31 diciembre 2006

La noche última de un año

El amor propio herido ha hecho grandes revolucionarios. También inmundos reaccionarios. Tras el torbellino de men­tiras para excusar la sangre vertida, y tras los ciclópeos in­tereses materiales que la invasión de Irak iba a reportarle a él y a sus amigos, circula por ahí una motivación sombría y estrictamente personal: la de que Bush II ha vengado una afrenta que el ya ahorcado Hussein infirió a Bush I.

Debo decir que yo en realidad no sé bien en qué consistió la afrenta, y ni me importa. Pero no lo sé, porque aunque lo haya leído no me acuerdo, pues las ofensas, para los que ni las inflingimos ni las padecemos, a menudo pueden ser tan fútiles que carecen ob­jetivamente de sentido y es sólo entre ofensor y ofendido por donde circula secretamente una energía vengativa y fe­roz que nadie es capaz de de­tectar. Un mohín puede llevar al suicidio al enamorado. Un ade­mán, tras una cadena de pretextos, puede ser el percutor de una horrible guerra: un rapto, un desprecio, la omisión de una respuesta que creemos se nos debe pero no recibi­mos.

Pero también la lectura que hace a veces el perio­dismo añadiendo a los acontecimientos más truculencia de la que ya tienen, puede obedecer al propósito de hacer re­sonante un pre­texto más en la calculada sucesión de aqué­llos, pues es de todos conocido hasta qué punto los pérfidos protago­nistas se empe­ñan en dotarles de la justifi­cación mo­ral de la que en abso­luto carecen.

Los periódicos, hoy, por ejemplo, culpan de la descompo­sición de la sociedad iraquí actual ¡toma ya! a quien la uni­ficó, con titulares como éste: “El reunifi­cador que desunió Irak”. Y así, como éste, otros muchos que se expresan sin pudor ni empacho, cuando no hay biennacido que no sepa ya que destruir y producir, muerte y generación, ha sido lo único que han sacado unos infames de la jerigonza salvaje que nos viene aturdiendo los oídos desde la invasión de los dos pueblos asiáticos. Y todo, con el acompañamiento sin­copado de las infamias del sionismo en la misma zona.

Al final, unos y otros, falsos profetas y prohombres falsifi­cados, fi­nancieros, magnates y sus voceros, tocan todos los resortes con grandi­locuencia para que no haya nada que deje de producir los más positivos efectos en la Bolsa.

Esto era en siglos pasados, pero no creamos haya cam­biado gran cosa el panorama: ni las pulsiones de vida y muerte, ni la concepción, gestación y alumbramiento de un ser vivo, pero tampoco las de una idea, ni la propulsión de una ideología o el aplastamiento de una na­ción por otra. Fue así a lo largo de los siglos. Pero también hoy por la ma­ñana. La condición humana, y más la del mi­serable, la del resentido y la del canalla siempre está enre­dada entre los espinos que separan a la sociedad calmosa, afable, cordial, entusiasta que pretende ser feliz, de la otra porción de so­ciedad hosca, destructora y belicosa aunque ría, como las hienas, o imite el llanto del niño, como el cocodrilo.

¿Qué significa todo esto? se preguntan y me preguntan algunos lectores cuando no entienden nada. Pues sencilla­mente nada. No significa nada. Ni me propongo explicar nada ni aleccionar a nadie sobre nada.
Si acaso... recordar­nos a unas horas del filo y tránsito de un año a otro (otra convención, el tiempo, algo inventado pero que no existe) que pese a estar ensoberbecidos por la sensación de vivir una vida superior en esta ani­quiladora sociedad occidental, detrás de cada noche última del año, a partir del año 2001, ya no hay campanadas que anuncian un futuro luminoso y henchido de felicidad, sino un gong que, casi recién inaugurado el milenio, no hace más que marcar la cuenta atrás...

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