En este país los que más dicen amar la paz son los mismos que la hacen imposible. Disfrutan con la confrontación, con la discrepancia y con el permanente "no estoy de acuerdo". Podríamos decir que casi todo lo referente a la vida pública –pero también la privada- descansa en esa singular diversión. Como si fuera aburrido conciliar. Como si unos fueran absolutamente inteligentes y otros absolutamente tontos. No es posible ver de otra manera este asunto cuando las posiciones de las partes son siempre tan dispares aunque estén levantadas a menudo sobre el vacío o sobre la nada. Parece que sólo por la disidencia y por la pendencia las cosas pueden crecer hacia algo mejor. Como si por el mero hecho de vivir en democracia y de tener libertad de expresión fuese preceptivo ejercerla y practicar la disensión.
En todo caso, una cosa es discrepar "razonablemente", y otra discrepar negando evidencias, inventando hechos, dichos o circunstancias que no existieron, o discrepar por discrepar, es decir, hablar por hablar. Esto en la sociedad española es moneda de uso común. Se aburren las gentes enriqueciendo, implementando o matizando con las suyas y con sus puntos de vista, las verdades del oponente al que convierten automáticamente más que en antagonista, en enemigo.
Este amor por la disensión proviene de diversas causas. Unas veces es consecuencia simplemente del carácter personal aunque el carácter es a su vez en buena medida producto de la educación y de la cuna. Otras veces es fruto de la contaminación mental: unos emponzoñan a otros. Otras depende del tipo de economía de base de cada cual, pues no es lo mismo tener las espaldas cubiertas dependiendo de un sueldo fijo y seguro aunque sea corto, que buscarse la vida un día tras otro o sólo pensar en medrar a base del “pelotazo”. Otras, de la clase de empleo, pues no es lo mismo desempeñar una ocupación alienante asociada frecuentemente en esta sociedad ultracapitalista al engaño o a la habilidad para seducir, que componer música, pintar o escribir aunque no se gane un duro... Otras veces, en fin, depende del estado de ánimo y del ángulo en que nos situemos para observar una determinada realidad.
¿Por qué tanto regusto en la discrepancia y tan poco placer por el pacto? Esto, la tozudez, la intransigencia, la intolerancia ¿no será consecuencia del dogmatismo religioso y del absolutismo político que no acaban de erradicarse de la cabeza y del alma de los habitantes de este país tan acostumbrado a ellos?
Envidio a esas sociedades nordeuropeas y orientales desde donde jamás nos llega el retumbar de tambores de guerra...
Disentimos, pues, a todas horas. Pero es curioso, en el fondo disentimos en lo trivial. Porque en los hechos gravísimos por los que últimamente atraviesa el mundo hay un acuerdo tácito en la vida pública amasado a base de... silencio. Ante lo monstruoso podría decirse que no hay disensión. Asuntos como la invasión y ocupación de Afganistán e Irak, la continuidad en la ocupación de ambos países, el descargar toda su fuerza bruta Israel sobre palestinos y libaneses, el sobredimensionar deliberadamente el terrorismo concreto pero al mismo tiempo de difuso origen para justificar acciones abyectas y de dominio sobre el planeta son cuestiones en las que existe casi un acuerdo total entre todos los países occidentales que se ponen vil y servilmente a las órdenes de Estados Unidos promotor de todas las abyecciones, y de Israel, incumplidor además de todas las resoluciones de la ONU.
Hoy Federico Mayor Zaragoza, nada menos que Presidente de la Fundación Cultura de Paz y copresidente del Grupo de Alto Nivel para la Alianza de Civilizaciones escribe un artículo magnífico en El País “Delito de silencio” acerca del “silencio” cómplice. Pero no sé si se da cuenta de que en él incurre o ha incurrido también él al no darnos explicaciones del por qué no ha publicado artículos como el de hoy cuando más necesario hubiera sido y más correspondía hacerlo.
A instituciones, a las universidades, a las academias, a la comunidad científica culpa del silencio cobarde. Con la clásica forma de expresarse de los que están muy atentos a relativizar las culpas concretas empleando la primera persona del plural: “somos”, “tenemos”, “hemos de”, recorre el artículo, que termina con otro relativo: “El silencio puede ser delito”.
