Hay estudiosos que analizan el comportamiento humano desde diversos puntos de vista. Pero el estudio parte de la base de que el individuo se encuentra ordinariamente en tiempos de placidez, de absoluta paz. Cuando es todo lo contrario, vive siempre con su paz amenazada, siempre amenazado por el peligro, sea de violencia física, sea de violencia moral. Y esos estudios apenas consideran la importancia que en el comportamiento tiene el peligro, habida cuenta que cada cual lo percibe de distinta manera en cada coyuntura...
No ya un sociobiólogo de universidad americana tan dadas al análisis del conductismo, sino simplemente un arzobispo, un cardenal, un papa, por ejemplo, ajenos a todo lo demás, es decir, a las gravísimas cosas que suceden en el mundo, se desquician señalando como cuestiones graves lo que son cuestiones banales al lado de lo que hacen dirigentes mundiales masacrando a poblaciones enteras sin escrúpulos... Jamás se le ha oído anatematizarles. Jamás hemos leído una condena rotunda suya en la primera plana de un periódico. Prefieren cebarse en lo irrelevante a condenar y reconvenir a esos desalmados que por razones espúreas, con premeditación y alevosía cometen crímenes contra la Humanidad. Y todo porque –dirán- “eso” no es asunto suyo... Y es que efectivamente, lo suyo, lo de la Iglesia, lo de los cardenales, lo de los papas y miserables es prestar atención a lo banal precisamente para dejar intacto lo más importante: lo que destruye al mundo y a sus seres...
En realidad el mundo siempre ha funcionado igual. Los más fornidos, los que tenían la maza más grande, los ociosos, los holgazanes, los dementes y los que daban nulo interés a la vida, siempre han sido los pendencieros que impedían una atmósfera de paz allá donde estuvieran.
Hay algunas diferencias con el paso del tiempo, y bastantes notables en cuanto a la índole de los cabrones. Los reyes acababan siéndolo por su fuerza física superior respecto a los demás componente de clanes, tribus y hordas. Como en el reino animal. El más potente es dueño y señor de la manada. Pero a medida que se fueron sofisticando los instrumentos de muerte, fue pasando sucesivamente a un segundo hasta llegar a un último plano el hecho de ser el más fuerte. Bastaba con la habilidad: un paso más en la capacidad evolutiva. La cuestión estaba en saber cómo proveerse del instrumento más mortífero inventado por otros. Y esto en principio ya no requería fuerza bruta, sino astucia y aptitudes para maniobrar y para hacerse con él. Y entonces, a medida que el instrumento alcanzaba más eficacia, es decir podía matar a más con menor número de instrumentistas, el dueño del mismo se alejaba más del lugar en que causaba más destrucción.
Con ello se operaba un fenómeno nuevo: más muerte, con menos gente, más lejos del punto donde la muerte se producía y menos riesgo de muerte propia por parte de quien manejaba a distancia el instrumento. Y aquí, hoy, en la actualidad, hemos llegado al punto más alto. Ni siquiera los que deciden las muertes masivas ya precisan de bunkers o refugios. El último lo usó Hitler y además inútilmente...
Con una sola herramienta, un dedo puede matar a millones y millones de personas, destruir ciudades y acabar con el mundo entero. Si no se ha decidido nadie todavía a hacerlo, no es por miramiento. Ni siquiera por temor a sucumbir también quien aprieta el botón y quien ordena apretarlo. Es, porque se acabaría el videojuego. Hay que seguir jugando, seleccionando las víctimas, recreándose en el espectáculo del horror real. No basta el virtual. Porque además hoy no es preciso ir al campo de batalla, pues el horror, los que lo ordenan y lo provocan, lo ven por televisión propia. Como el programa de cualquier parrilla.
El mundo está loco desde que Dios o quien fuera lo inventó. Pero es que a todo eso se añade otra cuestión relacionada con el mayor goce. Otro de los divertimentos actuales tiene que ver con el deleite que produce la fabricación de normas, leyes y Resoluciones... para contravenirlas. No hay placer mayor. También, como en todo, hay notables diferencias entre lo que ocurría al principio y lo que sucede ahora.
Al principio, en la noche de los tiempos, habían pactos y reglas para librar batallas. Y los contendientes en efecto las cumplían. Cumplirlas y respetarlas formaba parte del placer de luchar. Luego empezaron a no cumplirse, a jugar con ventaja, como los deportistas que se dopan, pero se fingía cumplirlas, y en el fingimiento residía el placer.
Hoy no. Hoy, por fin, ya no se cumplen. Porque el placer de los transguesores está justamente en eso, en el incumplimiento. Como el criminal en serie desafía a la policía. El paroxismo lo alcanzan los transeguesores en un cóctel: una combinación de la fuerza máxima, con mínimos instrumentalistas, a la mayor distancia de la muerte y presenciando el espectáculo por teleobjetivo. No ya la premeditación y la alevosía o desproporción entre los medios empleados para cometer el crimen y la necesidad de emplearlos; no ya la inexistencia de motivos para invadir, para ocupar otros países y arrasarlos: el máximo placer está ya, en reírse ante las barbas de la Comunidad Internacional que inventó el Derecho Internacional, y de la ONU que promulgó las Resoluciones. El mayor placer está en reíse ante el mundo entero de su pasmo y de su consternación. Este es el placer del siglo XXI del que disfrutan los dementes que simulan dirigirlo. Cinco placeres en uno. Ahí es nada... Por algo los que no somos católicos preferimos mil veces las enseñanzas, por ejemplo, de Confucio: “Dame, Señor, fuerza para cambiar las cosas que puedo; paciencia para soportar las que no puedo cambiar; lucidez para distinguirlas”.
