Escribía hace unas semanas acerca de la superior utilidad social y moral del concepto afecto sobre el concepto amor: un sentimiento tan desacreditado hoy día como causa de felicidad volátil que no compensa el dolor profundo y la amargura prolongada que su ausencia nos produce... Y lo relegaba demasiado -ahora lo comprendo bien- porque, vitaliciamente despechado, lo tenía olvidado.
Pero hoy, bajo los efectos narcotizantes de la conmoción que me ha producido el despertar de una poetisa, despierto yo a mi vez a la obviedad de que sólo vivimos conscientes dos tercios de nuestra vida. Y cuando estamos en vigilia, parte de nuestra energía total va destinada a procuramos el recurso apropiado a cada circunstancia para perder lo más posible la consciencia. A esto, al enajenarnos, y al vivir fuera del yugo de ésta, lo llamamos vivir bien, vivir felices. ¡Qué astuta y repugnante paradoja! La existencia de los sesenta segundos implacables de que se compone cada minuto son insoportables. Los psicólogos nos desmenuzan en un plis plas el proceso del amor. Pueden explicárnoslo fría, calculada, prosaica y, cómo no, “científicamente”. Pero nunca me han interesado sus cuitas. Me fastidian. La mayoría de las cosas, precisamente las más valiosas, como la paz y el amor, son demasiado importantes como para dejarlas en manos de los expertos.
Nunca acepto de buen grado la opinión del superentendido en la materia de su intelección: todos la ofuscan, se ofuscan y, lo que es peor, nos ofuscan. Pues el instinto que hay en el amor es, con mucho, más seguro y existencialmente valioso que el de ponernos a los pies de la razón.
Si alguien piensa que ahora estoy delirando, porque no sé a que carta quedarme, es porque no se dio cuenta de que cuando afirmo la superioridad del afecto sobre el amor, lo contextualizo en la esfera exclusiva del sentimiento social: “no ames a tu prójimo, ténle afecto” sería la semilla a mi juicio mucho más fértil que la otra...
Pero en el terreno interpersonal, sé bien que me defendía con tino cuando, en el año 86, me decía a mí mismo en la máxima III de Un Código para no ser infeliz: “No te empeñes en ser feliz. Conténtate con no ser desgraciado. La felicidad no existe en estado puro, porque siendo un bienestar momentáneo va asociado a la tristeza anticipada de perderla”.
Opinaba, y sigo opinando, que, desde el desideratum del orgasmo, pasando por la droga del trabajo o por el estupefaciente en sí, hasta la consunción del yo en la molicie, e incluso la disolución del yo en la inane vida contemplativa del monasterio, todo está orientado a salir de nuestro yo; ese maldito yo, como decía Cioran...
¡Qué tendrá ese yo que tanto mimamos, engalanamos e hinchamos por un lado, mientras por otro siempre estamos deseosos de desprendernos de él! Vivo sin vivir en mí, tú eres mi vida, te llevo dentro, te necesito... ¿no será porque, yo sólo, yo conmigo mismo, no puedo soportarme y preciso de alguien que me ayude a tenerme en pie? Lo malo del asunto cuando aparece quien está dispuesto a prestar tan gustosamente esa ayuda porque además le va a servir de contraprestación para recibir la suya -y puesto que es tan divino como imposible que exista una exacta reciprocidad- es que, dada esa casi siempre segura asimetría entre el que más ama de los dos o entre el que ama y el que se deja amar “no basta levantar al caído, luego hay que sostenerle”, advertía Shakespeare.
Anhelo, sueño, mito, fabular, mística, morir de amor, todo significa una sola y la misma cosa: despojarnos de nuestra mísera y calderoniana condición para que sea otro u otra quien soporte lo que nosotros, a solas, no podemos soportar. Pedimos ayuda. Esto, y nada más y nada menos que esto es lo que hay tras el amor. Eso es lo que en medio de todo me hace pensar que pese a que había olvidado al verdadero, o precisamente por eso, debo reafirmarme en la superioridad moral del simple afecto como pauta general.
Lo sabe bien quien ha sido distinguido por los dioses; cuando los dioses le han privilegiado con la chispa que salió de la yesca que frotó accidentalmente el pedernal, sabe qué es "realmente" eso que tan engoladamente llamamos amor desde que salimos de la jungla que compartimos con primates: extraordinaria expansión del alma, pero a la postre vehículo que nos permite traspasar, más que compartir, nuestra pesada carga al otro, la mayoría de las veces, o sublime pretexto que sirve de alimento al espíritu creativo de las almas superiores, las menos. Y en ambos pilares creo descansa la causa final de su invención.
