27 noviembre 2006

Afecto, mejor que amor


La humanidad se ha pasado la historia escribiendo biblio­tecas enteras acerca del amor. ¿Quién se atreverá a añadir una coma sobre el amor con una mínima solvencia y sin riesgo de hacer el ridículo? Quedamos en que el afecto es “sólo” plácido y sereno, mientras que el amor llega a cual­quier desmesura.

Sin embargo creo que todavía hay algo más que decir: y es que palabra tan grandiosa y excelsa, como el amor, tam­poco puede sustraerse al peligro de la manipulación.
Es propio de un espíritu noble sentir afecto por todos los hombres y mujeres que lo merecen. Pero nadie, espiritual­mente, merece ser amado.

Tal como lo entendimos hasta ayer, el amor sin adjetivos ni preposición penetra en la cultura grecolatina a través de la religión cristiana. Ella es su vector principal. Pero además de grandioso, el concepto es tam­bién equívoco. Requiere a su vez ordinariamente matices para ser en­tendido. Pues lo mismo vale para expresar un sentimiento abstracto hacia una abstracción -Dios- como para proponer un coito.

El cristianismo, en Occidente es en efecto el primer pro­motor del amor. Por eso se habla implícita o explícitamente de amor cristiano, no laico, no genital. Pero le imprime tal grado de evanescencia, que se hace confuso. El catolicismo ha abusado de su noción hasta hacerlo irreconocible. Pues confuso y contradictorio es predicarlo y responder sus mis­mos predicadores con odio y castigo a quienes no les escu­chaban. Lo mismo que hoy quienes más hablan y más exi­gen ruidosamente la paz, más la conturban.

En una primera fase pudiera justificarse la carga de renun­ciación que lleva consigo; lo mismo que aconsejar poner la otra mejilla para sobrepasar a la Ley del Talión y ven­cer la ten­tación de matar al hermano, como hizo Caín. Pero con el paso del tiempo ha hecho mucho más daño ese amor que si el cristianismo hubiera difundido con el mismo empeño el "afecto": menos pretencioso, menos ampu­loso, menos apa­ratoso... más natural en fin.

Empezamos por que, como antes decía, el amor enten­dido en sentido cristiano implica renuncia, que antes se lla­maba abnegación. Pero la renunciación es una actitud co­ntra natura, y, como todo lo que va contra natura, es decir contra el instinto más elemental, acaba mal. No es, ni era, preciso educar en el amor perdonando a quienes nos ofen­den, nos maltratan y abusan de nosotros. No hay ser humano, a menos que haya sido anulada su volun­tad con pócimas o torturas, que acepte de buen grado el amor como renuncia. Esto sólo cabe en la mater­nidad.

Todo eso ha retrasado y complicado la plena comprensión de otra palabra tan excelsa como la de él: la palabra justi­cia.

Ese amor del que hablamos parece no exigir nada, pero lo exige. Pues aquél que ama repudia la ingratitud. Hacer el amor puede significar tanto dedicarse a hacer el bien en una colonia de leprosos, como acostarse con el concubino.

Amar, digámoslo ya, comporta siempre reciprocidad. No es natural desligarlo de la equidad. Es cierto que entre dos se­res humanos puede no haber la misma capacidad de ge­ne­rosidad. Pero las concesiones a las diferencias corren de cuenta del más inteligente o más fuerte de los dos. Sim­ple­mente eso.

Amar implica respuesta, exige respuesta, demanda res­puesta al menos en la proporción o dosis razonable al amor dado.

El afecto en cambio no pide ni exige. Puede prescindir perfectamente de la reciprocidad. Puede dedicarse a otra persona en cada actitud por separado. Y si llegado el caso la persona agraciada por nuestro afecto deja de merecerlo y se lo retiramos, ninguno de los dos padecemos por ello.

El afecto no implica pasión, sino serenidad; no incluye exi­gencia ni justicia ni precio. Es el sentimiento que más abarca y es el más cercano de la concordia y de la paz. Es, además, común en sus rasgos a todas las culturas, y es por eso tan universal como el entendimiento mutuo que implica por encima de todo voluntad. Como el respeto, se da o se desea, pero no se exige ni se impone.

La ternura es el afecto dispensado a quien suponemos más débil que nosotros. Hoy hablar de amor ha quedado reducido a que nos ponga el o la amante un piso a nuestro nombre.

Amor, ternura, afecto, cariño, dilección son sentimientos. Pero si hice un llamamiento a promover el afecto es porque, prescindiendo de la ternura que suele ser ocasional, pres­cindiendo del cariño que es sinónimo de afecto, y prescin­diendo de la dilección, que es una preferencia circunstan­cial, el afecto es duradero, quizá eterno, no se compra ni se vende. No se expresa, no se confiesa, no se proclama, no se explota. Y, desde luego, es incompatible con poner la otra mejilla...

De aquí por todo ello la superioridad moral, psicológica, emocional y total del afecto sobre al amor. Creo que hay que dejar ya la exclusiva de la palabra "amor" sólo para la coyunda, y trasladar el sentido que antes tenía a esas otras casi en desuso: afecto, cariño y ternura.

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