17 agosto 2006

Evidencias y presunciones

La modernidad trae estas cosas...

Antes la evidencia con­sistía en ver con los glóbulos ocula­res el hecho, y la presunción, en determinar que el que afirma un hecho, pero no el que lo niega, es el que tiene que probar y sobre él re­cae la carga de la prueba. Ahora ocurre todo lo contrario. Las evidencias, lo que se ve con los dos ojos, son negadas con cinismo y sin pudor por gente muy en­copetada, y la presunción corre de cuenta de quien niega. Esto parece un rompecabe­zas, pero no lo es.

Todo, o parte, del asunto empieza con la lógica socrática. Y a ella se añade la teoría más extendida de la culpa, que en el ámbito penal y por extensión el civil establece que el individuo, por ejemplo, siempre es inocente a menos que al­guien demues­tre lo con­trario. Claro que esto es así, pero en el modelo anterior de so­ciedad. Pues ahora vuelven los re­siduos de una concepción teológica de la que se han apro­vechado las teo­rías preventi­vas a su vez sostenidas por fal­sos mesías. Digo esto, porque ahora el individuo vuelve a ser calderodianamente culpable por el simple hecho de haber nacido. Pero también por ser inmigrante o por ser simple­mente un don nadie. Y de aquí, naturalmente, a la presunción inver­tida, no hay más que un paso. Ahora no tiene sentido la teo­ría defensiva para hacer frente al ene­migo: hay que ade­lantarse a él aunque el fe­lón tenga que inventar­se los motivos. Ahora todos somos culpables en cuanto un guardia o un vecino nos dela­ten como terrorista, o como in­mi­grante o como men­digo a quien la estética visual oficial dicta que hay que retirarle inmediatamente de la es­cena callejera. Si so­mos inca­paces de de­mos­trar en ese trance que no somos nada de esas tres co­sas, se nos habrá caído el pelo...

Y en cuanto a las evidencias, ocurre tres cuartos de lo mismo. Ciento cincuenta incendios simultáneos en Galicia, son efecto del azar sumado a ciento cincuenta negligencias simultá­neas, se sentencia “oficialmente”. Y todos respira­mos sa­tisfechos porque entre dos colectivos –al final dos personas: quien preside las asociaciones de ecologistas ga­llegos, ADEGA, y la ministra- lo han pactado así. Unas To­rres se desploman un 11 de setiembre con la mis­mísima plasticidad de la demoli­ción controlada evidente, que ex­cluye por de­fi­nición ele­mental visual­mente que sea conse­cuencia de un im­pacto en sus cúspides. Pues bien, la “ofi­cialidad” decide que, pese a la evidencia de que fueron aba­tidas desde abajo, fue efecto del impacto por arriba. Y desde en­tonces, todo el mundo sa­tisfecho como los que se tra­gan el ma­rrón del azar y de las ciento cincuenta negli­gen­cias sinco­padas. Y todo esta dis­paratada conducta, la ofi­cial, ¿por qué?. Pues por­que quienes nos mantenemos lúci­dos, con una capacidad visual intacta y los cinco senti­dos sin atrofia tendríamos que derrocar el régimen político, eco­nómico y social de un golpe para que prospe­rasen nuestras cetezas basadas en la per­cepción natural, directa y senci­lla de la realidad. Realidad -ya lo sabe todo el mundo- contro­lada férrea­mente por los que de hecho, los patricios, man­dan en las so­ciedades plutocráticas.

Nos desvelan lo que no vemos ni querríamos saber si nos preguntasen, y nos ocultan o desfiguran lo que cualquiera que no esté ciego de los ojos y del alma palpa.

