Ya escribí sobre esto, cuando el neocons Vargas que llena desde hace tiempo en España buena parte de los vacíos que dejan otros escritores no amparados en su pertenencia a la Real Academia de la Lengua, destinó un artículo en el año 2004, que publicó El País, dando amplia cobertura a la legitimidad y excelencias de la fiesta de los Toros. Siempre él tan sensitivo... No tengo ni idea de cómo son sus obras que le han dado tanto galardón, pero tampoco quiero saber nada de ser tan necio y desalmado. Por esto y por su indecente pensamiento sociopolítico.
Ahora, con motivo de este tímido proyecto de la ministra española sobre el asunto que consiste, al parecer, en que una vez martirizado el toro en la arena sea muerto fuera de la plaza -como mandan los cánones, no de la tauromaquia sino de la eutanasia humana aunque todavía no se aplique aquí como Dios manda-, vuelvo a unas reflexiones sobre fiesta tan inhumana como inexplicable en un país que se postula en tantas cosas campeón de la inteligencia.
Como ya hay tantos que, afortunadamente, viendo el asunto desde la óptica del toro y su inhumano trato se encargan sobradamente de analizarlo como la aberración social que es, yo doy a esto siempre otro sesgo que me parece incontestable. Pues si dejamos a un lado la primera premisa, la de que el toro ha de morir de todos modos, la segunda premisa echa por tierra cualquier conclusión que pretenda pasar por digna y racional. Pues en el “qué más da que muera a la vista de todos y en tales condiciones”, estriba la ignominia de los defensores de esta puerca delectación.
El centro de gravedad de esta inmundicia moral no está tanto en las torturas a que se le somete al animal y en la estocada final –que ya de por sí son terribles trances-, como en la miserable y primitiva manera de divertirse una plaza llena o semillena de seres humanos fijándose en lo que hace el matarife y no en el ser que sufre el martirio. Aquí, en ese hacer espectáculo y jolgorio del sufrimiento y de la muerte, estriba el horror y la repugnancia de la “Fiesta”.
Hacer espectáculo de la muerte de lo que sea: de un hombre retorciéndose en la silla eléctrica o de un perro cortado en trozos a la vista de todos, tirando de bota de vino, engalanados, sacando pañuelos, con fanfarrias incluidas... está el centro nervioso de una infamia que a sí misma se hace esa parte de la población emparentada con los “acostumbrados” durante siglos a cocer a un ser humano para comérselo después a tout y plein. Pues la antropofagia festejada es también una costumbre, y, por simple coherencia de que es “una costumbre”, deberíamos respetarla por las mismas razones que esgrimen quienes nos dicen que respetemos la de ensañarse, acribillar y matar al toro en presencia de miles de personas que van a disfrutar del espectáculo. Espectáculo y pretendido “arte” que tampoco se distingue gran cosa de ese otro de estrellar a una cabra desde el campanario consistiendo el “arte” en que sea la cabeza la primera parte del cuerpo que impacte con el suelo... Estos desalmados, seguro que también sabrán defender su fiesta.
En esto consiste el oprobio. Lo mismo que no es el desnudo lo obsceno sino quien lo mira con concupiscencia y al mismo tiempo no se arriesga a ser rechazado como cómplice de ese cuerpo que le excita pero ni sabe, o no puede, saber que está siendo observado, podríamos decir que la muerte y el martirio del toro no es lo peor, sino el voyeurismo al que van inseparablemente unidos.
No hay ética que no esté levantada sobre un andamiaje que se justifica por, o muy transparentes o por misteriosas, leyes universales. La monogamia, la poligamia y la poliandria, extendidas por el globo al fin y al cabo pese a que vayan éstas dos últimas a más y aquélla a menos, se combinan con otras curiosas uniones, como la familia sindiásmica en la que el padre -tutor y educador- después de por vida, es el hermano del padre biológico. ¿Qué ética aplicaríamos a esta costumbre? ¿La costumbre no está sujeta a ética aunque pasen los siglos y los siglos?
Numerosas costumbres son o deben sernos indiferentes si no nos erigimos en censores de la humanidad y aplicamos una óptica antropológica. Pero en el deleitarse con la muerte de un ser vivo, aunque sea un reptil, reside la más arcaica, salvaje, primitiva y ya, en el siglo en que vivimos, depravada condición de quienes defienden con uñas y dientes la “Fiesta”.
Cuando se abolió la esclavitud, también se cancelaron los contratos, perdieron muchos su trabajo y otros muchos se arruinaron. Para que eso no sucediera ¿tendría la humanidad que seguir soportándola y vacilar sobre si es o no civilizada? Digo esto, porque ésta es la cuarta pata de la silla en que descansa la retórica taurómaca: ¡cuánta gente vive de los Toros!
