23 noviembre 2006

Democracia y democracias


I
18 Noviembre 2006

Por mucho que los cerebros y thinks tanks de las so­cieda­des fundadas en ese método de gobernación nos ase­guren que existe separación de poderes y el pueblo gobierna, no hay que confundir la democracia original con malas imita­ciones.

Territorios habitados por millones o cientos de millones de seres humanos no pueden regirse como las ciudades-es­tado de la antigua Grecia donde nació la democracia, que no pasaban de los 25.000 habitantes. Por eso países no tan pequeños pero de población reducida en comparación con los demás, como Suiza, pueden ajustarse al patrón demo­crático casi puro. Pero donde habitan millones de individuos es imposible la democracia real. Ni siquiera la representa­tiva lo es en puridad. Afirmar que, porque el ciudadano muestre su preferencia por individuos o listas cerradas a través del voto funcionan los países como una democracia y por eso es el pueblo quien gobierna, no deja de ser una conveniencia de los acomodados. La democracia, aun és­tas, las representativas, tiene tal grado de impureza, que todo parecido con ella es mera coincidencia.

En las occidentales no gobierna el pueblo, o el último que gobierna es el pueblo. Pero tampoco el poder ejecutivo, ni el legislativo, ni el judicial aunque cada uno se lleve una parte alícuota de influencia y potestad. Go­bierna el poder econó­mico-financiero, con mucha más fuerza que los institucio­nales con los que además están mezclados. Y ello es así en la medida que éstos se supedi­tan, se someten, se rinden a lo económico en cada asunto de envergadura. No existen argumentos que no pasen por el costo. La biosfera de­manda imperiosamente drásticos cambios para que siga siendo habitable y para que las si­guientes generaciones no lleguen a una atmósfera respira­ble. Sin embargo, los cam­bios que puedan introducirse no pasan de ser testimoniales de una mediocre voluntad a re­gañadientes por parte de los que de lejos vigilan...

Ahora, en una región española, un solo juez intenta meter en vereda a un millar de delincuentes. Que no haya más jueces dispuestos a seguir este camino no quiere decir que no sean decenas de miles los estafadores repartidos por toda la península. Pero hay que tener alma de héroe para perseguirlos casi a solas como hace ese valiente veedor. Y esa alma, la de héroe, está en extinción. Pues bien, hubo que esperar quince años a que este juez bendito apareciera. Esto en cuanto a España se refiere y en un ejemplo al vuelo. Pero ¡qué decir de la democracia estadounidense cuyo malhadado profeta del mercado libre, Milton Friedman, acaba de morir!

Que la política es una superestructura cambiante de lo económico lo sabemos desde Carlos Marx. Pero si enton­ces era así cuando el industrialismo no había hecho más que empezar ¿qué podremos decir cuando el postinduistria­lismo se ha adueñado del planeta y lo está arrasando?

La cuestión en todo caso empieza por la libertad que vende la democracia liberal. (Conviene no obstante no con­fundir los valores democráticos con los valores republica­nos, tema aparte y que sitúa a la propia Francia mucho más cerca del ideal democrático que el resto de los países y por eso es el adversario natural del imperio)

Empieza el asunto invocando libertad, pero arranca desde un presupuesto falso, cual es que disfrutan de la misma autonomía y de las mismas libertades formales tanto el rico como el pobre, el blindado como el que pasa su vida en el paro o mendigando trabajo, el que posee una vivienda amortizada como el que no la tiene ni tendrá jamás.

Sea como fuere, ¿hay quien, a menos que esté loco, que no ame la libertad y no vea en la democracia la mejor y más razonable manera de organizarse una sociedad, de verte­brarse, de dar solución a los problemas que plantea la con­vivencia? Indudablemente no. No puede haber nadie que en su sano juicio afirme y desee lo contrario; que prefiera el yugo, la opresión, el dominio de otro u otros sobre él.

Pero el problema que se plantea el ciudadano medio no es si las democracias examinadas a fondo y no sólo en super­ficie son o no preferibles o son o no más excelentes que otros sistemas posibles. El problema está en que aunque funcionan como la suprema panacea de la sociedad civili­zada, rara es la que lo es; rara es la que en la práctica no es una fórmula política de dominio de una parte de la pobla­ción sobre el resto. Rara es la que en ella es verdadera­mente el pueblo quien gobierna, y rara también la que no está levan­tada sobre el fraude colosal que cometen los do­minadores y lo propician por aquello de "a río revuelto...".

