de la mentira y de la tea­tralidad aberrante: en Nueva York, sede de la ONU.

Pero lo que necesita el mundo ya no es un escudo, una excusa permanente. Lo que necesita el mundo es valentía, resolución, “humanidad” de altura: apresar, juzgar y conde­nar a los responsables de cada país que hacen del mundo un in­fierno, un lugar invivible, inhabi­table, detestable; un mundo diseñado –digámoslo ya de una vez- por la etnia an­glosajona que ha tomado el testigo de Hitler, paradójica­mente ayudada por la etnia judía, el sionismo o como quiera que llamemos a quienes “se deben” a otra raza. Lo que tie­nen que acordar las naciones y sus repre­sen­tantes es la fórmula viable para que todos vi­vamos en él de ma­nera que deseásemos vivir eterna­mente: nosotros y todos los seres vivos.

10 julio 2006

La responsabilidad es del periodismo


Que los medios son decisivos en las sociedades actuales es una obviedad tratada a fondo ya por demasiados autores como para yo redundar en ello. Lo único que trato aquí es de dar un leve sesgo a tan manido asunto.

Son decisivamente decisivos. En efecto. Una campaña electoral, por ejemplo, sin medios resonantes que la cubrie­sen haría del candidato un candidato muerto. Pero también una guerra trágicamente injusta (como fue la de Irak), me­dios decididos a evitarla también hubieran podido hacer del propósito un plan disparatado.

No obstante, una cosa son los medios como recurso téc­nico y caja de resonancia, y otra el periodismo y los perio­distas que están a su frente. Empezamos por que rara vez los dueños de un medio o de una red mediática más allá del sistema de accionariado que encubre voluntades únicas, son periodistas y tienen el espíritu que se supone anima a esta clase de profesionales. Después del Ciudadano Kane mitificado por el cine para mitificar la iniciativa personal y el periodismo, no ha habido magnate dueño de emporios me­diáticos que sea periodista o que en última instancia ejerza de tal. Todos son prohombres ficticios que con dudosas ar­tes, como todo el que se adueña del poder en estas dudo­sas democracias, han logrado cooptar poder mediático.

En principio el periodismo no sólo asume el papel de un notario con la misión de informar a la ciudadanía de lo que sucede en su país y en el mundo. No sólo esa función la ejerce desplegando informadores, veedores y corresponsa­les; asume también la responsabilidad de orientar paralela­mente a la opinión pública sobre los hechos de la manera más correcta de acuerdo con un sistema de valores, una axiología que se suponen nada distante de la más pura esencia humanista. Es más, en el periodismo y en los peri­distas hay en cierto modo un componente reli­gioso en los aspectos referidos a la glosa de los hechos. El "pensar co­rrecto" forma parte de cualquier religión pero también de cualquier cultura superior. Son, pese a que su laicidad irre­denta excluye toda connotación confesional, sacerdotes de la verdad que deben interpretar “la verdad” de acuerdo al sentido común, a la sensibilidad más desarrollada sobre el comporta­miento y el pensamiento humanos. Y aquí está la madre del cordero...

Informa el periodismo, pero le importa más conducir y conformar la opinión que orientarla o sugerirla. Por eso mismo tienen el periodismo y los periodistas una responsa­bilidad muy por encima de la que tienen políticos y gober­nantes. ¿Qué sería de éstos hoy día sin micrófonos o sin una recua de periodistas hacién­doles preguntas, o sin cá­maras de fotos y de televisión cu­briendo sus atinadas o dis­paratadas respuestas? Por eso está muy claro que los me­dios de los que el periodismo y los periodistas se valen pue­den ser también un recurso al servicio directo de una causa concreta, política, financiera o mercantil de gran calado. Y de hecho a menudo eso es lo que son y al servicio de al­guna de ellas están. Pueden hacer de una gota un trance tormentoso en un vaso de agua, o de un diluviar un muy pa­sajero cha­parrón. De un indeseable pueden hacer un san­tón, y de una persona íntegra un tipo carcelario.

Como no puede distinguirse fácilmente quién está detrás de los manejos de cada medio y no sabemos si es un perio­dista, un grupo de periodistas o un magnate que opera a gran distancia (ésto es siempre lo probable), no hay más remedio que centrar la crítica feroz contra el periodismo como profesión y contra los periodistas como miembros de la misma que colaboran a efectos importantes aunque no sean la causa de la causa. No nos dejan otra elección. Y ello a pesar de que sabemos bien también que a menudo ellos mismos son las principales víctimas del "poder mediá­tico" en la sombra que intuimos pero no vemos. Sea como fuere, sean responsa­bles directos o sean responsables de­legados, son autores o inductores de infinidad de cosas clamorosas que no hubieran debido suceder si hubiesen defendido lo que defiende el ciudadano sencillo y de bien en lugar de defender a menudo la moral inmoral de los “seño­res” nietzscheanos, políticos y dirigentes de toda clase in­dignantemente inmorales a la postre.

En principio, mudas las fuerzas armadas, prudentes los chamanes (hasta donde lo son), toda la responsabilidad en so­ciedades en que absolutamente todo depende de los me­dios, del periodismo y de los periodistas, recae sobre ellos. Ellos, que se ufanan y defienden con uñas y dientes este sistema en "libertad"; ellos, que tanto alaban la democracia liberal se erigen en responsables del disfrute de éstas en los paí­ses en que la libertad de expresión a raduales todo lo justi­fica plenamente, pero luego no aceptan los reproches que por eso mismo les hacemos, y nos responden con una pirueta diciendo que ellos no hacen más que “informar”. ¡Mentira! Ellos lo saben muy bien.