Vivimos un mundo imaginario dentro de un mundo irreal, un sueño dentro de otro sueño. Y esto no sucede esporádi­ca­mente. Esto sucede a cada minuto. No vivimos siquiera una realidad virtual y menos una realidad virtual grata. Vivi­mos una realidad irreal, torticera, contrahecha y extraordina­riamente dramática. Para llegar a des­entrañar cada felonía, cada información que no vemos con los ojos del cuerpo, y aun viéndola, tenemos que empezar a presu­mir siempre todo lo contrario. Las posibilidades de probabilidad y la con­fiabili­dad (para no olvidar la terminología infor­mática) que presenta cada noticia y cada información son ya práctica­mente nulas. Y es por eso, por­que la pre­sunción la han in­vertido los medios, los políticos, los juristas y los falsos in­telectuales. Y también, porque nuestras evidencias, gentes sencillas y naturales, no lo son para quienes miden y pesan: todo lo prefabrican a conciencia. De manera que, pese a todo, pese a su sencillez y naturalidad, el occidental em­pieza a creer que es más nutri­tiva una pastilla de soylent green que un solomillo, un com­pri­mido de vaya vd. a saber qué para nuestro conejo mas­cota, que una com­pota de ver­duras, o mucho mejor millones de adefesios de la­drillo que las brisas del mar o el susurro del viento en los montes.

De todo esto viene la realidad invertida en cuya virtud gen­tes de sensibilidad presunta natural -las asociaciones ecolo­gistas (ADEGA)-, y otras de sensibili­dad artificial –la mi­nis­tra de Medio Ambiente- acuerden sin empacho que las eviden­cias de la in­tencio­nali­dad so­bre los incendios de Galicia, son mero pro­ducto del azar. Vuelve el Renacimiento. Era cuando, para resolver un trance sin salida favorable para el protagonista que lo mere­cía, la Iglesia y la dramaturgia se sacaron de la manga la martingala del "deus ex machina", dios sacado de la má­quina. Los in­cendios de Gali­cia, ahora resulta que son tan infortunio como el Prestige obli­gado a hundirse en alta­mar. Así es cómo tanto a este infausto caso del barco hundido a mala idea como a los in­cendios in­ten­cionados, se los ha llevado el viento... Así, con la teoría de que todo ha sido fruto del contratiempo y del descuido, que­dan tan con­tentos los gallegos y la inefable España de la FAES y Com­pañía. A esto, señores, se le llama diplomacia, política, in­terpretación y “realidad” de las buenas...

Hay una serie de fenómenos concatenados entre sí que quizá "justificen" o atenuen tanta infamia y mentecatez de los que mandan. Las sociedades están extraviadas y los que las dirigen se extra­vían con ellas. Incluso los magnates que amasan dinero fi­nanciero y negro para decorar cutre­mente sus cha­lets, no saben bien por qué lo hacen ni para qué... Pero hay otra evi­dencia descompuesta en tres moti­vos que la consa­gran como tal: uno es la ex­plosión demo­gráfica en el globo, otro los incontrolados mali­ciosa­mente -para que sirvan a un doble juego- fenómenos mi­grato­rios que asuelan al orbe oc­cidental; y últimamente, una se­quía a escala pla­netaria que no sólo causa estragos a la Tie­rra que pierde cada año una su­perficie forestal simi­lar a Cas­tilla y estran­gula a la Ama­zonia, sino que extirpa la conciencia de los diri­gentes del mundo y les atrofia el ins­tinto de conser­vación de la espe­cie aparentemente humana.

¡Ah!, se me olvidaba, otra evidencia, más que una presun­ción: el planeta se desertiza por momentos, la lluvia se con­vierte en partículas minúsculas de agua tamizada o cae to­rrencialmente destrozando todo conato de cosecha... Pues bien, los idiotas oficiales creen que los somos también y si­guen ne­gando la evidencia y haciendo un negocio de la pre­sunción de que nos hallamos simplemente en un ciclo. Y ¿por qué?, ¿para qué?: pues para no renunciar a ese coche que mañana hay que vender a toda costa al caprichoso para que la marca de turno y la Bolsa no se ven­gan estrepitosa­mente abajo, para no renunciar a la madera noble que de­cora los palacios de los ricos, para no renunciar a construir febrilmente aunque el pueblo no habite las viviendas...

¿Queréis que os diga un secreto (presunto), que lo es para unos pero para otros es una evidencia colosal?: esta­mos atra­pados. Estamos atenazados por una verdadera trampa: por un lado el coche, y por otro, las mentiras y au­toen­gaños de los que se van sucediendo en la dirección del mundo, to­dos siervos fatalmente de aquél.

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