En todo caso ¿cómo medir y determinar el grado de aceptación de la democracia -la liberal y burguesa- en cada país? La sospecha, que nunca se disipa, es que en ella son la burguesía y las clases adineradas quienes realmente de­ciden, por un lado, y los poderes económicos en la sombra o a la luz los que lo inclinan todo a su favor. Pero de ningún modo no es el pueblo que es a quien correspondería decidir. El propio sistema electoral está viciado. Todos los meca­nismos y cautelas, incluida la ley D'Dont, van dirigidos a asegurarse amplios colectivos muy concretos su dominio y predominio.

Hay estudios sociológicos, rankings, índices sobre la co­rrupción, la calidad y el grado de aceptación de la democra­cia. Principalmente sobre América Latina. Pero ningún indi­cador apunta en ellos a un grado de satisfacción que llegue siquiera al 50%. Y en las viejas democracias europeas, como en la estadounidense, apenas se supera ese porcen­taje si a juzgar por la participación en el asunto del voto. Si acaso en los países pequeños donde la población interviene directamente casi en todo y por delegación en lo que se abarca fácilmente, la democracia puede funcionar de modo aceptable. Pero en los países con grandes extensiones te­rritoriales, llamar a democracia a la gobernanza, es un sar­casmo y un insulto a la inteligencia.

Porque en cualquier caso, aunque los sustentadores del modelo puedan decir que existe la igualdad de oportunida­des para todos los que habitan la colmena, lo cierto es que raro es el individuo que no busca los privilegios de la reina del enjambre, y por otro lado nunca llegará muy lejos quien sale en el pool de la carrera desde atrás. Por eso, en con­junto, las democracias liberales de todos los países sugie­ren mucho más que otra cosa el modelo para la dominación social de unos sectores sobre otros; en modo alguno el trato paritario. Ni el socialismo democrático consigue si­quiera ni­veles de satisfacción general que justifiquen el manteni­miento del sistema. Siempre la fuerza que desplie­gan los sectores favorecidos, que se protegen entre sí y atraen a los crédulos confiados en alcanzar las cotas de los que domi­nan, es muy superior a la voluntariosa de los que piensan la sociedad como un todo y no como la suma de in­dividuos que al final acaban tratados como objetos de co­mercio.

II
20 Noviembre 2006

La democracia no se implanta por ley. La ley sólo es el material, el barro. Y de él, como Dios -para los creacionis­tas- creó al hombre, la sociedad es la que le da vida. A partir de entonces su vitalidad no depende tanto de que la ley se esté aplicando a menudo coactivamente unas veces y re­presoramente otras, como de la colaboración de todos, y principalmente de los que tienen más influencia en el des­envolvimiento de la sociedad.

Por eso las desigualdades son su gran enemiga. No puede imaginarse colaboración alguna por parte de quienes son maltratados por la injusticia de partida y por el menos­precio de quienes interpretan y aplican las leyes, mientras legiones extraen ventajas aprovechando en su favor la li­bertad que se supone emana de la democracia; y ello a me­nudo con la condescendencia de quienes detentan el poder policiaco, judicial, político, económico e institucional. Eso cuando no son éstos los que se prevalen de su poder...

Las constituciones introducen normas que propician dere­chos y libertades que antes no existían. Por eso la demo­cracia es sobre todo una convención. Pero la volonté gene­ral debe plasmarse en el convencimiento, no en la simula­ción que la convierte en oligarquía con sus correspondientes oligopolios. Si los políticos recurren constantemente a las sentencias judiciales para impugnar lo que no les gusta de las acciones de gobierno; si los que gobiernan se parapetan en su mayoría absoluta despreciando el sentir de la mayoría ciudadana; si los oportunistas se aprovechan de sus cargos y posición privilegiada corrompiendo la función pública y a todos cuanto les rodean mientras policías, fiscalías y judi­catura miran a otra parte, esa democracia es un instrumento en manos de oligarquías -siempre lo más odioso-, un mé­todo más perverso que una dictadura donde al menos los ciudadanos reducidos a súbditos saben lo que se juegan con la represión dictatorial. Pues tan malo o peor que care­cer de libertades formales es creer que en el envoltorio de la democracia se dispone de ellas, pero sintiéndola al mismo tiempo constantemente amenazada por quienes las se­cuestran.

A posteriori, una vez entronizada, la democracia es una convención entre administradores institucionales y pue­blo: políticos al servicio del bien común y no de su facción, vi­gías -más que policías- observando que se respeten las ins­tituciones, jueces preocupados -más que encargados- de que todos los ciudadanos sean tratados por igual, que no se privilegie a los administrados por su rango social o econó­mico; alcaldes y ediles -no caciques- que no hagan sentir a los vecinos el peso muerto de la discriminación y del capri­cho. Y luego, la voluntad en todos de corregir las desigual­dades naturales no propiciando el privilegio que ha sido la bestia negra de la Historia. Este sería el marco y el lienzo de una democracia respetable y digna de ser deseada...

Sin embargo, las democracias liberales en absoluto fun­cionan así en general. Las que se guían realmente por esos parámetros, podrían ser perfectamente anarquías en su más noble acepción del significado. Como son las nórdicas. Todo lo contrario: alejan los línderos de la libertad cuando tienen los administradores ante sí a la clase adinerada y po­derosa, y los estrechan cuando juzgan a los ciudadanos del montón que hacen mayoría. Los medios, escuderos de la li­bertad que reclaman para sí y para cumplir su deber de in­formación, faltan a la ecuanimidad posicionándose sin pudor a favor de una opción ideológica o de una facción política. Con lo que abren brechas en el concepto de bien común y tensan las tesis políticas contrapuestas. No se ama la paz. Sólo parecer haber recreo en la fricción, en la pendencia y en la confrontación gratuita de todo tipo.

Los alumnos, entre las clases ricas, "pueden" ya más que los profesores; los policías -militarizando cada vez más sus atavios- conminan progresivamente al ciudadano que hace frente a sus abusos; los alcaldes, menosprecian las dema­n­das de los vecinos que no les eligieron. Y los abusos fla­grantes tanto en materia tributaria como urbanística, por ejemplo en España, no cesan hasta que llega un juez va­liente, que a veces nunca aparece, para poner al descu­bierto las vergüenzas mafiosas de tanto munícipe de du­dosa catadura...

En España, son fatales los excesos que se están come­tiendo con los "rebeldes" vascos tratados por jueces y go­bernantes como habitantes de una colonia indómita. En los casos de corrupción y otros delitos de "alto standing", des­pués de las aparatosas detenciones los encarcelados son fácilmente excarcelados a cambio de fianzas depositadas con los dineros del expolio que precisamente habrán de ser juz­gados: otra pantomima.

Aún así hay diferencias entre las democracias. Y diferen­cias escandalosas. Desde luego España y Estados Unidos, por ejemplo, están a años luz en calidad de democrática, en su demérito, de la francesa, a pesar de la llamada "corrup­ción blanca" como llama Vidal-Beneyto a la ola de corrup­ciones en Francia cometidas por los partidos políticos desde la extrema derecha hasta el partido comunista pasando por el socialista. Pero también, a años luz de la alemana e in­cluso la británica. No digamos de las nórdicas...

Con ser la estadounidense la de mayor empaque hasta el punto de constituir la referencia para muchos países que la ensayan, la democracia yanqui, lo mismo que la española, alfa y omega de las occidentales, son lo menos parecido al gobierno del pueblo. Hasta para votar en las elecciones norteamericanas hay que registrarse al efecto: no basta os­tentar la nacionalidad y tener domicilio fijo. La lógica deser­ción de millones de sufraguistas, ciudadanos desmotivados, desalentados, resignados crónicamente por saberse siem­pre víctimas propiciatorias gobierne quien gobierne, hace que entreguen sumisamente el manejo de la sociedad a la minoría wasp (blanco, protestante y anglosajón).

Descartadas las dictaduras personales cuyos titulares convierten al país que tiranizan en un feudo para favore­cerse y favorecer exclusivamente a sus adictos repartién­dose la tarta dejando las migajas a la inmensa mayoría, to­dos los demás sistemas y también algunos regímenes des­póticos se postulan como democracia. No hay país que no se tenga por tal. Se llame "liberal" o "popular", todos se vertebran bajo la mágica denominación. Y si hablamos de fiabilidad, para el observador imparcial tanta confianza o desconfianza merecen unas como otras. El marco y el título, pues, es lo de menos. Lo que cuenta es la idiosincrasia de los pueblos, la extensión de la cultura de la convivencia sin afeites, el perfil de la conciencia dominante, la inteligencia colectiva sabedora de que la indigencia, el hambre, el ma­lestar y la inestabilidad de muchos no se pueden atajar por norma con cargas policiacas y persecuciones; tampoco potenciando adormideras asequibles, como la televisión, el coche y la cacharrería tecnológica, etc, y felicitarse luego de vivir en (falsa) demo­cracia...

CODA

22 Noviembre 2006

Resumiendo:

La democracia liberal es otro mito más. Funciona gra­cias a la sugestión de los medios, los que más la desean. Los pe­riodistas han sustituido a los antiguos predicadores, quienes hacían creer que su religión era la única verdadera con su artificio apologético. Ahora son los periodistas, con su Libro de Estilo en una mano y la Constitución en la otra, los más interesados en que todos entonemos cantos de alabanza a la democracia liberal como el único método posible de orga­nización sociopolítica.

