30 noviembre 2006

La discrepancia y el silencio

En este país los que más dicen amar la paz son los mis­mos que la hacen imposible. Disfrutan con la confrontación, con la discrepancia y con el permanente "no estoy de acuerdo". Po­dría­mos decir que casi todo lo referente a la vida pública –pero también la privada- descansa en esa sin­gular diver­sión. Como si fuera aburrido conciliar. Como si unos fueran ab­so­lutamente inteligentes y otros absolu­ta­mente tontos. No es posible ver de otra manera este asunto cuando las posi­ciones de las partes son siempre tan dispa­res aunque estén levan­tadas a menudo sobre el vacío o so­bre la nada. Pa­rece que sólo por la disidencia y por la pen­dencia las cosas pueden crecer hacia algo mejor. Como si por el mero hecho de vivir en democracia y de tener libertad de expresión fuese precep­tivo ejercerla y practicar la disen­sión.

En todo caso, una cosa es discrepar "razonablemente", y otra dis­crepar negando evidencias, inventando hechos, di­chos o circunstan­cias que no existieron, o discrepar por dis­crepar, es decir, hablar por hablar. Esto en la so­ciedad es­pañola es moneda de uso común. Se aburren las gentes en­rique­ciendo, implementando o matizando con las suyas y con sus puntos de vista, las verdades del oponente al que convier­ten automáticamente más que en antagonista, en ene­migo.

Este amor por la disensión proviene de diversas causas. Unas ve­ces es consecuencia simplemente del carác­ter per­sonal aunque el ca­rácter es a su vez en buena medida pro­ducto de la educa­ción y de la cuna. Otras ve­ces es fruto de la con­taminación mental: unos emponzoñan a otros. Otras depende del tipo de economía de base de cada cual, pues no es lo mismo tener las espaldas cubiertas dependiendo de un sueldo fijo y seguro aunque sea corto, que buscarse la vida un día tras otro o sólo pensar en medrar a base del “pelotazo”. Otras, de la clase de empleo, pues no es lo mismo des­empeñar una ocupación alienante asociada fre­cuente­mente en esta sociedad ultra­ca­pitalista al engaño o a la habilidad para se­ducir, que componer música, pintar o escribir aunque no se gane un duro... Otras veces, en fin, depende del estado de ánimo y del ángulo en que nos si­tuemos para observar una deter­minada realidad.

¿Por qué tanto regusto en la discrepancia y tan poco pla­cer por el pacto? Esto, la tozudez, la intransigencia, la into­lerancia ¿no será consecuencia del dogmatismo religioso y del ab­solutismo político que no acaban de erradicarse de la ca­beza y del alma de los habitantes de este país tan acos­tumbrado a ellos?

Envidio a esas sociedades nordeuropeas y orientales desde donde jamás nos llega el retumbar de tambo­res de guerra...

Disentimos, pues, a todas horas. Pero es curioso, en el fondo disenti­mos en lo trivial. Porque en los hechos gravísi­mos por los que últimamente atraviesa el mundo hay un acuerdo tácito en la vida pública amasado a base de... si­lencio. Ante lo monstruoso podría decirse que no hay disen­sión. Asun­tos como la invasión y ocupa­ción de Afganistán e Irak, la continuidad en la ocupación de am­bos países, el descargar toda su fuerza bruta Israel sobre palestinos y li­baneses, el sobredimensio­nar deliberada­mente el terro­rismo concreto pero al mismo tiempo de difuso origen para justifi­car acciones abyectas y de dominio so­bre el planeta son cuestiones en las que existe casi un acuerdo total entre to­dos los países occidentales que se ponen vil y servilmente a las órdenes de Estados Unidos pro­motor de todas las ab­yecciones, y de Israel, incumplidor además de todas las re­soluciones de la ONU.

Hoy Federico Mayor Zaragoza, nada menos que Presi­dente de la Fundación Cultura de Paz y copresidente del Grupo de Alto Nivel para la Alianza de Civilizaciones es­cribe un artículo magnífico en El País “Delito de silen­cio” acerca del “silencio” cómplice. Pero no sé si se da cuenta de que en él incurre o ha incurrido también él al no darnos ex­plica­ciones del por qué no ha publicado artículos como el de hoy cuando más necesario hubiera sido y más correspondía hacerlo.

A instituciones, a las universidades, a las academias, a la comuni­dad científica culpa del silencio cobarde. Con la clá­sica forma de expre­sarse de los que están muy atentos a re­lati­vizar las culpas concretas empleando la pri­mera per­sona del plural: “somos”, “tenemos”, “hemos de”, recorre el artículo, que termina con otro relativo: “El si­lencio puede ser delito”.

El autor dice literalmente: “Los patólogos -médicos, biólo­gos moleculares, sociales, et­cétera- saben bien que no sólo hay que aplicar el tratamiento adecuado, sino que hay que hacerlo antes de que el proceso que se trata de corregir haya alcanzado un punto de no retorno. Entonces, el mejor correc­tivo es to­talmente ineficaz.” Y sigue: “Sucede que an­damos (lo que decía del “somos”) distraídos, ocupados en exceso en cosas urgentes y secundarias, y preocupa­dos por noticias que, con frecuencia progresiva, proporcionan una vi­sión in­completa y altisonante, cuando no sesgada, de la realidad. El resultado neto es que somos receptores, es­pectadores pasi­vos, re­signados a ver "qué pasa", "qué hacen"...”

