Dicen que cuando estás de vacaciones el cerebro funciona sólo al 15%. Es de suponer que el 85% restante duerme. Pues bien, ese 15% me provoca la siguiente reflexión...
Ya podemos ir preparándonos para vivir con gobiernos de emergencia y en estado de excepción. El ser humano –lo estamos comprobado- vino a este planeta para destruirlo periódicamente al final de un ciclo. La carcoma necesita cientos de años para corroer una viga de madera. Al hombre le bastan cinco mil para acabar con su propio hogar... A estos efectos es indiferente que sea por negligencia, por perversidad o por estulticia por más que se pavonee de inteligencia y alentado por estúpidos descubrimientos de las universidades norteamericanas que al final servirán de bien poco para la supervivencia de la Humanidad...
Toda la filosofía, razonamientos, reflexiones, teorías etc. sobre la organización social y política de la historia del pensamiento no sirven actualmente para nada si se tienen en cuenta las coordenadas biológicas que asoman o en las que nos encontramos ya. De la misma manera que de nada sirven para tiempos de guerra. Están aquéllas pensadas para la paz o para iniciarla; para unas condiciones vitales favorables, o en último término para crearlas habiendo escasez de elementos no esenciales para la vida. Como es el caso, a mi juicio de Adam Smith, que ideó su teoría económica para hacer prósperas a las Islas que carecían de mucho... Gracias a ellas los telares de Manchester dieron salida a stocks de paños para cubrir pudorosa y cristianamente las partes vírgenes de los aborígenes africanos. Por ejemplo.
El futuro inmediato que tenemos a la vista es el de una guerra muy especial, una guerra contra nosotros mismos, pues la hemos generado nosotros desde que comenzó la era industrial: contra la desertización, no tan repentina aunque lo parezca. Una guerra sin cuartel pero sin esperanza pues la tenemos perdida.
De nada sirven las teorías ni las previsiones, pues la situación climática, la degradación galopante de ríos, montes, mares; la desecación exponencial del planeta sitúa al planeta y a quienes sobre todo viven en países acostumbrados al despilfarro del agua, al borde del abismo.
Hasta ayer, en general y prescindiendo de lugares puntuales del globo, cuando un teórico de la política o de la filosofía organizativa social razonaba, lo hacía obviando la disponibilidad de un elemento vital: el agua. No meditaba en el desierto a 50º de temperatura ambiente ideando la organización política de una sociedad a 25º. El pensamiento no fluye por encima de esta temperatura. Por consiguiente orillaba que “la sociedad” se encontrase en emergencia, extraordinaria, o, como actualmente, sin vuelta atrás. No imaginamos ni a Aristóteles, ni a Weber, ni a Marx, ni a Moro, ni a Platón, ni a Rousseau... proponiendo modelos sociales en lugares con agua escasa o sin oxígeno cuando se devanaban los sesos aportando su solución.
Cuando la teoría económica, sobre la que gravita prácticamente todo el pensamiento político, desarrolla tesis y leyes jamás tiene en cuenta -salvo coyunturalmente- que en la sociedad no haya agua más que apenas para beber. Se parte de la base de que la sociedad dispone de ella como de guijarros. Y el "descubrimiento" de que no es así, que hay que racionarla, es ya un cataclismo en sí mismo en sociedades como la posindutrial donde el líquido elemento forma parte del engranaje general hasta extremos paroxísticos. Cuando la sociedad estudiada se ha pasado la vida derramándola, se hacen absolutamente inservibles bibliotecas enteras sobre la gobernación de un país si pensamos que el agua en él es escasa o no la tiene. Por lo menos hasta que el “nuevo orden”, de acuerdo al fatum, al fatalismo, se establezca y se asiente.
El estado de excepción, como se denomina ordinariamente en los textos constitucionales, exige concentración de poder para manejar las bridas de un coche de caballos desbocados. Es mucho más difícil imaginar una fórmula organizativa para quienes han vivido a expensas de la cultura del agua y de repente carecen de ella, que gobernar allá donde siempre fue desierto.
Las sociedades mundiales están amenazadas, unas más rápidamente que otras, pero todas, por la escasez de agua potable. Y en tales condiciones de ningún modo puede un país guiarse por patrones más o menos tradicionales y previsibles de gobernación. De aquí que últimamente venga yo haciendo tanta alusión a la libertad y a la restricción de la libertad como única salida al dramatismo que se gesta por momentos. A priori no tiene sentido que un alto porcentaje del mundo carezca de agua potable y el otro la derroche. Metámoslo en la cabeza: nos toca, ya, también, a "nosotros", a los occidentales que vivimos entre los 35º y los 65º de latitud norte, vivir con el agua racionada. La pregunta es ¿será capaz este país de resolver la situación sin despedazarnos?
No lloverá en otoño “bastante”, y el país se va a encontrar bruscamente sin agua suficiente para abastecer a las poblaciones; menos para atender a sectores económicos basados en el uso del agua. Entre ellos la construcción. En estas condiciones no podemos seguir tratando ni aplicando la política, ni la economía, ni la filosofía política como si aquí no pasase nada. Hemos de asumir nuestro destino: se acabó el agua para el consumo masivo y sin miramientos. Empieza una nueva etapa sobre el planeta. Me temo que terminal. Más vale que nos vayamos preparando para afrontar el cataclismo bajo el que sucumbiremos si no nos adaptamos, y además rápidamente, a convivir con él.
