14 febrero 2007

Quien pierde gana


Este es el título de un artículo de Rafael Argullol. El buen escritor dedica una especie de elegía al espíritu del capitán inglés Robert Scott, que fracasó en su intento de ser el primero en llegar al Polo Sur porque el noruego Roal Amundsen se le adelantó en un mes.

Al hilo de este episodio histórico, en 1912, recuerda que hace un par de años en Inglaterra se les hizo a los jóvenes británicos una encuesta en la que la pregunta fue ¿a quién te gustaría parecerte?, detallando una lista con cien nombres. El primer puesto, con gran ventaja sobre los demás, era para el futbolista Beckham, y entre los veinte primeros sólo uno escapaba a la comitiva de futbolistas... Jesucristo estaba en el sexagésimo puesto. Luego sigue reflexio­nando Argullol, y termina: "Claro que si aún tuviéramos memoria de este arte (el de saber perder) en lugar de pasarnos el tiempo hablando de los Beckham hablaríamos un poco de los Scott. Quien pierde gana: nuestros jóvenes, gracias a nues­tras enseñanzas, no tienen ni idea de este valioso principio".

Naturalmente que no le falta razón a Argullol. Pero siguiendo la estela de su lamento y buscando la causa de la causa que, como expresa un dictum jurídico, en ella hay que buscar la causa del mal causado, nos encontramos con lo siguiente:

Esos mismos ingleses que ahora se asombran de la respuesta de sus jóvenes (como, quejumbroso, aprovecha Argullol ambos datos, el uno del pasado lejano y el otro de antes de ayer, para escribir su artículo), reforzado su espíritu por el de sus parientes yanquis, son los que tienen buena parte de culpa de que la muchachada tenga por ídolo a Beckham y no a Scott. Los ingleses han llevado dema­siado lejos el utilitarismo que sus filósofos, economistas y pragma­tistas imbuyeron proverbialmente en el frío pensamiento del pueblo británico.

Este es el legado y la transformación de aquel espíritu de supera­ción de Scott, por el del ganador a cualquier precio de hoy. Enton­ces, a principios del XX, las cenizas del romanticismo aún contenían rescoldos como el que animaba a Scott. El romanticismo significa muchas cosas, y entre ellas la gesta por nada, la renuncia por amor y la epopeya por el honor en sí mismo. Pero poco a poco las gene­raciones posteriores fueron apagando esos rescoldos para prose­guir esa otra carrera en la que los ingleses son maestros y más sus parientes americanos, de pasar por encima de cualquier pueblo con tal de sacarle hasta las entrañas. Los procedimientos de dominio y predominio son indiferentes. Se pueden basar lo mismo en la astu­cia que en el cinismo refinado. Todo este revuelo de los guantána­mos y de los vuelos torturadores que presionan constantemente sobre la opinión pública es la destilación y culminación del proceso de degradación.

En esto estuvieron siempre especializados, pues las Islas carecían prácticamente de todo y tenían que ir a buscarlo siempre fuera por métodos armados: su talante guerrero extramuros, los corsarios (por cierto que bien podría haber sido otro ídolo Drake), la toma de los Estrechos, las incursiones coloniales por todos los países del mundo, la hegemonía ejercida en los otros cuatro continentes, desde Canadá hasta Ushuaia,desde Arabia hasta la India, desde las Célebes hasta Australia, desde Abisinia hasta Ciudad del Cabo... y el dominio definitivo, el golpe de gracia, que vienen rebuscando con sus aliados atlánticos desde los tiempos de la Thatcher.

Seamos rigurosos y no miremos sólo los aspectos de la deriva en los gustos de la juventud británica porque sí. Esta es la consecuen­cia. De igual modo que las levas de la Segunda Gran Guerra tuvie­ron que ser empujadas a las trincheras porque ya estaban escar­mentadas con la Primera, hoy día no hay quien no esté harto de tanto abuso y de tanta mentira y de tanta manipulación. Los jóvenes occidentales los saben, y los británicos quizá los primeros. De modo que de poco hubiera servido y sirven "nuestras enseñanzas", ésas a las que alude Argullol, con semejantes antecedentes inme­diatos y cuando no sólo no se les da ejemplo, sino que se les punza para que sean a toda costa los primeros, los ganadores, y si no, se suiciden física o moralmente de muchas maneras. El estímulo está bien, pero hoy no se ofrece, no lo ofrecen los rectores de concien­cia, precisamente para ganar la hoja de laurel sin más, ni para eso instruyen ni pedagogos ni la corriente general educacional en casa a nuestra infancia y nuestra juventud... Y si los pedagogos lo hacen, casi se rien los educandos y sus progenitores de sus prédicas.

Antes la regla de oro dirigida a niños, adolescentes y jóvenes era el "haz lo que yo digo pero no lo que yo hago". La base, por ejem­plo, para soportar que el cura de turno podía tener perfectamente una barragana, mientras predicaba en el púlpito castidad, conde­naba el adulterio y el pecado nefando manteniendo un inexistente celibato y una virtud a los que estaba obligado por su sacerdocio y ley canónica. Este es un ejemplo, pero hay miles.

Hoy estas cosas y los cinismos de los dirigentes anglosajones y los que van tras ellos, como la pésima derecha española y otras, son sarcasmos que no aguanta no ya un joven encuestado: ni si­quiera un niño de pecho. La culpa es nuestra y de los ingleses que han creado "casi" el mapamundi que tenemos, y llevan camino tam­bién de fabricar cada cerebro sólo para tener a la Utilidad instantá­nea y a cualquier precio, por un fin de vida en sí mismo.
Nada extraña, pues, que se apunten a Beckham como ídolo, y aquí, en España, sea éste mismo futbolista o un personaje nomi­nado o no de una de esas Casas televisivas de los Horrores. Al me­nos, si no ganan nada, tampoco tienen nada que perder, y esto es ya ganar comodidad a cualquier precio. ¡Qué barbaridad ganar la Antártida, y no hacerlo si no le dan a uno un mp3 y sin tener un sponsor multimillonario detrás!: lo que vienen inculcando los ingle­ses padres de esa juventud, y no se diga sus primos estadouniden­ses. Lo peor es que la juventud occidental y más allá, es eso, o eso es lo que quiere ser: un subproducto de esa miserable mentalidad.

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