27 noviembre 2006

El sentido común

El problema de la comunicación en asuntos graves entre personas y países no es no emplear el mismo idioma o te­ner que recurrir a uno acordado. El problema está en la dife­rencia de sensibilidad cuando uno de los interlocutores re­baja el ni­vel del sentido común hasta extremos aberrantes.

De todo lo que se globaliza lo único que valdría la pena uni­versalizarse, unificarse, es justamente el sentido común. Y ya que el poder político y el militar campan a menudo por sus res­petos desvinculados del parecer de las grandes ma­yorías, se­ría deseable que al menos las claves para enten­der las co­sas más importantes fueran compartidas plenamente entre el pue­blo y el periodismo, con­vencional mediador, éste, entre el po­der y la sociedad. Y sin embargo, es precisamente del sentido co­mún de lo que a menudo el periodismo hace asti­llas con su lenguaje más cer­cano a lo político que al del humano medio y normal que antes se llamaba "hombre de la calle".

Por ejemplo, es de sentido común que habiendo una bre­cha entre los pueblos ricos del planeta y los pobres que cada vez se ensancha más, una gran mayoría de la pobla­ción de los países pobres, que no tienen nada que perder, estará dis­puesta a perder la vida y se convertirá en terrorista potencial, suicida o no. ¡Cómo no van a ir somalíes, etíopes o senega­leses, por ejemplo, a nutrir las filas de los comba­tientes pa­lestinos frente a Israel, de lo que se da noticia hoy! Y más, que en este sentido iremos viendo...

Esto es una muestra solamente de lo que dicta el sentido común. Pero hay cosas gravísimas que vienen sucediendo puntuales en el mundo, que no provienen de la ausencia im­posible de coordinación en un sistema económico pre­sunta­mente no diri­gido y libre. Hay cosas como invasiones y ocu­paciones e injerencias de Estados Unidos a través de crimi­nales necios que, por sentido común, debieran obligar mucho más a la prensa mundial a no posicionarse al lado de los bár­baros aunque sólo sea porque se alejan de la sensi­bilidad de la inmensa mayoría de los pueblos y del sen­tido común, que es lo que me trae a este análisis.

Y es que salta a la vista, el periodismo dominante se alía en aspectos neurálgicos al poder fáctico, al económico y al po­der político más fornido, en lugar de hacer de puente en­tre aquéllos y el pueblo. Fomenta con su lenguaje anodino o ti­bio, cuando no con su vergonzante silencio, el oscuran­tismo y la comisión de actos contra la Humanidad; actos como las dos ocupaciones armadas de sendos países asiá­ticos a ma­nos norteamericanas basadas en una probada y comprobada sarta de mentiras y maniobras. Esto no es algo que pueda disculparse por la sorpresa, por haber sido so­brepasado la capacidad de aprehensión de la realidad por parte del perio­dismo en cuestión. Esto, como la renovación de la elección del presidente a caro del sufraguista yanqui, es algo que viene echando sobre éstos, sobre aquél y su pandilla toda la inmundicia que quepa imaginar. Y el perio­dismo al uso, tra­tando el asunto como un avatar más, cuando no lo aprue­ban medios norteamericanos y euro­peos.

A lo largo de la historia, religiones y especialistas de toda clase han asumido la tarea que nadie les pidió de decirnos qué es y cómo debemos entender los conceptos más sim­ples. Eso es oscurantismo. Antes eran las sotanas, desde los púlpitos en los países de tradición católica. Hoy, los tele­predi­cadores en países cristianos no católicos, y en todos, los li­cenciados de la prensa, televisión y radio son los en­cargados de ensayarlo. Hoy el pe­riodismo envuelve realida­des trágicas de causas insosteni­bles para el sentido común, en sinapis­mos y fomentos de análisis que en cualquier otra situación protagonizada por cualquier otro país que no sea el imperio no se sostendría en pie ni un solo instante.

Y es que, efectivamente, el pueblo ha pasado su vida e historia no sólo padeciendo a tiranos, a dictadores, sátrapas y caudillos. También a prebostes y acólitos de las reli­giones monoteístas en todas las épocas. Siempre tratado por sus opresores con un doble rasero. Según fuesen los individuos adictos, devotos o sumisos del déspota de turno, o esclavos y rebeldes, así sería, y es, su destino. Las leyes nunca han im­portado gran cosa. El pueblo se ha pasado la historia so­por­tando el doble lenguaje, la trampa que va unida a las le­yes y la doble mora: la de los se­ñores por un lado, y la de los es­clavos por otro, en la ter­minología nietzscheana.

