01 agosto 2006

La importancia de las cosas

Hay estudiosos que analizan el comportamiento humano desde diversos puntos de vista. Pero el estudio parte de la base de que el individuo se encuentra ordinariamente en tiem­pos de placidez, de absoluta paz. Cuando es todo lo contrario, vive siempre con su paz amenazada, siem­pre amenazado por el peligro, sea de violencia física, sea de violencia mo­ral. Y esos estudios apenas consideran la im­portancia que en el comportamiento tiene el peligro, habida cuenta que cada cual lo percibe de distinta manera en cada coyuntura...

No ya un sociobiólogo de universidad americana tan da­das al análisis del conductismo, sino simplemente un arzo­bispo, un cardenal, un papa, por ejemplo, ajenos a todo lo demás, es decir, a las gravísimas co­sas que suceden en el mundo, se desquician señalando como cuestiones graves lo que son cuestiones banales al lado de lo que hacen diri­gentes mun­dia­les masa­crando a poblaciones enteras sin es­crúpulos... Jamás se le ha oído anatemati­zarles. Jamás hemos leído una con­dena rotunda suya en la primera plana de un periódico. Prefie­ren cebarse en lo irrelevante a con­denar y reconvenir a esos desalmados que por razones es­púreas, con preme­ditación y alevosía cometen crímenes contra la Humanidad. Y todo por­que –dirán- “eso” no es asunto suyo... Y es que efectivamente, lo suyo, lo de la Igle­sia, lo de los carde­nales, lo de los papas y miserables es prestar atención a lo banal precisa­mente para dejar intacto lo más importante: lo que destruye al mundo y a sus seres...

En realidad el mundo siempre ha funcionado igual. Los más fornidos, los que tenían la maza más grande, los ocio­sos, los holgazanes, los dementes y los que daban nulo in­terés a la vida, siempre han sido los pendencieros que im­pedían una at­mósfera de paz allá donde estuvieran.

Hay algunas diferencias con el paso del tiempo, y bastan­tes notables en cuanto a la índole de los cabrones. Los re­yes aca­baban siéndolo por su fuerza física superior res­pecto a los de­más componente de clanes, tribus y hordas. Como en el reino animal. El más potente es dueño y señor de la ma­nada. Pero a medida que se fueron sofisticando los instru­mentos de muerte, fue pasando sucesivamente a un se­gundo hasta llegar a un úl­timo plano el hecho de ser el más fuerte. Bastaba con la habili­dad: un paso más en la ca­paci­dad evolutiva. La cuestión es­taba en saber cómo pro­veerse del instrumento más mortífero in­ventado por otros. Y esto en principio ya no requería fuerza bruta, sino astucia y aptitudes para maniobrar y para hacerse con él. Y entonces, a medida que el instrumento alcanzaba más eficacia, es de­cir podía matar a más con menor número de instrumentis­tas, el dueño del mismo se alejaba más del lu­gar en que cau­saba más destruc­ción.

Con ello se operaba un fenómeno nuevo: más muerte, con menos gente, más lejos del punto donde la muerte se pro­ducía y menos riesgo de muerte propia por parte de quien manejaba a distancia el instrumento. Y aquí, hoy, en la ac­tualidad, hemos llegado al punto más alto. Ni siquiera los que deciden las muertes masivas ya precisan de bunkers o refugios. El último lo usó Hitler y además inútilmente...

Con una sola herramienta, un dedo puede matar a millo­nes y millones de personas, destruir ciudades y acabar con el mundo entero. Si no se ha decidido nadie todavía a hacerlo, no es por miramiento. Ni siquiera por temor a su­cumbir también quien aprieta el botón y quien ordena apre­tarlo. Es, porque se acaba­ría el videojuego. Hay que seguir jugando, seleccionando las víctimas, recreándose en el es­pectáculo del horror real. No basta el virtual. Porque ade­más hoy no es preciso ir al campo de batalla, pues el horror, los que lo ordenan y lo provocan, lo ven por televi­sión pro­pia. Como el programa de cualquier pa­rrilla.

El mundo está loco desde que Dios o quien fuera lo in­ventó. Pero es que a todo eso se añade otra cuestión rela­cionada con el mayor goce. Otro de los divertimentos ac­tua­les tiene que ver con el deleite que produce la fabricación de normas, le­yes y Resoluciones... para contravenirlas. No hay placer ma­yor. También, como en todo, hay notables di­feren­cias en­tre lo que ocurría al principio y lo que sucede ahora.

Al principio, en la noche de los tiempos, habían pactos y re­glas para librar batallas. Y los contendientes en efecto las cum­plían. Cumplirlas y respetarlas formaba parte del placer de lu­char. Luego empezaron a no cumplirse, a jugar con ven­taja, como los deportistas que se dopan, pero se fingía cum­plirlas, y en el fingimiento residía el placer.

Hoy no. Hoy, por fin, ya no se cumplen. Porque el placer de los trans­guesores está justamente en eso, en el incumpli­miento. Como el criminal en serie desafía a la policía. El pa­roxismo lo alcanzan los transeguesores en un cóctel: una combinación de la fuerza máxima, con mínimos instrumen­ta­listas, a la mayor distan­cia de la muerte y presenciando el es­pectáculo por teleobje­tivo. No ya la premeditación y la alevosía o desproporción entre los medios empleados para cometer el crimen y la ne­cesidad de emplearlos; no ya la in­existencia de motivos para invadir, para ocupar otros paí­ses y arrasarlos: el máximo placer está ya, en reírse ante las barbas de la Comu­nidad Internacional que inventó el De­re­cho Internacional, y de la ONU que promulgó las Resolu­cio­nes. El mayor placer está en reíse ante el mundo entero de su pasmo y de su consterna­ción. Este es el placer del si­glo XXI del que disfrutan los de­mentes que simulan dirigirlo. Cinco pla­ceres en uno. Ahí es nada... Por algo los que no somos católicos preferimos mil ve­ces las enseñanzas, por ejemplo, de Confucio: “Dame, Señor, fuerza para cambiar las cosas que puedo; paciencia para so­portar las que no puedo cambiar; lucidez para distinguirlas”.

No hay comentarios: