Una palabra que está cayendo en desuso... Sin embargo es más importante que el amor y está, terapéutica y moralmente, muy por encima de la pasión. Es sereno y tan duradero que puede ser vitalicio.
En las grandes ciudades y en los pueblos ávidos de prosperidad material, el sentido y noción del afecto se van difuminando. Poco a poco se va debilitando la expresión en tertulias, conversaciones y reflexiones.
Todo lo que antes encerraba un delicado sentimiento mezcla de íntimas pulsiones emotivas, va derivando rápidamente hacia la sensación y la sacudida momentánea difícil de localizar pero más cerca de la genitalidad que de ninguna otra parte del organismo.
No se aloja ya el afecto en el alma porque hay dudas razonables de que el alma exista. No reside en la mente porque la mente está estragada de muchas cosas y apenas cabe en ella ya el silencio. No está en el espíritu porque tampoco hay certeza de que el espíritu no tenga mucho más que ver con el ansia de cualquier cosa que con el afán y la ilusión. La ilusión ya no es motriz, porque también la ilusión se desvanece temprano y su lugar lo está a su vez ocupando el embate prosaico del desengaño.
¿Quién puede hacer poesía mientras la pobreza, la muerte, la tortura y la mentira se han adueñado del mundo? ¿Quién puede aventurarse a hacer casi el ridículo con el ditirambo mientras tanta gente influyente está interesada en seducirnos perversamente con dramas y tragedias, una tras otra, sin pausa ni compasión hacia nosotros, menospreciando y callando en cambio la cada vez más ausente belleza al natural?
Sólo enajenándonos voluntariamente; sólo alejándonos de las urbes, del trajín, de la confrontación, rechazando expresamente las ocasiones de enfrentarnos a la fealdad del artificio y del preparado a la carta, ausente la naturalidad en todo; sólo convirtiéndonos en anacoretas o en locos clínicamente correctos podremos huir del estruendo, de la neurastenia, de la competición despiadada, de la hosquedad para ir al encuentro del afecto. Sólo así podremos disfrutarlo aunque lo depositemos en un pobre de espíritu o en un oso de peluche. Pues el afecto es tan inexcusable, como el oxígeno y la luz para la vida.
Busquémoslo. Mejor aún: propaguémoslo. Y si es preciso, reinventémoslo. Como la auténtica amistad, suplida en la postactualidad por el amiguismo, vale más que el mayor tesoro.
En las grandes ciudades y en los pueblos ávidos de prosperidad material, el sentido y noción del afecto se van difuminando. Poco a poco se va debilitando la expresión en tertulias, conversaciones y reflexiones.
Todo lo que antes encerraba un delicado sentimiento mezcla de íntimas pulsiones emotivas, va derivando rápidamente hacia la sensación y la sacudida momentánea difícil de localizar pero más cerca de la genitalidad que de ninguna otra parte del organismo.
No se aloja ya el afecto en el alma porque hay dudas razonables de que el alma exista. No reside en la mente porque la mente está estragada de muchas cosas y apenas cabe en ella ya el silencio. No está en el espíritu porque tampoco hay certeza de que el espíritu no tenga mucho más que ver con el ansia de cualquier cosa que con el afán y la ilusión. La ilusión ya no es motriz, porque también la ilusión se desvanece temprano y su lugar lo está a su vez ocupando el embate prosaico del desengaño.
¿Quién puede hacer poesía mientras la pobreza, la muerte, la tortura y la mentira se han adueñado del mundo? ¿Quién puede aventurarse a hacer casi el ridículo con el ditirambo mientras tanta gente influyente está interesada en seducirnos perversamente con dramas y tragedias, una tras otra, sin pausa ni compasión hacia nosotros, menospreciando y callando en cambio la cada vez más ausente belleza al natural?
Sólo enajenándonos voluntariamente; sólo alejándonos de las urbes, del trajín, de la confrontación, rechazando expresamente las ocasiones de enfrentarnos a la fealdad del artificio y del preparado a la carta, ausente la naturalidad en todo; sólo convirtiéndonos en anacoretas o en locos clínicamente correctos podremos huir del estruendo, de la neurastenia, de la competición despiadada, de la hosquedad para ir al encuentro del afecto. Sólo así podremos disfrutarlo aunque lo depositemos en un pobre de espíritu o en un oso de peluche. Pues el afecto es tan inexcusable, como el oxígeno y la luz para la vida.
Busquémoslo. Mejor aún: propaguémoslo. Y si es preciso, reinventémoslo. Como la auténtica amistad, suplida en la postactualidad por el amiguismo, vale más que el mayor tesoro.
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