Jamás se dejó de oir hablar de justicia, de bien y de mal, de derechos y deberes, en la calle y en los parlamentos. Las le­yes no han empleado nunca otro lenguaje. Pero el len­guaje, vehículo de las ideas, apli­cado a lo político, siempre es el mismo: los mismos concep­tos, los mismos significan­tes y los mismos valores, todo de pura convención, aunque ésta no exista en realidad entre "los que obran" y "los que piensan". Lo que varía inde­fectiblemente es el modo de in­terpretarlos, las claves em­pleadas, quién sea el llamado a decirnos qué es esto o cómo debemos entender lo otro acerca de palabras muy llanas: Dios, Justicia, Libertad, Amor, Felicidad, Fideli­dad, Respeto, Igualdad...

Nada ha cambiado. Antes, en los sistemas despóticos que han durado hasta ayer, el sentido común estaba entre­verado en la multitud silenciosa. Reyes, aristocracia y go­bernantes tenían y tienen su propia nomenclatura. Plebe, súbditos o go­bernados, la suya, su lenguaje fundado, y además dignificado en el “sentido común”.

Pues bien, cuando el mundo llamado "libre" presume de serlo en "modelos sociopolíticos" que unos canallas tratan de exportar de manera imposible a bombazos a otros países sa­biendo que nunca será tolerado, todo lo dicho por la prensa mundial no se corresponde a penas con el sentido común popular. Sigue éste extraviado entre la hojarasca y el estré­pito de quienes ni somos gobernantes, ni políticos, ni diplo­máticos, ni perio­distas. Sí, el sentido común entre pe­riodistas sigue sin ser el nuestro. Ellos explican o justifican su profe­sión, su razón de ser en estas sociedades por de­cirse porta­voces del pueblo, de lo que quiere el pueblo, de lo que piensa el pueblo, de lo que entiende el pueblo, depo­sitario lógico y "natural" del sentido común. Pero no le escu­chan: lo apa­cientan.

No nos engañemos, y que no se obstinen en engañarnos. Los profesionales que predominan -aunque haya natural­mente de todo-, siguen en conjunto las reglas del juego de los "otros", de los que dominan en lo político y en lo econó­mico, bien en la sociedad doméstica, bien en la sociedad mundial. Uniéndose a ellos y a sus entendederas (prescin­diendo de que puedan tener o no los mismos intereses, que de todo hay), interpretan los graves sucesos del presente en la direc­ción desdramatizada, despojada del dolor infinito que al sen­tido y sentimiento común causan al mundo hechos que no ofrecen dudas morales (de moral kantiana universal, de moral cristiana y ecuménica), ni de sensibilidad también común. Ellos son quienes las suscitan con su tibio o anodino meta­lenguaje. Bueno, no lo llamemos metalen­guaje, diga­mos que es un lenguaje ordinario manejado con sentido común. Pero al no expresarlo en los términos con­denatorios que ese mismo sentido exige ante hechos graví­simos, y al meterse en cambio dia tras día, año tras año en los entresi­jos y volutas del lenguaje diplomático y político sin expre­sarse nunca en términos inequívocamente condenato­rios aunque sean políti­cos, y sin tampoco dar tribuna a arti­culis­tas que en el mo­mento oportuno lo harían, su benevo­lencia y guiños les hace cómplices de los carniceros.

Los periodistas insensibilizan y aneste­sian al mundo pre­sentándole hechos atroces como propios de la Política o del Error. Llaman irregularidad o error a lo que son flagrantes de­litos contra la integridad masiva de las personas en el len­guaje común y punitivo, y delitos de lesa humanidad. Siguen el sendero de las circunvoluciones de esos errores y de los que yerran, como si éstos padecieran simplemente estrabis­mos o trastornos ocasionales de apre­ciación mien­tras otros seres humanos por insignificancias al lado de lo que aquéllos cometieron han sido arrojados a mazmorras o enterrados en este mundillo de simulada li­bertad para to­dos...

Miren vds., si esto no fuese así, no estaríamos empanta­na­dos donde estamos en relación al "asunto-trasunto ameri­cano". Está harto el planeta de saber que lo que hizo Bush y su camarilla en Afganistán e Irak son dos atrocidades y que no pueden llamarse de otro modo. Está harto de saber que, para colmo, todo nació de una colosal mentira troceada en mil. Está harto el pueblo, que se ha pasado prácticamente la historia en silencio sin poder aducir su sentido común por­que en tiempos de injusticia (que son los que vivimos eter­na­mente) es grave tener razón, como decía Quevedo; está harto, digo, de este contubernio entre políticos, militares, po­deres económicos y periodismo.

No sólo ya los políticos "normales", con una epidermis y quizá unos genes especiales asisten impasibles a las an­dan­zas atroces de tipos de condición criminal y ladrona que si­guen apoltronados en casas blancas y congresos; es que los periodistas del mundo les siguen a éstos el juego y dan todos los días una de cal y otra de arena sobre hechos que el sen­tido común de todos los pueblos del planeta que quie­ren vivir en paz, exige imperiosamente otra cosa, otras acti­tudes apro­piadas a sus vilezas, maniobras y monstruosida­des.

Y se lo exige, pues se supone que los periodistas también "normales", no tienen la condición criminógena de aquéllos. Y espera de ellos una de estas dos respuestas: o que les den literalmente la espalda sin mentar a esos infames para nada (el silencio es un castigo) en sus soportes, o que se alíe el benéfico periodismo mundial contra ellos sin atender las cla­ves de su lenguaje, que es lo que les conviene. Pi­diendo, eso sí, como demanda el común sentido, su cabeza o la reclusión perpetua de los responsables.

De seguir como hasta ahora, el periodismo se mantendrá muy alejado del sentido común del pueblo. Tan alejado, que al mundo no se le irá de la cabeza la impresión de que a pe­sar de sus razonamientos sofisticados o precisamente por ellos, el periodismo visible se posiciona al lado de los des­co­munales mentirosos, ladrones y genocidas.

Déjese el periodismo de una vez de colaborar con gentes que por la millonésima parte de lo que han cometido esos depravados revestidos de solemnidad, muchos están de por vida en la cárcel o han sido o van a ser ejecutados. Titule cada día con letras gruesas lo que el pueblo (al menos el pueblo no estadounidense) piensa, siente y desea para esa canalla.

Mientras no lo hagan así los articulistas y politólogos de toda laya, no dejaremos de ver en ellos y en el periodismo (ese periodismo que dijo vino a salvarnos de las mordazas de los opresores y déspotas) a los cómplices que han exis­tido siempre al lado de los que ordenan y mandan sobre nuestras vidas. Antes solía ser un solo personaje. Hoy son muchos, solapados cobardemente unos en otros.

Mientras no lo comprenda así el periodismo de actualidad, el mundo seguirá habitado, como siempre, por miserables que deciden su destino gracias a la caja de resonan­cia que supone aquél, por una parte, y mayorías hoy no tan silen­cio­sas que vociferan más allá y fuera de las urnas aunque sólo sea porque existe la Internet, sin que políticos ni perio­distas les hagan maldito caso. Que no hacen caso ni esas inmensas mayorías que dan la espalda al sistema y por eso no votan... ni al sentido común.

Globalizar el sentido común es afanarse en hacer anatema de los culpables, propalar cada día que debe castigarse de una vez a los criminales yanquis que andan sueltos y ibres pero reclamados por la justicia del pueblo, por los jurados po­pulares y por el sentido común del globo. Culpables, que en­cima se pavonean de sus barbaridades y se ríen en las bar­bas del mundo impunemente.

El pueblo ha dejado de ser un convidado de piedra y no puede ser ya interpretada su voluntad sólo a través de las ur­nas, pues por lo menos la mitad no se ha dejado em­baucar y sabe bien que todos los que se someten a vo­tación o elec­ción, periodistas incluidos, son de no muy dife­rente ca­laña.

Cuando me pongo ante de un artículo sobre el "hecho ame­ricano" y lo acabo, me pongo de los nervios. Pues nunca, in­genuamente, espero el consabido argu­mentario repleto de ideas que al final, como mucho, han tratado a esos culpables como equivocados o irresponsa­bles en el sentido político. Lo que espero en virtud de ese sentido co­mún tal como todos lo entendemos, es que se diga en ese artículo, en ese titular, en esa columna lo que jamás leo: "hay que detener y someter al enjuiciamiento de un tribunal mundial a esos grandes crimi­nales enmascara­dos, emboza­dos tras el vilipendiado arte de la Politica".

¿Nos hemos topado con algún artículo de fondo o de edi­to­rial así, o parecido, en la prensa dominante? No. Pues enton­ces una de dos, o el pueblo sigue siendo un oligofréni­col o ellos, los periodistas que controlan el pensa­miento global, son unos indecentes impostores; como lo fue­ron in­quisiciones, torquemadas y tantos evangelizadores...

La historia del futuro se encargará de de­mostrarlo. Así es que o el periodismo retorna a lo que justi­ficó su razón de ser: un contrapoder expresión del pueblo y del sentido común, o la mitad de los pueblos del mundo, que co­incide con la mitad de los que en la mayoría de países "li­bres" no aparece nunca por las urnas, le ignorará. Y segui­rán las sociedades sólo en manos de listos aunque sean al mismo tiempo débiles men­tales. Fíjense lo que dice el dao­ísmo, una filosofía ar­caica a la que tengo en cuenta a me­nudo: el agua es más fuerte que la piedra. Por aquí, con pe­riodismo o sin él, debe el pueblo ca­minar. Y sólo por ahí po­drá acabar ven­ciendo.

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