Ya podemos ir preparándonos para vivir con gobiernos de emergencia y en estado de excepción. El ser humano –lo estamos comprobado- vino a este planeta para destruirlo periódicamente al final de un ciclo. La carcoma necesita cientos de años para corroer una viga de madera. Al hombre le bastan cinco mil para acabar con su propio hogar... A estos efectos es indiferente que sea por negligencia, por perversidad o por estulticia por más que se pavonee de inteligencia y alentado por estúpidos descubrimientos de las universidades norteamericanas que al final servirán de bien poco para la supervivencia de la Humanidad...
Toda la filosofía, razonamientos, reflexiones, teorías etc. sobre la organización social y política de la historia del pensamiento no sirven actualmente para nada si se tienen en cuenta las coordenadas biológicas que asoman o en las que nos encontramos ya. De la misma manera que de nada sirven para tiempos de guerra. Están aquéllas pensadas para la paz o para iniciarla; para unas condiciones vitales favorables, o en último término para crearlas habiendo escasez de elementos no esenciales para la vida. Como es el caso, a mi juicio de Adam Smith, que ideó su teoría económica para hacer prósperas a las Islas que carecían de mucho... Gracias a ellas los telares de Manchester dieron salida a stocks de paños para cubrir pudorosa y cristianamente las partes vírgenes de los aborígenes africanos. Por ejemplo.
El futuro inmediato que tenemos a la vista es el de una guerra muy especial, una guerra contra nosotros mismos, pues la hemos generado nosotros desde que comenzó la era industrial: contra la desertización, no tan repentina aunque lo parezca. Una guerra sin cuartel pero sin esperanza pues la tenemos perdida.
De nada sirven las teorías ni las previsiones, pues la situación climática, la degradación galopante de ríos, montes, mares; la desecación exponencial del planeta sitúa al planeta y a quienes sobre todo viven en países acostumbrados al despilfarro del agua, al borde del abismo.
Hasta ayer, en general y prescindiendo de lugares puntuales del globo, cuando un teórico de la política o de la filosofía organizativa social razonaba, lo hacía obviando la disponibilidad de un elemento vital: el agua. No meditaba en el desierto a 50º de temperatura ambiente ideando la organización política de una sociedad a 25º. El pensamiento no fluye por encima de esta temperatura. Por consiguiente orillaba que “la sociedad” se encontrase en emergencia, extraordinaria, o, como actualmente, sin vuelta atrás. No imaginamos ni a Aristóteles, ni a Weber, ni a Marx, ni a Moro, ni a Platón, ni a Rousseau... proponiendo modelos sociales en lugares con agua escasa o sin oxígeno cuando se devanaban los sesos aportando su solución.
Cuando la teoría económica, sobre la que gravita prácticamente todo el pensamiento político, desarrolla tesis y leyes jamás tiene en cuenta -salvo coyunturalmente- que en la sociedad no haya agua más que apenas para beber. Se parte de la base de que la sociedad dispone de ella como de guijarros. Y el "descubrimiento" de que no es así, que hay que racionarla, es ya un cataclismo en sí mismo en sociedades como la posindutrial donde el líquido elemento forma parte del engranaje general hasta extremos paroxísticos. Cuando la sociedad estudiada se ha pasado la vida derramándola, se hacen absolutamente inservibles bibliotecas enteras sobre la gobernación de un país si pensamos que el agua en él es escasa o no la tiene. Por lo menos hasta que el “nuevo orden”, de acuerdo al fatum, al fatalismo, se establezca y se asiente.
El estado de excepción, como se denomina ordinariamente en los textos constitucionales, exige concentración de poder para manejar las bridas de un coche de caballos desbocados. Es mucho más difícil imaginar una fórmula organizativa para quienes han vivido a expensas de la cultura del agua y de repente carecen de ella, que gobernar allá donde siempre fue desierto.
Las sociedades mundiales están amenazadas, unas más rápidamente que otras, pero todas, por la escasez de agua potable. Y en tales condiciones de ningún modo puede un país guiarse por patrones más o menos tradicionales y previsibles de gobernación. De aquí que últimamente venga yo haciendo tanta alusión a la libertad y a la restricción de la libertad como única salida al dramatismo que se gesta por momentos. A priori no tiene sentido que un alto porcentaje del mundo carezca de agua potable y el otro la derroche. Metámoslo en la cabeza: nos toca, ya, también, a "nosotros", a los occidentales que vivimos entre los 35º y los 65º de latitud norte, vivir con el agua racionada. La pregunta es ¿será capaz este país de resolver la situación sin despedazarnos?
No lloverá en otoño “bastante”, y el país se va a encontrar bruscamente sin agua suficiente para abastecer a las poblaciones; menos para atender a sectores económicos basados en el uso del agua. Entre ellos la construcción. En estas condiciones no podemos seguir tratando ni aplicando la política, ni la economía, ni la filosofía política como si aquí no pasase nada. Hemos de asumir nuestro destino: se acabó el agua para el consumo masivo y sin miramientos. Empieza una nueva etapa sobre el planeta. Me temo que terminal. Más vale que nos vayamos preparando para afrontar el cataclismo bajo el que sucumbiremos si no nos adaptamos, y además rápidamente, a convivir con él.
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