¡Qué preocupación muestran el poder político y el mediático por el cultivo más o menos extensivo de las opiáceas en el mundo: Afganistán, Marruecos, los Andes...! Países para los que, por lo demás, son vitales para su subsistencia y más aún hoy día habida cuenta el cambio climático...
Este asunto, como el de la prostitución que abordaba el otro día un poco de soslayo, es de los que percuten forzadamente filosofía sobre la existencia del hombre, sobre la sensibilidad-insensibilidad de la sociedad y denuncia de la artificiosidad de que se reviste a la existencia misma, a la religión no natural y a la realidad toda.
Imaginemos que de un día para otro el opio, la heroína, la cocaína están al alcance de todos, como las verduras en el mercado o la aspirina en la farmacia. ¿Qué podría suceder? ¿Que todo bicho viviente iba a entregarse a la droga? ¿dejaría de pensar la humanidad, de realizar multitud de actividades, de intentar satisfacer curiosidades, el estudio, el arte, el deporte, el amor, la cordialidad? ¿La convivencia y la existencia toda, se iban a malograr por eso?
¡No! Precisamente la prohibición moral, la persecución de los cultivos y de los traficantes y de los distribuidores, todo y todos criminalizados, son otro más de los motivos de tensión en el mundo, otra causa más del crimen, de los exterminios, de las reclusiones, de la infelicidad del magma social.
Crear cosas para que otros, los que dominan, perversos en la mayoría de los casos, se dediquen a perturbar su destino y fines; fabricar armas mortíferas de todas clases para prohibir su uso reservado sólo a quienes las emplean por definición para matar de muchas maneras a quienes no se doblegan; para anularles, privarles de voluntad, manipularles, etc son modos de organizar las clases dominantes a la sociedad mundial, que no tienen más sentido que el de hacer prevalecer la fuerza bruta y la voluntad de dominio. Pues a todo ello hay que añadir la paradoja de que precisamente quienes se drogan, quienes se alcoholizan, quienes usan y abusan de las armas destructivas, masivas o personales, son siempre los bellacos que sin escrúpulos tienen al planeta y a cada país por separado metidos en un puño.
En sus célebres Confesiones de un opiómano inglés, Thomas de Quincey dice que el opio (que consumía en forma de tintura) no lo llevaba a buscar la soledad "y mucho menos la inactividad, o el estado de torpeza y autoinvolución atribuido a los turcos." Al comparar al alcohol con el opio, sostiene que:
“La distinción fundamental entre el opio y el vino radica en que mientras el vino desordena las facultades mentales, el opio, por el contrario -si se toma en forma adecuada-, introduce en ellas el más exquisito orden, legislación y armonía. El vino le roba al hombre la autoposesión; el opio la refuerza enormemente. El vino turba y nubla el juicio y da un brillo preternatural y una exaltación vívida a las admiraciones y los desprecios, los amores y los odios del bebedor; el opio, por el contrario, los aquieta y restablece el juicio. La expansión de sentimientos más benignos propia del opio no es ningún efecto febril, sino una sana restauración de ese estado que la mente debería recobrar naturalmente con la eliminación de cualquier irritación profunda y del dolor que la hubiese turbado enfrentándose a los impulsos de un corazón originalmente justo y bueno. En suma, el que toma opio siente que la parte más divina de su naturaleza es la que manda; es decir, que los efectos morales se encuentran en un estado de serenidad sin nubes, y la gran luz del intelecto majestuoso domina todo...”
El mundo, abandonado al uso discrecional de la droga bajo la responsabilidad de cada adulto, sería infinitamente más feliz: unos porque podían resolver su drama existencial acortando su vida (o prolongándola gracias a ella), y otros porque en la renuncia al éxtasis provocadamente sensorial, encontraban, su verticalidad, su tenerse en pie, su razón de ser hamletiana que le proporcionaba el máximo de felicidad sin aditivos. Todo lo cual se traduciría en “plena libertad”.
