11 agosto 2006

La carcoma

Dicen que cuando estás de vacaciones el cerebro funciona sólo al 15%. Es de suponer que el 85% res­tante duerme. Pues bien, ese 15% me provoca la siguiente reflexión...

Ya podemos ir preparándonos para vivir con gobiernos de emergencia y en estado de excepción. El ser humano –lo estamos comprobado- vino a este planeta para destruirlo periódicamente al final de un ciclo. La carcoma necesita cientos de años para co­rroer una viga de madera. Al hom­bre le bastan cinco mil para acabar con su propio hogar... A estos efectos es indife­rente que sea por negligencia, por perversidad o por estulticia por más que se pavonee de in­teligen­cia y alentado por estúpidos descu­brimientos de las universidades norteamericanas que al final servirán de bien poco para la supervivencia de la Humanidad...

Toda la filosofía, razonamientos, reflexiones, teorías etc. sobre la organización social y política de la historia del pen­samiento no sirven actualmente para nada si se tienen en cuenta las coordenadas biológicas que asoman o en las que nos encontramos ya. De la misma manera que de nada sir­ven para tiempos de guerra. Están aquéllas pensadas para la paz o para iniciarla; para unas condiciones vitales favora­bles, o en último término para crearlas habiendo escasez de elementos no esen­ciales para la vida. Como es el caso, a mi juicio de Adam Smith, que ideó su teoría económica para hacer prósperas a las Is­las que carecían de mucho... Gra­cias a ellas los telares de Man­chester dieron salida a stocks de paños para cubrir pu­doro­sa y cristianamente las partes vírgenes de los aboríge­nes africa­nos. Por ejemplo.

El futuro in­mediato que tenemos a la vista es el de una guerra muy especial, una guerra contra nosotros mismos, pues la hemos generado nosotros desde que comenzó la era industrial: contra la desertización, no tan repentina aun­que lo parezca. Una guerra sin cuartel pero sin esperanza pues la tenemos perdida.

De nada sirven las teorías ni las previsiones, pues la si­tuación climática, la degradación galopante de ríos, montes, mares; la deseca­ción exponencial del planeta sitúa al pla­neta y a quienes so­bre todo viven en países acostumbrados al despilfarro del agua, al borde del abismo.

Hasta ayer, en general y prescindiendo de lugares pun­tuales del globo, cuando un teórico de la política o de la fi­lo­sofía organizativa social razonaba, lo hacía obviando la dis­ponibilidad de un elemento vital: el agua. No meditaba en el desierto a 50º de temperatura ambiente ideando la organi­zación política de una sociedad a 25º. El pensamiento no fluye por encima de esta temperatura. Por consiguiente ori­llaba que “la sociedad” se encontrase en emergencia, extra­ordinaria, o, como actualmente, sin vuelta atrás. No imagi­namos ni a Aristóteles, ni a Weber, ni a Marx, ni a Moro, ni a Platón, ni a Rous­seau... proponiendo modelos sociales en luga­res con agua escasa o sin oxígeno cuando se devana­ban los sesos aportando su solución.

Cuando la teoría económica, sobre la que gravita prácti­camente todo el pensamiento político, desarrolla tesis y le­yes jamás tiene en cuenta -salvo coyunturalmente- que en la sociedad no haya agua más que apenas para beber. Se parte de la base de que la sociedad dispone de ella como de guijarros. Y el "descubrimiento" de que no es así, que hay que racionarla, es ya un cataclismo en sí mismo en so­ciedades como la posindutrial donde el líquido elemento forma parte del engranaje general hasta extremos paroxísti­cos. Cuando la sociedad estudiada se ha pasado la vida de­rra­mándola, se hacen absolutamente inservibles bibliotecas enteras sobre la gobernación de un país si pensamos que el agua en él es escasa o no la tiene. Por lo menos hasta que el “nuevo or­den”, de acuerdo al fatum, al fatalismo, se esta­blezca y se asiente.

El estado de excepción, como se denomina or­dinaria­mente en los textos constitucionales, exige concen­tración de poder para manejar las bridas de un coche de caballos des­bocados. Es mucho más difícil imaginar una fórmula organi­zativa para quienes han vivido a expensas de la cultura del agua y de repente carecen de ella, que gobernar allá donde siempre fue desierto.

Las sociedades mundiales están amenazadas, unas más rápidamente que otras, pero todas, por la escasez de agua potable. Y en tales condiciones de ningún modo puede un país guiarse por patrones más o menos tradicionales y pre­visibles de gobernación. De aquí que últimamente venga yo haciendo tanta alusión a la libertad y a la restricción de la li­bertad como única salida al dramatismo que se gesta por mo­men­tos. A priori no tiene sentido que un alto porcentaje del mundo carezca de agua potable y el otro la derroche. Me­támoslo en la cabeza: nos toca, ya, también, a "noso­tros", a los occidentales que vi­vimos entre los 35º y los 65º de lati­tud norte, vivir con el agua racionada. La pregunta es ¿se­rá capaz este país de resolver la situación sin despe­da­zarnos?

No lloverá en otoño “bastante”, y el país se va a en­con­trar bruscamente sin agua suficiente para abastecer a las pobla­ciones; menos para atender a sectores económicos basa­dos en el uso del agua. Entre ellos la construcción. En estas condiciones no podemos seguir tratando ni aplicando la po­lítica, ni la economía, ni la filosofía política como si aquí no pasase nada. Hemos de asumir nuestro destino: se acabó el agua para el con­sumo masivo y sin mi­ramientos. Empieza una nueva etapa sobre el planeta. Me temo que ter­minal. Más vale que nos vayamos preparando para afrontar el ca­taclismo bajo el que sucumbiremos si no nos adaptamos, y además rápidamente, a convivir con él.

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