El autor dice literalmente: “Los patólogos -médicos, biólogos moleculares, sociales, etcétera- saben bien que no sólo hay que aplicar el tratamiento adecuado, sino que hay que hacerlo antes de que el proceso que se trata de corregir haya alcanzado un punto de no retorno. Entonces, el mejor correctivo es totalmente ineficaz.” Y sigue: “Sucede que andamos (lo que decía del “somos”) distraídos, ocupados en exceso en cosas urgentes y secundarias, y preocupados por noticias que, con frecuencia progresiva, proporcionan una visión incompleta y altisonante, cuando no sesgada, de la realidad. El resultado neto es que somos receptores, espectadores pasivos, resignados a ver "qué pasa", "qué hacen"...”
¿No repara Mayor Zaragoza o cree que no nos damos cuenta (o no puede expresarse de otro modo por las mismas razones que se “ha hecho el silencio” en materias gravísimas), de que la responsabilidad máxima de ese silencio está en los medios, en los periódicos, en los círculos de difusión de los hechos, de las ideas, de la información y de la opinión que merecen los hechos y las decisiones. ¿Nos va a decir Mayor Zaragoza que cuando se producen eventos reprensibles para la sensibilidad común no hay una caterva de articulistas, periodistas, profesores de universidad, científicos que no envían sus escritos a los periódicos y no irían a los medios a pronunciarse sin ambages sobre las barbaridades y mentiras que presencian y se están cometiendo cuando empiezan, o cuando las continúan, y sin embargo no se los publican ni les admiten en los medios de difusión que tampoco crean espacios al efecto para tratar del asunto cuando tanto lo requiere?
Mayor Zaragoza se hace también cómplice de silencio por no acusar o señalar directamente a los medios, a los periódicos, a la prensa, a las televisiones, a los grupos de presión mediáticos del “delito de silencio”. Los principales responsables son ellos. No sé si quienes pasan por ser las lumbreras de cada país enviaron o no un artículo tipo “Yo acuso” a los periódicos cuando se producían los acontecimientos de las mentiras que lucían con relumbrón como tales desde el principio. Me refiero a cuando Estados Unidos sometía a la ONU a su capricho, cuando la desproporción de lo sucedido en Manhattan y la respuesta de los bombardeos sistemáticos y luego las masacres en Afganistán e Irak se estaban produciendo. No sé si catedráticos, profesores de Instituto, periodistas valientes dijeron o estaban dispuestos a decir lo que no tuvo ningún eco. Pero seguro que lo hicieron muchos. Sin embargo es seguro también que las redacciones y las agencias tiraban, uno tras otro a la papelera todos los escritos de protesta y de acusación que recibieron. De poco sirve que gritemos por megafonía ¡esto una infamia, lo que van a hacer es una barbaridad, un disparate, ¡Alto ahí! si el aparato de megafonía no está enchufado a la corriente o simplemente alguien se encarga de que no funcione.
Esta es la cuestión. Mayor Zaragoza debiera decirlo. El, mejor que nadie, ya que ha sentido la obligación de denunciar la pasividad presunta de las instituciones etc. es quien, para no incurrir en el delito de silencio de que acusa a todos esos “culpables”, de que “nos” acusa con ese modo evanescente de protestar contra el silencio, se une a la legión de los culpables de silencio. El es quien debiera hacer un llamamiento a la prensa para que cuando se producen hechos a todas luces ominosos y prefabricados estampen en las portadas de los periódicos y en la apertura de los informativos radiofónicos y televisivos el anatema, la condena y el desenmascaramiento de los impostores, de los mentirosos, y a continuación criminales. En todos aquellos acontecimientos criminógenos no había el menor atisbo de sospecha de que era una atrocidad arrasar Afganistán e Irak por el hecho de que se hubieran derribado unas Torres en la metrópoli. Ahora, estoy seguro, le publican esto cuando, después de cinco años de los hechos ignominiosos habrá enviado decenas de artículos parecidos y sin embargo no se los ha publicado ningún periódico del mundo; cómplices todos ellos de ese atroz silencio del que trata hoy Mayor Zaragoza en términos precisos.
Cuando Beccaria trató del horrendo sistema penitenciario que regía en Italia y él era profesor de la universidad de Milán tuvo que escribir en términos crípticos su magna obra Dei delitti e delle pene, “De los delitos y las penas”. Se “mojó”. La iglesia católica introdujo la obra (publicada anónimamente) entre los libros prohibidos, pero esto no impidió su difusión en toda Europa.
Habría que haber difundido con toda la proyección ideológica posible algo parecido en relación a las tortuosidades, infamias y crímenes del imperio, ya que no los gobernantes no se opusieron a Estados Unidos por alianza, por cortedad, por debilidad, por miedo o por estupidez...
