01 diciembre 2006

La discrepancia y el estilo


Decíamos ayer que a tantos españoles arrogantes, los más sobresalientes por nada, les gusta discrepar, tienen siempre en la punta de la boca el "no estoy de acuerdo", el "no com­parto su tesis"... Y además, si se mira bien, ello es así en cuestiones la mayoría de los casos irrelevantes, aun­que sean teológicas o en último término controvertibles pero en las que caben opciones que no se contradicen porque a menudo puede ser complementarias. Pues cuando están en las antí­podas a nadie en su sano juicio se le ocurre insistir o porfiar (salvo en parlamentos y espacios televisivos que vi­ven de semejante estupidez, es decir del espectáculo bo­chornoso de un tozudo o una recalcitrante enfrentados a una persona ra­zonable) sabiendo de antemano que el otro no escucha afe­rrado a su idea que no suele ser suya pero sobre ella se sos­tiene casi todo su yo...

Aquí radica uno de los motivos por los que uno se siente vi­viendo en un país campeón de la discusión de la que no sale nunca nada en limpio. Nadie aprende nada después de ella porque todos se quedan en sus trece... De la discusión y de la contradicción aquí jamás sale luz alguna por mucho que se esgrima el tópico para persistir en la tontuna. En rea­lidad sólo se aprende de verdad a través de la observación y de la lec­tura atentas. Se aprende, porque sin cháchara por medio hay lugar a meditar...

Bien sea porque el dogmatismo y el absolutismo, como de­cía ayer, han hecho estragos irreparables que obstruyen ideas nuevas y frescas, bien porque se encuentra verdade­ramente placer directo en la discusión, el caso es que en este país se vive del juicio previo, del prejuicio, de las ideas de granito (de otros) solidificadas en las mentes sin some­terlas a examen.

En España no hay ideas, ni buenas ni ma­las. No hay ideas o, para no ser negativista, apenas las hay. Todas, casi todas son de imitación. Las auténticas que hay están en el éter de las habitaciones de los sesudos, y los que las tienen son anó­ni­mos, viven solitariamente y no suelen querer saber nada de lo que dicen otros sencilla­mente porque siempre es más de lo mismo. Los talentos son muy escasos y han de pensárselo mucho, antes de ex­ponerse a hacer fácilmente el ridículo.

No extraña en absoluto que en España no haya propia­mente Ciencia. Los cerebros se van, pues sometidos al ju­rado de la inteligencia colectiva o de pequeños grupos cho­can como las olas contra los rompientes. Tampoco sor­prende que no haya estadistas. Los que podrían serlo se abstienen, pues es de­masiado duro luchar con un mínimum de sosiego y de espe­ranza contra legiones de energúme­nos y pendencieros en unos casos, y en el mejor de otros contra puñados de listos con multitud de ideas, discutidores, que incordian pero no quieren asumir tampoco responsabili­dades. Lo que les gusta es oponerse. Estos son dos ejem­plos solamente. Pero po­dríamos seguir hasta encontrar las raíces de unos celtíberos tan indómitos como necios. Ya lo decía Unamuno: ¿De qué habláis para oponerme?

Se comprende que España esté dividida casi irreconcilia­blemente. Se mantendrá así hasta pasados siglos mientras no se instaure el Estado Federal y la República.

Las posturas de esos "sobresalientes" en cuestiones de todo tipo pero principalmente políticas, religiosas y sociales son in­compatibles como el agua y el aceite. Hasta letrados en Justi­cia por la universidad, como la ínclita Ana Botella, esposa del no menos ínclito Aznar, inspector de Hacienda, confunden la "justicia social" que se incorpora a la Ley de Dependencia, con la caridad y la beneficencia de que se vanagloria en su concejalía...

Mientras Alemania, por ejemplo, busca reforzar con refor­mas educativas su histórico saber en Ciencia y Humanida­des para recobrar el prestigio que tuvo antes de la nazisti­zación, con universidades concebidas bajo dos principios: el de dife­renciación y competitividad, en España todo el es­fuerzo hecho por el gobierno con muchas menos pretensio­nes es enervado por las exigencias y enredos de los obis­pos y sus seguidores políticos para mantener una ense­ñanza religiosa (católica y nacionalista, claro está) inexcu­sable en toda clase de Centros.

Pero aun dentro de los que profesan ideas políticas, so­cia­les, arreligiosas, morales o pedagógicas más homogé­neas y muy alejadas de las académicas y ortodoxas dicta­das por Dios sabe quién, tampoco hay mucho más entendi­miento. El "no comparto su teoría", el "no estoy de acuerdo" va siempre por delante de la reflexión que llevaría a com­prender que tanto lo que dice el interlocutor como lo que vamos a añadir como supuestamente opuesto a lo que dice el otro, son casi siempre del mismo material, y que con la suma de ambas orientaciones se puede llegar a posiciones intelectuales tan sólidas o más que ambas por separado.

Esto sucede constantemente en política, en Ciencia, en Me­dicina, en Derecho y en pedagogía. Métodos de todas clases que son ramas del mismo tronco que, en lugar de funcionar complementariamente luchan a brazo partido por prevalecer sobre los demás y si es posible para suprimirlos del mapa.

Sócrates, la lógica formal, el catolicismo fundamentalista y otros factores tienen mucha culpa de la falta de entendi­miento generalizado en un país en el fondo mucho más amante de la guerra que de la paz. (Sólo quienes tienen por objetivo el di­nero, como las bandas gansteriles, se unen y se comprenden bien. Por eso están tan unidos, como una piña).

El “sí pero...”, el “estoy de acuerdo pero...”, el “sus ideas son válidas, pero... también podemos añadir las mías” son fórmu­las que facilitan no sólo el diálogo, sino sobre todo la convi­vencia y la dialéctica política y la de todas clases. En la televi­sión, en el parlamento, en la familia y en la pareja. Pero muy rara vez las escuchamos. Y si es así, será extranjero.

España, tal como está políticamente configurada, no tiene remedio. Siempre seguirá siendo la antesala de las repúbli­cas bananeras donde el grueso de la población se santigua a to­das horas, mientras los caciques y señores de la dema­gogia deciden todo por ellos llenándose los bolsillos.

Disentir categóricamente es tan dogmático y odioso como afirmar categóricamente. Salvo en las proposiciones sobre hechos físicos -afirmar "esta es una rosa amarilla", por ejem­plo, aunque también el afirmante puede ser daltónico-, en todo lo demás -la abstracción- cabe cualquier cosa. Las con­clusiones de cada cual dependen de varios factores y no sólo del "yo pienso así". Una visión optimista o pesimista de la vida o del futuro depende más de cómo hayamos dormido la noche anterior, de si hace sol o está nublado, de si nos han dado una buena noticia o una mala, de si acabamos de hacer el amor a gusto o no lo hacemos desde hace un año o no lo hemos hecho nunca, o de que persista el rencor por un abuso cualquiera; más de todo eso que de la reflexión perso­nal.

Las ideas, las proposiciones filosóficas y ordinarias circu­lan así. Decimos esto y luego somos esclavos de lo di­cho res­pecto de quienes nos lo han escuchado. Todos es­tamos al acecho de la contradicción de los demás y poco de las nues­tras. Todos vigilamos nuestra aversión contra lo que sea y co­ntra quien sea, y nuestra predilección sobre lo que sea y so­bre quien sea y buscamos adeptos contra ellos o a favor de ellos. Hace muchos años pudimos habernos co­mido los san­tos, como vulgarmente se dice, y hoy somos los mayores enemigos de los santos. Pudimos haber mili­tado con entu­siasmo en un partido político o en un club, y hoy somos sus mayores enemigos.

Pero el caso es que lo que nos distingue por encima de to­das las cosas, después de la condición natu­ral, es el estilo personal. Jack Lang, mi­nistro de cultura francés, decía que la cultura es la vida. Yo creo que el estilo es la persona. Hay in­digentes señores y aristó­cratas patanes, hay ignorantes sa­bios y sabihondos igno­rantes. Hay escritores y músicos que venden mucho por mer­cado­tecnia pero abu­rren porque no expresan nada sustancioso destinado a quienes tampoco tie­nen sustancia (y abundan mucho más que los que tienen algo más en la mollera), y en cambio otros desconocidos, con su verbo certero o con su partitura, asombran en círculos re­duci­dos o quizá secretos. Aquí, en la Red, hay muchos y muchas.

Lo sé por experiencia, pues hace mucho que dejé de asistir a conferencias en las que no escuchaba más que tó­picos o adoctrinamientos bajo la capa de charlas retórica­mente bien construidas e incluso divertidas. En esto se pin­taba solo -lo recuerdo muy bien- la superestrella Fernando Savater. Pero ni mucho menos era, ni es, la única.
La cuestión es que el estilo personal, más que la "razón", que siempre habrá de ser parcial, que encierre su alegato si­gue siendo, a mi juicio, fundamental para exaltar a un disi­dente como para arrojarlo a los infiernos.

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