26 febrero 2007

Decir lo que se piensa

Este es el título del artículo de Adolfo García Ortega publicado hoy en El País, que hace re­ferencia a la fenomenología del tartufismo que impera en la socie­dad (se supone que española).

Propone una tercera opción: “la del ejercicio de la verdad aunque moleste”. Pues hay "mucha gente, entre periodistas, tertulianos ra­diofónicos, escritores de medios de comunicación, que piensan una cosa (y la manifiestan en el ámbito privado) y dicen otra en el ámbito público", dice el autor con toda la razón del mundo.

Pues bien, esa "mucha gente" se diría que es ni más ni menos que toda la que mide y pesa, la que sale a escena en parlamentos, ins­tituciones, partidos, conferencias obispales, asociaciones de vícti­mas, sindicatos y medios. Toda la sociedad oficialista en pleno. No es coyuntural, ni los casos son aislados.

Esto ocurre porque las claves del lenguaje político son compartidas por el resto y principalmente por el ámbito mediático que se rige también por él. Aquí radica, a mi juicio, el tremendo vacío que hay entre las ideas (falsas, falseadas, contrahechas) que circulan públi­camente difundidas por los medios, y las ideas del ciudadano de la calle que está inicialmente guiado por referentes ponderados en general, y por valores tradicionales morales aunque estén en crisis. El ciudadano consciente y que piensa posee criterior vive ordinaria­mente perplejo y enloque­cido al mismo tiempo por la esquizofrenia que ese lenguaje tartufista que sobrenada la sociedad civil, le ino­cula a cada momento en dosis no precisamente homeopáticas.

El único espacio donde no se da (al menos con tanta virulencia) ese problema del pensar una cosa y decir otra, ese decir una cosa en público y otra en privado, es en la Internet; un espacio donde ambas esferas están unificadas. Aquí, en la Internet, en el ciberes­pacio, en la realidad virtual, no se vende nada ni se aspira a nada cuanti­ficable: sólo el número de lecturas que algunos periódicos digi­tales incorporan a su modus operandi. No se venden ni se compran votos, no se compra ni se vende imagen, no se coleccionan epígo­nos que al final pueden ser hasta molestos, ni se trafica con puestos retribuidos, ni se busca fama, ni aplausos, ni zalemas. Nos pueden arrojar verduras y salir fascistas a relucir como en la calle portando una bandera preconstitucional, pero aunque sean anónimos, se les ve venir y todo se resuelve ignorándoles olímpicamente.

En la Internet, salvo algún cretino e ingenuo suelto, todos decimos lo que pensa­mos y sentimos. Por eso el futuro (ya presente) dialéc­tico, intelec­tual, social y político, habida cuenta que no hay intereses ni armas mortíferas más que la pluma o el teclado, sólo puede estar en la Internet. Véngase aquí el mundo que desee librarse de tantas imposturas. En Internet también las hay, pero la naturaleza mediá­tica de Internet ofrece la singular ventaja de que es muy fácil distin­guir la calidad de la basura.

Los medios impresos y la radiotelevisión nunca dejarán de ser vo­ceros de toda clase de mentiras, y nunca podrán decir “las cosas como son”. Para saberlas, poco a poco todo el mundo tendrá que acudir a las opiniones e informaciones difundidas por la Red. Aun­que en la Red, luego empiece a librarse otra batalla entre la verdad y la mentira cuyas pautas diferenciadoras podremos aprender.

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