Quizá lo peor, lo más desalentador de la falta de sensibilidad está en que el “salvaje” encorbatado "no se da cuenta", no siente ni padece; sólo atiende al "arte" de torturar y de matar. Para nosotros, pobres racionales, el centro de gravedad no está, pues, tanto en la tragedia del animal sufriente, como en el hecho de presenciar y festejar su sufrimiento. A ver si se enteran de una vez los taurófilos y simpatizantes. Y a ver si se introduce esta filosofía tan sencilla, en la refutación del ya tan inmoral festejo.
Ahora, con motivo de este tímido proyecto de la ministra española sobre el asunto que consiste, al parecer, en que una vez martirizado el toro en la arena sea muerto fuera de la plaza -como mandan los cánones, no de la tauromaquia sino de la eutanasia humana aunque todavía no se aplique aquí como Dios manda-, vuelvo a unas reflexiones sobre fiesta tan inhumana como inexplicable en un país que se postula en tantas cosas campeón de la inteligencia.
Como ya hay tantos que, afortunadamente, viendo el asunto desde la óptica del toro y su inhumano trato se encargan sobradamente de analizarlo como la aberración social que es, yo doy a esto siempre otro sesgo que me parece incontestable. Pues si dejamos a un lado la primera premisa, la de que el toro ha de morir de todos modos, la segunda premisa echa por tierra cualquier conclusión que pretenda pasar por digna y racional. Pues en el “qué más da que muera a la vista de todos y en tales condiciones”, estriba la ignominia de los defensores de esta puerca delectación.
El centro de gravedad de esta inmundicia moral no está tanto en las torturas a que se le somete al animal y en la estocada final –que ya de por sí son terribles trances-, como en la miserable y primitiva manera de divertirse una plaza llena o semillena de seres humanos fijándose en lo que hace el matarife y no en el ser que sufre el martirio. Aquí, en ese hacer espectáculo y jolgorio del sufrimiento y de la muerte, estriba el horror y la repugnancia de la “Fiesta”.
Hacer espectáculo de la muerte de lo que sea: de un hombre retorciéndose en la silla eléctrica o de un perro cortado en trozos a la vista de todos, tirando de bota de vino, engalanados, sacando pañuelos, con fanfarrias incluidas... está el centro nervioso de una infamia que a sí misma se hace esa parte de la población emparentada con los “acostumbrados” durante siglos a cocer a un ser humano para comérselo después a tout y plein. Pues la antropofagia festejada es también una costumbre, y, por simple coherencia de que es “una costumbre”, deberíamos respetarla por las mismas razones que esgrimen quienes nos dicen que respetemos la de ensañarse, acribillar y matar al toro en presencia de miles de personas que van a disfrutar del espectáculo. Espectáculo y pretendido “arte” que tampoco se distingue gran cosa de ese otro de estrellar a una cabra desde el campanario consistiendo el “arte” en que sea la cabeza la primera parte del cuerpo que impacte con el suelo... Estos desalmados, seguro que también sabrán defender su fiesta.
En esto consiste el oprobio. Lo mismo que no es el desnudo lo obsceno sino quien lo mira con concupiscencia y al mismo tiempo no se arriesga a ser rechazado como cómplice de ese cuerpo que le excita pero ni sabe, o no puede, saber que está siendo observado, podríamos decir que la muerte y el martirio del toro no es lo peor, sino el voyeurismo al que van inseparablemente unidos.
No hay ética que no esté levantada sobre un andamiaje que se justifica por, o muy transparentes o por misteriosas, leyes universales. La monogamia, la poligamia y la poliandria, extendidas por el globo al fin y al cabo pese a que vayan éstas dos últimas a más y aquélla a menos, se combinan con otras curiosas uniones, como la familia sindiásmica en la que el padre -tutor y educador- después de por vida, es el hermano del padre biológico. ¿Qué ética aplicaríamos a esta costumbre? ¿La costumbre no está sujeta a ética aunque pasen los siglos y los siglos?
Numerosas costumbres son o deben sernos indiferentes si no nos erigimos en censores de la humanidad y aplicamos una óptica antropológica. Pero en el deleitarse con la muerte de un ser vivo, aunque sea un reptil, reside la más arcaica, salvaje, primitiva y ya, en el siglo en que vivimos, depravada condición de quienes defienden con uñas y dientes la “Fiesta”.
Cuando se abolió la esclavitud, también se cancelaron los contratos, perdieron muchos su trabajo y otros muchos se arruinaron. Para que eso no sucediera ¿tendría la humanidad que seguir soportándola y vacilar sobre si es o no civilizada? Digo esto, porque ésta es la cuarta pata de la silla en que descansa la retórica taurómaca: ¡cuánta gente vive de los Toros!
Quizá lo peor, lo más desalentador de la falta de sensibilidad está en que el “salvaje” encorbatado "no se da cuenta", no siente ni padece; sólo atiende al "arte" de torturar y de matar. Para nosotros, pobres racionales, el centro de gravedad no está, pues, tanto en la tragedia del animal sufriente, como en el hecho de presenciar y festejar su sufrimiento. A ver si se enteran de una vez los taurófilos y simpatizantes. Y a ver si se introduce esta filosofía tan sencilla, en la refutación del ya tan inmoral festejo.
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