15 marzo 2007

El aturdimiento

¿Saben vds. cómo deberíamos decidir la configuración de nuestra sociedad por mayorías demoledoras?, ¿cómo modelar nuestro des­tino político, nuestra organización social? Pues en primer lugar des­armando al Estado de todas sus instituciones coercitivas; supri­miendo ejércitos y policías y toda clase de agentes de seguridad. Seguirían cometiéndose delitos, pero infinitamente menos que los que la mera existencia de toda esa gente armada provoca. La so­ciedad no volve­ría por ello a la caverna: ya está madura. Dejando a la población de cada país que expresara en las urnas su voluntad sin presiones, sin coacciones ni amenazas de la fuerza bruta, expre­sas o latentes, lo­graría una franca aproximación al ideal de Estado y de sociedad. Esto, por un lado. Por otro, supri­miendo la publicidad, los aguijonazos de la fala­cia y del sofisma que discurren en riadas por las cabezas calentu­rientas unas veces y anestesiadas otras, que tanto distorsio­nan la realidad a secas susti­tuida por la realidad pre­fabricada.

Sí, ya sé, ya sé que es una utopía. Más aún, que es absurdo. Más aún todavía, una estupidez; como todo lo irrealizable. Pero no acos­tumbro a hablar tanto de las cosas como son, como de lo que debi­eran ser. Y mientras estemos cubiertos por el manto de la tergi­versa­ción, de la presión publicitaria, de la fascinación audiovisual de los mi­crófonos, de las telepantallas, de la asechanza de las policías y de los activistas supercharlatanes que influyen e impactan en nuestra vida cotidiana si les prestamos atención, nadie puede decir sin autoenga­ñarse que en estas sociedades hay libertad y que respi­ramos en li­bertad. La com-presión ejercida a través de la vigilancia se hace sentir de manera mu­cho más acentuada que la de-presión del sentimiento "libre".

No cito a los utopistas, deliberadamente. Ni a Moro, ni a Platón, ni a Hux­ley... Para qué. Hoy se trataría de otra cosa, pues no en balde han llovido trillo­nes de ideas y de experiencias al alcance de todos, mien­tras que aquéllos concebían las cosas desde la dimen­sión de un mundo de esclavos o siervos, inconscientes de que lo eran...

Son cosas, éstas, que todo pensante, todo individuo mínimamente despierto sabe y con esa permanente impresión vive aunque no lo diga y hasta procure olvidarlo. Pero el sistema ha encontrado, sobre todo desde el último tercio del siglo pasado, la fórmula mágica para ejercer el control social de una manera suave, casi atractiva.

La fór­mula está basada en un ingrediente principal: el aturdimiento. Si vd. es abogado, político, comercial, clérigo o médico atonte vd. a su cliente, paciente, votante o feligrés, y tendrá garanti­zado el éxito. Atúrdale a conciencia diciendo cosas absurdas y con­tradicto­rias, pues para eso es vd. un experto que obtuvo uno o va­rios títulos aca­démi­cos por su facilidad para atontar; su cliente, su pa­ciente, su votante o su fe­ligrés no tiene ni puñetera idea de lo que vd. conoce a fondo. Y si eso fallase, si sus amplísimos conocimien­tos no surtieran los efectos per­suasivos presumibles cuente vd., es­pecialista, con el aparato del Es­tado que le sacará del atolladero. Tiene a su dis­posición le­yes, nor­mas de todas clases, legiones de poli­cías, servicios de seguridad, co­misio­nes de deontología, jueces y tribuna­les para convencerse vd aún más de que “el otro”, el sujeto pasivo de su servi­cio, es un cretino, que no está pre­parado en esa materia, que no sabe lo que se pesca y que de­berá aguantar carros y carre­tas para no en­fermar de los nervios. No impor­tará que "el otro" aunque no se sepa de memoria ni un ar­tículo del código civil com­prenda perfec­tamente de qué va la justi­cia. No im­por­tará que conozca su propio organismo y lo que pide al médico sólo es un pa­recer o una receta, no una sentencia, porque de otro modo no puede obtener el medi­camento que precisa. No impor­tará que sepa bien cómo le gusta­ría que se organizase la sociedad, su so­cie­dad aun­que no hubieres estudiado ciencia política. Ni que sepa cuáles son sus demandas espi­rituales, psi­cológi­cas, emocionales. Ellos, abo­gados, po­lí­ticos, médicos y párro­cos dirán siempre a “el otro” qué ha de hacer, qué ha de pensar y hasta qué punto es siempre alguien que sabe bien lo que quiere -como los periodistas nos recuerdan a menudo-, pero ca­rece de opi­nión y de criterio, y es un necio redo­mado...

El aturdimiento siempre fue un arma poderosa en la sociedad divi­dida entre los que lo fabrican y los que lo padecen. Pero jamás tuvie­ron los fabricantes las cajas de re­sonancia de que disponen hoy. El aturdimiento está tan ex­tendido y redoblado, que si la in­mensa mayoría en el mundo vivió an­taño sumida en la ignorancia y en la ne­cedad erasmista, hoy vive centrifugado por él.

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