Lo peor no es, pues, morir de pena. Lo peor es vivir de pena, con pena: ésa que traspasa el alma y no la alivia ni un trozo de pan ni el golpe de suerte de una herencia inesperada.
Porque cuando vivimos día tras día, hora tras otra, transidos por el dolor es, porque no hay remedio. Ni la pérdida de un ser muy querido, ni la extrema melancolía, ni el amor frustrado, ni el amor imposible ni el que depende de la ley del encaje, lo tienen.
Vivir de pena pensando que podamos no tener jamás a nuestro lado a la persona que amamos y nos ama, es la amargura encarnecida. Sobre todo cuando el amor cuyo amanecer presenciamos, es como esos astros que aparecen en periodos medidos en cifras siderales, o como la pepita de oro que brilla en el cedazo entre nuestras manos tras haber removido quién sabe cuántas toneladas de arena.
Esta clase de amargura será burguesa, aristócrata o proletaria, pero ella en sí misma es hoy también muy rara: sólo se aloja en las almas demasiado humanas...
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