Pero hoy, bajo los efectos narcotizantes de la conmoción que me ha producido el despertar de una poetisa, despierto yo a mi vez a la obviedad de que sólo vivimos conscientes dos tercios de nuestra vida. Y cuando estamos en vigilia, parte de nuestra energía total va destinada a procuramos el recurso apropiado a cada circunstancia para perder lo más posible la consciencia. A esto, al enajenarnos, y al vivir fuera del yugo de ésta, lo llamamos vivir bien, vivir felices. ¡Qué astuta y repugnante paradoja! La existencia de los sesenta segundos implacables de que se compone cada minuto son insoportables. Los psicólogos nos desmenuzan en un plis plas el proceso del amor. Pueden explicárnoslo fría, calculada, prosaica y, cómo no, “científicamente”. Pero nunca me han interesado sus cuitas. Me fastidian. La mayoría de las cosas, precisamente las más valiosas, como la paz y el amor, son demasiado importantes como para dejarlas en manos de los expertos.
Nunca acepto de buen grado la opinión del superentendido en la materia de su intelección: todos la ofuscan, se ofuscan y, lo que es peor, nos ofuscan. Pues el instinto que hay en el amor es, con mucho, más seguro y existencialmente valioso que el de ponernos a los pies de la razón.
Si alguien piensa que ahora estoy delirando, porque no sé a que carta quedarme, es porque no se dio cuenta de que cuando afirmo la superioridad del afecto sobre el amor, lo contextualizo en la esfera exclusiva del sentimiento social: “no ames a tu prójimo, ténle afecto” sería la semilla a mi juicio mucho más fértil que la otra...
Pero en el terreno interpersonal, sé bien que me defendía con tino cuando, en el año 86, me decía a mí mismo en la máxima III de Un Código para no ser infeliz: “No te empeñes en ser feliz. Conténtate con no ser desgraciado. La felicidad no existe en estado puro, porque siendo un bienestar momentáneo va asociado a la tristeza anticipada de perderla”.
Opinaba, y sigo opinando, que, desde el desideratum del orgasmo, pasando por la droga del trabajo o por el estupefaciente en sí, hasta la consunción del yo en la molicie, e incluso la disolución del yo en la inane vida contemplativa del monasterio, todo está orientado a salir de nuestro yo; ese maldito yo, como decía Cioran...
¡Qué tendrá ese yo que tanto mimamos, engalanamos e hinchamos por un lado, mientras por otro siempre estamos deseosos de desprendernos de él! Vivo sin vivir en mí, tú eres mi vida, te llevo dentro, te necesito... ¿no será porque, yo sólo, yo conmigo mismo, no puedo soportarme y preciso de alguien que me ayude a tenerme en pie? Lo malo del asunto cuando aparece quien está dispuesto a prestar tan gustosamente esa ayuda porque además le va a servir de contraprestación para recibir la suya -y puesto que es tan divino como imposible que exista una exacta reciprocidad- es que, dada esa casi siempre segura asimetría entre el que más ama de los dos o entre el que ama y el que se deja amar “no basta levantar al caído, luego hay que sostenerle”, advertía Shakespeare.
Anhelo, sueño, mito, fabular, mística, morir de amor, todo significa una sola y la misma cosa: despojarnos de nuestra mísera y calderoniana condición para que sea otro u otra quien soporte lo que nosotros, a solas, no podemos soportar. Pedimos ayuda. Esto, y nada más y nada menos que esto es lo que hay tras el amor. Eso es lo que en medio de todo me hace pensar que pese a que había olvidado al verdadero, o precisamente por eso, debo reafirmarme en la superioridad moral del simple afecto como pauta general.
Lo sabe bien quien ha sido distinguido por los dioses; cuando los dioses le han privilegiado con la chispa que salió de la yesca que frotó accidentalmente el pedernal, sabe qué es "realmente" eso que tan engoladamente llamamos amor desde que salimos de la jungla que compartimos con primates: extraordinaria expansión del alma, pero a la postre vehículo que nos permite traspasar, más que compartir, nuestra pesada carga al otro, la mayoría de las veces, o sublime pretexto que sirve de alimento al espíritu creativo de las almas superiores, las menos. Y en ambos pilares creo descansa la causa final de su invención.
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