21 abril 2007

América Latina se izquierdiza I/II

I
Es cierto que hoy no hay necesidad de separar a izquierda(s) y de­recha(s) por clases sociales, pues quienes ostentan el control so­cial (un concepto sociológico) aliados al poder, se encargan de ir difumi­nando primero para suprimir en el discurso público después, la idea de clase en el sentido estratificado: de arriba a abajo. Ya, todos so­mos iguales, es el credo de cada día. Pero eso es pura teoría y ab­soluta­mente falso. Porque la distinción clara entre los puñados de opu­lentos con su bienestar blindado -los patricios independientes y li­bres gracias al di­nero- por un lado, y los precaristas -siervos moder­nos- que viven a expensas de la voluntad de aquéllos de quienes dependen, por otro, es una distinción que no sólo no ha perdido vi­gencia sino que va co­brando cada vez más virulencia.

Lo que separa decisivamente a los individuos en este asunto y en la actualidad, radica sólo en que unos nos guiamos por los valores humanistas, que son eternos, y otros se enpocilgan sin idea alguna pero con comportamientos regresivos, primitivos, contrahechos, men­tirosos y de un egoismo extremo. Son absolutamente antisocia­les. De ahí su inusitado empeño es privatizarlo todo, porque eso fa­cilita mu­cho mejor el reparto de la tarta social entre pocos. Esta es la clasifica­ción por antonomasia para el siglo XXI. Y es correspon­diente a la otra que distingue entre opulentos y dependientes. No hay más...

Pero aún quedan reservas, grandes espacios, islas de cordura que emergen de un día para otro. Hoy día la sede de la máxima sensa­tez se encuentra en América Latina. Allá empieza la senda verda­dera de la justicia social, y sobre todo la limpia y buena voluntad de sus nue­vos gobernantes. La convención del izquierdismo en lo ma­terial, cuya correlación con la honradez y con el firme propósito de la igualdad abandonada y pisoteada entre los atlantistas, entronca con la teología de la liberación en materia socio-espiritual. En aquellas latitudes es donde crece, donde mejor se comprende y más se ex­pansiona dicha teología. Allí es donde cobran pleno sentido el men­saje evangélico y el propósito serio de los dirigentes de que eso no sea papel mojado y se haga realidad. Y es, porque el sentido de la justicia evangélica rectamente entendida enlaza perfectamente con la teología política rectamente interpretada.

América Latina se izquierdiza, pues, a pasos agigantados, casi casi por la gracia de Dios. Ahora le toca a Ecuador. Hace poco vol­vió a enderezarse Nicaragua. Si, como al parecer hoy día hay que hablar de la llegada o despertar de las "clases medias revoluciona­rias", en ninguna otra parte como allá es donde mejor se materializa la revolu­ción incruenta de las clases medias latinoamericanas y sus poblacio­nes indígenas. Y es que es en aquellos países donde las razones más contundentes justifican la patada a los modelos cap­ciosos y si­niestros del descompuesto modelo occidental, para pasar a solucio­nes que extirpe de raíz la injusticia crónica que reina en el modelo abominable demoliberal.

El modelo demoliberal de Occidente, que Estados Unidos astilla aunque la camarilla gansteril que ordena y manda sobre el país fe­de­ral aparenta empeñarse en insuflarlo a bombazos en países in­compa­tibles con él, se viene pres­tando desde hace mucho a una denigrante prostitución. Y no me refiero a la prostitución vilipendiada y villana­mente perse­guida, ésa que se ejerce en el arrabal o el ca­llejón, sino a la prostitución repulsiva de lujo asociada a la presunta y repugnante honorabilidad. Más aún, entiendo que cada ordena­miento político-jurí­dico-social en los países organizados bajo la de­mocracia liberal, es un prostíbulo de baja estofa manejado por proxenetas de toda laya in­cluidos los religiosos.

En esos modelos hay demasiados expertos en eco­nomía, en reli­gión, en política y en sociedad que simulan dedicarse sañudamente a la censura so­cial, para corregir injusti­cias y desigualdades, para su­primir privilegios, y para aliviar tanto de lo odioso en la sociedad cíni­camente llamada libre. Un tra­bajo de fontanería que nunca ter­mina, porque el "éxito" de dicho modelo consiste precisamente en la dife­rencia de tensión sostenida en­tre lo que sucede bajo las cloacas del sistema y lo que por arriba se dice que hay que sanear. El se­creto está en la simulación, en dejar grietas, fu­gas, boquetes por donde in­justicia, desigual­dad y privilegios se apoderen de la socie­dad. Hay muchos, tanto en los medios, como en los ar­zobispados, en los parti­dos, en las institucio­nes y hasta en las ONGs que sólo vi­ven para ese disimulo, para esa treta que consiste en fingir que se hacen esfuerzos dirigidos a elimi­nar injusticia, des­gualdad y pri­vile­gios cuando lo que están haciendo es apuntalarlos. Esto es lo que se proponen los nuevos gobernantes de la América renaciente.

15 abril 2007

Kairós; la paciencia de los impacientes

Estos son tiempos de la inoportunidad que se añade a la desme­sura, a la precipitación y al exceso. Pero también a todo lo contrario por contraste: a la escasez, a la indolencia, a la deficiencia y a la falta de rigor.

Kairós, "el momento justo", es en la filosofía de la antigua Grecia la experiencia del momento oportuno. Los pitagóricos le llamaban Oportunidad. Kairós es el tiempo en potencia, tiempo atemporal o eterno, y el tiempo, chronos, es la duración de un movimiento, una creación. Para Proclo (filosofo griego) y para ciertos pitagóricos kai­rós es el primer dios y la primera causa. Kairós también es la risa, la risa oportuna que produce bien. San Pablo denomina Kairós a Jesu­cristo. Otros afirman que kairós es el dios del tiempo y las estacio­nes. Para los mayas era el Zubuya. Kairós, para los sicólogos, es un "insight". En general, y para terminar, kairós es un "momento de cla­ridad".

Dicho lo anterior, es evidente que la paciencia y la impaciencia tie­nen mucho que ver con “ese” momento oportuno. En el sentido aristotélico, estoico y cristiano kairós debería tener mucho que ver con la virtus. El término medio, que no otra cosa es la virtus, y kairós se pertenecerían. Ser oportunos es un atributo excelente y ex­cep­cional. Sobre todo en una sociedad atropellada y desmedida, en ocasiones, y otras indolente cual ninguna. Atropellamiento, desme­sura e indolencia: tres rasgos que hacen añicos el sentido de kairós.

No obstante, es cuando menos curioso que siendo el patriarca bí­blico Job el paradigma de la paciencia, la doctrina cristiana recoja como virtudes cardinales a la prudencia, a la justicia, a la fortaleza y a la templanza pero no a la paciencia en sí misma que queda sub­sumida en último término en las otras. Pero aún lo es más que tam­poco haya recogido en su pensamiento moral la importancia de la virtud de la “oportunidad”.

En un ejercicio del pensamiento ex novo mío personal -al que en los últimos años dedico gran parte de mis energías mentales-, tengo al kairós, la oportunidad, y a la paciencia asociada a ella por una ac­titud psicomental próxima también a la tolerancia frente a los agen­tes externos que no depende de nosotros eludir.

Por eso, en ese mismo ejercicio y dentro de kairós, distingo la pa­ciencia como tolerancia frente a los efectos de trastorno que subje­tiva y objetivamente hemos de soportar por la fuerza de las cosas (fuerza mayor), unas veces, y otras la tolerancia que depende de nuestra elección en soportarlas o no, pues en este otro trance cabe la posibilidad de evitarlas.

Los hechos y situaciones ligados al kairós y a la paciencia en la espera del oportuno momento, pueden dividirse en tres áreas en las que aquélla se pone a prueba: el área natural, el área social y el área neutra.

En el área natural podemos distinguir:

a) los procesos de las enfermedades sufridas por uno mismo o que sufren personas a las que se está uno ligado por lazos de afecto; y todo daño que viene del “cielo”.
b) los comportamientos eventualmente perturbadores de los irra­cionales y de los niños: de los "irresponsables".
c) las adversidades que devienen de acontecimientos naturales en general irrefragables.

En el área social, todo trato interpersonal; hay relaciones que unas veces son eludibles (relaciones sociales puras), pero en otras no (relaciones laborales y profesionales).

En el área neutra se encontrarían situaciones a mi­tad de camino entre las otras dos: esperar o desesperarse atrapa­dos en un atasco circulatorio, o ante el cese del suministro de un ser­vicio cotidiano (agua, energía, televisión, averías, etc), en la sala de espera de una consulta o en la cola de un supermercado...

Cuando se pone de ejemplo de hombre paciente al patriarca Job a quien Dios le privó de todos sus bienes, de la vida de sus 7 hijos y 3 hijas y le llenó de llagas su cuerpo y seguía amando a Dios y bendi­ciéndole, no se dice ni mucho menos todo lo que tiene que ver con la paciencia. Los contratiempos, las adversidades, lo que llamamos infortunio están relacionados con esas tres circunstancias de distinta naturaleza apuntadas.

Hay quien tiene una paciencia infinita en las relaciones interperso­nales, pero muy poca o ninguna frente a los contratiempos natura­les, y ello le depara desesperación; hay quien tiene una paciencia considerable frente a la adversidad natural, inevitable, incontrolable, y poca o ninguna frente a los contratiempos sociales de carácter ge­neral o frente a los que provienen del trato interpersonal; y hay quien, porque no tiene paciencia para el trato social indiscriminado, hace todo lo posible por evitarlo (mi caso, acostumbrado a desplegar una paciencia indecible frente a todo cuanto no tiene que ver con la sociedad, a la que soporto con notable impaciencia).

Creo que es el propio individuo quien tiene que rendirse a sí mismo cuenta del grado de paciencia en las distintas situaciones que la po­nen a prueba y le ponen a prueba. No son los demás quienes, a menos que sea a sus expensas, deban arrogarse el de­recho de cali­ficar de impaciente o de paciente a otro. Del mismo modo que cada cual es quien debe rendirse cuenta de sus eventua­les imperfeccio­nes ontológicas o conductuales, y no los demás. Pues todos somos perfectos en nuestra mismidad. Los defectos so­ciales irrum­pen “sólo”, en cuanto el individuo entra en contacto con “el otro”. No en vano decía Bergson: "Para el poeta y el sabio todas las co­sas son sagradas, todos los días son santos, todas las viven­cias son útiles, todos los humanos son divinos".

La paciencia frente a lo inevitable y la oportunidad o kairós para hablar, para actuar, para hacer y para decidir en el momento opor­tuno son las cualidades -si no queremos llamarlas virtudes- que siendo eterna y considerablemente valiosas, en estos tiempos caóti­cos y descoyuntados alcanzan el valor de todo lo excelso a punto de extinción.

30 marzo 2007

Rigor analítico

El análisis es un movimiento fundamental del pensa­miento que consiste en partir de un todo para descom­ponerlo luego en sus dife­rentes partes. Se opone a la síntesis.

Rigor analítico referido a cuestiones sociales y políticas es una contradicción en sus propios términos. El análisis sociopolítico es siempre subjetivo y riguroso. Un análisis sobre esos temas no es como un análisis de sangre: tantos hematíes, tantos leucocitos...

Cualquier análisis vale. Otra cosa es que guste o no y esté o no en la línea de pensamiento del lector. Por eso al análisis lógico se le llama también ensayo. Análisis y ensayo son proposiciones, suge­rencias, tonalidades en un modo de ver las cosas partiendo de hechos o datos materiales ciertos, indubitados, inconcusos...

