No lo olvidaremos jamás. Su heroica hazaña empezó un 11 de setiembre de 1973. Al mando de un ejército y apadrinado por su patrón, el Nobel de la Paz y yanqui Kissinger, bombardea el Palacio presidencial de la Moneda y abate a tiros al presidente electo Salvador Allende para adueñarse él del poder. A partir de ese día y hasta que se cansó, sus crímenes alevosos, sus torturas y sus rapiñas mientras comulgaba, se sucedieron año tras año ante la indiferencia o el plácet de esos países, de esa "comunidad internacional" que no se lo ha pensado para sentar en cambio en el banquillo a Milosevic y a Hussein, arrasando de paso el país de este último y causando ya cerca del millón de muertos.
Que no nos vengan ahora los medios, los expertos, los politólogos, los analistas y los historiadores del presente con que Pinochet ha muerto sin ser sentenciado porque ha tenido un equipo de abogados habilidosos que han conseguido, mediante ardides legales, no sentarle en el banquillo. Que no nos vengan fabulando con la existencia de leguleyos mágicos en la democracia liberal. Esos que sólo existen en el protagonismo de las películas de cuota hollywoodense en casi todos los países. Esos tipos convertidos en héroe para reforzar la farsa de que el éxito profesional proviene del esfuerzo, de la pericia y del ingenio individual; para imbuirnos de la ingenua idea de que el triunfo social depende de esos atributos y no del azar, unas veces, y la mayoría de las restantes de la artimaña rastrera. Sobre todo, de que el modelo democrático liberal premia la trapisonda, y más si su capacidad al trapisondista le viene de casta socialmente consolidada o del poder sin más...
Dígase de una vez. No haber sentado en el banquillo a Pinochet y haber dado lugar a que muera libre es un fracaso. Otro fracaso más de los muchos, entre lo estentóreo y lo ridículo, de la democracia liberal. Esa democracia que sí sentó en pésimas condiciones de salud a Milosevic o a Hussein. El fracaso empieza en otra treta, pero ésta supuestamente democrática impuesta por la “comunidad”, la treta institucional por antonomasia. La que estriba en pregonar que en estas democracias liberales es el pueblo el que por delegación gobierna, cuando no es verdad. El pueblo, dentro del magma social, es el que menos pinta. Gobiernan -no nos cansaremos de decirlo- el poder económico, el mediático, el político y el religioso. Hoy por este orden, como antaño fue en el orden inverso.
Por eso ocurren cosas como ésta. Hechos que ponen en absoluta evidencia la trampa de las trampas. Y la trampa de las trampas es que mientras un ciudadano del pueblo puede pasarse su vida entre rejas como reicidente por apenas nada o por nada, un genocida se va a la tumba envuelto en la horrenda escenificación a lo largo de 16 años -se dice pronto- del amagar y no dar. Trampa que se completa en esta clase de democracias con esa otra cínica del principio jurídico-político de que "la ley es igual para todos, pero no todos son iguales ante la ley". ¿Por qué, de qué, en base a qué esa prebenda? ¿de dónde viene esta miserable zalagarda que nos instituye desiguales en lugar de corregir las desigualdades naturales?
Conociendo como conocemos el sistema, la condición humana, la propensión a ser implacable la Justicia con el débil y benévola con el necio ilustrado; conociendo la habilidad no de los abogados sino de la propia Justicia, del poder ejecutivo y del poder legislativo -todos lacayos de los citados poderes reales- para disculpar exculpar a los iconos, estaba cantado (o anunciado para ser más literario) que éste iba ser el final feliz, más bien triunfal, del mayor criminal que precede a Bush. Un criminal que lo fue, además y para mayor deshonor suyo, de la democracia de su país y de la mundial, de sus propios conciudadanos: Pinochet.
No hay abogado tan hábil ni Justicia tan esmerada que puedan explicar convincentemente el por qué de haberse librado un criminal de semejante envergadura no ya de su ejecución en la horca o fusilado, sino de una simple sentencia condenatoria pese a estar incurso en 300 causas desde 1998. Trescientas causas después de haber intentado la primera acometida contra su figura un juez español en 1989, cuando pidió sin éxito a la Gran Bretaña, donde se encontraba entonces el miserable, su detención y extradicción. El primer fracaso en este asunto, de la propia democracia y en concreto de la democracia anglosajona. La Gran Bretaña, la cuna de la democracia de Churchill, constitutiva de las castas sociales sin nombrarlas a diferencia de la cultura India...
En resumen, la muerte impune de Pinochet ha sido debida a la repugnante indulgencia del sistema democrático con quien le conviene. Ese sistema que explica el por qué la práctica mitad de los latinoamericanos está en contra de la democracia liberal. Al pueblo se le engaña, atrayendo a la causa del sistema a la mitad más uno. El resto sabe bien que en las democracias liberales en absoluto gobierna el pueblo. Ya lo he dicho. Pero para mayor precisión conceptual, dígase otra vez quién y qué gobiernan: el dinero, las pistolas de los cuerpos armados y los telepredicadores... Hasta los políticos son títeres.
Pinochet era una ignominia viviente, y ahora un espectro que (como más tarde lo será Bush) quiebra, arruina y emporquece a la democracia liberal; ésa que desaprueba en conjunto la mitad de los latinoamericanos y rige, pese a tan aparatosa arrogancia, sólo en un tercio de la humanidad: justo la más avanzada en la fabricación de bagatelas pero también la más atrasada moralmente.