No ya un sociobiólogo de universidad americana tan dadas al análisis del conductismo, sino simplemente un arzobispo, un cardenal, un papa, por ejemplo, ajenos a todo lo demás, es decir, a las gravísimas cosas que suceden en el mundo, se desquician señalando como cuestiones graves lo que son cuestiones banales al lado de lo que hacen dirigentes mundiales masacrando a poblaciones enteras sin escrúpulos... Jamás se le ha oído anatematizarles. Jamás hemos leído una condena rotunda suya en la primera plana de un periódico. Prefieren cebarse en lo irrelevante a condenar y reconvenir a esos desalmados que por razones espúreas, con premeditación y alevosía cometen crímenes contra la Humanidad. Y todo porque –dirán- “eso” no es asunto suyo... Y es que efectivamente, lo suyo, lo de la Iglesia, lo de los cardenales, lo de los papas y miserables es prestar atención a lo banal precisamente para dejar intacto lo más importante: lo que destruye al mundo y a sus seres...
En realidad el mundo siempre ha funcionado igual. Los más fornidos, los que tenían la maza más grande, los ociosos, los holgazanes, los dementes y los que daban nulo interés a la vida, siempre han sido los pendencieros que impedían una atmósfera de paz allá donde estuvieran.
Hay algunas diferencias con el paso del tiempo, y bastantes notables en cuanto a la índole de los cabrones. Los reyes acababan siéndolo por su fuerza física superior respecto a los demás componente de clanes, tribus y hordas. Como en el reino animal. El más potente es dueño y señor de la manada. Pero a medida que se fueron sofisticando los instrumentos de muerte, fue pasando sucesivamente a un segundo hasta llegar a un último plano el hecho de ser el más fuerte. Bastaba con la habilidad: un paso más en la capacidad evolutiva. La cuestión estaba en saber cómo proveerse del instrumento más mortífero inventado por otros. Y esto en principio ya no requería fuerza bruta, sino astucia y aptitudes para maniobrar y para hacerse con él. Y entonces, a medida que el instrumento alcanzaba más eficacia, es decir podía matar a más con menor número de instrumentistas, el dueño del mismo se alejaba más del lugar en que causaba más destrucción.
Con ello se operaba un fenómeno nuevo: más muerte, con menos gente, más lejos del punto donde la muerte se producía y menos riesgo de muerte propia por parte de quien manejaba a distancia el instrumento. Y aquí, hoy, en la actualidad, hemos llegado al punto más alto. Ni siquiera los que deciden las muertes masivas ya precisan de bunkers o refugios. El último lo usó Hitler y además inútilmente...
Con una sola herramienta, un dedo puede matar a millones y millones de personas, destruir ciudades y acabar con el mundo entero. Si no se ha decidido nadie todavía a hacerlo, no es por miramiento. Ni siquiera por temor a sucumbir también quien aprieta el botón y quien ordena apretarlo. Es, porque se acabaría el videojuego. Hay que seguir jugando, seleccionando las víctimas, recreándose en el espectáculo del horror real. No basta el virtual. Porque además hoy no es preciso ir al campo de batalla, pues el horror, los que lo ordenan y lo provocan, lo ven por televisión propia. Como el programa de cualquier parrilla.
El mundo está loco desde que Dios o quien fuera lo inventó. Pero es que a todo eso se añade otra cuestión relacionada con el mayor goce. Otro de los divertimentos actuales tiene que ver con el deleite que produce la fabricación de normas, leyes y Resoluciones... para contravenirlas. No hay placer mayor. También, como en todo, hay notables diferencias entre lo que ocurría al principio y lo que sucede ahora.
Al principio, en la noche de los tiempos, habían pactos y reglas para librar batallas. Y los contendientes en efecto las cumplían. Cumplirlas y respetarlas formaba parte del placer de luchar. Luego empezaron a no cumplirse, a jugar con ventaja, como los deportistas que se dopan, pero se fingía cumplirlas, y en el fingimiento residía el placer.
Hoy no. Hoy, por fin, ya no se cumplen. Porque el placer de los transguesores está justamente en eso, en el incumplimiento. Como el criminal en serie desafía a la policía. El paroxismo lo alcanzan los transeguesores en un cóctel: una combinación de la fuerza máxima, con mínimos instrumentalistas, a la mayor distancia de la muerte y presenciando el espectáculo por teleobjetivo. No ya la premeditación y la alevosía o desproporción entre los medios empleados para cometer el crimen y la necesidad de emplearlos; no ya la inexistencia de motivos para invadir, para ocupar otros países y arrasarlos: el máximo placer está ya, en reírse ante las barbas de la Comunidad Internacional que inventó el Derecho Internacional, y de la ONU que promulgó las Resoluciones. El mayor placer está en reíse ante el mundo entero de su pasmo y de su consternación. Este es el placer del siglo XXI del que disfrutan los dementes que simulan dirigirlo. Cinco placeres en uno. Ahí es nada... Por algo los que no somos católicos preferimos mil veces las enseñanzas, por ejemplo, de Confucio: “Dame, Señor, fuerza para cambiar las cosas que puedo; paciencia para soportar las que no puedo cambiar; lucidez para distinguirlas”.
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