Un país es invadido por otro. ¿Por qué?, es la pregunta que quien va a hacer el análisis se hace. Un presidente o una Cámara nacio­nalizan o privatizan. ¿Por qué? Un individuo muere en una depen­dencia poli­cial, está recluido en Guantánamo u otro parti­dario de la independencia de su territorio está sujeto a un pro­ceso penal. ¿Por qué? Los análisis posibles son tantos como las noticias, y a su vez el valor de cada uno dependerá del grado de verdad co­municada a través de ellos, pero no de los argumentos que con­tenga.

Todos los análisis que se hagan del "todo" de esos hechos son autosuficientes y rigurosos, tanto para quienes los hacen como para quienes están de acuerdo con ellos. ¿Qué rigor y en qué consistirá el desmenuzamiento de las causas, efectos, razones, azar, etc que puedan concurrir en el hecho ana­lizado? El único rigor que cabe pe­dir es que no haya en­gaño analizando algo que se sabe no existió o se tiene constancia de que ha sido deformado. Y enton­ces estamos ante otro problema que nada tiene que ver con el aná­lisis. Y es la fiabilidad o ri­gurosidad que se espera de quienes pro­porcionan la no­ticia del hecho analizado. Eso es lo que precisamos quienes ana­lizamos. Pues nos basamos en los datos fa­cilitados por agencias, las cuales a su vez pue­den faltar a la verdad aunque no lo sepan pues sus datos han sido facilitados por gabinetes de prensa oficia­les, de poli­cía, ministerios, institutos sociológicos, de sondeo, etc. que a su vez han faltado a la verdad. Si un dato es falso y yo cons­truyo sobre él mi análi­sis, mi análisis no será falso ni falto de ri­gor, sino el dato y quien lo suministró.

Por eso quien hace análisis de un todo para desmenu­zarlo, espe­rará a la absoluta confir­mación de que el WTC fue abatido por avio­nes que cho­caron contra él, de que Afganistán es invadido porque a ese país se le atribuye la autoría, que USA invade Irak bajo pretexto, o que Hussein invade Kuwait injustamente, o que hay un proyecto de Constitución Europea que antes de opinar (analizar) hay que leer... Pero ¿quién le pone el cascabel al gato? ¿Quién podrá venir a estos medios, los alternativos, a sacarnos del error si no es con otros da­tos que contradigan el que nos sirve de base? Al final, en la ca­dena de suministradores de noticias, a al­guien habrá que creer para hacer el análisis. De lo contrario, lo me­jor será no hacerlo o hacerlo con las advertencias y reser­vas de­bi­das. Pero el análisis en cualquier caso es siempre co­rrecto si es de buena fe.

El pensamiento de izquierda se caracteriza además porque encie­rra el propósito de ecuanimidad y sensatez. Ecuanimidad y sensatez existen cuando al trasluz de las reflexiones que contiene ese análi­sis, se advierte que está teniendo en cuenta el bien común, es de­cir el bien de la ma­yoría posible y no de minorías. Y se pone de parte siempre del demás débil. Todo lo contrario del pen­sa­miento de derecha: ése según con­signas que sólo atiende al interés de exi­guas minorías; pensamiento pro­piamente dicho ideologizado, in­existente, y que se re­sume a duras penas en dos trazos gruesos. Aquí es donde nunca hay análisis, pues el “todo” a analizar se da por asentado y por el mejor de los posibles... Y, por si fuera poco, para siempre.

23 marzo 2007

El milagro económico español

Esto del "milagro económico español" me suena. Quiero recordar que periódicamente también durante el franquismo, cuando sólo se vivía de la producción de esparto, de la exportación de la naranja y del sol para tu­ristas se sacaba a relucir este mismo eslogan...

Hoy se publican dos gráficos en torno a ese titular, que dan mucho que pensar. Por un lado está el del ascenso de la renta per capita que en 1985 era equivalente al 71% de la Europa de los Quince, en 2004 había ascendido al 90%, y tras las últimas am­pliaciones con países más pobres se situaba por encima de la renta media (100,7%) de la Eu­ropa de los Veinte. Por otro lado, el gráfico de In­fracciones que recoge el número de expedientes abiertos por infrin­gir el derecho co­munitario, en el que Es­paña figura en segundo lu­gar, después de Italia, con 166. Pero resulta que, por ejemplo, en materia de medioambiente, aunque no se publica el gráfico al res­pecto, las infracciones alcanzan el 30%.

Pero, aparte de su oprobioso reparto, ¿qué clase de riqueza pro­duce España en el sector industrial de cual­quier naturaleza o en el de la investigación que marcan ordina­ria­mente los índices de expli­cación más convincente que justifican los cantos de alabanza a la prosperidad? Prácticamente ninguna. ¿Cuál es el foco o la fuente principales de la riqueza, habida cuenta que tampoco el comercio exterior ofrece datos significativos que ex­pliquen el alza progresiva de la renta per capita? Os lo voy a de­cir: la construcción, la con­trucción inaca­bable, por un lado, con las transguesiones de la nor­mativa local y auto­nómica que la acompa­ñan, y las infracciones del de­recho comunitario global, por otro; so­bre todo las de medio am­biente.

Si vd. se impone a sí mismo la obligación de no fumar o no beber du­rante un mes y rompe su compromiso a los dos días, el grado de satis­facción (riqueza) es proporcional al empeño roto en cumplirlo. Por aquí se explica el nuevo milagro español de la prosperidad. Se acuerdan en los ayuntamientos y similares ordenanzas, limitaciones, calificaciones de te­rrenos, prohibición de construir en áreas, en par­ques naturales y en eco­sistemas enteros, y luego, al primer des­cuido político-electoral ¡zas! se saltan a la torera y se obtiene por un lado unos beneficios es­púreos para una caterva de cómplices, y puestos de trabajo sin cuento para centena­res de miles de inmi­grantes. He aquí el milagro económico español, complementado por la privatización que no cesa dejando al margen de la asistencia a numerosas bolsas sociales.

Efectivamente, el rodillo de la transguesión produce una riqueza artifi­cial, pero riqueza al fin y al cabo. Como la ingeniería financiera y el no declarar los beneficios reales las empresas, siempre mucho más aten­tas a burlar la fiscalidad que a realizar la venta de sus pro­ductos. De la in­fracción vienen los beneficios y al final la riqueza de la que se ufana Es­paña. Yo también me enriquecería y fabricaría a muchos ricos si ob­tu­viese una ayuda como la que España viene obteniendo desde su in­cor­poración a la UE, o un crédito blando mil­millonario. No es cuestión, en España, de imaginación el enrique­cerse y el incrementar la renta per ca­pita. El lema es: legíslese a destajo, acéptense sumisamente las re­glas del juego comunitario, y luego transguédase, infrínjase, defráudese y en­cúbrase también a destajo. Así se hará inmensamente rico propi­ciando que la correa de transmisión de la riqueza, asquerosa y des­igualmente repartida, fun­cione.

La cuestión final es que es la Naturaleza en primer lugar quien paga los platos rotos, y luego, ¡a ver cuánto dura esto!. Que la gene­ración espa­ñola y neoliberal de hoy sólo piensa en sí misma porque vive el hoy y el ahora ignorando olímpicamente a la generación de sus hijos y nietos, es una evidencia para la que sólo se requiere un mínimo de sensibilidad. Pa­rece que Al Gore, en su país, que equi­vale ahora al mundo entero, se dedica a propagar la idea. Hijos y nietos que ten­drán probablemente que conformarse con un dedal de agua al día y superar constantemente la tentación de suicidarse o la de hacer la guerra contra quien sea, que es otra de las maneras de quitarse la náusea y el hastío las sociedades sin imaginación de la buena, la creativa. En Es­paña la hay, y mucha, pero ¡pobre de los cultos, de los sensibles y de los crea­tivos! Como la buena educa­ción, hay que esconder la cultura, la sensi­bilidad y la creatividad. Eso, camuflarlas, o emigrar en cuanto se pueda a países donde las tres cosas son tan valoradas o más que la fortuna. Sólo así, in­hibiéndose las inteligencias verdaderas o emigrando, el mi­lagro económico español po­drá continuar. Mientras, las dife­rencias en­tre la construcción de viviendas de mil metros cuadrados para parejas sin hijos y las que no se cons­tru­yen o se pergeñan con 30 para fa­milias numerosas, son más abismales. Pero ufa­némo­nos, adelante con el milagrito económico español, y a dor­mir. Por cierto ¿qué me dicen vds. de la ganancia de los bancos 15.730 millones en 2006, un 27,7% más? De ellos sí, de ellos sí que debemos enorgullecernos. De ellos y de sus limpísimos beneficios...

15 marzo 2007

El aturdimiento

¿Saben vds. cómo deberíamos decidir la configuración de nuestra sociedad por mayorías demoledoras?, ¿cómo modelar nuestro des­tino político, nuestra organización social? Pues en primer lugar des­armando al Estado de todas sus instituciones coercitivas; supri­miendo ejércitos y policías y toda clase de agentes de seguridad. Seguirían cometiéndose delitos, pero infinitamente menos que los que la mera existencia de toda esa gente armada provoca. La so­ciedad no volve­ría por ello a la caverna: ya está madura. Dejando a la población de cada país que expresara en las urnas su voluntad sin presiones, sin coacciones ni amenazas de la fuerza bruta, expre­sas o latentes, lo­graría una franca aproximación al ideal de Estado y de sociedad. Esto, por un lado. Por otro, supri­miendo la publicidad, los aguijonazos de la fala­cia y del sofisma que discurren en riadas por las cabezas calentu­rientas unas veces y anestesiadas otras, que tanto distorsio­nan la realidad a secas susti­tuida por la realidad pre­fabricada.

Sí, ya sé, ya sé que es una utopía. Más aún, que es absurdo. Más aún todavía, una estupidez; como todo lo irrealizable. Pero no acos­tumbro a hablar tanto de las cosas como son, como de lo que debi­eran ser. Y mientras estemos cubiertos por el manto de la tergi­versa­ción, de la presión publicitaria, de la fascinación audiovisual de los mi­crófonos, de las telepantallas, de la asechanza de las policías y de los activistas supercharlatanes que influyen e impactan en nuestra vida cotidiana si les prestamos atención, nadie puede decir sin autoenga­ñarse que en estas sociedades hay libertad y que respi­ramos en li­bertad. La com-presión ejercida a través de la vigilancia se hace sentir de manera mu­cho más acentuada que la de-presión del sentimiento "libre".

No cito a los utopistas, deliberadamente. Ni a Moro, ni a Platón, ni a Hux­ley... Para qué. Hoy se trataría de otra cosa, pues no en balde han llovido trillo­nes de ideas y de experiencias al alcance de todos, mien­tras que aquéllos concebían las cosas desde la dimen­sión de un mundo de esclavos o siervos, inconscientes de que lo eran...

Son cosas, éstas, que todo pensante, todo individuo mínimamente despierto sabe y con esa permanente impresión vive aunque no lo diga y hasta procure olvidarlo. Pero el sistema ha encontrado, sobre todo desde el último tercio del siglo pasado, la fórmula mágica para ejercer el control social de una manera suave, casi atractiva.

