La paradoja matemática de Poincaré, convertida en teorema por Gregori Perelman, tiene su correspondencia con la paradoja de la supervivencia de la especie humana que preocupa a Stephen Hawking y ahora a tantos. Y la llamo paradoja, porque yo creo que esa preocupación es ficticia y real al mismo tiempo.
Es real, porque la sociedad mundial, mejor dicho quienes tienen las claves del asunto, no han hecho lo correcto para evitar el peligro que se cierne sobre ella. No lo han hecho, y en cambio aparentan preocuparse y nos preocupan ahora, inútilmente. Y es ficticia, en tanto que insensatez impropia de quienes han sido capaces de llegar a las estrellas y de inventar los motores de explosión y combustión, por no haber dispuesto profilaxis como toda persona juiciosa la dispone para sus relaciones sexuales inseguras...
Porque quienes tienen o fingen esas preocupaciones ya sabemos quienes son: en lo político, los líderes que se van sucediendo al frente de las principales potencias; y en lo económico (la otra superestructura fundamental), un puñado de individuos dueños del mundo financiero que al contrario que aquéllos perduran en su dominio y con el paso del tiempo refuerzan cada vez más y más su poder que se van legando de padres a hijos. Este es el marco. En eso consiste el peligro y de esa circunstancia procede. No hay más. Bastaría que los políticos que se dan entre sí el relevo y los magnates que se suceden a sí mismos dieran un golpe de timón a su soberbia y su codicia, para que la consternación por el tenebroso horizonte a la vista se trocase simplemente en el desencanto que originaría la supresión brusca del coche de uso individual, con su cortejo de faraónicas construcciones y devastaciones al servicio de maravilloso y al mismo tiempo terrible ingenio.
La preocupación propiamente no está, ya, en el dilema supervivencia-extinción de la especie humana, sino en “mi” supervivencia y en la de los míos. En la pena que puede causar la desaparición de la flora y la fauna y en la de los paisajes que aunque no los visitemos disfrutamos sólo por saber que existen. Presenciar la realidad en el pretérito produce desconsuelo. ¡Que tristeza la vida sin elefantes, ni gorilas, ni ríos cristalinos, ni bosques perfumados, ni selvas intrincadas, ni glaciares, ni nieves, ni lluvia... con mares muertos! He aquí el drama. No que la humanidad se extinga. ¡Que bien –además- si se extinguiese antes que los demás seres vivos!
En realidad, representada por quien la dirige sin saber a dónde va, no merece por su necedad sobrevivirse en las condiciones que opera. Está claro, además, que no le interesa. Lo terrible para el vulgo es saber que todo depende de unos pocos que arrastran al resto con su estúpido proceder sin poder hacer absolutamente nada para esquivar la complacencia que se adivina en su mismísima impotencia personal. Aquí esta la clave.
¿A Hawking le preocupa realmente la supervivencia, o la ve ya, como yo, con especial regusto aunque no tanto si pienso en que los autores pueden huir, los muy cobardes, a otro planeta? ¿señala esa preocupación, como la paradoja de Poincaré, una diversión del conocimiento, o la siente con consternación? La desaparición de la especie será progresiva, brusca por deflagraciones nucleares y por hambrunas, pero lenta en cuanto los retales de ella que irán de pena en pena. No muy diferente al fin del mundo que lo es para quienes mueren a cada segundo por causas naturales y accidentes, o trágicamente en guerras infames...
Perdida ya la esperanza de la pervivencia de la Naturaleza más o menos virginal, ya sólo “a mí” me preocupa poder beber y comer, yo; que puedan beber y comer, también o principalmente, mis seres queridos; y que todos podamos comunicarnos por el móvil. Y muy personalmente, conservar mi soberbio piano fabricado en la desaparecida Alemania Oriental. Lo demás ya no me interesa sencillamente porque si no puedo hacer nada y tanto he sufrido por la visión de ese futuro inmediato que ahora empieza a preocupar a muchos que recurren a los vaticinios tranquilizadores de Hawking, ya no estoy dispuesto a sufrir más. Todo tiene un límite y la pena también.
El seco otoño (y ojalá sea la pesimista predicción del agorero) que hay que prever simplemente por la tendencia de los diez últimos años en materia pluviométrica en España y aun en el mundo, me aconsejan ir haciendo provisión de agua mineral. Aquí se acaba “mi” preocupación cuando acaba de darse la noticia de que Hawking responde con sus optimistas predicciones a 25.000 personas que le han consultado por Internet. Aunque estoy seguro de que, por este futuro que ya está aquí, Hawking, por lo menos desde hace una década, ha venido viviendo secretamente este asunto tan despavorido como yo lo he estado.
