20 agosto 2006

Las flaquezas del escritor (Sobre "Arte y crimen" de Rafael Argullol)


Este caso de hoy es particular pero susceptible de ser ele­vado a categoría "universal" en sentido aristotélico.

Un escritor solvente no debe faltar al rigor intelectivo. El espíritu cultivado lo es porque mira en todas direcciones. Un pensador no debe hacer concesiones a lo que las filosofías orientales y casi el común de los mortales entiende por "pensa­miento recto".

Las flaquezas del intelectual oficialista tienen que ver me­tódicamente con todo esto, porque está pen­diente de no apartarse del pensamiento dominante cuando el intelectual verdadero tiene la obligación de pensar incluso de manera "diferente".

Rafael Argullol, nacido en Barcelona en 1949, acusa sus doce años menos que yo. Quizá por eso y porque le falta un hervor también, lamentablemente en relación al objeto de mi introducción hace aguas hoy en su artículo “Arte y cri­men” publicado en El País...

Que se están cometiendo abusos de todas clases contra los más desfavorecidos en la sociedad española y en gene­ral en los países que a sí mismos se llaman liberales; que pese a esta convención de libertad a raudales en los hechos pun­tuales: en la justicia distributiva, concreta, aplicada a cada caso, todos los que no tenemos prejuicios favorables al sis­tema sabemos quién tiene siempre las de perder aun­que tenga toda la razón moral que quepa imaginar, y en ocasio­nes muy gravemente, frente a un poderoso, frente a las acu­saciones de la policía, frente a los intereses grupa­les, finan­cieros, comerciales etc; que los que participan del poder, principalmente de ideología llamada eufemística­mente con­servadora, encarnan el mayor desprecio por la colectividad, por la propiedad colectiva, por la sensibilidad colectiva, por las necesidades colectivas y de minorías y por supuesto de mayorías más o menos silenciosas; que la gente de cultura musulmana está sufriendo en el mundo persecuciones inso­portables, como en tiempo de Nerón los cristianos, y a lo largo de la Historia los cátaros, los jesuitas, los templarios, los masones, los judíos... Todos estos son datos a tener en cuenta para saber hasta qué punto una realidad, una óptica y una "verdad" principalmente social y política dependen de quién ostente (o detente) el poder, de quién y cómo se cuen­tan los hechos, de la propaganda, de la reiteración en las perspectivas y enfoques, del interés en mantener un determi­nado statu quo, una jerarquía de valo­res o un sis­tema socio­político cerrado o abierto en toda re­gla... El pensador, salvo en evidencias monstruosas o ideologías políticas basadas en la indecencia ostensible, en la manipulación, en la mentira y en el cinismo flagrantes de actualidad, debe ser prudente para no convertirse ale­gremente en juez de personas con­cretas y con mayor mo­tivo de personas que por su espíritu, creatividad y mentali­dad están muy alejadas de aquella "rea­lidad".

Que, siendo “la realidad” un desfile de sucesivos consen­sos de minorías, lo que el juez o notario de la misma, de la actua­lidad y del pasado, periodistas e historiadores escriben está en función de que estén más o menos a gusto con el sistema en que les ha tocado vivir y con la acogida que el sistema les dis­pense por su complicidad con él, yo al me­nos “lo sé”. Por eso ahora resulta que hoy, con su artículo, este admirado hasta ahora escritor catalán, Rafael Argullol, me ha quitado la venda de los ojos sobre su personalidad como filósofo que yo veía objetiva, distante de los hechos analiza­dos y suma­mente riguroso. Se me ha caído la venda, como a un amigo mío de mediana edad que iba para jesuita, un día de estos se le ha caído también la venda en unos ejerci­cios espiri­tuales del patrón de la compañía de Jesús, San Igna­cio de Loyola, a quien, según me dice él mismo, se le ha re­velado en estos ejercicios como un "perfecto mani­pu­lador".

Argullol, con ese dominio de los datos y de la retórica que tienen los escritores oficialistas y aprovechando los remor­dimientos confesos de Günther Grass aunque su caso es completamente distinto, nos presenta en su artículo “Arte y crimen” a tres artistas notables y de Hitler como criminales o cómplices del crimen.

Veamos: Arno Breker, escultor de Hitler, Leni Riefenstahl, cineasta de Hitler, y Albert Speer, arquitecto de Hitler. Se centra sobre todo en Breker de quien dice que es un buen escultor, el cómplice de un crimen y un traidor del arte. Y todo porque los tres, y especialmente Breker, ponen su obra al servicio del régimen nazi y de Hitler.

Este, el del análisis histórico de hechos y especialmente de hechos monstruosos siempre me ha traído de cabeza pues es un tema que me toca de cerca al haber pasado media vida metido más o menos en los entresijos de una dictadura caudillista y asesina hasta que se consolidó, con la complacencia de la "Comunidad internacional", que en­tonces se reducía al inevitable Estados Unidos...