Pero esto de venir ahora a poner el grito en el cielo con ese “somos”, “nos callamos”, etc. sin señalar a los medios ni decir expresamente que los medios no han publicado escritos suyos que a buen seguro envió, es otro modo más de hacerse cómplice con el silencio y de la complicidad con el silencio de la que el autor se despacha a gusto incitando genéricamente a instituciones, catedráticos, etc. a que sean ellos los que se desgañiten aunque los medios, los verdaderos dueños de la democracia, no les hagan maldito el caso.
En todo caso, una cosa es discrepar "razonablemente", y otra discrepar negando evidencias, inventando hechos, dichos o circunstancias que no existieron, o discrepar por discrepar, es decir, hablar por hablar. Esto en la sociedad española es moneda de uso común. Se aburren las gentes enriqueciendo, implementando o matizando con las suyas y con sus puntos de vista, las verdades del oponente al que convierten automáticamente más que en antagonista, en enemigo.
Este amor por la disensión proviene de diversas causas. Unas veces es consecuencia simplemente del carácter personal aunque el carácter es a su vez en buena medida producto de la educación y de la cuna. Otras veces es fruto de la contaminación mental: unos emponzoñan a otros. Otras depende del tipo de economía de base de cada cual, pues no es lo mismo tener las espaldas cubiertas dependiendo de un sueldo fijo y seguro aunque sea corto, que buscarse la vida un día tras otro o sólo pensar en medrar a base del “pelotazo”. Otras, de la clase de empleo, pues no es lo mismo desempeñar una ocupación alienante asociada frecuentemente en esta sociedad ultracapitalista al engaño o a la habilidad para seducir, que componer música, pintar o escribir aunque no se gane un duro... Otras veces, en fin, depende del estado de ánimo y del ángulo en que nos situemos para observar una determinada realidad.
¿Por qué tanto regusto en la discrepancia y tan poco placer por el pacto? Esto, la tozudez, la intransigencia, la intolerancia ¿no será consecuencia del dogmatismo religioso y del absolutismo político que no acaban de erradicarse de la cabeza y del alma de los habitantes de este país tan acostumbrado a ellos?
Envidio a esas sociedades nordeuropeas y orientales desde donde jamás nos llega el retumbar de tambores de guerra...
Disentimos, pues, a todas horas. Pero es curioso, en el fondo disentimos en lo trivial. Porque en los hechos gravísimos por los que últimamente atraviesa el mundo hay un acuerdo tácito en la vida pública amasado a base de... silencio. Ante lo monstruoso podría decirse que no hay disensión. Asuntos como la invasión y ocupación de Afganistán e Irak, la continuidad en la ocupación de ambos países, el descargar toda su fuerza bruta Israel sobre palestinos y libaneses, el sobredimensionar deliberadamente el terrorismo concreto pero al mismo tiempo de difuso origen para justificar acciones abyectas y de dominio sobre el planeta son cuestiones en las que existe casi un acuerdo total entre todos los países occidentales que se ponen vil y servilmente a las órdenes de Estados Unidos promotor de todas las abyecciones, y de Israel, incumplidor además de todas las resoluciones de la ONU.
Hoy Federico Mayor Zaragoza, nada menos que Presidente de la Fundación Cultura de Paz y copresidente del Grupo de Alto Nivel para la Alianza de Civilizaciones escribe un artículo magnífico en El País “Delito de silencio” acerca del “silencio” cómplice. Pero no sé si se da cuenta de que en él incurre o ha incurrido también él al no darnos explicaciones del por qué no ha publicado artículos como el de hoy cuando más necesario hubiera sido y más correspondía hacerlo.
A instituciones, a las universidades, a las academias, a la comunidad científica culpa del silencio cobarde. Con la clásica forma de expresarse de los que están muy atentos a relativizar las culpas concretas empleando la primera persona del plural: “somos”, “tenemos”, “hemos de”, recorre el artículo, que termina con otro relativo: “El silencio puede ser delito”.
El autor dice literalmente: “Los patólogos -médicos, biólogos moleculares, sociales, etcétera- saben bien que no sólo hay que aplicar el tratamiento adecuado, sino que hay que hacerlo antes de que el proceso que se trata de corregir haya alcanzado un punto de no retorno. Entonces, el mejor correctivo es totalmente ineficaz.” Y sigue: “Sucede que andamos (lo que decía del “somos”) distraídos, ocupados en exceso en cosas urgentes y secundarias, y preocupados por noticias que, con frecuencia progresiva, proporcionan una visión incompleta y altisonante, cuando no sesgada, de la realidad. El resultado neto es que somos receptores, espectadores pasivos, resignados a ver "qué pasa", "qué hacen"...”