Es real, porque la sociedad mundial, mejor dicho quienes tienen las claves del asunto, no han hecho lo correcto para evitar el peligro que se cierne sobre ella. No lo han hecho, y en cambio aparentan preocuparse y nos preocupan ahora, inútilmente. Y es ficticia, en tanto que insensatez impropia de quienes han sido capaces de llegar a las estrellas y de inventar los motores de explosión y combustión, por no haber dispuesto profilaxis como toda persona juiciosa la dispone para sus relaciones sexuales inseguras...
Porque quienes tienen o fingen esas preocupaciones ya sabemos quienes son: en lo político, los líderes que se van sucediendo al frente de las principales potencias; y en lo económico (la otra superestructura fundamental), un puñado de individuos dueños del mundo financiero que al contrario que aquéllos perduran en su dominio y con el paso del tiempo refuerzan cada vez más y más su poder que se van legando de padres a hijos. Este es el marco. En eso consiste el peligro y de esa circunstancia procede. No hay más. Bastaría que los políticos que se dan entre sí el relevo y los magnates que se suceden a sí mismos dieran un golpe de timón a su soberbia y su codicia, para que la consternación por el tenebroso horizonte a la vista se trocase simplemente en el desencanto que originaría la supresión brusca del coche de uso individual, con su cortejo de faraónicas construcciones y devastaciones al servicio de maravilloso y al mismo tiempo terrible ingenio.
La preocupación propiamente no está, ya, en el dilema supervivencia-extinción de la especie humana, sino en “mi” supervivencia y en la de los míos. En la pena que puede causar la desaparición de la flora y la fauna y en la de los paisajes que aunque no los visitemos disfrutamos sólo por saber que existen. Presenciar la realidad en el pretérito produce desconsuelo. ¡Que tristeza la vida sin elefantes, ni gorilas, ni ríos cristalinos, ni bosques perfumados, ni selvas intrincadas, ni glaciares, ni nieves, ni lluvia... con mares muertos! He aquí el drama. No que la humanidad se extinga. ¡Que bien –además- si se extinguiese antes que los demás seres vivos!
En realidad, representada por quien la dirige sin saber a dónde va, no merece por su necedad sobrevivirse en las condiciones que opera. Está claro, además, que no le interesa. Lo terrible para el vulgo es saber que todo depende de unos pocos que arrastran al resto con su estúpido proceder sin poder hacer absolutamente nada para esquivar la complacencia que se adivina en su mismísima impotencia personal. Aquí esta la clave.
¿A Hawking le preocupa realmente la supervivencia, o la ve ya, como yo, con especial regusto aunque no tanto si pienso en que los autores pueden huir, los muy cobardes, a otro planeta? ¿señala esa preocupación, como la paradoja de Poincaré, una diversión del conocimiento, o la siente con consternación? La desaparición de la especie será progresiva, brusca por deflagraciones nucleares y por hambrunas, pero lenta en cuanto los retales de ella que irán de pena en pena. No muy diferente al fin del mundo que lo es para quienes mueren a cada segundo por causas naturales y accidentes, o trágicamente en guerras infames...
Perdida ya la esperanza de la pervivencia de la Naturaleza más o menos virginal, ya sólo “a mí” me preocupa poder beber y comer, yo; que puedan beber y comer, también o principalmente, mis seres queridos; y que todos podamos comunicarnos por el móvil. Y muy personalmente, conservar mi soberbio piano fabricado en la desaparecida Alemania Oriental. Lo demás ya no me interesa sencillamente porque si no puedo hacer nada y tanto he sufrido por la visión de ese futuro inmediato que ahora empieza a preocupar a muchos que recurren a los vaticinios tranquilizadores de Hawking, ya no estoy dispuesto a sufrir más. Todo tiene un límite y la pena también.
El seco otoño (y ojalá sea la pesimista predicción del agorero) que hay que prever simplemente por la tendencia de los diez últimos años en materia pluviométrica en España y aun en el mundo, me aconsejan ir haciendo provisión de agua mineral. Aquí se acaba “mi” preocupación cuando acaba de darse la noticia de que Hawking responde con sus optimistas predicciones a 25.000 personas que le han consultado por Internet. Aunque estoy seguro de que, por este futuro que ya está aquí, Hawking, por lo menos desde hace una década, ha venido viviendo secretamente este asunto tan despavorido como yo lo he estado.
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