La democracia ateniense condenó a Sócrates por impiedad, esto es, por disentir, y Sócrates tomó la cicuta. Comparemos lo que es “la democracia” con estas piltrafas que funcionan como imitaciones suyas...
Que no nos vengan ahora los medios, los expertos, los politólogos, los analistas y los historiadores del presente con que Pinochet ha muerto sin ser sentenciado porque ha tenido un equipo de abogados habilidosos que han conseguido, mediante ardides legales, no sentarle en el banquillo. Que no nos vengan fabulando con la existencia de leguleyos mágicos en la democracia liberal. Esos que sólo existen en el protagonismo de las películas de cuota hollywoodense en casi todos los países. Esos tipos convertidos en héroe para reforzar la farsa de que el éxito profesional proviene del esfuerzo, de la pericia y del ingenio individual; para imbuirnos de la ingenua idea de que el triunfo social depende de esos atributos y no del azar, unas veces, y la mayoría de las restantes de la artimaña rastrera. Sobre todo, de que el modelo democrático liberal premia la trapisonda, y más si su capacidad al trapisondista le viene de casta socialmente consolidada o del poder sin más...
Dígase de una vez. No haber sentado en el banquillo a Pinochet y haber dado lugar a que muera libre es un fracaso. Otro fracaso más de los muchos, entre lo estentóreo y lo ridículo, de la democracia liberal. Esa democracia que sí sentó en pésimas condiciones de salud a Milosevic o a Hussein. El fracaso empieza en otra treta, pero ésta supuestamente democrática impuesta por la “comunidad”, la treta institucional por antonomasia. La que estriba en pregonar que en estas democracias liberales es el pueblo el que por delegación gobierna, cuando no es verdad. El pueblo, dentro del magma social, es el que menos pinta. Gobiernan -no nos cansaremos de decirlo- el poder económico, el mediático, el político y el religioso. Hoy por este orden, como antaño fue en el orden inverso.
Por eso ocurren cosas como ésta. Hechos que ponen en absoluta evidencia la trampa de las trampas. Y la trampa de las trampas es que mientras un ciudadano del pueblo puede pasarse su vida entre rejas como reicidente por apenas nada o por nada, un genocida se va a la tumba envuelto en la horrenda escenificación a lo largo de 16 años -se dice pronto- del amagar y no dar. Trampa que se completa en esta clase de democracias con esa otra cínica del principio jurídico-político de que "la ley es igual para todos, pero no todos son iguales ante la ley". ¿Por qué, de qué, en base a qué esa prebenda? ¿de dónde viene esta miserable zalagarda que nos instituye desiguales en lugar de corregir las desigualdades naturales?
Conociendo como conocemos el sistema, la condición humana, la propensión a ser implacable la Justicia con el débil y benévola con el necio ilustrado; conociendo la habilidad no de los abogados sino de la propia Justicia, del poder ejecutivo y del poder legislativo -todos lacayos de los citados poderes reales- para disculpar exculpar a los iconos, estaba cantado (o anunciado para ser más literario) que éste iba ser el final feliz, más bien triunfal, del mayor criminal que precede a Bush. Un criminal que lo fue, además y para mayor deshonor suyo, de la democracia de su país y de la mundial, de sus propios conciudadanos: Pinochet.
No hay abogado tan hábil ni Justicia tan esmerada que puedan explicar convincentemente el por qué de haberse librado un criminal de semejante envergadura no ya de su ejecución en la horca o fusilado, sino de una simple sentencia condenatoria pese a estar incurso en 300 causas desde 1998. Trescientas causas después de haber intentado la primera acometida contra su figura un juez español en 1989, cuando pidió sin éxito a la Gran Bretaña, donde se encontraba entonces el miserable, su detención y extradicción. El primer fracaso en este asunto, de la propia democracia y en concreto de la democracia anglosajona. La Gran Bretaña, la cuna de la democracia de Churchill, constitutiva de las castas sociales sin nombrarlas a diferencia de la cultura India...
En resumen, la muerte impune de Pinochet ha sido debida a la repugnante indulgencia del sistema democrático con quien le conviene. Ese sistema que explica el por qué la práctica mitad de los latinoamericanos está en contra de la democracia liberal. Al pueblo se le engaña, atrayendo a la causa del sistema a la mitad más uno. El resto sabe bien que en las democracias liberales en absoluto gobierna el pueblo. Ya lo he dicho. Pero para mayor precisión conceptual, dígase otra vez quién y qué gobiernan: el dinero, las pistolas de los cuerpos armados y los telepredicadores... Hasta los políticos son títeres.
Pinochet era una ignominia viviente, y ahora un espectro que (como más tarde lo será Bush) quiebra, arruina y emporquece a la democracia liberal; ésa que desaprueba en conjunto la mitad de los latinoamericanos y rige, pese a tan aparatosa arrogancia, sólo en un tercio de la humanidad: justo la más avanzada en la fabricación de bagatelas pero también la más atrasada moralmente.
La democracia ateniense condenó a Sócrates por impiedad, esto es, por disentir, y Sócrates tomó la cicuta. Comparemos lo que es “la democracia” con estas piltrafas que funcionan como imitaciones suyas...
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