21 enero 2007

Los miedos


El miedo a todo que padece el mundo, introducido por S. Huntington, en 1993, en su obra capital Choque de civiliza­ciones (una profecía con la esperanza de que se autorrea­lice, como dice Vidal-Beneyto) tiene la virtud y la infamia de ahuyentar otro miedo un millón de veces más justificado.

Me refiero al miedo, éste, al cambio climático. Porque el miedo fabricado a cuenta del dichoso choque in­existente salvo por una de las partes, solapa al otro natural. Y en esto consiste la infamia y al mismo tiempo la cretinez. Pues la si­nergia del pánico generalizado hacia los devasta­dores efectos de la mutación climática, exigiría de inmediato en un clamor mun­dial la inmediata reparación del andamiaje pla­neta­rio para intentar regresar al paraíso perdido. Pero anu­lado ese miedo a una naturaleza que el ser humano creía domi­nada por el otro miedo prefabricado, por un lado, y la am­putación del ins­tinto que sufre la civilización estragada por las ideologías y por el embeleco de los artefactos al al­cance fácil de todos en Occidente, hace que las débiles re­acciones frente al retro­ceso de los glaciares, la licuación de los Polos, el avance del desierto y la brutal y exponencial mutación de la bios­fera, sean absolutamente irrelevantes. Con protocolos como el de Kioto o sin ellos.

Cuando los países avanzados tecnológicamente del globo debieran pararse en seco en esa obsesión por el creci­miento que a la hora de hacer cuentas sólo beneficia mate­rialmente a un diez mil millonésima parte de los humanos, arrecia el lanzamiento de la basura a la troposfera. Y ni aun así, ni aun parándose en seco en busca con aplicaciones energéticas restaurado­ras del clima, se producirían efectos visibles a corto plazo. Pero por lo menos a esta generación de imbéciles le queda­ría el consuelo que acompaña a la muerte de los ricos que legan a sus causahabientes una mínima fortuna. Y poniendo empeño en hacer posible la re­posición del planeta y su feble atmós­fera a unos niveles de limpieza aceptables para dentro de otros 50 años, por lo menos re­dimiría a la raza humana de su estulticia, de su miopía y de su perversidad. Por lo me­nos el ser humano, representado por quienes lo han degra­dado y degradado a su habitat, re­cobraría la nobleza de mi­ras que se ha negado a sí mismo por su contumacia y su torpeza a lo largo de la Era industrial y postindustrial.

Pero ya sabemos por anticipado que no hará nada para corregir nada. Y que, por eso mismo, las cosas seguirán el ca­mino trazado por los bárbaros. No será necesario esperar a un futuro im­preciso, pues tendremos -ya está aquí- la cala­midad univer­sal repentinamente de un año para otro. Cual­quier mañana de un día cualquiera, nos encontraremos con que el mo­nóxido de carbono y las partículas en suspen­sión, enrarecidas, han solidi­ficado de repente el cielo.

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