27 noviembre 2006

El afecto


Una palabra que está cayendo en desuso... Sin embargo es más importante que el amor y está, terapéutica y moral­mente, muy por encima de la pa­sión. Es sereno y tan dura­dero que puede ser vitalicio.

En las grandes ciudades y en los pueblos ávidos de pros­peridad material, el sentido y noción del afecto se van difumi­nando. Poco a poco se va debilitando la expresión en tertulias, conversaciones y reflexiones.

Todo lo que antes encerraba un delicado sentimiento mezcla de íntimas pulsiones emotivas, va derivando rápi­damente hacia la sensación y la sacudida momentánea difí­cil de localizar pero más cerca de la genitalidad que de nin­guna otra parte del organismo.

No se aloja ya el afecto en el alma porque hay dudas ra­zonables de que el alma exista. No reside en la mente por­que la mente está estragada de muchas cosas y apenas cabe en ella ya el silencio. No está en el espíritu porque tampoco hay certeza de que el espíritu no tenga mucho más que ver con el ansia de cualquier cosa que con el afán y la ilusión. La ilusión ya no es motriz, porque también la ilusión se des­vanece temprano y su lugar lo está a su vez ocu­pando el embate prosaico del desengaño.

¿Quién puede hacer poesía mientras la pobreza, la muerte, la tortura y la mentira se han adueñado del mundo? ¿Quién puede aventurarse a hacer casi el ridículo con el di­tirambo mientras tanta gente influyente está intere­sada en seducirnos perversamente con dramas y tragedias, una tras otra, sin pausa ni compasión hacia nosotros, menospre­ciando y callando en cambio la cada vez más ausente be­lleza al natural?

Sólo enajenándonos voluntariamente; sólo alejándonos de las urbes, del trajín, de la confrontación, rechazando expre­samente las ocasiones de enfrentarnos a la fealdad del arti­ficio y del preparado a la carta, ausente la naturalidad en todo; sólo convirtiéndonos en anacoretas o en locos clíni­camente correctos podremos huir del estruendo, de la neu­rastenia, de la com­petición despia­dada, de la hosquedad para ir al encuentro del afecto. Sólo así podremos disfrutarlo aunque lo depositemos en un po­bre de espíritu o en un oso de peluche. Pues el afecto es tan inexcusable, como el oxí­geno y la luz para la vida.

Busquémoslo. Mejor aún: propaguémoslo. Y si es preciso, reinventémoslo. Como la auténtica amistad, suplida en la postactualidad por el amiguismo, vale más que el mayor te­soro.

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