11 agosto 2006

Confieso que he vivido

En las zonas rurales y pequeñas ciudades esto es lo nor­mal... todavía. Pero en las grandes capitales no. Cuando estoy a punto de llegar a los setenta, defeco sin laxantes y duermo seis horas al día sin pastillas. Salvo al dentista, prácticamente no he visitado nunca al médico excepto para temas de pura enfermería y de consulta. Ni me enorgullezco ni aconsejo, porque la salud es cuestión en una altísima medida de naturaleza. Como para eludir en lo posible los accidentes de tráfico, a la prudencia y a la peri­cia al volante hay que añadir buena dosis de suerte. Sim­plemente lo constato en tiempos en que las drogas de todas clases son una plaga que va ganando terreno cada día más y alcan­zando cada vez a edades más tempranas, y haciendo más penosa la existencia por problemas de de­presión y de an­gustia vital. A veces pienso que ahora, a mi edad, es cuando me vendría bien la droga para resistir a los tiempos que se avecinan y a mi progresivo deterioro inexorable. Y no me niego a recurrir a ella aunque no padezca enferme­dad que no sea la vejez. Voltaire, por ejemplo, que murió a los 87, pasó sus ultimos años envuelto en volutas de opio. A eso le llamo inteligencia...

Sin hacer alardes, ni traspasar límites que hubieran signifi­cado un camino sin retorno, o un giro traumático a mi vida, me he mantenido sobrio toda ella en todos los sentidos. He cumplido con el deber que todo ser humano consciente se pone a sí mismo cuando empieza a vivir desprendido del claustro familiar. Y, sobre todo, he vivido, consciente, de los sesenta segundos de que se compone cada minuto de una vida. He luchado a brazo partido en plena dictadura, desde dentro de ella y sin meterme en algaradas que a nada con­ducían. Además, con las mismas armas y argumentos que esgrimo hoy. Me he enfrentado a la injusticia inmediata, cer­cana que por mi trabajo y ocupaciones me era manifiesta. La justicia social y la otra se hacen, se procuran y se de­fienden ante todo entre la familia y saliendo al paso de ellas en la ocasiones en que en nuestra presencia se cometen imposturas y abusos. Pasa uno a veces por loco o por ro­mántico, pero al final he oído más de una vez que mis lu­chas de mosquetero solitario han sido una brisa de aire fresco en la enrarecida atmósfera que reinaba en muchos ambientes laborales y comunes de aquellos tiempos; opri­mentes en unos aspectos, sosegantes en otros.

Han de existir inevitables y enormes diferencias entre quienes han tenido unas experiencias vitales traumáticas y quienes no las han tenido: entre mis padres, por ejemplo, que pasaron una guerra civil u otros una guerra mundial, y yo, nosotros, que no la pasamos. Diferencias también, entre los que no la pasamos pero vivimos la estela, los efectos de asfixia que quedaban de ambas heridas mortales, y mis hijas y nietos bien distantes de toda tribulación que tenga que ver con ellas. Eso marca, esas diferencias no son fungi­bles, y marcan a su vez las distintas percepciones de la vida por mucho que se medite y mucha inteligencia que se tenga entre unos y otros cuando hablamos o escribimos. Sólo la voluntad y la intuición por ambas partes per­miten aproximar mental, intelectiva y emocionalmente a las distintas genera­ciones entre sí.

Con el bagaje existencial que acabo de comentar y que, como digo, no me sirve más que a mí mismo y a mi satis­facción por el "deber cumplido", puedo decir sin envane­cerme por ello, sin aditamentos ni prótesis en materia de salud, ni ayudas en cuestiones profesionales o económi­cas, con mucha suerte, sin experi­mentos vivenciales arries­gados e inútiles pero teniendo siempre muy en cuenta qué ponía en un platillo cuando se trataba de pla­cer y qué había de esperar en el otro platillo como con­secuencia ineluctable del placer disfrutado... sólo puedo exclamar, como dijo Pablo Neruda: "confieso que he vivido".

No hay comentarios: