En el lenguaje coloquial vivir de pena equivale a existir sin lo indispensable para vivir con dignidad. En ese mismo lenguaje, también hablamos a veces de morir de pena. Sin embargo, en este trance sufrimos la muerte una sola vez. Ajusticiados por la pena, la muerte suele durar sólo instantes. Después renacemos a la cotidianeidad vulgar. Además, “vivir de pena”, en ese sentido material y vista la cosa desde fuera porque la vida de aquella persona que nos entristece la valoramos por la nuestra preñada de intereses, no impide que ella la esté viviendo con una alegría extraña para nuestro sentido de la felicidad. Muchas personas en el mundo carecen de todo y sin embargo viven henchidas de ella. Estampa ésta que fácilmente podemos presenciar en pueblos del Tercer Mundo.
Lo peor no es, pues, morir de pena. Lo peor es vivir de pena, con pena: ésa que traspasa el alma y no la alivia ni un trozo de pan ni el golpe de suerte de una herencia inesperada.
Porque cuando vivimos día tras día, hora tras otra, transidos por el dolor es, porque no hay remedio. Ni la pérdida de un ser muy querido, ni la extrema melancolía, ni el amor frustrado, ni el amor imposible ni el que depende de la ley del encaje, lo tienen.
Vivir de pena pensando que podamos no tener jamás a nuestro lado a la persona que amamos y nos ama, es la amargura encarnecida. Sobre todo cuando el amor cuyo amanecer presenciamos, es como esos astros que aparecen en periodos medidos en cifras siderales, o como la pepita de oro que brilla en el cedazo entre nuestras manos tras haber removido quién sabe cuántas toneladas de arena.
Esta clase de amargura será burguesa, aristócrata o proletaria, pero ella en sí misma es hoy también muy rara: sólo se aloja en las almas demasiado humanas...
01 enero 2007
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