27 febrero 2007

El opio y su persecución

¡Qué preocupación muestran el poder político y el mediático por el cultivo más o menos extensivo de las opiáceas en el mundo: Afga­nistán, Marruecos, los Andes...! Países para los que, por lo demás, son vitales para su subsistencia y más aún hoy día habida cuenta el cambio climático...

Este asunto, como el de la prostitución que abordaba el otro día un poco de soslayo, es de los que percuten forzadamente filosofía so­bre la existencia del hombre, sobre la sensibilidad-insensibilidad de la so­ciedad y denuncia de la artificiosidad de que se reviste a la existencia misma, a la religión no natural y a la realidad toda.

Imaginemos que de un día para otro el opio, la heroína, la cocaína están al alcance de todos, como las verduras en el mer­cado o la aspi­rina en la farmacia. ¿Qué podría suceder? ¿Que todo bicho viviente iba a entregarse a la droga? ¿dejaría de pensar la humani­dad, de realizar multitud de actividades, de intentar satisfa­cer curio­sidades, el estudio, el arte, el de­porte, el amor, la cordialidad? ¿La convivencia y la existencia toda, se iban a malograr por eso?

¡No! Precisamente la prohibición moral, la persecución de los culti­vos y de los traficantes y de los distribuidores, todo y todos criminali­zados, son otro más de los motivos de tensión en el mundo, otra causa más del crimen, de los extermi­nios, de las reclusiones, de la infelicidad del magma social.

Crear cosas para que otros, los que dominan, perver­sos en la ma­yoría de los casos, se dediquen a perturbar su destino y fines; fabri­car armas mortíferas de todas clases para prohibir su uso reservado sólo a quienes las emplean por definición para matar de muchas ma­neras a quie­nes no se doblegan; para anularles, privar­les de voluntad, ma­nipularles, etc son modos de organizar las clases domi­nantes a la sociedad mundial, que no tienen más sentido que el de hacer prevale­cer la fuerza bruta y la voluntad de dominio. Pues a todo ello hay que añadir la paradoja de que precisamente quienes se drogan, quienes se alcoholizan, quie­nes usan y abusan de las armas destructivas, masivas o personales, son siempre los bellacos que sin escrúpulos tienen al planeta y a cada país por separado me­tidos en un puño.

En sus célebres Confesiones de un opiómano inglés, Thomas de Quincey dice que el opio (que consumía en forma de tintura) no lo llevaba a buscar la soledad "y mucho menos la inactividad, o el es­tado de torpeza y autoinvolución atribuido a los turcos." Al comparar al alcohol con el opio, sostiene que:

“La distinción fundamental entre el opio y el vino radica en que mientras el vino des­ordena las facultades mentales, el opio, por el contrario -si se toma en forma adecuada-, introduce en ellas el más exquisito orden, le­gislación y armonía. El vino le roba al hombre la autoposesión; el opio la refuerza enormemente. El vino turba y nubla el juicio y da un brillo preternatural y una exaltación vívida a las ad­miraciones y los desprecios, los amores y los odios del bebedor; el opio, por el con­trario, los aquieta y restablece el juicio. La expansión de senti­mientos más benignos propia del opio no es ningún efecto febril, sino una sana restauración de ese estado que la mente debe­ría recobrar naturalmente con la eliminación de cualquier irritación pro­funda y del dolor que la hubiese turbado enfrentándose a los impul­sos de un corazón originalmente justo y bueno. En suma, el que toma opio siente que la parte más divina de su naturaleza es la que manda; es decir, que los efectos morales se encuentran en un estado de sereni­dad sin nubes, y la gran luz del intelecto majestuoso domina todo...”

El mundo, abandonado al uso discrecional de la droga bajo la res­ponsabilidad de cada adulto, sería infinitamente más feliz: unos por­que podían resolver su drama existencial acortando su vida (o pro­lon­gándola gracias a ella), y otros porque en la re­nuncia al éxtasis provo­cadamente sensorial, encontraban, su verticalidad, su tenerse en pie, su razón de ser hamletiana que le proporcionaba el máximo de felici­dad sin aditivos. Todo lo cual se traduciría en “plena liber­tad”.

Concítense las naciones para destruir todas las armas -y no sólo los arsenales nucleares, que también-, dése curso libre al opio culti­vado, y la humani­dad de uno u otro modo por fin será feliz.

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