La fór­mula está basada en un ingrediente principal: el aturdimiento. Si vd. es abogado, político, comercial, clérigo o médico atonte vd. a su cliente, paciente, votante o feligrés, y tendrá garanti­zado el éxito. Atúrdale a conciencia diciendo cosas absurdas y con­tradicto­rias, pues para eso es vd. un experto que obtuvo uno o va­rios títulos aca­démi­cos por su facilidad para atontar; su cliente, su pa­ciente, su votante o su fe­ligrés no tiene ni puñetera idea de lo que vd. conoce a fondo. Y si eso fallase, si sus amplísimos conocimien­tos no surtieran los efectos per­suasivos presumibles cuente vd., es­pecialista, con el aparato del Es­tado que le sacará del atolladero. Tiene a su dis­posición le­yes, nor­mas de todas clases, legiones de poli­cías, servicios de seguridad, co­misio­nes de deontología, jueces y tribuna­les para convencerse vd aún más de que “el otro”, el sujeto pasivo de su servi­cio, es un cretino, que no está pre­parado en esa materia, que no sabe lo que se pesca y que de­berá aguantar carros y carre­tas para no en­fermar de los nervios. No impor­tará que "el otro" aunque no se sepa de memoria ni un ar­tículo del código civil com­prenda perfec­tamente de qué va la justi­cia. No im­por­tará que conozca su propio organismo y lo que pide al médico sólo es un pa­recer o una receta, no una sentencia, porque de otro modo no puede obtener el medi­camento que precisa. No impor­tará que sepa bien cómo le gusta­ría que se organizase la sociedad, su so­cie­dad aun­que no hubieres estudiado ciencia política. Ni que sepa cuáles son sus demandas espi­rituales, psi­cológi­cas, emocionales. Ellos, abo­gados, po­lí­ticos, médicos y párro­cos dirán siempre a “el otro” qué ha de hacer, qué ha de pensar y hasta qué punto es siempre alguien que sabe bien lo que quiere -como los periodistas nos recuerdan a menudo-, pero ca­rece de opi­nión y de criterio, y es un necio redo­mado...

El aturdimiento siempre fue un arma poderosa en la sociedad divi­dida entre los que lo fabrican y los que lo padecen. Pero jamás tuvie­ron los fabricantes las cajas de re­sonancia de que disponen hoy. El aturdimiento está tan ex­tendido y redoblado, que si la in­mensa mayoría en el mundo vivió an­taño sumida en la ignorancia y en la ne­cedad erasmista, hoy vive centrifugado por él.

13 marzo 2007

Pisos de 5,4 millones

Sabemos muy bien en qué consisten las diferencias entre el mundo oprimido y carente de todo, y el que goza del lujo. Lujo: lo que excede de lo indispensable para una vida digna en sociedades que hace algún tiempo dejaron el Paleolítico... Sabemos bien por qué suceden, se elaboran y se mantienen esas diferencias. Sabe­mos bien que un método de organización social deplorable a estas alturas del logos, del raciocinio, atenaza a la ma­yor parte de la humanidad para que una millonésima parte de ella exista nadando en la abundancia y el despilfarro mientras el resto sobrevive o pe­rece. Sabemos bien todo esto, sabemos lo que ocu­rre y el por qué, pero el trajín diario nos hace olvidar el detalle y el agravio compara­tivo quizá para no estallar cada día de rabia e indignación.

De pronto un anuncio nos sitúa en el plano de la pasmosa realidad; ésa donde chocan brutalmente las nociones de lujo y austeridad, opulencia y pobreza. Me refiero al anuncio de venta de un piso en una calle relativamente secundaria de Madrid, por 5,4 millones de euros. Una noticia que nos saca de la inercia absoluta en la que asumimos la exasperante y exponencial desigualdad que preside a las sociedades de Occidente. Jeanne-Antoinette Poisson, más tarde marquesa de Pompa­dour, fue la principal favorita del rey de Francia, Luis XV. Esquiaba por las amplias avenidas de París sobre tonela­das de azúcar, mien­tras el pueblo casi se moría de hambre. Años después se hizo la Revolución que conmocionó al mundo. Y aún el genio de Cha­teau­briand, aristócrata, en sus Memorias de Ultra­tumba que estoy le­yendo ahora, no se explica bien por qué...

Vivimos tiempos en que la gente no se muere de hambre ni son probables revoluciones sangrientas, por lo menos a corto plazo. Pero sufre enfermedades hepáticas, ansiedades y frustraciones pro­voca­das por la envidia que culminan en depresiones de diversa factura y gravedad, y que a su vez cada día percuten más la idea del suicidio y su consumación. La incitación, la excitación, la provoca­ción de los reclamos publicitarios es abrumadora. Y la “necesidad” de lo super­fluo se une a la necesidad de lo indispensable: un cobijo digno. Pero el hacer inasequible gran número de los maravillosos productos ofertados y empeñarse en adquirir una vivienda para luego en­tram­parse de por vida o perderla a manos del banco que concedió difi­cultosamente la hipoteca, es el marco en que se sitúa la inmensa mayoría de la población de este país in­mundo y de las so­ciedades montadas sobre las falsea­das socialdemocracias. Y se nota. Se nota porque la crispación asociada a esos estados de ánimo frustrantes y ansiosos imprimen carácter al am­biente general. Se nota por la agresividad, unas veces, y la displicencia otras, en franco aumento en el trato social y aun mercantil. Por la abulia, la indolencia, la in­diferencia, el pasotismo, y también por tantas mue­cas que van reemplazando poco a poco a la risa. La risa va des­apa­reciendo transmutada en convulsiones que la imitan...

España es un país infeliz aunque siga fingiendo bullicio y jarana gracias a un sol que empieza a ser abrasador, porque hay dema­siada gente que compra y vende pisos de 5 millones de euros mien­tras el resto se arrastra cada mañana para conseguir mil euros por mes; la mayoría de las veces teniendo que dar a todas horas las gracias a quien además se los abona a regañadientes.

La relación efecto y causa entre las cosas que ocurrían en el siglo XVIII y XIX en Europa y la que existe hoy entre unas clases y otras, es la misma. Hoy no se dan revoluciones no porque no haya moti­vos, sino porque los pueblos están estrechamente vigilados y sobre todo muy debi­litados por tanto cachivache...

28 febrero 2007

Sobre el siglo de la expiación

M. Á. Bastenier hace hoy en El País un repaso a la Historia desde el siglo XVII, sobre la abominable depredación -aunque él no lo diga así- de la raza blanca dominante, para más señas his­pana y anglo­sajona. Por estas fechas, por ejemplo, se cumplirán 200 años de la abolición de la trata de esclavos por Gran Bretaña. Pero ni Bolívar –añade- se atrevió a abolir en cambio la esclavitud (lo que le sitúa mo­ralmente incluso por debajo de la generosidad de los Hace­dores blan­cos de gran parte de la His­toria euroamericana). Se felicita Baste­nier de las diversas formas de expiación de las vejaciones históricas: escla­vitud, genocidios, Holocausto... Incluso nos da la noticia de que "el Estado de Virginia, centro político de la rebelión esclavista en la Gue­rra de Secesión americana, acaba de aprobar por voto unánime el primer acto de contricción formal por la esclavitud y el trato admi­nis­trado a los pieles rojas, o nativos ame­ricanos, por los colonizado­res blan­cos". Hasta llegar al reconoci­miento de que Israel "obtuvo un justo y siempre insuficiente resarci­miento por la barbarie sufrida". La acogida en Europa de brazos excedentes en los países de origen que, en 2006, remitieron desde España 5.000 millones de euros a sus hoga­res, también la inserta en el espíritu resarcidor, en el gesto com­pasivo dirigido a la redención que persigue ahora el nuevo hombre blanco del siglo XXI encarnado ¡cómo no! en anglo­sajones e hispa­nos...

Más valdría reconocer, a la luz de la ética universal e imperecedera que iguala el rango humano de todos los seres que pueblan la Tierra (algún día -si al futuro le queda Historia- se incluirán en la misma bolsa de sensibilidad, a los animales) los errores, injusticias, barbari­dades y depredaciones pretéritas. Bien está, aunque no sean pro­piamente "errores", pues las generaciones están atrapadas en su momento, en su época, en su óptica, y no pueden, fatalizadas, za­farse de su modo de ver y hacer las cosas, encadenadas a ello como Prometeo lo estaba a sus cadenas. Lo que sí cabe en cambio es co­rre­gir lo reconocido como errores para no volver a caer en ellos. Pero tampoco a través de la argucia transformándolos en otras apariencias que los haga irreconocibles. Es decir, sin capciosidades, sin manipu­laciones ni tretas nuevas para justificar las horrendas depredaciones de nuevo cuño.

Por ejemplo, reconocer que no es el deseo de resarcir a las vícti­mas del esclavismo sino conveniencia flagrante de la economía liberal; esto es, reconocer que acoger a brazos foráneos pues de otro modo las sociedades opulentas poco a poco envejecerían de tal modo que se produciría su extinción y antes crisis económicas insu­perables, sería lo honesto. Por ejemplo, que "el siempre insuficiente resarci­miento por la barbarie sufrida" que supuso el regalo a Israel de un territorio en 1947 no deja de ser una forma nueva de coloniza­ción a la fuerza de las potencias ganadoras y contra la voluntad del mundo árabe, mientras que otras muchas razas semiextinguidas por holo­caustos semiignorados no han disfrutado en cambio... sería lo honesto. Así es cómo podríamos tomar como sinceros a estos actos de contricción, y no como modalidades de hipocresía a espuertas para arrimar -nunca deja de hacerlo- el hombre blanco anglosajón e hispano, el ascua a su sardina como dice el dicho po­pular.
Porque si al lado de tan sensitivos gestos como el del Estado de Vir­ginia, el anglosajón británico y estadounidense ahora prosiguen la de­predación por las vías retrógradas y atroces que conocemos; si ahora lo que hace es invadir y saquear pueblos del sudoeste asiá­tico con el plan inminente de dar el golpe de gracia en Irán para conster­nación del mundo entero, de poco o nada servirán tantos golpes de pecho por las depredaciones del pasado. Antes con los negros, pieles rojas y aborígenes americanos de todas las latitu­des... y ahora, sobre las etnias arias y árabes asiáticas. Antes donde estaban las espe­cias, luego donde estaba la tierra fértil y el oro... y ahora donde está el pe­tróleo. Todo una nueva maniobra de esos "hombres blancos" a los que nunca se les agotan las tretas para dominar a cualquier precio tasado en hipocresía, a todas las ra­zas que en el fondo son siempre las menos belicosas del mundo. Razas, aquéllas de otro tiempo, como ahora éstas que están siendo aplastadas, que lo único que intentan es defenderse tan inútil como débilmente con armas del neo­lítico al lado de las que emplea el abominable "hombre blanco" inca­paz de dejar al mundo en paz. Pues es él el único que siem­pre hace y escribe la Historia de todos los aciertos y todos los errores. Capaz de hacer cualquier papel y de recurrir a cualquier añagaza para conse­guir su propó­sito: tan proteico es. Antes podía haber sido ín­cubo, ¿ahora súcubo? ¿qué más da?

27 febrero 2007

El opio y su persecución

¡Qué preocupación muestran el poder político y el mediático por el cultivo más o menos extensivo de las opiáceas en el mundo: Afga­nistán, Marruecos, los Andes...! Países para los que, por lo demás, son vitales para su subsistencia y más aún hoy día habida cuenta el cambio climático...

Este asunto, como el de la prostitución que abordaba el otro día un poco de soslayo, es de los que percuten forzadamente filosofía so­bre la existencia del hombre, sobre la sensibilidad-insensibilidad de la so­ciedad y denuncia de la artificiosidad de que se reviste a la existencia misma, a la religión no natural y a la realidad toda.

Imaginemos que de un día para otro el opio, la heroína, la cocaína están al alcance de todos, como las verduras en el mer­cado o la aspi­rina en la farmacia. ¿Qué podría suceder? ¿Que todo bicho viviente iba a entregarse a la droga? ¿dejaría de pensar la humani­dad, de realizar multitud de actividades, de intentar satisfa­cer curio­sidades, el estudio, el arte, el de­porte, el amor, la cordialidad? ¿La convivencia y la existencia toda, se iban a malograr por eso?