Prescindamos de tantas otras democracias liberales y ci­ñámonos a las que conocemos mejor:

Si de algo España y Estados Unidos son modelo es de dominación social. Países donde unos sectores se imponen sobre otros al amparo de leyes y criterios judiciales al servi­cio de las clases eternamente privilegiadas: las tradicional­mente poseedoras del dinero, a las que se van agragando los nuevos ricos. En España principalmente gracias al vul­garmente llamado “pelotazo” –letras de cambio des­contadas y redescontadas hasta el infinito-, y también a través de la construcción inacabable. En ese país los medios se posicio­nan descara­damente a favor de uno u otro partido en un sistema abo­cado al bipartidismo gracias a la Ley D’Dont que tan buenos rendimientos les da a todas las mayorías: mayo­rías de par­tido y mayorías en términos financieros, de me­dios...

El ansia, las tretas, las maniobras que los políticos de las democracias liberales despliegan para apropiarse del poder (cuando con tanta ingratitud responde ordinariamente la so­ciedad), demuestra que el interés por conquistarlo nada tiene que ver con la preocupación de servir a la sociedad y mucho con el servirse del poder para satisfacerse. Las ex­cepciones existen, pero no cuentan. Pues cualquier persona correcta y normal tiene la capacidad y dignidad de retirarse del desafío. Se retira aunque sólo sea para no hacerse sos­pechosa de falta de honradez. El firmamento político electo­ral queda así tacho­nado de oportunistas, de charlatanes y de avispados. Los voluntariosos, los inteligentes y los pru­dentes no tienen nada qué hacer.

Si fuera posible que en cada país todos los descontentos con el modelo democrático liberal pudieran organizarse con la coordinación precisa, sin represión, con líderes capacita­dos, que los hay, téngase por seguro que la democracia li­beral se desplomaría en un abrir y cerrar de ojos y sería re­emplazada inmediatamente por la democracia popular.

Mientras llegan soluciones utópicas, descartada la Revo­lución roja para no caer antipáticos a los moderados y fas­cistas, sería cosa de que España se lo pensase un poco: si quiere disfrutar de una Edad de Oro política que jamás ha conocido, tendría que revisar su organización so­cial de arriba abajo. Primero desmantelando la Monarquía y susti­tuyéndola por la República; segundo modificando la Consti­tución o redactando una totalmente nueva para dar entrada directa al Estado Federal; tercero creando un sis­tema impo­sitivo y una policía tributaria dedicada férrea­mente a procu­rar un reparto paritario de la tarta económica...

En cuanto a Estados Unidos, este país no tiene remedio. El pueblo llano yanqui no es siquiera un convidado de pie­dra. Los gringos le ignoran y marginan como los griegos an­tiguos no consideraban persona a los ilotas, los escla­vos. La democracia imperial, como todos los imperios y lo desco­munal acabará desplomándose por dentro, por im­plosión.

Un senador de la antigua Grecia salió dando saltos de alegría del Senado porque habían elegido a otro ciudadano con más méritos que él (Montesquieu, Ensayo sobre el gusto). ¿Dónde está el ciudadano que trate pálidamente de imitarle en cualquiera de estos dos dechados de corrup­ción? (Lo he repetido muchas veces, pero cuando pienso en los políticos, no se me va de la cabeza)

Yo he de hacer una confesión tardía. Después de mis casi setenta años, no veo mucha diferencia entre periodistas, políticos y predicadores de púlpitos. La que pueda haber entre unos y otros profesionales está en la técnica que cada una de esas clases emplea para ir a lo suyo. Y si para do­minar con­ciencias y de paso sus fortunas, los predicadores de sotana ponían de pantalla al mito del Señor, los perio­distas ponen de pantalla su deber de informar cuando lo que les interesa es adoctrinar; y entre políticos, unos se confor­man con blin­darse su futuro inflando sus cuentas construc­toras o petrole­ras, pero todos poniendo de pantalla a sus electores cuando no hacen más que convertirlos en peones de ajedrez.

Por todo lo expuesto, en este colofón y en las dos anterio­res galeradas, si pudiera y tuviera edad para ello preferiría vivir en una democracia verdaderamente popular, rebajar mis cuotas de libertad al servicio de la causa general, y ce­der hasta donde fuera preciso las de mi bienestar material. Pues, piénsenlo un poco quienes todavía el aturdimiento general no les impide reflexionar: para vivir con dignidad no importa estar incluso en el umbral de la pobreza si reina la paz absoluta. Sobre todo se puede ser feliz, al no percibir abominables diferencias sociales, causa de la mayor amar­gura e in­dignación en todo espíritu que a sí mismo se tiene legítimamente por noble.









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