05 enero 2007

Historia y vida


Me encantan esos tiempos de los que me informan que en Normandía, en el año 1049, un hombre había sido meta­morfoseado en asno; que en 1114 Hildeberto observó a una muchacha de cuyas orejas salían unas espigas de trigo: quizá fuera Ceres. O eso que cuentan en la diócesis de Uzés, donde una bonita fuente de aguas puras cambiaba de lugar cuando se arrojaba alguna cosa sucia en ella...

La historia se entrelaza a menudo a la leyenda. Pero Es­paña, extirpada casi de cuajo la fabulación religiosa de la cultura popular por el efecto de la democratización, y siendo así que el ser humano siempre está necesitado de algo que esté muy por encima de él, poco a poco va cogiendo el gusto a nuevos mitos: dogmas profanos económicos y dog­mas prendidos con alfileres puestos en circulación por los círculos mediáticos que han desplazado a los antiguos, tan febles. De momento, a la mayoría le basta. Fuera de ello, lo demás en realidad a pocos interesa.

Esto más o menos sucede en este país que invierte frívo­lamente los términos en el grado de importancia de las co­sas. Se la da a futilezas y no se la da, por ejemplo, a la pre­visión o a la anticipación. Gobernado por el azar de los me­canismos económicos -que no leyes, tan inestables que no se com­prende que puedan llamarse así- vive al albur y al día en todo.

Pero es que los pueblos que van en proa tampoco son más previsores. A la hora de la verdad; esto es, de las co­sas serias, a pesar de aparentar altas miras no son menos miserables: vuelven mucho la vista atrás y apenas otean el fu­turo. Vivían sus sabios creyendo que ya sabían todo de la Naturaleza; que se habían deshecho de su yugo y que la tenían domeñada. Hasta tenían por cierto que podían ma­nejar el clima a voluntad. Quizá lo supiesen todo de ella. Pero se dejaron lo esencial: aprender a reconocer a su de­bido tiempo los síntomas de la enfermedad global de la Na­turaleza, que pudiera revolverse contra ellos. Por eso se muestran in­capaces de reconciliarse con ella de inmediato.

Desde luego el cambio climático que amenaza con ani­quilar la vida tal como la hemos venido viviendo y conci­biendo, no se hubiese presentado casi de repente ni hubiera concitado espanto si ese humano hubiera mantenido los pies cerca del suelo sin dejar de observar cada día qué ocu­rría en el cielo. Sin embargo los templos de la Ciencia, de consuno con los medios, se dejaron sobornar por la Indus­tria, la alta finanza y la Política. Ahora, horrorizados y a pe­sar de todo a re­gañadientes, todos -casi todos- parecen in­teresados en dar marcha atrás. Tarde.

Y es que el mucho saber es lo que tiene: llega a embria­garse de sí mismo, con su propia esencia, y pierde de todo la conveniente perspectiva. Hay que tener mucho cuidado con él. Tanto el que sabe mucho como los conciliábulos donde muchos que saben mucho se reúnen, a fuerza de saber mucho sobre lo que ocurre fuera, aparte de ignorarlo todo, cada uno, de sí, se estragan entre sí y bloquean las claves del saber: lo más importante de él para que sea fruc­tífero. Y, por eso dejaron sin someter a examen lo que más interesa a la humanidad, que es, atreverse a corregir el rumbo cuando se han hecho ya demasiadas escalas...

Y volviendo a nuestro país, no sé si habrá muchos talen­tos. Procurarán ocultarse para no ser víctimas de la envidia: rasgo de su idiosincrasia que en buena parte lo esclerotiza y extenúa. Por eso todos van en busca de la misma fácil ac­ti­vidad y el mismo monto de ganancias. Y por eso mismo todo él es ya la capital mundial de la maquinación y de la especulación: lo que ipso facto rentabiliza. Además, quienes no se dediquen a la una u a la otra sobran. Son ciudadanos marginales; improvisados peones de ajedrez.

El mundo es un estadio al que vamos todos a presenciar cómo se las apañan unos puñados de políticos, de perio­distas, de artistas y de magnates del petróleo en unos sitios, y de obispos y de contratistas de obras en el nuestro, para escenificar la pieza teatral de más de seis mil millones de seres humanos en un planeta agrietado, que vive bajo los dogmas -perdón los mitos- de una civilización muy avan­zada y superior. ¿Avanzada una civilización que podrá in­crementar los PIB hasta extremos insoportables pero retro­cede a pasos agigantados en lo moral y en lo afectivo en la misma medida que es capaz de almacenar más cachiva­ches?

Antes de ayer la fidelidad pasaba todavía por un deber; ayer, se volvió tan rara que se vio como una virtud. Llegará un momento en que será deshonra... Quizá por eso no se ha percatado el hombre –o se ha dado cuenta tarde- de que no sólo ha sido infiel a su esposa, la Naturaleza. Es que no sabe cómo hacer para no violarla atrozmente una y otra vez y evitar que, humillada y despechada, emprenda aquélla su lógica y "natural" venganza.

Pero seamos sinceros, las conciencias no se inmutan ya por tan poca cosa...

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