En las zonas rurales y pequeñas ciudades esto es lo normal... todavía. Pero en las grandes capitales no. Cuando estoy a punto de llegar a los setenta, defeco sin laxantes y duermo seis horas al día sin pastillas. Salvo al dentista, prácticamente no he visitado nunca al médico excepto para temas de pura enfermería y de consulta. Ni me enorgullezco ni aconsejo, porque la salud es cuestión en una altísima medida de naturaleza. Como para eludir en lo posible los accidentes de tráfico, a la prudencia y a la pericia al volante hay que añadir buena dosis de suerte. Simplemente lo constato en tiempos en que las drogas de todas clases son una plaga que va ganando terreno cada día más y alcanzando cada vez a edades más tempranas, y haciendo más penosa la existencia por problemas de depresión y de angustia vital. A veces pienso que ahora, a mi edad, es cuando me vendría bien la droga para resistir a los tiempos que se avecinan y a mi progresivo deterioro inexorable. Y no me niego a recurrir a ella aunque no padezca enfermedad que no sea la vejez. Voltaire, por ejemplo, que murió a los 87, pasó sus ultimos años envuelto en volutas de opio. A eso le llamo inteligencia...
Sin hacer alardes, ni traspasar límites que hubieran significado un camino sin retorno, o un giro traumático a mi vida, me he mantenido sobrio toda ella en todos los sentidos. He cumplido con el deber que todo ser humano consciente se pone a sí mismo cuando empieza a vivir desprendido del claustro familiar. Y, sobre todo, he vivido, consciente, de los sesenta segundos de que se compone cada minuto de una vida. He luchado a brazo partido en plena dictadura, desde dentro de ella y sin meterme en algaradas que a nada conducían. Además, con las mismas armas y argumentos que esgrimo hoy. Me he enfrentado a la injusticia inmediata, cercana que por mi trabajo y ocupaciones me era manifiesta. La justicia social y la otra se hacen, se procuran y se defienden ante todo entre la familia y saliendo al paso de ellas en la ocasiones en que en nuestra presencia se cometen imposturas y abusos. Pasa uno a veces por loco o por romántico, pero al final he oído más de una vez que mis luchas de mosquetero solitario han sido una brisa de aire fresco en la enrarecida atmósfera que reinaba en muchos ambientes laborales y comunes de aquellos tiempos; oprimentes en unos aspectos, sosegantes en otros.
Han de existir inevitables y enormes diferencias entre quienes han tenido unas experiencias vitales traumáticas y quienes no las han tenido: entre mis padres, por ejemplo, que pasaron una guerra civil u otros una guerra mundial, y yo, nosotros, que no la pasamos. Diferencias también, entre los que no la pasamos pero vivimos la estela, los efectos de asfixia que quedaban de ambas heridas mortales, y mis hijas y nietos bien distantes de toda tribulación que tenga que ver con ellas. Eso marca, esas diferencias no son fungibles, y marcan a su vez las distintas percepciones de la vida por mucho que se medite y mucha inteligencia que se tenga entre unos y otros cuando hablamos o escribimos. Sólo la voluntad y la intuición por ambas partes permiten aproximar mental, intelectiva y emocionalmente a las distintas generaciones entre sí.
Con el bagaje existencial que acabo de comentar y que, como digo, no me sirve más que a mí mismo y a mi satisfacción por el "deber cumplido", puedo decir sin envanecerme por ello, sin aditamentos ni prótesis en materia de salud, ni ayudas en cuestiones profesionales o económicas, con mucha suerte, sin experimentos vivenciales arriesgados e inútiles pero teniendo siempre muy en cuenta qué ponía en un platillo cuando se trataba de placer y qué había de esperar en el otro platillo como consecuencia ineluctable del placer disfrutado... sólo puedo exclamar, como dijo Pablo Neruda: "confieso que he vivido".
Sin hacer alardes, ni traspasar límites que hubieran significado un camino sin retorno, o un giro traumático a mi vida, me he mantenido sobrio toda ella en todos los sentidos. He cumplido con el deber que todo ser humano consciente se pone a sí mismo cuando empieza a vivir desprendido del claustro familiar. Y, sobre todo, he vivido, consciente, de los sesenta segundos de que se compone cada minuto de una vida. He luchado a brazo partido en plena dictadura, desde dentro de ella y sin meterme en algaradas que a nada conducían. Además, con las mismas armas y argumentos que esgrimo hoy. Me he enfrentado a la injusticia inmediata, cercana que por mi trabajo y ocupaciones me era manifiesta. La justicia social y la otra se hacen, se procuran y se defienden ante todo entre la familia y saliendo al paso de ellas en la ocasiones en que en nuestra presencia se cometen imposturas y abusos. Pasa uno a veces por loco o por romántico, pero al final he oído más de una vez que mis luchas de mosquetero solitario han sido una brisa de aire fresco en la enrarecida atmósfera que reinaba en muchos ambientes laborales y comunes de aquellos tiempos; oprimentes en unos aspectos, sosegantes en otros.
Han de existir inevitables y enormes diferencias entre quienes han tenido unas experiencias vitales traumáticas y quienes no las han tenido: entre mis padres, por ejemplo, que pasaron una guerra civil u otros una guerra mundial, y yo, nosotros, que no la pasamos. Diferencias también, entre los que no la pasamos pero vivimos la estela, los efectos de asfixia que quedaban de ambas heridas mortales, y mis hijas y nietos bien distantes de toda tribulación que tenga que ver con ellas. Eso marca, esas diferencias no son fungibles, y marcan a su vez las distintas percepciones de la vida por mucho que se medite y mucha inteligencia que se tenga entre unos y otros cuando hablamos o escribimos. Sólo la voluntad y la intuición por ambas partes permiten aproximar mental, intelectiva y emocionalmente a las distintas generaciones entre sí.
Con el bagaje existencial que acabo de comentar y que, como digo, no me sirve más que a mí mismo y a mi satisfacción por el "deber cumplido", puedo decir sin envanecerme por ello, sin aditamentos ni prótesis en materia de salud, ni ayudas en cuestiones profesionales o económicas, con mucha suerte, sin experimentos vivenciales arriesgados e inútiles pero teniendo siempre muy en cuenta qué ponía en un platillo cuando se trataba de placer y qué había de esperar en el otro platillo como consecuencia ineluctable del placer disfrutado... sólo puedo exclamar, como dijo Pablo Neruda: "confieso que he vivido".
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