¡No! Precisamente la prohibición moral, la persecución de los culti­vos y de los traficantes y de los distribuidores, todo y todos criminali­zados, son otro más de los motivos de tensión en el mundo, otra causa más del crimen, de los extermi­nios, de las reclusiones, de la infelicidad del magma social.

Crear cosas para que otros, los que dominan, perver­sos en la ma­yoría de los casos, se dediquen a perturbar su destino y fines; fabri­car armas mortíferas de todas clases para prohibir su uso reservado sólo a quienes las emplean por definición para matar de muchas ma­neras a quie­nes no se doblegan; para anularles, privar­les de voluntad, ma­nipularles, etc son modos de organizar las clases domi­nantes a la sociedad mundial, que no tienen más sentido que el de hacer prevale­cer la fuerza bruta y la voluntad de dominio. Pues a todo ello hay que añadir la paradoja de que precisamente quienes se drogan, quienes se alcoholizan, quie­nes usan y abusan de las armas destructivas, masivas o personales, son siempre los bellacos que sin escrúpulos tienen al planeta y a cada país por separado me­tidos en un puño.

En sus célebres Confesiones de un opiómano inglés, Thomas de Quincey dice que el opio (que consumía en forma de tintura) no lo llevaba a buscar la soledad "y mucho menos la inactividad, o el es­tado de torpeza y autoinvolución atribuido a los turcos." Al comparar al alcohol con el opio, sostiene que:

“La distinción fundamental entre el opio y el vino radica en que mientras el vino des­ordena las facultades mentales, el opio, por el contrario -si se toma en forma adecuada-, introduce en ellas el más exquisito orden, le­gislación y armonía. El vino le roba al hombre la autoposesión; el opio la refuerza enormemente. El vino turba y nubla el juicio y da un brillo preternatural y una exaltación vívida a las ad­miraciones y los desprecios, los amores y los odios del bebedor; el opio, por el con­trario, los aquieta y restablece el juicio. La expansión de senti­mientos más benignos propia del opio no es ningún efecto febril, sino una sana restauración de ese estado que la mente debe­ría recobrar naturalmente con la eliminación de cualquier irritación pro­funda y del dolor que la hubiese turbado enfrentándose a los impul­sos de un corazón originalmente justo y bueno. En suma, el que toma opio siente que la parte más divina de su naturaleza es la que manda; es decir, que los efectos morales se encuentran en un estado de sereni­dad sin nubes, y la gran luz del intelecto majestuoso domina todo...”

El mundo, abandonado al uso discrecional de la droga bajo la res­ponsabilidad de cada adulto, sería infinitamente más feliz: unos por­que podían resolver su drama existencial acortando su vida (o pro­lon­gándola gracias a ella), y otros porque en la re­nuncia al éxtasis provo­cadamente sensorial, encontraban, su verticalidad, su tenerse en pie, su razón de ser hamletiana que le proporcionaba el máximo de felici­dad sin aditivos. Todo lo cual se traduciría en “plena liber­tad”.

Concítense las naciones para destruir todas las armas -y no sólo los arsenales nucleares, que también-, dése curso libre al opio culti­vado, y la humani­dad de uno u otro modo por fin será feliz.

26 febrero 2007

Decir lo que se piensa

Este es el título del artículo de Adolfo García Ortega publicado hoy en El País, que hace re­ferencia a la fenomenología del tartufismo que impera en la socie­dad (se supone que española).

Propone una tercera opción: “la del ejercicio de la verdad aunque moleste”. Pues hay "mucha gente, entre periodistas, tertulianos ra­diofónicos, escritores de medios de comunicación, que piensan una cosa (y la manifiestan en el ámbito privado) y dicen otra en el ámbito público", dice el autor con toda la razón del mundo.

Pues bien, esa "mucha gente" se diría que es ni más ni menos que toda la que mide y pesa, la que sale a escena en parlamentos, ins­tituciones, partidos, conferencias obispales, asociaciones de vícti­mas, sindicatos y medios. Toda la sociedad oficialista en pleno. No es coyuntural, ni los casos son aislados.

Esto ocurre porque las claves del lenguaje político son compartidas por el resto y principalmente por el ámbito mediático que se rige también por él. Aquí radica, a mi juicio, el tremendo vacío que hay entre las ideas (falsas, falseadas, contrahechas) que circulan públi­camente difundidas por los medios, y las ideas del ciudadano de la calle que está inicialmente guiado por referentes ponderados en general, y por valores tradicionales morales aunque estén en crisis. El ciudadano consciente y que piensa posee criterior vive ordinaria­mente perplejo y enloque­cido al mismo tiempo por la esquizofrenia que ese lenguaje tartufista que sobrenada la sociedad civil, le ino­cula a cada momento en dosis no precisamente homeopáticas.

El único espacio donde no se da (al menos con tanta virulencia) ese problema del pensar una cosa y decir otra, ese decir una cosa en público y otra en privado, es en la Internet; un espacio donde ambas esferas están unificadas. Aquí, en la Internet, en el ciberes­pacio, en la realidad virtual, no se vende nada ni se aspira a nada cuanti­ficable: sólo el número de lecturas que algunos periódicos digi­tales incorporan a su modus operandi. No se venden ni se compran votos, no se compra ni se vende imagen, no se coleccionan epígo­nos que al final pueden ser hasta molestos, ni se trafica con puestos retribuidos, ni se busca fama, ni aplausos, ni zalemas. Nos pueden arrojar verduras y salir fascistas a relucir como en la calle portando una bandera preconstitucional, pero aunque sean anónimos, se les ve venir y todo se resuelve ignorándoles olímpicamente.

En la Internet, salvo algún cretino e ingenuo suelto, todos decimos lo que pensa­mos y sentimos. Por eso el futuro (ya presente) dialéc­tico, intelec­tual, social y político, habida cuenta que no hay intereses ni armas mortíferas más que la pluma o el teclado, sólo puede estar en la Internet. Véngase aquí el mundo que desee librarse de tantas imposturas. En Internet también las hay, pero la naturaleza mediá­tica de Internet ofrece la singular ventaja de que es muy fácil distin­guir la calidad de la basura.

Los medios impresos y la radiotelevisión nunca dejarán de ser vo­ceros de toda clase de mentiras, y nunca podrán decir “las cosas como son”. Para saberlas, poco a poco todo el mundo tendrá que acudir a las opiniones e informaciones difundidas por la Red. Aun­que en la Red, luego empiece a librarse otra batalla entre la verdad y la mentira cuyas pautas diferenciadoras podremos aprender.

18 febrero 2007

La Edad de la Mentira

Cuando transcurra el tiempo y esta época tenga que rendir cuentas ante la Historia, bien podría calificarse como la Edad de la Mentira, porque es ella la esencia holística (del Todo) de la que se nutre oc­cidente, como en otras edades fue la piedra, el hierro, el bronce o el cobre. Norteamérica y Europa, con sus comparsas, de la mentira han hecho la contemporaneidad, una materia prima del Poder, un arma nuclear; sobre ella se alza el nuevo orden caótico mundial. Es cierto que en cualquier tiempo las naciones, como los seres huma­nos, se han mentido entre sí, pero el pueblo, aunque lo sospechase, no lo sabía, ni tenía pruebas ni apenas criterio: se nutría de lo que el Poder le contaba y le mentía, y nada podía hacer. Pero -nos deci­mos- si las de hoy, al menos fueran mentiras verosímiles, bien urdi­das, fabuladas por cerebros privilegiados, todavía nos quedaría el consuelo de ser gobernados por inteligentes aunque sean crimina­les. Pero resulta que no es así, que además de sádicos, cínicos y déspotas son idiotas, y se dirigen al pueblo como si el pueblo tam­bién lo fuera...

La prensa no informa, engalana la mentira: conforma y deforma; el derecho internacional ha recibido un tiro en la nuca, y todos cuantos simulan pensar, más o menos plañideramente entonan el "aquí no pasa nada". Alguna voz perdida aquí o allá se deja oír. Sólo unos cuantos brotes de cordura de individuos concretos o de locura qui­jotesca en cinco años, que a duras penas han tenido cabida en las colum­nas periodísticas y medios. Se les ha dado cobertura en éstos, además, a medida que a la porción del mundo dominante (la eco­nómica, la financiera y la mediática) va conviniendo dar la vuelta al asado para, entre todos -ellos que lo dan y los demás que lo consu­mimos-, degustar con más fruición las imposturas...

El poder es como el pan comunal: hay que repartirlo. Cuantas me­nos manos lo administren, mayores injusticias se producen. El ocaso de la URSS nos ha conducido hasta aquí, a la ley del se busca vivo o muerto. Y todo en nombre de la democracia. Por cierto, ¿qué de­mocracia?

Cracia procede de la raíz indoeuropea *kar- que en sánscrito pro­duce karkara (duro), en gótico hardus (fuerte), en griego karkínos (cangrejo, cáncer) y en latín cancer. En griego, esta misma raíz, pero con grado cero y alargamiento *krt-es- da lugar a la palabra krátos (poder, fuerza), y llega al castellano como cracia...

La etimología es el arte de sondear el significado profundo de las palabras, y en este caso nada más significativo que descubrir un origen común entre el cáncer y la cracia. El uno y la otra fueron en algún tiempo la misma cosa enfermiza para los hablantes de aquella "agráfica" lengua indoeuropea, o, al menos, nos sitúa sobre la pista de que en un tiempo anterior al desarrollo de los primeros estados, se concedía un significado nefasto al poder.

Hoy es imposible siquiera debatir sobre esta democracia. No se puede dudar de ella. Sería como negar la existencia del dios al que se rinde culto, en plena misa. Se les llena la boca de la palabra de­mocracia a quienes más abusan de ella. Sería recomendable que, por economía lingüística y rigor semántico, se dijese solamente "cracia", pura, dura y tumoral cracia.

La Edad de la Mentira está en las antípodas de la Edad de Oro, de la Ilustración, de las Luces o de la Ilusión. Al igual que la edad Mo­derna empieza, según unos, con la toma de Constantinpla, o con el Descubrimiento, según otros, la Edad de la Mentira se inaugura con el de­rrumbamiento de las Torres Gemelas y se funda oficialmente en las Azores: muy cerca de la Atlántida sumergida, al final del abismo. La leyenda cuenta que no fueron humanos los que la entro­nizaron, sino tres perros sarnosos.

14 febrero 2007

Quien pierde gana


Este es el título de un artículo de Rafael Argullol. El buen escritor dedica una especie de elegía al espíritu del capitán inglés Robert Scott, que fracasó en su intento de ser el primero en llegar al Polo Sur porque el noruego Roal Amundsen se le adelantó en un mes.

Al hilo de este episodio histórico, en 1912, recuerda que hace un par de años en Inglaterra se les hizo a los jóvenes británicos una encuesta en la que la pregunta fue ¿a quién te gustaría parecerte?, detallando una lista con cien nombres. El primer puesto, con gran ventaja sobre los demás, era para el futbolista Beckham, y entre los veinte primeros sólo uno escapaba a la comitiva de futbolistas... Jesucristo estaba en el sexagésimo puesto. Luego sigue reflexio­nando Argullol, y termina: "Claro que si aún tuviéramos memoria de este arte (el de saber perder) en lugar de pasarnos el tiempo hablando de los Beckham hablaríamos un poco de los Scott. Quien pierde gana: nuestros jóvenes, gracias a nues­tras enseñanzas, no tienen ni idea de este valioso principio".

Naturalmente que no le falta razón a Argullol. Pero siguiendo la estela de su lamento y buscando la causa de la causa que, como expresa un dictum jurídico, en ella hay que buscar la causa del mal causado, nos encontramos con lo siguiente:

Esos mismos ingleses que ahora se asombran de la respuesta de sus jóvenes (como, quejumbroso, aprovecha Argullol ambos datos, el uno del pasado lejano y el otro de antes de ayer, para escribir su artículo), reforzado su espíritu por el de sus parientes yanquis, son los que tienen buena parte de culpa de que la muchachada tenga por ídolo a Beckham y no a Scott. Los ingleses han llevado dema­siado lejos el utilitarismo que sus filósofos, economistas y pragma­tistas imbuyeron proverbialmente en el frío pensamiento del pueblo británico.

Este es el legado y la transformación de aquel espíritu de supera­ción de Scott, por el del ganador a cualquier precio de hoy. Enton­ces, a principios del XX, las cenizas del romanticismo aún contenían rescoldos como el que animaba a Scott. El romanticismo significa muchas cosas, y entre ellas la gesta por nada, la renuncia por amor y la epopeya por el honor en sí mismo. Pero poco a poco las gene­raciones posteriores fueron apagando esos rescoldos para prose­guir esa otra carrera en la que los ingleses son maestros y más sus parientes americanos, de pasar por encima de cualquier pueblo con tal de sacarle hasta las entrañas. Los procedimientos de dominio y predominio son indiferentes. Se pueden basar lo mismo en la astu­cia que en el cinismo refinado. Todo este revuelo de los guantána­mos y de los vuelos torturadores que presionan constantemente sobre la opinión pública es la destilación y culminación del proceso de degradación.

En esto estuvieron siempre especializados, pues las Islas carecían prácticamente de todo y tenían que ir a buscarlo siempre fuera por métodos armados: su talante guerrero extramuros, los corsarios (por cierto que bien podría haber sido otro ídolo Drake), la toma de los Estrechos, las incursiones coloniales por todos los países del mundo, la hegemonía ejercida en los otros cuatro continentes, desde Canadá hasta Ushuaia,desde Arabia hasta la India, desde las Célebes hasta Australia, desde Abisinia hasta Ciudad del Cabo... y el dominio definitivo, el golpe de gracia, que vienen rebuscando con sus aliados atlánticos desde los tiempos de la Thatcher.

Seamos rigurosos y no miremos sólo los aspectos de la deriva en los gustos de la juventud británica porque sí. Esta es la consecuen­cia. De igual modo que las levas de la Segunda Gran Guerra tuvie­ron que ser empujadas a las trincheras porque ya estaban escar­mentadas con la Primera, hoy día no hay quien no esté harto de tanto abuso y de tanta mentira y de tanta manipulación. Los jóvenes occidentales los saben, y los británicos quizá los primeros. De modo que de poco hubiera servido y sirven "nuestras enseñanzas", ésas a las que alude Argullol, con semejantes antecedentes inme­diatos y cuando no sólo no se les da ejemplo, sino que se les punza para que sean a toda costa los primeros, los ganadores, y si no, se suiciden física o moralmente de muchas maneras. El estímulo está bien, pero hoy no se ofrece, no lo ofrecen los rectores de concien­cia, precisamente para ganar la hoja de laurel sin más, ni para eso instruyen ni pedagogos ni la corriente general educacional en casa a nuestra infancia y nuestra juventud... Y si los pedagogos lo hacen, casi se rien los educandos y sus progenitores de sus prédicas.

Antes la regla de oro dirigida a niños, adolescentes y jóvenes era el "haz lo que yo digo pero no lo que yo hago". La base, por ejem­plo, para soportar que el cura de turno podía tener perfectamente una barragana, mientras predicaba en el púlpito castidad, conde­naba el adulterio y el pecado nefando manteniendo un inexistente celibato y una virtud a los que estaba obligado por su sacerdocio y ley canónica. Este es un ejemplo, pero hay miles.

Hoy estas cosas y los cinismos de los dirigentes anglosajones y los que van tras ellos, como la pésima derecha española y otras, son sarcasmos que no aguanta no ya un joven encuestado: ni si­quiera un niño de pecho. La culpa es nuestra y de los ingleses que han creado "casi" el mapamundi que tenemos, y llevan camino tam­bién de fabricar cada cerebro sólo para tener a la Utilidad instantá­nea y a cualquier precio, por un fin de vida en sí mismo.
Nada extraña, pues, que se apunten a Beckham como ídolo, y aquí, en España, sea éste mismo futbolista o un personaje nomi­nado o no de una de esas Casas televisivas de los Horrores. Al me­nos, si no ganan nada, tampoco tienen nada que perder, y esto es ya ganar comodidad a cualquier precio. ¡Qué barbaridad ganar la Antártida, y no hacerlo si no le dan a uno un mp3 y sin tener un sponsor multimillonario detrás!: lo que vienen inculcando los ingle­ses padres de esa juventud, y no se diga sus primos estadouniden­ses. Lo peor es que la juventud occidental y más allá, es eso, o eso es lo que quiere ser: un subproducto de esa miserable mentalidad.

11 febrero 2007

Lo eviterno

Lo eviterno es lo que tuvo un principio pero no tiene fin: en sentido teológico, las almas racionales y el cielo empíreo; en realidad, la materia... Y eviterno es también, por tanto, en lo social, el Mercado. El mercado y el mercadeo de cosas, de ideas, de doctrinas, de cuerpos, e incluso de almas racionales, son consustanciales al ser humano y a su ser social. El intercambio es la herramienta. Y es el intercambio lo que encierra la semilla de la perversión: tan fácil es...

Por eso, la sociedad humana idea e introduce en sí misma y pronto reglas que la dificulten y entorpezcan. Las religiones y la filosofía, alfa y omega del pensamiento o de lo que equivale a él, se aprestan enseguida a dictarlas. El engaño se convierte al mismo tiempo en el resorte del que hay que preservarse en todo intercam­bio. Y sin embargo el engaño, en el siglo XXI, cuando hubiera sido de esperar su definitiva erradicación, es, precisamente, el instru­mento de todos los demás instrumentos de dominio.

Al engaño dedican las universidades que estudian concienzuda­mente las prácticas mentalistas, grandes fortunas cuyos costes re­vertirán en beneficios diseminados entre las minorías preponderan­tes. Al engaño se consagran individuos, grupos, partidos políticos, corporaciones y sectas que saben bien que no existiendo verdad alguna eviterna hay primero que fabricarlas y luego reducir­las a un juguete aunque, como el niño caprichoso, los humanos lo hagan enseguida añicos.

De aquí viene mi eviterna indignación. La indignación me intoxica, las ideas felices me embriagan. Pero así como cada día las cosas que me indignan elevando la dosis de intoxicación son muchas pues los disparates se acumulan, las ideas embriagadoras, a estas altu­ras de mi vida, me las tengo que fabricar yo. Poco hay ya que una persona pensante y provecta no haya cribado, no haya sometido a análisis profundo y detenido, para no llegar en realidad a conclusión plena­mente satisfactoria alguna; a ninguna, salvo una y en negativo: lo que nos permite saber que el Mal reside en todo lo que causa daño o deni­gra física o moralmente a otro. El propio Goethe, el mismo año de su muerte, escribía a su amigo Zelter: “La cruz es la imagen más odiosa que existe bajo el cielo”, eviterno...

Los cambios sociales apenas me afectan, pues sólo me interesan los valores potenciamente permanentes, inmutables, en realidad y para hablar propiamente, eviternos; pero no las modas, las co­rrien­tes de opinión, los criterios confeccionados, tallados y servidos por los laboratorios de todo tipo, hoy tan presentes en la sociedad occi­dental para vergüenza de la individualidad que ellos mismos y sus voceros mediáticos dicen son la base del de­mos y del desarrollo de la personalidad. ¡Qué sarcasmo! una sociedad a cuyos dirigentes, al menos los de facto, a quienes lo que menos interesa; una sociedad que no excreta humanos felices, sino, por encima de todo, aturdi­dos.

Y esto es lo patético: que, para ser felices y puesto que cada uno de los seres que vamos poblando este planeta somos eviternos y regresaremos a las estrellas de las que venimos, tengamos que es­perar a otra vida para serlo pudiendo haberlo sido aquí.

31 enero 2007

El filósofo y los neocons


El filósofo André Glucksmann, judío francés, par­ticipante ac­tivo en el Mayo del 68, el hombre que enton­ces calificó a Fran­cia de dictadura fascista, apoya ahora a Sar­kozy y se mueve en dirección de las tesis neoconserva­doras de la Ad­ministra­ción Bush, según algunos en ra­zón de cierta afini­dad con el lobby proisraelí.

No hago un seguimiento puntual de los intelectuales, su­puestos o reales, del mundo que se posicionan al lado de esas tesis. Pero hay un trío que no deja de llamarme la aten­ción quizá porque actúa y escribe en Europa. Está compuesto por este personaje, Glucksmann, Vargas Llosa y Fernando Sava­ter; éste con menos virulencia en su ad­hesión quizá porque pone toda la carne en el asador en la embro­llada, pese a lo que pueda parecer, "cuestión vasca". El asunto es que Glucksmann se presenta y pasa por filó­sofo que se adhiere a una causa que para la ma­yor parte del mundo es lógica y moralmente monstruosa.

Y es monstruosa porque, con independencia de los basa­mentos socioeconomicistas de los que parte la tesis neo­cons consistentes en "privatización" por encima de todos los de­más, el tránsito de la teoría a la praxis no puede ser más ab­yecta. Pues incluye y refrenda la dominación directa del mundo, tras la hegemonía que ya ejercían los anglosajones, y se traduce en guerras, perdón, invasiones y ocupaciones ar­madas. Esto es lo que hace repulsivo el posicionamiento de estos persona­jes que presumen de pensar, y de pensar con rec­titud; y en el caso de Savater y Glucksmann con ma­yor mo­tivo al tildarse a sí mismos de "filósofos".

En el plano economicista, la tesis neocons no puede com­portar más pragmatismo ni ser socialmente más degra­dante; pragmatismo entendido como un conjunto de medi­das que abrochan y refuerzan la propiedad privada en po­cas manos con un doble efecto: por un lado, la concentra­ción en oligopo­lios de todo lo esencial, y por otro, el efecto consecuente de convertir a la inmensa mayoría al dik­tat de aquéllos, sin posi­bi­lidad de un desarrollo integral de la per­sona sometida a la ablación de un hemisferio cere­bral. Pues perseguir la sociali­zación, que es lo que de siempre han hecho los controles so­ciales yanquis porque sus condicio­nes socioeconómicas, su fe­racidad, sus grandes extensio­nes de territorio y su injeren­cia sin es­crúpulos permanente se lo han permi­tido, supone im­plantar regímenes de injusti­cia radical social sin que el hemis­ferio se percate o se re­sienta.

Por consiguiente, la teoría neocons no es más que ego­ísmo institucionalizado, en estado puro: ninguna conciencia de "el otro". El individuo "debe" existir en medio de una jun­gla so­cial, con habilidad para toda clase de argucias y malas artes si quiere mala­mente vivir, y desde luego siempre so­metido y en­cima agra­decido: nada que ver con la libertad que vende la democra­cia, nada que ver con la felicidad su­puestamente aso­ciada a ella.

Por todo esto resulta incomprensible que "pensadores" que se remontan por encima de la mayoría, luminarias, fa­ros del entendimiento humano, sean capaces de combatir la sociali­za­ción hasta el extremo de apoyar directa o indirec­tamente ma­tanzas infinitas, ocupaciones y expolios dirigidos a mante­ner el fuego sagrado de los intereses grupusculares, de los lobbies, y al final de unos cuantos individuos en el mundo en­tre sus más de seis mil millones que lo pueblan.

Es cierto que la demografía mundial es digna de tenerse en cuenta a la hora de cerrar filas. Pero no deja de ser esa teoría un método selectivo para la supervivencia no menos abe­rrante que las prácticas nazis relacionadas con la gené­tica. Los neo­cons, con Glucksmann y demás a la ca­beza, eso es lo que propugnan. No digo que la filosofía no haya de des­entenderse en cierta medida de la conciencia social para profun­dizar en la intelección y hasta para la protección inte­lectiva del "yo" pen­sante y vi­viente. Pero en otros luga­res y tiempos he puesto en entre­dicho el pensa­miento filo­sófico (ver mi "La miseria de la filo­sofía") precisa­mente por esto: porque el filósofo se piensa a sí mismo con exclusión de los demás. Piensa en todo lo demás menos en la exis­tencia y en la aprehensión de los de­más seres huma­nos a los que al final bellacamente ig­nora. Di­ríase que el filó­sofo actual, o al me­nos éstos que cito, es un galeno que, por una parte felicita el encanalla­miento y por otra da recetas que permitan interior­mente so­portar lo mejor posible al cana­llismo. Lo que hacía antes la religión y especialmente la cris­tiana. Y por aquí no paso.

Un 30% de las especies van a desaparecer, el mundo gira con alteraciones debidas fundamentalmente a la miopía y a la pésima voluntad de los anglosajones; millones de perso­nas han muerto en pocos años a manos de la filosofía neo­cons-la­borista que se dispone a proseguir su implacable matanza en Asia. ¿Cómo es posible que alguien que se postule pen­sador fino, que se arrogue el título de filósofo en su sentido más no­ble puede mirar a otra parte o secundar la infamia perma­nente? Pues este es el caso del abominable Glucks­man, y de los no menos abominables Savater, que aplaudió la muerte de Hussein al que un día llamó "El ladrón de Bag­dag", y Vargas Llosa, todo un patán literario obsesio­nado por la criminal polí­tica privatizante.

Si un trabajador español dedica el salario mínimo inter­pro­fe­sional, de 570€ al mes, a la vivienda, al cabo de 25 años se puede comprar, con intereses, un magnífico piso de 27,17 me­tro cuadrados en Madrid -diagnosis hecha por la exposi­ción Ci­mentimientos (o no me asfaltes el respeto). Pues bien, este es el modelo por el que luchan estos tres misera­bles mos­queteros del pensamiento descompuesto con André Glucksmann en el papel de D’Artagnan.

29 enero 2007

Planificación o muerte

Los parámetros economicistas, como tantos otros con­cep­tos, módulos y referencias de la disciplina económica, habida cuenta las transformaciones que en el mundo está produ­ciendo, y va a ir a más, el cambio climático de con­suno con el agotamiento de los recursos naturales, exigen una cirugía total conceptual, psicológica, filosófica y mental. Nociones como productividad, beneficios, producto interior bruto, inver­sión, renta y una serie de significantes pertene­cientes a la jerga económica no pueden ya ser tomados en su sentido global preciso, pues todos ellos parten de la idea del creci­miento ilimitado, del desarrollo sin fin y de materias primas in­agotables, incluida el agua y el oxí­geno. Cuando todos sa­bemos ya que eso no es así.

Los tiempos o el ciclo o la era actuales empiezan a exigir con urgencia la aplicación a escala planetaria de la econo­mía de guerra con independencia de las aspiraciones al igualita­rismo que, unos con la boca pequeña y otros espu­meante, expresan los dignatarios políticos, económicos, in­dustriales y ecologistas de todo el mundo. Lo que se impone ya es prepa­rarse para una economía de guerra o de desas­tre.

El socialismo, y en concreto el marxista es, o viene a ser, grosso modo, un proceso expropiatorio por el Estado que im­plica la "expropiación de los expropiadores". Chavez se apresta a ello y en base a ello su régimen se llamará Repú­blica Socialista de Venezuela, que de algún modo significará la prolongación del comunismo cubano pero contando con una riqueza energética que facilitará un desenvolvimiento con el que no ha contado Cuba por su mayor dependencia del exterior. A mi juicio él es quien pone la primera piedra en esta Era.

En cualquier caso el futuro del mundo, al menos en fun­ción de las expectativas o requerimientos de más de media pobla­ción planetaria deberán ir por ahí. Los griegos decían que los dioses ayudan a los que aceptan y arrastran a los que se re­sisten. Si la parte de humanidad actualmente opu­lenta se empeña en mantener su nivel de bienestar, o aún más, si se empeña en seguir creciendo y no retorna a la adaptabilidad que los azares climáticos exigen es porque quienes dominan económicamente sobre el planeta se han propuesto mante­nerse en la abundancia exclusiva­mente ellos, a costa de la inmensa mayoría de la población total.

Es imposible crecer ya. Es imposible pretender inversiones rentables, eficacia, desarrollo -ni sostenible ni insostenible-. Es imposible extraer sin dosificación lo que se está ago­tando, y es imposible, considerado el planeta como un hábitat finito que es, que los pueblos, las naciones y los in­dividuos que manejan los hilos de los que pende la vida so­bre la tierra, si­gan una trayectoria economicista como la que hasta ahora les ha propulsado. Sencillamente porque los dioses nos termina­rán arrastrando al desastre a todos.

El único camino de salvación de la humanidad es el que no se va a seguir: adecuar producción y consumo en todas par­tes del mundo, con una planificación de corte comunista, como los náufragos que en un cascarón en medio del océano se reparten las provisiones que les quedan con un esperanza remota de salvación.

El ser humano, en cuanto es­pe­cie, podrá quererlo todo sin renunciar a nada. Pero deberá renunciar al lastre para no hundirse en la ciénaga bajo el peso del oro, antes de descu­brir que el dinero no se come.

No es posible, ya, sino sencillamente cosa de locos más producción, más consumo, más desechos, más rapidez, más crecimiento. Sobra el más y se impone el atemperarse como nunca la especie precisó...

28 enero 2007

Las costumbres y la conspiración

Se dice, a mi juicio impropiamente, que el hombre es un animal de costumbres. Impropiamente, porque la costumbre también es un rasgo común a los animales aunque la etolo­gía se inclina por denominarlas instinto a secas, segura­mente para, haciéndose cómplice del hombre, procurar que éste se sienta por encima de ellos y también porque supone que el animal no piensa...

Creo que el tópico debiera formularse así precisamente: el hombre es un animal de costumbres cambiantes, y cam­biantes sin motivo. Y cambiantes, además hoy día, acelera­damente. Sobre todo en cierto países, como el nuestro donde el mimetismo hacia el modelo yanqui es imparable. Bien. Sea como fuere, siempre en la sociedad humana im­pera la mos, la costumbre, la moral, por cierto bien diferen­tes según la latitud, el clima y el paisaje. Es más, la costum­bre del lugar es una fuente del Derecho, como lo es la ley y los principios generales del derecho empapados en... cos­tumbre.

Pero voy observando a lo largo de mi vida que la moral, la costumbre y la mos son marcos y puntos de referencia que acaban siendo también fuente de conflictos y de represio­nes. Es más, el drama existencial está basado en un altí­simo porcentaje en eso. No sé qué ocurriría si de pronto re­ligiones y fetichismos que las entronizan, y las costumbres mismas desaparecieran. Sin embargo pienso que, evolu­cionado el ser humano hasta ser capaz de vivir en anarquía, no tengo duda de que si eliminase toda costumbre e impro­visase constantemente valoraciones de las conductas y las conductas mismas dejando hacer al pensamiento cínico, desaparecería mucho de lo peor de la condición humana tan apegada a la moral para burlarla. Si extirpara toda costum­bre y fiase a la improvisación todo cuanto hace, excluyendo de ella el comportamiento que cause muerte o daño físico, dejaría de haber infidelidades, traiciones, deslealtades y fraudes, madres de sufrimientos y lapidaciones físicas pero también morales. Pero sobre todo, se haría imposible la manipulación de quienes tienen a su cargo el control social de colectividades absolutamente farisaicas; sociedades donde cada vez más se acusa que la mejor manera de so­bresalir y progresar es abusando de la buena fe de la in­mensa mayoría que vive con arreglo a la costumbre y a hábitos en la práctica inextirpables...

Somos hijos de las costumbres, las costumbres nos ate­nazan, y quienes se adueñan de las claves del funciona­miento de la sociedad y para conseguir sus fines grupuscu­lares, saben lo que tienen que hacer para obtener réditos de ello: procurar el mantenimiento de unas en ciertos casos, y cambiar las costumbres rápidamente por procedimientos atolondradores, en otros.

Que nadie se extrañe: profeso la doctrina de la conspira­ción permanente que maquinan los buenos conocedores de las costumbres públicas y de los hábitos del pensamiento. La historia, a fin de cuentas y en mi consideración, no es más que la sucesión de éxitos de una conspiración sobre las demás. Y en las conspiraciones hay por definición siem­pre mucha más transguesión de la costumbre que respeto. Es más, el éxito suele depender de su precisa violación.

27 enero 2007

Mística y trascendencia


Salvador Pániker ha publicado un artículo muy intere­sante en el plano individual titulado "Sociedad laica y tras­cenden­cia". Como siempre todo lo suyo, magnífico. Pero aunque el marco de referencia puede considerarse universal, perte­nece a un contexto burgués. La tesis de este artículo, dice él mismo inmediatamente, es sencilla: "en la actualidad, donde mejor puede prosperar el sentido de la trascendencia es en una sociedad plenamente secularizada".

Lo malo son las condiciones objetivas asociadas a la laici­dad que propicia el librepensamiento. Pues la racionalidad, la mística y la trascendencia que provienen de la conciencia propia, "donde cada cual sea dueño de su castillo y el autor de su propia música, a escala" tropieza con un medio -la so­ciedad ultracapitalista- sumamente hostil a facilitar el domi­nio del yo, el autocontrol y la mínima independencia mental y espiritual. Las fuerzas dominadoras de ese medio procu­ran precisamente todo lo contrario: que la gente no piense, que no haya yoes, que no haya autocontrol, que no tenga independencia económica en sentido estricto. Pues en eso radica el éxito del modelo. Y el dominio del yo, que empieza por la autarquía, por la inde­pendencia material a menos que el individuo abrace la as­cesis, no es posible salvo que la so­ciedad misma fabrique constantemente héroes espiritua­les.

¿Podemos imaginar una sinergia de los explotadores orientada a hacer una sociedad de ciudadanos indepen­dientes masivamente cuando lo que precisamente bancos, instituciones, medios, estructura comercial, publicitaria, mercantil y económica en pleno es lo que tratan de evitar para ejercer su predominio? ¿Imaginamos una sociedad como ésta donde la gente no consumiese, se bastase a sí misma y no quisiese saber nada de televisión de consumo, prensa de consumo, cachivaches de consumo? Esta socie­dad quiere ciudadanos atados a una amortización, a una sujeción laboral, a empleos que no confieran jamás al indi­viduo confianza en sí mismo: sólo la que dependa de la libe­ralidad de su empresario. Y para eso esta sociedad laica “trabaja”. Levantada sobre la anulación de ese yo que re­emplaza con sus propios iconos, sus propios objeto de de­seo, sus mitos y sus planes de largo alcance en provecho de minorías a las que el resto sirve lo que menos le interesa son los místicos y los que aspiran a la trascendencia.

"Digo que una sociedad secularizada y laica, es ya la única en la que puede brotar íntimamente, sin estorbos, la trascendencia", afirma Pániker en otro lugar.

Insisto: esta sociedad secularizada y laica no está com­puesta de individuos libres. Y en esas condiciones la tras­cendencia íntima puede ser hasta una cursilada. No es lo mismo ser libre que creer serlo. Y el occidental no es libre en la medida que es la pieza de un engranaje que chirria a toda hora y está adscrito a la hipoteca y a la dependencia de terceros. Son pocos, muy pocos los que gozan de abso­luta autonomía para poder digerir la mística que Pániker y yo recomendamos a los libres y manumitidos. Y a los que la disfrutan no les hable vd. de mística, pues ni siquieran habrán leido su artículo.

La televisión, los medios y el aturdimiento en cuanto a que el silencio necesario para la conciencia mística no existe más que en la Alpujarra o en la alta montaña donde no hay remonte, impiden toda conciencia de la trascendencia. Lo mejor que puede hacer el individuo común que sobrevive a trancas y barrancas e intuye la necesidad de un poco de so­siego, es apuntarse a una parroquia, a un coro, a un socie­dad artística, a la cienciología, a una secta cualquiera o a un club de alterne que calmen su pánico al vacío y su cósmica soledad. Y el que no es común, tampoco es amigo de reco­mendaciones ni recetas de diseño...

La sociedad occidental ha optado por introducir el ruido como una droga que complemente las demás. La gente no se entera apenas de que existe y los neomísticos no conta­mos para nada más que en el plano interpersonal. Aunque la religiosidad tradicional ya no consuela tampoco a quienes se aferran a ella porque su fe se desvencija por momentos, la laicidad no propicia el pensamiento libre en condiciones en las que el individuo no es materialmente libre. Ni, a pesar de que la laicidad hace posible el sentido de la trascenden­cia, como dice Pániker, sus soluciones generales van por ahí; más bien encaminadas hacia el suicidio colec­tivo y hacia la negación de la identidad, por inmersión en la estoli­dez y en el atolondramiento.

Quiero decir con esto, que el discurso de Pániker lamen­tablemente sólo sirve para quienes en realidad no lo nece­sitamos; para quienes leemos para solazarnos, para re­crearnos y para valorar el alto sentido de la responsabilidad moral y total que infunden al lector artículos como el suyo. Como siempre, la experiencia personal, sea de la mística, de la religiosidad, de la trascendencia y de la propia cultura empieza inexorablemente por no tener que enfrentarse a jefes, por tener un trabajo estable y por no temer a toda hora perderlo; por ser en definitiva cada cual dueño de sí mismo. Algo que sólo está hoy día, pese a la laicidad rein­ante, al alcance de los opulentos, de los que se afanan en serlo sin escrúpulos y a quienes la trascendencia les im­porta un pito. También al alcance de los que contamos con una se­gura paga del Estado.

Dice Pániker que los cristianos hablan de gracia, los sufíes de fana, los hindúes de prajña, los budistas de bodhi. Los chinos nombran a la naturaleza con la palabra ch'i lan, que significa aquello que sucede por sí mismo y no por man­dato o control de entidad exterior. Los taoístas enseñan que el bien sólo se propaga espontáneamente -en chino: tzu-jan.

Pero fijémonos bien la enorme diferencia que existe en el tejido social, entre esas sociedades y la cristiana emponzo­ñada milenariamente por la envidia, que hoy llaman compe­titividad, y por la soberbia que hoy llaman mérito y que el modelo no hace más que potenciarlas. Porque ni la envidia ni la soberbia, ni la competitividad, ni el mérito, sino todo lo contrario, empapan a las sociedades sufí, hindú, budista, china. Mientras que la gracia, la mística y el sentido de la trascendencia predicadas en la sociedad laica cristiana tiene que verse las caras cada mañana a la hora de levantarse con una fuerza inusitada de quienes ejercen el control so­cial, económico, politico y mediático, que procuran corrom­per al humilde, al sencillo y al sobrio poniéndole en ridículo por su humildad. Y esto es demasiado. Esto es mucha tela para seres insignificantes por mucho que quieran crecer por dentro, ya que no pueden crecer por fuera. La mística y la trascendencia son preocupaciones aristócratas del espíritu, pero en cierta medida también aristócratas del dinero.

Por eso esta apología de la mística y de la trascendencia en la sociedad laica, de Salvador Pániker, tan bello y tan bien construido, me parece dirigido a las élites. Pues fuera de ellas y mientras el individuo no tenga asegurada una vida digna e indepediente, estas predicaciones son literalmente papel mojado. Quiero decir que ensayar la mística y expe­ri­mentar la trascendencia, sólo está al alcance de los aco­mo­dados. Y si no, es un consuelo que simplemente suple a la antigua resigna­ción cristiana a la que a su vez precedió la actitud estoica y senequista frente a la vida miserable.

24 enero 2007

El vértigo y la doble moral

Tener noticia y por tanto conocimiento de tantas cosas que se suceden vertiginosamente con la velocidad de la luz en todos los planos de la realidad; cosas que se atropellan unas a otras y nos sobrepasan, es atosigante. No hay espa­cio ni tiempo para asimilarlas. Cuando aún no hemos salido de la perplejidad, otra nos rebasa por el carril izquierdo. Y rara no es como criatura que llega decrépita en el mismo momento de nacer... Las engullimos, no nos da tiempo a masticarlas; nos abotargan y asfixian el gaznate. Esta so­ciedad, que va en todo a galope ten­dido, desconoce la mo­deración y el término medio. Imprime tal ritmo a los hechos y su difusión, que reina en unos ámbitos la sobreexcitación y en otros la abulia, la indolencia o el pasotismo como me­canismos de autodefensa. Es imposible seguir a ese tren corriendo a la pata coja tras él. Los fenómenos sociales se superponen a la noticia rebuscada de los mismos. No lo que sucede, que también, sino lo que se provoca que suceda para poder contarlo es una constante en tiempos en que los medios están necesitados de carnaza, como el vampiro humano de Bram Stoker, sangre. ¿Cómo, si no, mantener el fuego sagrado en el templo de la televisión las 24 horas el día, año tras año, lustro tras lustro, siglo tras siglo?

Todo se aprovecha y poco se recicla en comparación con lo que se desecha. De ahí el máximo aprovechamiento tam­bién de la doble moral. Diríase que otro de los secretos del buen funcionamiento de esta sociedad postindustrial está en el juego de la doblez, que desde luego siempre existió pero el pueblo o no se percataba o lo sufría con resignación hasta que hacía la revolución... Una de las manifestaciones de la doble moral, que además rige oficialmente es esa exi­gencia a todos, bajo pena de cár­cel, lo que los principales, los patricios, como antes la aristocracia y la realeza, no hacen sino todo lo contrario. Y todo, bajo el nauseabundo principio de que to­dos somos iguales ante la ley pero la ley no es igual para todos. Y, por si fuera poco, se hace por un lado una política a la vista de todos y otra que hace añicos a aquélla pero se oculta...

Me refiero ahora, por ejemplo, al círculo cerrado en el que la depredación y la filantropía caminan de la mano de una manera aberrante en el modelo occidental. Todo el arte po­lítico, toda la retórica constitucional, las libertades formales y el modelo sociopolítico en conjunto se reducen a saber en­cubrir la miserable política que se hace por dentro con la que se hace a la ojos vista y se pregona cada día.

Como nos informa el escritor Rafael Argullol: "el Ministerio de Industria fabrica bombas de racimo que compra en parte el Ministerio de Defensa, el cual envía una misión de paz al Líbano cuyos integrantes, como la entera población civil, pueden verse afectados por los proyectiles exportados por fabricantes de armas cobijadas en nuestras leyes".

Pero, como se puede comprender, esto no es sólo cosa de nuestro país. El truco o trucaje de fabricar pañuelos para las lágrimas provocadas a conciencia, es tan viejo como las so­ciedades cristianas con todas su variantes que coadyuva­ban a los intereses materiales de los pecadores civiles. Los ingleses iban a Africa sembrando -más bien inoculando- el pudor, para dar salida a los paños de Manchester. Los es­pañoles iban a cristianizar América mientras los tercios ge­nocidas se apropiaban del oro y de las ge­mas. Los es­paño­les iban a cristianizar América mientras los tercios ge­noci­das se apropiaban del oro y de las ge­mas. Recientemente, hace dos años, en Madrid, mientras arrasaban ellos mismos la milenaria Babilonia, los convocantes cele­braban una Conferencia de Países Donantes para la reconstrucción de Irak ...

Toda la vida se la pasa este orden contradictorio de cosas en Occidente engañando y engañándose a sí mismo. Lo mismo da que esté el gobierno de un signo que otro. En esto todos son iguales. Y el día (que nunca llegará y por eso pueden presumir de integridad) en que los eurocomunistas lleguen al poder, harán tres cuarto de lo mismo.

En esta sociedad maldita occidental; maldita por lo que hace y por lo que predica y engaña, todo es así. Lo mejor que puede uno hacer es olvidarse de la moral, de la ética y de la bondad, y pasar a ser la fiera que nos proponen ser. Debiéramos simplemente enseñar a nuestros hijos cómo sortear el Código Penal -el mínimum del mínimo moral-, aunque sólo sea para no soportar la aplopejía que el anda­miaje de nuestra contracultura nos infiere. Eso es lo que hacen "ellos", los poderosos que no tienen escudos de no­bleza, como antes los tenía la aristocracia, y se emboscan en el anonimato. Y hacen bien, pues saben que millones y millones de seres humanos tienen noticia de su rapacidad, de sus engaños, de sus fraudes y de su crueldad, auxiliados por todo el sistema al completo hasta que el sistema salte por los aires...



La opinión, en los periódicos

"Muy pocos o ninguno de los distinguidos profesores de ins­tituciones de derechas que se alimentan de la política de Was­hington se van a poner un uniforme” (...) “Y en cuanto a los banqueros, abogados, consultores y especialistas médi­cos de los barrios lujosos de cualquier ciudad, menos. Su pro­blema es cómo conseguir un nuevo Ferrari antes que el ve­cino (...) Van 3.500 bajas. A primera vista no parece que en­tre los muertos haya muchos procedentes de las universi­dades de Harvard, o de Georgetown, o de la firma Gold­man Sachs o de algún ins­tituto de cirugía facial de Califor­nia".

Este es análisis de Paul Kennedy, director del Instituto de Estudios sobre Seguridad Internacional, Universidad de Yale.

Desde que se me inflamaron el hígado y el corazón en marzo de 2003 con ocasión de la invasión de Irak, ya resen­ti­dos en 2001 tras la perplejidad por la de Afganistán -am­bas porque sí-, no me ha sido posible leer en los periódicos mun­diales de mayor difusión reflexiones de esta índole.

En muchas ocasiones he dicho que los medios son cóm­pli­ces muy significados de las imposturas e infames accio­nes de los gobernantes estadounidenses en el mundo y desde hace un lustro en Oriente Medio... por omisión.

He aquí una prueba caliente. ¿Por qué cosas similares a las que se vierten en este artículo titulado ¿Quién es el que debe mantener el rumbo? no se han publicado hasta ahora?

Indudablemente, lo mismo que infinidad de ciudadanos del mundo venimos pensando desde entonces, han de pensarlo los talentudos escritores, catedráticos y columnistas. Pero ¿cuándo, no ya en titulares de primera plana sino en artí­cu­los de fondo u opinión se ha estampado en cualquier perió­dico in­fluyente denuncias como ésta de Ken­nedy? Os lo voy a de­cir: nunca. He estado atento a la cues­tión.

Los medios dosifican, calculan, calibran su participación en las fechorías imperiales no en función de la ética interna­cio­nal o universal, ésa que no admite contestación, sino en fun­ción de las veleidades económicas, financieras y psico­lógicas de los canallas que a lo que hacen le llaman política.

Si la guerra es el fracaso de la política o el ejercicio de la po­lítica por otros medios, como decía Clemenceau, los ac­tuales mandatarios yanquis -todos ellos- son cualquier cosa menos políticos. "América", la de promisión, desde que la ri­gieron los primeros presidentes con el espíritu e inteligencia de los gran­des hombres, sólo alumbra, uno tras otro, pési­mos soldados de paisano pertenecientes a levas facciosas. Milita­res tardíos de la peor clase de tropa, que incluso han esca­moteado co­bardemente el servicio militar.

Si Kennedy, Nirbaum, Naím, Stiglitz, Rifkin, Chomsky y tan­tos otros antibelicistas hubieran ocupado las páginas de los pe­riódicos norteamericanos a partir del 2001, el infame estado de cosas en el planeta hubiera adquirido otro sesgo. Porque los periódicos no se limitan a dar fe de la realidad, también influyen decisivamente, o aspiran a ello, en los aconteci­mientos. No pronunciarse en los momentos crí­ticos, cuando debieron hacerlo -me refiero a acciones omino­sas y men­tirosas como las de Irak y Afganistán-, es cola­bo­rar con el cana­llismo y fabri­car canallismo. En la doble moral, ésa que tanto nos repugna a todos, es experto el perio­dismo al uso. Cuando le conviene, en los casos más graves dice que su misión es informar y no em­pieza a expresarse con letra gruesa hasta que pasó el peligro, como el caso que nos ocupa hoy, y en los casos veniales, los de política interior, los periodistas se pasan todo el día opi­nando cuando debi­eran callar y limitarse a consultar al pueblo para saber qué opina.
¡Peste de periodismo, padre, hoy, de todas las batallas!

21 enero 2007

Los miedos


El miedo a todo que padece el mundo, introducido por S. Huntington, en 1993, en su obra capital Choque de civiliza­ciones (una profecía con la esperanza de que se autorrea­lice, como dice Vidal-Beneyto) tiene la virtud y la infamia de ahuyentar otro miedo un millón de veces más justificado.

Me refiero al miedo, éste, al cambio climático. Porque el miedo fabricado a cuenta del dichoso choque in­existente salvo por una de las partes, solapa al otro natural. Y en esto consiste la infamia y al mismo tiempo la cretinez. Pues la si­nergia del pánico generalizado hacia los devasta­dores efectos de la mutación climática, exigiría de inmediato en un clamor mun­dial la inmediata reparación del andamiaje pla­neta­rio para intentar regresar al paraíso perdido. Pero anu­lado ese miedo a una naturaleza que el ser humano creía domi­nada por el otro miedo prefabricado, por un lado, y la am­putación del ins­tinto que sufre la civilización estragada por las ideologías y por el embeleco de los artefactos al al­cance fácil de todos en Occidente, hace que las débiles re­acciones frente al retro­ceso de los glaciares, la licuación de los Polos, el avance del desierto y la brutal y exponencial mutación de la bios­fera, sean absolutamente irrelevantes. Con protocolos como el de Kioto o sin ellos.

Cuando los países avanzados tecnológicamente del globo debieran pararse en seco en esa obsesión por el creci­miento que a la hora de hacer cuentas sólo beneficia mate­rialmente a un diez mil millonésima parte de los humanos, arrecia el lanzamiento de la basura a la troposfera. Y ni aun así, ni aun parándose en seco en busca con aplicaciones energéticas restaurado­ras del clima, se producirían efectos visibles a corto plazo. Pero por lo menos a esta generación de imbéciles le queda­ría el consuelo que acompaña a la muerte de los ricos que legan a sus causahabientes una mínima fortuna. Y poniendo empeño en hacer posible la re­posición del planeta y su feble atmós­fera a unos niveles de limpieza aceptables para dentro de otros 50 años, por lo menos re­dimiría a la raza humana de su estulticia, de su miopía y de su perversidad. Por lo me­nos el ser humano, representado por quienes lo han degra­dado y degradado a su habitat, re­cobraría la nobleza de mi­ras que se ha negado a sí mismo por su contumacia y su torpeza a lo largo de la Era industrial y postindustrial.

Pero ya sabemos por anticipado que no hará nada para corregir nada. Y que, por eso mismo, las cosas seguirán el ca­mino trazado por los bárbaros. No será necesario esperar a un futuro im­preciso, pues tendremos -ya está aquí- la cala­midad univer­sal repentinamente de un año para otro. Cual­quier mañana de un día cualquiera, nos encontraremos con que el mo­nóxido de carbono y las partículas en suspen­sión, enrarecidas, han solidi­ficado de repente el cielo.

13 enero 2007

Sobre la mujer

Me arriesgaré a un incontenible temporal, pues puedo arrojar sobre mí aproximadamente a media so­ciedad española encima.

Pero no puedo evitar mis dudas. Fijaos bien, dudas, de que la mujer se haya desarrollado en “una estruc­tura que desde hace siglos la ha esclavizado, la ha ri­diculi­zado, la ha minusvalorado y la ha demoni­zado”. No es por llevar a nadie la contraria, pues se di­ría que la con­tra­ria me la llevan a mí los venda­vales de opi­nión en este asunto...

Me parece demasiado recurrente y fluida la intención general y también tópico en España de que la mujer ha de estar fuera del hogar para “realizarse”. Es demasiado re­currente como para no ser analizado el asunto con mayor rigor. Ni afirmo ni niego. Es una ley, el escepti­cismo positivo, de mi estructura mental.

Veamos. Simplemente me cuestiono si la mujer, la hembra que pare, que educa, que tuvo siempre tan cerca a la prole de la que en general el macho se des­entendía, no fue, no ha sido más veloz hasta llegar aquí porque no pudo o porque no quiso. Ca­zar, hacer la guerra, esfor­zarse y enfrentarse a los trámites que exige siempre la vida material y la manutención en las sociedades que no se limitaron a sobrevivir, era pro­piamente cosa del macho como propia de la hembra, de su deli­ca­deza, de su mimo y de los latires de su co­razón era la misión protectora de la fragilidad del vástago. Creo; más, estoy seguro de que si la hembra hubiera prefe­rido dirigir el mundo lo hubiera conse­guido en décadas, no en milenios. A mí, me parece mucho más im­portante influir que gobernar. Entre otras ventajas, los riesgos de errar son mucho meno­res. Y eso es lo que ha hecho la mujer cuando no era una esclava no del macho sino de la sociedad, como esclavo era todo aquel ser humano que a su vez no los tenía...

Pero todo tiende al cambio. Y en estos tiempos, cuando por ejemplo en Europa nadie habla en la cla­ve de indignación empleada aquí por esa historia del visto como esclavismo femenino; cuando en los marxismos evolucionados ya está superado ese complejo, en Es­paña siguen erre que erre los movimientos de mujeres resentidas domi­nando el lenguaje que atenaza esa cuestión: que “el macho ha esclavizado, ridiculizado, minusvalo­rado y demonizado a la mujer” ¿No creéis que eso, de todos mo­dos depende también en buena medida de la educación y de la cultura familiar y per­sonal? ¿Creéis que una mujer –no hablo de la que tra­bajaba para sacar adelante a sus hijos porque fue abando­nada, sino la mujer que tocando el piano, le­yendo, es­cribiendo, pa­seando... era sólo objeto de de­seo y no de respeto y de amor por parte del macho? ¿Creéis que hoy la mayoría de las mujeres que traba­jan “fuera de casa” se “realizan” personalmente en una Caja registradora, en un teclado de ordenador, ven­diendo, seduciendo o quizá engañando para vender productos que no son siquiera solicitados, importu­nando ca­sas para ofrecer atosigantemente productos y servi­cios por encargo de sus jefes? ¿Creéis que son más feli­ces y hacen más felices a quienes les rodean: a sus hijos, a su pareja, que cuando, si podían permitír­selo, como las madres de clase media de antaño, se dedicaban a recoger los frutos del huerto y a contaros cuentos mientras vuestros padres traba­jaban de lunes a vier­nes? ¡No!

Todo es un mito. En Europa, en Holanda, en Bélgica, en Suecia, incluso ya en Italia las mujeres están re­tornando al “hogar” y se realizan personalmente en el hogar. La cuestión de la liberación femenina llegado a este punto no está en trabajar inexcusablemente fuera de casa, sino en saber cultivarse y en que el Estado considere los trabajos del hogar como los más excelsos de la sociedad y los retribuya generosamente... Es el modelo neoliberal el que impide que esta propuesta avance y se instale en el ánimo de todos, de hombres y mujeres...

España es una jaula de grillos y la unidad vital humana –no la llamemos familia por­que en efecto la composición de todo cambia- no es que evolucione, es que se descompone sin ton ni son, sin orden ni con­cierto; se está desestructu­rando, di­solviendo a pasos agigantados. Y además, en perjuicio de las siguientes generaciones. Como en otras muchas cuestiones edu­cacionales, medioambientales, etc. En todo. Y todo por esa moda, por esa manía de creer que se “crece” mejor como persona tra­bajando para terceros -en la mayoría de los casos- y de­pendiendo de jefes o empresarios que no valoran el trabajo sino por el arqueo contable al fi­nal del día. Y eso, cuando no le basta y busca las oportunidades sexuales que pueda brindarle la tra­ba­jadora de turno.

De todos modos no quiero estropear la idea de nadie sobre esta cuestión. La edad no debe prevalecer, ni tampoco es un argumento. Afortunadamente desapa­reció de la teología al uso el de “autoridad”. Ni en un sentido ni en otro. Pero es inevitable la óptica de las cosas según la trayectoria, la experiencia y la ciencia... Por consiguiente, no me empeño en tener razón.

No os dejéis impresionar por tanta memez en tal sentido. Si la mujer hubiera querido, salvo en las cla­ses desfavorecidas que siempre trabajaron penosa­mente, se hubiera alzado sobre el varón y su hege­mo­nía hubiera sido total y radical. Es indudable que a mí me hubiera gustado, pues tengo mucha mejor im­pre­sión y confianza -a pesar de sus proverbiales velei­da­des- en una mujer que en un hombre, generalmente siempre manejado desde lejos, como un títere, por... una mujer. He vi­vido lo suficiente en distintos am­bientes laborales, profesio­nales y socia­les como para poder acreditarlo.

No se trata, pues de defender el “marujeo” o de que la mujer que lo desee no pueda aspirar a trabajar fuera del hogar. Estaría yo loco. Se trata de que la que elija como empresa su hogar, sea tan respetada como la que más o si se me apura aún más. Por respeto a su elección y por el bien de la familia cuando ha contribuido a crearla.

Y repito, cuando en Eu­ropa –no en Francia donde esto está zanjado desde la Revolución, como en Rusia desde la suya- están dando marcha atrás, en España, siempre con el paso cam­biado, las mujeres de rompe y rasga no dejan títere con cabeza, en lugar de culti­varse –las que podrían-, en lu­gar de criar amorosa­mente a los hijos por lo menos hasta que se basten a sí mismos. Y no sólo no se calman sino que no dejan que las que optan por ello se organicen dignamente así. Todo el día estresadas, todo el día an­siosas, mu­chas amargadas y hastiadas... ¿Qué opinan vuestras madres? ¿Qué opinan vuestros padres?