¿No repara Mayor Zaragoza o cree que no nos damos cuenta (o no puede expresarse de otro modo por las mismas razones que se “ha hecho el silencio” en materias gravísimas), de que la responsabilidad máxima de ese silencio está en los medios, en los periódicos, en los círculos de difusión de los hechos, de las ideas, de la información y de la opinión que merecen los hechos y las decisiones. ¿Nos va a decir Mayor Zaragoza que cuando se producen eventos reprensibles para la sensibilidad común no hay una caterva de articulistas, periodistas, profesores de universidad, científicos que no envían sus escritos a los periódicos y no irían a los medios a pronunciarse sin ambages sobre las barbaridades y mentiras que presencian y se están cometiendo cuando empiezan, o cuando las continúan, y sin embargo no se los publican ni les admiten en los medios de difusión que tampoco crean espacios al efecto para tratar del asunto cuando tanto lo requiere?
Mayor Zaragoza se hace también cómplice de silencio por no acusar o señalar directamente a los medios, a los periódicos, a la prensa, a las televisiones, a los grupos de presión mediáticos del “delito de silencio”. Los principales responsables son ellos. No sé si quienes pasan por ser las lumbreras de cada país enviaron o no un artículo tipo “Yo acuso” a los periódicos cuando se producían los acontecimientos de las mentiras que lucían con relumbrón como tales desde el principio. Me refiero a cuando Estados Unidos sometía a la ONU a su capricho, cuando la desproporción de lo sucedido en Manhattan y la respuesta de los bombardeos sistemáticos y luego las masacres en Afganistán e Irak se estaban produciendo. No sé si catedráticos, profesores de Instituto, periodistas valientes dijeron o estaban dispuestos a decir lo que no tuvo ningún eco. Pero seguro que lo hicieron muchos. Sin embargo es seguro también que las redacciones y las agencias tiraban, uno tras otro a la papelera todos los escritos de protesta y de acusación que recibieron. De poco sirve que gritemos por megafonía ¡esto una infamia, lo que van a hacer es una barbaridad, un disparate, ¡Alto ahí! si el aparato de megafonía no está enchufado a la corriente o simplemente alguien se encarga de que no funcione.
Esta es la cuestión. Mayor Zaragoza debiera decirlo. El, mejor que nadie, ya que ha sentido la obligación de denunciar la pasividad presunta de las instituciones etc. es quien, para no incurrir en el delito de silencio de que acusa a todos esos “culpables”, de que “nos” acusa con ese modo evanescente de protestar contra el silencio, se une a la legión de los culpables de silencio. El es quien debiera hacer un llamamiento a la prensa para que cuando se producen hechos a todas luces ominosos y prefabricados estampen en las portadas de los periódicos y en la apertura de los informativos radiofónicos y televisivos el anatema, la condena y el desenmascaramiento de los impostores, de los mentirosos, y a continuación criminales. En todos aquellos acontecimientos criminógenos no había el menor atisbo de sospecha de que era una atrocidad arrasar Afganistán e Irak por el hecho de que se hubieran derribado unas Torres en la metrópoli. Ahora, estoy seguro, le publican esto cuando, después de cinco años de los hechos ignominiosos habrá enviado decenas de artículos parecidos y sin embargo no se los ha publicado ningún periódico del mundo; cómplices todos ellos de ese atroz silencio del que trata hoy Mayor Zaragoza en términos precisos.
Cuando Beccaria trató del horrendo sistema penitenciario que regía en Italia y él era profesor de la universidad de Milán tuvo que escribir en términos crípticos su magna obra Dei delitti e delle pene, “De los delitos y las penas”. Se “mojó”. La iglesia católica introdujo la obra (publicada anónimamente) entre los libros prohibidos, pero esto no impidió su difusión en toda Europa.
Habría que haber difundido con toda la proyección ideológica posible algo parecido en relación a las tortuosidades, infamias y crímenes del imperio, ya que no los gobernantes no se opusieron a Estados Unidos por alianza, por cortedad, por debilidad, por miedo o por estupidez...
Pero esto de venir ahora a poner el grito en el cielo con ese “somos”, “nos callamos”, etc. sin señalar a los medios ni decir expresamente que los medios no han publicado escritos suyos que a buen seguro envió, es otro modo más de hacerse cómplice con el silencio y de la complicidad con el silencio de la que el autor se despacha a gusto incitando genéricamente a instituciones, catedráticos, etc. a que sean ellos los que se desgañiten aunque los medios, los verdaderos dueños de la democracia, no les hagan maldito el caso.
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