12 diciembre 2006

Otro fracaso de la democracia liberal

No lo olvidaremos jamás. Su heroica hazaña empezó un 11 de setiembre de 1973. Al mando de un ejército y apadri­nado por su patrón, el Nobel de la Paz y yanqui Kissinger, bom­bar­dea el Palacio presidencial de la Moneda y abate a tiros al pre­sidente electo Salvador Allende para adueñarse él del po­der. A partir de ese día y hasta que se cansó, sus crímenes alevosos, sus torturas y sus rapiñas mientras co­mulgaba, se sucedieron año tras año ante la indiferencia o el plácet de esos países, de esa "comunidad interna­cional" que no se lo ha pen­sado para sentar en cam­bio en el ban­qui­llo a Milose­vic y a Hussein, arra­sando de paso el país de este último y cau­sando ya cerca del millón de muertos.

Que no nos vengan ahora los medios, los expertos, los po­li­tólogos, los analistas y los historiadores del presente con que Pinochet ha muerto sin ser sentenciado porque ha te­nido un equipo de aboga­dos habilidosos que han conse­guido, me­diante ardides le­gales, no sentarle en el banquillo. Que no nos vengan fabu­lando con la existencia de legule­yos mágicos en la demo­cracia liberal. Esos que sólo existen en el prota­go­nismo de las pe­lículas de cuota hollywoodense en casi todos los paí­ses. Esos tipos convertidos en héroe para reforzar la farsa de que el éxito profe­sional pro­viene del es­fuerzo, de la pericia y del ingenio indi­vidual; para im­buirnos de la ingenua idea de que el triunfo social de­pende de esos atributos y no del azar, unas ve­ces, y la ma­yoría de las restantes de la arti­maña ras­trera. Sobre todo, de que el mo­delo democrático libe­ral premia la trapisonda, y más si su ca­pacidad al tra­pi­sondista le viene de casta socialmente consoli­dada o del po­der sin más...

Dígase de una vez. No haber sentado en el banquillo a Pi­no­chet y haber dado lugar a que muera libre es un fra­caso. Otro fracaso más de los muchos, entre lo estentóreo y lo ridículo, de la de­mocracia liberal. Esa democracia que sí sentó en pé­simas condiciones de salud a Milosevic o a Hus­sein. El fra­caso em­pieza en otra treta, pero ésta supuesta­mente demo­crática impuesta por la “comuni­dad”, la treta ins­titu­cional por antonomasia. La que es­triba en pregonar que en estas democracias liberales es el pue­blo el que por delega­ción gobierna, cuando no es ver­dad. El pue­blo, de­ntro del magma social, es el que menos pinta. Gobier­nan -no nos cansa­remos de decirlo- el poder econó­mico, el me­diático, el polí­tico y el re­ligioso. Hoy por este or­den, como antaño fue en el orden in­verso.

Por eso ocurren cosas como ésta. Hechos que ponen en ab­soluta evidencia la trampa de las trampas. Y la trampa de las trampas es que mientras un ciudadano del pueblo puede pa­sarse su vida entre rejas como reicidente por apenas nada o por nada, un genocida se va a la tumba en­vuelto en la horrenda escenificación a lo largo de 16 años -se dice pronto- del amagar y no dar. Trampa que se com­pleta en esta clase de democracias con esa otra cínica del principio jurídico-polí­tico de que "la ley es igual para todos, pero no todos son iguales ante la ley". ¿Por qué, de qué, en base a qué esa prebenda? ¿de dónde viene esta miserable zala­garda que nos instituye desiguales en lugar de corregir las des­igualda­des naturales?

Conociendo como conocemos el sistema, la condición humana, la propensión a ser implacable la Justicia con el dé­bil y benévola con el necio ilustrado; conociendo la habili­dad no de los abogados sino de la propia Justicia, del poder eje­cutivo y del poder legislativo -todos lacayos de los cita­dos poderes reales- para disculpar exculpar a los iconos, estaba cantado (o anun­ciado para ser más lite­rario) que éste iba ser el final feliz, más bien triunfal, del mayor cri­mi­nal que precede a Bush. Un criminal que lo fue, además y para mayor des­honor suyo, de la de­mocracia de su país y de la mundial, de sus propios conciudadanos: Pi­nochet.

No hay abogado tan hábil ni Justicia tan esmerada que pue­dan explicar convincentemente el por qué de haberse li­brado un criminal de semejante envergadura no ya de su eje­cución en la horca o fusilado, sino de una simple senten­cia condena­toria pese a estar incurso en 300 causas desde 1998. Tres­cientas causas después de haber inten­tado la pri­mera aco­me­tida contra su figura un juez español en 1989, cuando pi­dió sin éxito a la Gran Bretaña, donde se encon­traba en­ton­ces el miserable, su deten­ción y ex­tradic­ción. El primer fra­caso en este asunto, de la propia democra­cia y en concreto de la democracia an­glosajona. La Gran Bretaña, la cuna de la democracia de Churchill, constitutiva de las cas­tas sociales sin nombrarlas a diferen­cia de la cul­tura India...

En resumen, la muerte impune de Pinochet ha sido debida a la repugnante indulgencia del sistema democrático con quien le conviene. Ese sistema que explica el por qué la práctica mi­tad de los latinoamericanos está en contra de la demo­cracia li­beral. Al pueblo se le engaña, atrayendo a la causa del sis­tema a la mitad más uno. El resto sabe bien que en las de­mocracias liberales en absoluto gobierna el pueblo. Ya lo he dicho. Pero para mayor precisión concep­tual, dígase otra vez quién y qué gobiernan: el di­nero, las pistolas de los cuerpos arma­dos y los telepredicado­res... Hasta los políti­cos son títeres.

Pinochet era una ignominia viviente, y ahora un espectro que (como más tarde lo será Bush) quiebra, arruina y empor­quece a la democracia liberal; ésa que desaprueba en con­junto la mitad de los latinoamericanos y rige, pese a tan apa­ratosa arro­gancia, sólo en un tercio de la humanidad: justo la más avanzada en la fabricación de bagatelas pero también la más atra­sada moralmente.

La democracia ateniense condenó a Sócrates por impie­dad, esto es, por disentir, y Sócrates tomó la cicuta. Compa­remos lo que es “la democracia” con estas piltrafas que fun­cionan como imitaciones suyas...



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