12 diciembre 2006

Dios y Democracia

Aunque arremeto con frecuencia y sañudamente contra la democracia como los blasfemos contra Dios, ni Dios ni la de­mocracia en sí mismos tienen nada que ver con mi náu­sea permanente, ni con las razones que me llevan a odiar a am­bos conceptos. Creo, además, que esto nos sucede a mu­chos, más o menos por las mismas razones que voy a expo­ner...

Dios, aunque no existiera, originariamente y por definición es omnipotente y omnicomprensivo, y la democracia es el gobierno más ra­cio­nal que cabe por medio de mayorías que eligen a los mejores de cada comunidad. ¡Cómo no vitorear a ambas ideas!

Pero ¿por qué esa repugnacia y aversión hacia la democra­cia y hacia Dios como conceptos? Pues porque cuando el cuchillo ideado para cortar el pan es utilizado por quienes lo poseen mil ve­ces más para matar que para comerse el pan, cual­quiera en su sano juicio acaba viendo en el cuchillo un ins­trumento cri­minal y no un útil culinario. Pues Dios y demo­cra­cia son dos instrumentos, dos escudos tras los que se pa­ra­petan los ma­yores criminales para hacer la historia y confi­gu­rarla a su fa­vor. De aquél, de Dios, desde que se pierde la memoria; de ésta, de la democracia, desde que acabó la se­gunda guerra mundial.

¿Quiénes se apropiaron de ambas nociones? De la de Dios, los que se dicen representantes de Cristo sobre la Tie­rra arrastrando a todos sus epígonos detrás. De la segunda, los inventores de la democracia moderna, que han acabado haciendo de ella una bayeta de fregar. Pero no son la de­mo­cracia ni Dios el objeto directo de mi, nuestra, aversión. En absoluto. Cuando sueño con el modelo intervencionista, el de “socialismo real”, y cuando imagino una vida ulterior sin "ese" Dios, es porque en nombre de la Humanidad me siento gra­vemente engañado, vapuleado y amenazado en unas socie­dades que, sin ambas ideas ne­fastas y habi­tadas todas por el buen salvaje, hubiesen flore­cido sobre la paz y la felicidad sin límites. O así lo imagino yo.

Son tantos los que trafican con la noción de Dios y de de­mocracia, que hacen ridiculos nuestros esfuerzos por po­ner a cada uno en el noble sitio que sus padres intelectuales imagi­naron para ellos. Son tantos los que trafican, digo, que se han multiplicado como las esporas. Pero no naturalmente por convencimiento, sino por los réditos que procuran. Hoy día, en muchos países que intentan mantenerse a flote sobre la democracia (incluida España que la “disfruta” apenas desde hace 30 años), se ha incorporado una especie "nueva" de manipuladores. La mayoría de los muchachos de la Prensa prostituyen -de muchos modos dignos de ser analizados aparte-, la democracia en lugar de tratar de en­noblecerla.

Los “muchachos” de los Medios han arrojado a la hoguera a gran parte de sus competidores, aquéllos que envilecían la noción de Dios; han dado un puntapié a aquellos predica­do­res que lanzaban anatemas contra noso­tros en su santo nombre desde los púlpitos, pero para ponerse ellos y hacer lo mismo que aquéllos hacían, con la palabra democracia: su­gestionarnos, mentirnos e instrumentalizarnos. Ellos fue­ron, y son, los maquinadores de la democracia actual. Prin­cipal­mente en Estados Unidos y en España. Tanto o más que los políticos. Todos viven de lo mismo. De la logoma­quia, de las frases rebuscadas y de la maquinación de los hechos, mu­chos de los cuales no existi­rían, no hubieran sido incitados, no se hubieran agravado o no hubieran sido fabulados trágicamente para vender y hablar, si no estuvie­ran ellos...

Porque democracia, como justicia y Dios son conceptos pu­ros, nociones que llenan los vacíos y aplacan a muchos en sucesivas y diarias sesiones de ilusionismo en todos los paí­ses que unos cuantos los estrujan...

En Occidente rara vez no se ha hecho correr la sangre por los intereses mezquinos de un puñado de comerciantes es­cudadados en su amor por la democracia y por su amor a Dios.

Voy a referir un lejano ejemplo que acaba de llegar a mi co­nocimiento a través de la lectura de Chateaubriand y de sus "Memorias de ultratumba", que a pequeña escala podría ilus­trar en flash lo que en parte quiero aquí decir al confluir reli­gión, libre mercantilismo, libertad desnuda y democracia inci­piente, en el Nuevo Mundo...

"En 1811, la compañía de la Bahía de Hudson vendió a Lord Selkirk un terreno a orillas del Río Rojo; el estableci­miento fue construido en 1812. La compañía del Noroeste se resintió por ello. Las dos compañías aliadas con distintas tri­bus indias llegaron a las manos. Este conflicto doméstico, horrible en sus detalles, se producía en la Bahía del Hud­son. La colonia de Lord Selkirk fue destruida en junio de 1815, justo en la época de la batalla de Waterloo. En ambos teatros tan diferentes por lo brillante de uno y lo oscuro de otro, las desgracias del género humano eran las mismas".

Lord Sirlk y los dueños de la compañía Bahía del Hudson eran creyentes, parientes de los puritanos que emigraron en el Mayflower en 1620. Y la Guerra de la Independencia Ame­ricana era la primera piedra de la democracia levan­tada sobre la estatua de la Libertad y el Ciudadano Kane, modelo de empresario y periodismo. ¿Qué queda de las ideas y la praxis de Dios y de democracia en las rutilantes democra­cias?: sólo detritus.

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