Concítense las naciones para destruir todas las armas -y no sólo los arsenales nucleares, que también-, dése curso libre al opio cultivado, y la humanidad de uno u otro modo por fin será feliz.
Este asunto, como el de la prostitución que abordaba el otro día un poco de soslayo, es de los que percuten forzadamente filosofía sobre la existencia del hombre, sobre la sensibilidad-insensibilidad de la sociedad y denuncia de la artificiosidad de que se reviste a la existencia misma, a la religión no natural y a la realidad toda.
Imaginemos que de un día para otro el opio, la heroína, la cocaína están al alcance de todos, como las verduras en el mercado o la aspirina en la farmacia. ¿Qué podría suceder? ¿Que todo bicho viviente iba a entregarse a la droga? ¿dejaría de pensar la humanidad, de realizar multitud de actividades, de intentar satisfacer curiosidades, el estudio, el arte, el deporte, el amor, la cordialidad? ¿La convivencia y la existencia toda, se iban a malograr por eso?
¡No! Precisamente la prohibición moral, la persecución de los cultivos y de los traficantes y de los distribuidores, todo y todos criminalizados, son otro más de los motivos de tensión en el mundo, otra causa más del crimen, de los exterminios, de las reclusiones, de la infelicidad del magma social.
Crear cosas para que otros, los que dominan, perversos en la mayoría de los casos, se dediquen a perturbar su destino y fines; fabricar armas mortíferas de todas clases para prohibir su uso reservado sólo a quienes las emplean por definición para matar de muchas maneras a quienes no se doblegan; para anularles, privarles de voluntad, manipularles, etc son modos de organizar las clases dominantes a la sociedad mundial, que no tienen más sentido que el de hacer prevalecer la fuerza bruta y la voluntad de dominio. Pues a todo ello hay que añadir la paradoja de que precisamente quienes se drogan, quienes se alcoholizan, quienes usan y abusan de las armas destructivas, masivas o personales, son siempre los bellacos que sin escrúpulos tienen al planeta y a cada país por separado metidos en un puño.
En sus célebres Confesiones de un opiómano inglés, Thomas de Quincey dice que el opio (que consumía en forma de tintura) no lo llevaba a buscar la soledad "y mucho menos la inactividad, o el estado de torpeza y autoinvolución atribuido a los turcos." Al comparar al alcohol con el opio, sostiene que:
“La distinción fundamental entre el opio y el vino radica en que mientras el vino desordena las facultades mentales, el opio, por el contrario -si se toma en forma adecuada-, introduce en ellas el más exquisito orden, legislación y armonía. El vino le roba al hombre la autoposesión; el opio la refuerza enormemente. El vino turba y nubla el juicio y da un brillo preternatural y una exaltación vívida a las admiraciones y los desprecios, los amores y los odios del bebedor; el opio, por el contrario, los aquieta y restablece el juicio. La expansión de sentimientos más benignos propia del opio no es ningún efecto febril, sino una sana restauración de ese estado que la mente debería recobrar naturalmente con la eliminación de cualquier irritación profunda y del dolor que la hubiese turbado enfrentándose a los impulsos de un corazón originalmente justo y bueno. En suma, el que toma opio siente que la parte más divina de su naturaleza es la que manda; es decir, que los efectos morales se encuentran en un estado de serenidad sin nubes, y la gran luz del intelecto majestuoso domina todo...”
El mundo, abandonado al uso discrecional de la droga bajo la responsabilidad de cada adulto, sería infinitamente más feliz: unos porque podían resolver su drama existencial acortando su vida (o prolongándola gracias a ella), y otros porque en la renuncia al éxtasis provocadamente sensorial, encontraban, su verticalidad, su tenerse en pie, su razón de ser hamletiana que le proporcionaba el máximo de felicidad sin aditivos. Todo lo cual se traduciría en “plena libertad”.
Concítense las naciones para destruir todas las armas -y no sólo los arsenales nucleares, que también-, dése curso libre al opio cultivado, y la humanidad de uno u otro modo por fin será feliz.
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