01 enero 2007

Vivir de pena

En el lenguaje coloquial vivir de pena equivale a existir sin lo in­dis­pensable para vivir con dignidad. En ese mismo lenguaje, también hablamos a ve­ces de mo­rir de pena. Sin embargo, en este trance sufrimos la muerte una sola vez. Ajusticia­dos por la pena, la muerte suele durar sólo ins­tantes. Des­pués renacemos a la cotidia­neidad vulgar. Ade­más, “vivir de pena”, en ese sen­tido material y vista la cosa desde fuera porque la vida de aquella persona que nos entristece la valoramos por la nues­tra preñada de inter­eses, no impide que ella la esté vi­viendo con una ale­gría extraña para nuestro sentido de la felici­dad. Muchas perso­nas en el mundo carecen de todo y sin embargo viven henchidas de ella. Estampa ésta que fá­cilmente po­demos pre­senciar en pueblos del Tercer Mundo.

Lo peor no es, pues, morir de pena. Lo peor es vivir de pena, con pena: ésa que traspasa el alma y no la alivia ni un trozo de pan ni el golpe de suerte de una herencia in­esperada.

Porque cuando vivimos día tras día, hora tras otra, transidos por el dolor es, porque no hay remedio. Ni la pér­dida de un ser muy querido, ni la extrema melanco­lía, ni el amor frus­trado, ni el amor imposible ni el que depende de la ley del en­caje, lo tie­nen.

Vivir de pena pensando que podamos no tener jamás a nuestro lado a la persona que amamos y nos ama, es la amar­gura encarnecida. Sobre todo cuando el amor cuyo amane­cer presen­ciamos, es como esos astros que apare­cen en periodos medidos en ci­fras si­derales, o como la pe­pita de oro que bri­lla en el ce­dazo entre nuestras manos tras haber re­movido quién sabe cuántas to­neladas de arena.

Esta clase de amargura será burguesa, aristócrata o pro­le­taria, pero ella en sí misma es hoy también muy rara: sólo se aloja en las almas demasiado humanas...

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