¿No repara Mayor Zaragoza o cree que no nos damos cuenta (o no puede expresarse de otro modo por las mis­mas razones que se “ha hecho el silencio” en materias gra­vísi­mas), de que la responsabilidad máxima de ese silencio está en los medios, en los periódi­cos, en los círculos de di­fusión de los hechos, de las ideas, de la infor­mación y de la opi­nión que merecen los hechos y las decisiones. ¿Nos va a decir Mayor Zaragoza que cuando se producen eventos re­prensibles para la sensibilidad co­mún no hay una caterva de articulistas, perio­distas, profeso­res de universidad, científi­cos que no envían sus es­critos a los periódicos y no irían a los medios a pro­nunciarse sin am­bages sobre las barbari­dades y mentiras que presencian y se están cometiendo cuando empie­zan, o cuando las continúan, y sin embargo no se los publi­can ni les admiten en los medios de difusión que tampoco crean espacios al efecto para tratar del asunto cuando tanto lo re­quiere?

Mayor Zaragoza se hace también cómplice de silencio por no acu­sar o señalar directamente a los medios, a los perió­di­cos, a la prensa, a las televisiones, a los grupos de pre­sión mediáticos del “de­lito de silencio”. Los princi­pales res­ponsa­bles son ellos. No sé si quienes pasan por ser las lumbreras de cada país en­viaron o no un artículo tipo “Yo acuso” a los periódicos cuando se producían los aconteci­mientos de las mentiras que lu­cían con relum­brón como ta­les desde el prin­cipio. Me refiero a cuando Estados Unidos so­metía a la ONU a su capricho, cuando la desproporción de lo sucedido en Manhattan y la respuesta de los bombar­deos sistemáti­cos y luego las masacres en Afganistán e Irak se estaban produ­ciendo. No sé si catedráticos, profesores de Instituto, perio­distas valientes dijeron o estaban dis­puestos a decir lo que no tuvo ningún eco. Pero seguro que lo hicie­ron muchos. Sin em­bargo es seguro también que las redac­ciones y las agen­cias tiraban, uno tras otro a la pape­lera to­dos los escritos de protesta y de acusación que reci­bieron. De poco sirve que gri­te­mos por megafonía ¡esto una infa­mia, lo que van a hacer es una barbaridad, un disparate, ¡Alto ahí! si el aparato de me­gafonía no está enchufado a la corriente o simplemente al­guien se encarga de que no fun­cione.

Esta es la cuestión. Mayor Zara­goza debiera decirlo. El, mejor que nadie, ya que ha sentido la obligación de denun­ciar la pasividad pre­sunta de las ins­tituciones etc. es quien, para no incurrir en el delito de silen­cio de que acusa a todos esos “culpables”, de que “nos” acusa con ese modo eva­nescente de protestar contra el silencio, se une a la legión de los culpables de silencio. El es quien debiera hacer un llamamiento a la prensa para que cuando se producen hechos a todas luces ominosos y prefabricados estampen en las portadas de los periódicos y en la apertura de los in­formativos radiofónicos y tele­visivos el anatema, la condena y el desenmascaramiento de los im­postores, de los mentiro­sos, y a continuación criminales. En todos aquellos aconte­cimientos criminógenos no había el menor atisbo de sospe­cha de que era una atrocidad arrasar Afganistán e Irak por el hecho de que se hubie­ran derribado unas Torres en la metrópoli. Ahora, estoy seguro, le publi­can esto cuando, después de cinco años de los hechos ig­no­mi­niosos habrá enviado de­cenas de artículos parecidos y sin em­bargo no se los ha publicado ningún periódico del mundo; cómpli­ces to­dos ellos de ese atroz silencio del que trata hoy Mayor Zara­goza en términos precisos.

Cuando Beccaria trató del horrendo sistema penitenciario que regía en Italia y él era profesor de la universidad de Mi­lán tuvo que escribir en términos crípticos su magna obra Dei delitti e delle pene, “De los delitos y las pe­nas”. Se “mojó”. La iglesia católica introdujo la obra (publi­cada anó­nimamente) entre los libros prohibidos, pero esto no impidió su difusión en toda Europa.

Habría que haber difundido con toda la proyección ideoló­gica posible algo pa­recido en relación a las tortuosidades, infamias y crímenes del imperio, ya que no los gobernantes no se opusieron a Es­tados Unidos por alianza, por cortedad, por debili­dad, por miedo o por estupidez...
Pero esto de venir ahora a poner el grito en el cielo con ese “somos”, “nos callamos”, etc. sin señalar a los medios ni decir expresa­mente que los medios no han publicado escri­tos suyos que a buen seguro envió, es otro modo más de hacerse cómplice con el silencio y de la complicidad con el silencio de la que el autor se despacha a gusto incitando genéricamente a instituciones, catedráticos, etc. a que sean ellos los que se desgañiten aunque los medios, los verdade­ros dueños de la democracia, no les hagan maldito el caso.

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