Porque reclamando y promo­viendo los periodistas libertad y el modelo liberal, no pueden luego excusarse de no haber intervenido decisiva y mediática­mente en hechos universal­mente lamentables cuyos pronunciamientos hubieran sido incluso paralizantes. Si, por ejem­plo, el New York Times y/o el Washington Post se hubie­ran propuesto atender al clamor de la inmensa mayoría humana contra la ocupación de Irak, desproporcionada reacción a los hechos del 11-S, hubieran dete­nido una invasión basada en mentiras obvias y temo­res care­ntres de todo funda­mento incluso para el sentido más elemental del ciudadano de la calle. De haber sido esa su intención, no hubiera habido pentágonos ni bushes que se hubieran atre­vido a enfren­tarse a la opinión pública plas­mada en los me­dios y difundida a lo largo y ancho del país nortea­mericano y del mundo. Pero todo sucedió... porque los ensayistas "me­diáticos", periodistas o no, habían venido preparando el te­rreno y abonándolo para justificar repulsi­vamente la guerra repugnantemente preventiva que al final se produjo. Parte de esos ensayistas eran periodistas. Y así la puso en marcha el pentágono y su fan­toche conductor. Así, con una guerra que da náusea, em­boscada en el pre­texto dio la canalla salida a los stocks de armamento en una economía morte­cina e inflacionista que auguraba desplo­mes precurso­res de otro crack como el del año 29.

Los medios no son un ente deísta que no interviene en los asuntos de los hombres. Pero son providentes. De ellos de­pende la suerte de la historia de la postmodernidad. Que se atrevan o no a asumir su imperativo categórico moral a falta otros predicadores éticos influyentes, es otra cuestión. Es la cuestión primordial que nos trae de cabeza a quienes les tenemos en grave prevención...

Sea como fuere la mejor labor de un periodista es la in­vestigación frente al poder y frente a los poderes. Véase en Italia: "El espionaje italiano (al servi­cio del régimen fascista de Berlusconi) vigilaba a periodistas que investigaban los secuestros de la CIA". Pero a esa clase de investigación los dueños de los medios, quizá porque forman parte del poder esotérico que subyace a toda sociedad, dedican a muy po­cos profesionales. La mayoría de los periodistas afrontan la labor audazmente por su cuenta o al servicio de los pocos medios alternativos absolutamente indepen­dientes que existen.

Soy ferozmente crítico con el periodismo y con los pe­riodistas que ya están aposentados en un medio y han blin­dado su contrato de trabajo. Pero no dejo de reconocer que ellos, como nosotros, están también en manos del medio por más que se resistan al dictakt del magnate de turno y de los “fuertes” próximos a él. Son, como todos lo somos, ju­guete del medio, del sistema y de las fuerzas ocultas que nos manejan a distancia. Pero hay que animarles a ello. Hay que decirles que el periodismo de verdadera in­vestigación, ése que no hace concesiones a nadie ni a nada, es el único positivo para la sociedad y el único que la sociedad agra­dece. El meramente informativo no deja de ser una simple contribu­ción al cotilleo; hay en él mucho más del espíritu de la co­madre que del pundonor. El periodismo que lleva sus investigaciones a sus útimas consecuencias y no se queda a mitad de camino, en materia política, en materia de co­rrupción y de escándalo de tanto notable bien trajeado es el que puede dar golpes de timón y giros importantes en cada sociedad.

De entrada, hay muy pocos periodistas investigadores, porque si al sistema no le interesan intelectuales, críticos, escritores y periodistas que esgriman el florete sin la punta embolada tirando a dar; es decir, que no practiquen la es­grima de salón, mucho menos le interesan periodistas que penetren en la médula ósea del esqueleto del sistema. Si llegan a ella y hacen públicos los hallazgos de asuntos gra­vísimos generalmente relacionados con la corrupción en sus varias formas, pueden hacer tambalear al sistema nervioso entero o a partes sustanciales en que se sustenta el poder. Por eso es tan peligroso pero tan valiosa al mismo tiempo la aportación del periodismo al saneamiento de la sociedad. La justicia a secas no hace más que rematar lo que emprende el periodismo de investigación. Los fiscales no cuentan con medios humanos suficientes y están más expuestos a la contaminación y al mirar a otra parte. Gracias al periodismo más que a la judi­catura o en colaboración con ella, última­mente están en­trando en prisión en España muchos inde­seables de apa­riencia respetable: los peores miembros de toda sociedad.

La mayoría de las veces “el sistema” podrido, de coyun­tura o enquistado, se cuida de no dar acceso a correspon­sales testigos de excepción de atrocidades. Sólo da audien­cia a aquéllos adictos a la causa del criminal de guerra. Pero si inicialmente y por descuido fueron "tolerados" otros que no lo son, en cuanto el poder advierte que pueden constituir un peligro para su causa aberrante, los eliminan; con coartada o sin ella. El caso de José Couso, español, es el más elocuente ejemplo de periodista eliminado por la cri­minal causa neoliberal.

En Italia se libra una lucha entre investigadores italianos, investigadores yanquis y periodistas italianos. Espías contra espías. Esperemos que en España se vayan animando los periodistas heterodoxos, los periodistas intrépidos y los pe­riodistas valientes, y que todos ellos cuenten con el necesa­rio apoyo de los "magnates" de los medios y de las agencias para los que trabajan. Sólo así tendremos esperanzas de vi­vir algún día en un país que valore por encima de todo la salud política, mercantil e institucional. Esto es, la salud en la más noble acepción de la palabra.

En otros tiempos remilgados nos decían que había que odiar al pecado y compadecer al pecador. Hoy lo que cua­dra es condescender con los periodistas pero odiar al perio­dismo tendencioso, amarillista, prevaricador: el verdadero responsable y a menudo culpable de la mayor parte de tan­tas cosas que nos conturban y no nos dejan vivir en paz.