Estos tres artistas, que Argullol considera esbirros de Hitler, son en cuanto a responsabilidad política y penal y categoría artística lo que probablemente sería él, Rafel Ar­gullol, si mañana ganara la “guerra de civilizaciones” el orbe musulmán o una revolución de izquierda radical en toda re­gla. Y quien dice él, dice tantos y tantos que empujan a este deplorable, asimétrico, injusto y torpe modelo, el neoliberal, que se va imponiendo para consternación de quienes lo su­fren directamente y para quienes además vemos los efectos desastrosos que está causando sobre la vida y la suerte de la biosfera. Y lo que me extraña y me contrista es que gen­tes que pasan por notables por ese dominio de la retórica y del rigor -que ya no es tanto en este caso- a que hacía al principio referencia, no tengan más remedio que opinar y analizar sin hacer constantemente guiños al poder para transmitirle que ellos están con el poder, siguen orientados por las consignas distribuidas por el Poder, y todo sin qui­tarse de encima los prejuicios en análisis tan delicados como debieran ser estos aunque los personajes hayan des­aparecidoy no puedan defenderse.

Argullol para nada tiene en cuenta que tres artistas -un ar­tista- no ve en un líder político elegido democráticamente en Weimar lo que ve Argullol casi cien años después. Un artista está a lo suyo, ajeno a las barbaridades que, mientras él hace una talla, filma una secuencia o levanta un edificio se están cometiendo secretamente y salen a la luz cuando el líder criminal ha perdido la guerra y la vida.

Argullol, en este contencioso de la actualidad, ha tomado partido. Pero no es justo enjuiciar así a nadie. Como me de­cepcionó Gregorio Marañón cuando enjuició al emperador Tiberio como un resentido, desde la óptica sosegada de su vida y de toda la so­ciedad en que el médico escritor vivía. Pues ese planteamiento nos haría culpables de cómplices de un crimen y traidores a nuestras ideas a todos cuantos ni pu­dimos emigrar ni zafarnos de una vida a la que fuimos lan­zados desde el vientre de nuestra madre y de una socie­dad que en el fondo y para colmo vivía en paz cuando no­sotros alcanzamos el uso de razón. O como si ahora, por­que vivi­mos bajo una monarquía detestable y un régimen nausea­bundo, por falsamente democrático, nos hiciesen dentro de cien años culpa­bles de los crímenes de Roquetas, de Lasa y Zabala y de tantos y tantos que en nombre de la libertad y del sistema se cometen con frecuencia en prisio­nes y en cuartelillos y dependencias policiales envueltos en falsos suicidios y ajustes de cuentas...

La gente, incluída Argullol, está -estamos- atrapada en su tiempo y en su circunstancia. Sobre todo está atrapado in­conscien­temente quien ora et labora, quien atiende, bien a su super­vivencia bien al rol social que le ha tocado en suerte. Ni un abogado, ni un policía, ni un juez, ni un escritor de los tiempos de Franco tienen culpa alguna ni merecen ser de­gollados por haber hecho lo que hacían salvo que demostremos lo contrario: una participación directa en el crimen. El dharma es eso. Pues ni podían evitarlo ni podían irse al monte con el maquis sin tirar por la borda su vida fí­sica y su vida creativa y para siempre. Menos un artista.

Argullol trata muy injustamente a estos tres artistas de Hitler, y, lo que es peor, no les hace la más mínima conce­sión ni aplica atenuante alguna calificándoles a los tres de­tan criminales como Hitler. Si aceptamos su tesis nos con­duciría, sin ir tan lejos, a que los artistas coétaneos de ese otro criminal doblemente elegido democráticamente pese a pruebas fehacientes de sus crí­menes y genocidios: Bush, son tan criminales como lo es él.

En suma la contemplación y análisis de los hechos y los avatares humanos deben ser cuidadosamente tratados por quienes se tienen a sí mismos por pulcros escritores y pen­sadores o por quienes escriben en rotativos que se postulan “independientes”, que son todos. Relativizar las responsabi­lidades de quien sea, salvo de quienes promueven directa­mente guerras asimétri­cas y de botín o golpes de Estado criminales es el primer precepto del pensamiento recto. Porque si no lo hace así el escritor o pensador, se hace cómplice de los criminales que lo son ofi­cialmente, como el citado Bush o el itinerante a sus ochenta años Pinochet, quienes, cada uno en su papel, el uno de justiciero y el otro de reo simulado, han hecho de la justicia mundial un autén­tico juguete en sus manos.

El afán de escribir públicamente y hacerlo bien no debe ser excusa para adulterar el juicio ético. Pues lo dicho. Si yo ganara la guerra que tengo declarada al sistema, a Argullol, no tendría más remedio que acusarle de traición a la "com­prensión" desde un punto de vista ético y dialéctico, y cóm­plice de los crímenes del emperador porque hasta ahora no leído ni una sola línea suya que me haga pensar que no lo es.

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