El espíritu del capitalismo está presente en todos los desastres. El espíritu del capitalismo está llevando al globo a la ruina total. No extraña, hoy menos que nunca, la pregunta de Lenin: ¿libertad ¿para qué?
El caso es que el capitalismo como sistema sociopolítico y la libertad filosófica o sociológicamente asociada a él, es lo que están conduciendo a la Humanidad al abismo.
En efecto. En nombre de la libertad se cometen, impunemente además, las mayores atrocidades. Y cuando digo atrocidades no me refiero sólo a las comunes, es decir, a los comportamientos visiblemente criminales de los hombres y de los Estados que conocemos bien. Tampoco a las masacres, a las torturas masivas, al terrorismo cuya paternidad se adjudica a voleo para reforzar el sentimiento de alarma, o al terrorismo del Estado capitalista, mil veces peor. Me refiero ahora a las atrocidades contra la Naturaleza que comete el capitalismo por codicia y mentalidad, y que están cavando nuestra tumba.
Me refiero a esas atrocidades que son virtualmente "legales". Derivadas de dos conceptos que se retroalimentan entre sí: libertad para el sistema, sistema para la libertad; las que están ínsitamente ligadas a los regímenes de libertad en que vivimos; donde la libertad es sacrosanta, donde la libertad justifica por sí misma la existencia del régimen político y con ello los excesos de todas clases; donde no hay control capaz de contener el exceso de los excesos. Las sociedades capitalistas tienen leyes, sí. Pero esas leyes son deliberadamente inoperantes, ineficaces, decorativas. Y digo deliberadamente porque si piensa el legislador en lo que es la condición humana, sobre todo en determinadas sociedades, se daría cuenta de que en el fondo son leyes sólo pensadas para proteger la propiedad privada. Tan protegida está, que ya ha acabado siendo más valiosa que la vida misma. Y así, sólo sirven a ese concepto; son escudo, parapeto, tapadera que legitiman el desprecio por todo lo que no sea “lo propio”.
Estas leyes virtualmente inoperantes en lo grave, producen tres efectos inexorables: primero, sirven sólo al mantenimiento del sistema por encima de todo porque alguien inventó esa barbaridad de que "éste es el menos malo de los sistemas"; segundo, sacralizan la propiedad privada y con ello el derecho a hacer con “su” libertad lo que plazca al poderoso; tercero, ellas mismas contienen la intención de aplicar la máxima benevolencia a todo lo que no tenga que ver con la propiedad privada.
Los tres efectos producen a menudo paradojas insoportables. Una persona, por cinco hurtos de bagatela, puede pasarse como reincidente varios años en la cárcel. Mientras que una industria papelera o química pueden acabar con un río o con un humedal por unas cuantas multas, siempre además pendientes de recurso procesal; diez personas pueden quemar cien montes sin el menor temor a ser detenidas, y si lo son, sin temor a que alguien pueda aportar pruebas en la práctica imposibles. Pero es que aun en el caso de que sean cientos de criminales contra el orden de las poblaciones, contra ecosistemas, contraviniendo reglas de edificación, recalificando y todas esas maniobras que dan origen a desastres acumulativos en costas, montes y medioambientes en general, las penas carcelarias resultan ridículas, pues además los beneficios penitenciarios permiten que ni siquiera se cumplan más que de una manera risible. Y por encima de todo, la superdiosa: la industria automovilística, la causante moral y material al copo del efecto invernadero, que hace fácticamente irreversible el deterioro y muerte de la biosfera. Libertad, libertad, libertad...
Los códigos penales capitalistas, como no puede ser de otro modo sin negarse a sí mismo el capitalismo, están al servicio del capitalismo y de sus estragos. Por mucho que se inflamen los carrillos a los dueños del capitalismo, es decir a las clases que lo administran, lo juzgan y tratan o fingen que tratan de corregir sus abusos, nada se puede esperar a la hora de exigir responsabilidades. Pues el mimo tanto de la Naturaleza como de la sociedad es una cuestión de conciencia colectiva que no existe. Desapareció hace mucho tiempo la noción de bien común.
Libertad, libertad, libertad sin sensibilidad en gentes con carreras, con dinero, ilustrada; gobernantes, jueces, regidores y dignatarios burgueses o aburguesados... dirigentes, directivos... todos autores o cómplices de guerras y de estragos en la Naturaleza que están conduciendo a la Humanidad a un -este sí- inequívoco holocausto.
Libertad, libertad, libertad... para un grupo en cada país, en cada Estado, en cada comunidad, en cada comarca que cumple el cometido de destruir Naturaleza. Todos se van sucediendo al compás de las ternas electorales. Pero todos los gobernantes, generales o locales, se suceden con el mismo espíritu: el ultracapitalista. La resistencia que puedan ofrecer los que están en la "oposición", cede casi por completo en cuanto pasan a la gobernación. Y una riada de humanos se van pasando el testigo del relevo en esta carrera hacia la meta, que es el fin de una vida perra pero que hasta ayer fue soportable si se disponía de un mínimo para subsistir pues siempre había una montaña donde refugiarse de la míseria y de la mísera condición humana. Pero ahora ya no quedan siquiera montañas ni veras de ríos donde consolarse. Nos las quitan, nos lo están robando todo... en nombre de la (su) libertad.
La libertad, como concepto político y social, tiene un impacto abrumadoramente asimétrico. Pues mientras para la inmensa mayoría la libertad es un elemento decorativo que no tiene oportunidad de ejercitar más que como anécdota, son minorías las que la transmutan en oro sólo para ellas y con cargo a los intereses de las grandes mayorías.
El caso es que el capitalismo como sistema sociopolítico y la libertad filosófica o sociológicamente asociada a él, es lo que están conduciendo a la Humanidad al abismo.
En efecto. En nombre de la libertad se cometen, impunemente además, las mayores atrocidades. Y cuando digo atrocidades no me refiero sólo a las comunes, es decir, a los comportamientos visiblemente criminales de los hombres y de los Estados que conocemos bien. Tampoco a las masacres, a las torturas masivas, al terrorismo cuya paternidad se adjudica a voleo para reforzar el sentimiento de alarma, o al terrorismo del Estado capitalista, mil veces peor. Me refiero ahora a las atrocidades contra la Naturaleza que comete el capitalismo por codicia y mentalidad, y que están cavando nuestra tumba.
Me refiero a esas atrocidades que son virtualmente "legales". Derivadas de dos conceptos que se retroalimentan entre sí: libertad para el sistema, sistema para la libertad; las que están ínsitamente ligadas a los regímenes de libertad en que vivimos; donde la libertad es sacrosanta, donde la libertad justifica por sí misma la existencia del régimen político y con ello los excesos de todas clases; donde no hay control capaz de contener el exceso de los excesos. Las sociedades capitalistas tienen leyes, sí. Pero esas leyes son deliberadamente inoperantes, ineficaces, decorativas. Y digo deliberadamente porque si piensa el legislador en lo que es la condición humana, sobre todo en determinadas sociedades, se daría cuenta de que en el fondo son leyes sólo pensadas para proteger la propiedad privada. Tan protegida está, que ya ha acabado siendo más valiosa que la vida misma. Y así, sólo sirven a ese concepto; son escudo, parapeto, tapadera que legitiman el desprecio por todo lo que no sea “lo propio”.
Estas leyes virtualmente inoperantes en lo grave, producen tres efectos inexorables: primero, sirven sólo al mantenimiento del sistema por encima de todo porque alguien inventó esa barbaridad de que "éste es el menos malo de los sistemas"; segundo, sacralizan la propiedad privada y con ello el derecho a hacer con “su” libertad lo que plazca al poderoso; tercero, ellas mismas contienen la intención de aplicar la máxima benevolencia a todo lo que no tenga que ver con la propiedad privada.
Los tres efectos producen a menudo paradojas insoportables. Una persona, por cinco hurtos de bagatela, puede pasarse como reincidente varios años en la cárcel. Mientras que una industria papelera o química pueden acabar con un río o con un humedal por unas cuantas multas, siempre además pendientes de recurso procesal; diez personas pueden quemar cien montes sin el menor temor a ser detenidas, y si lo son, sin temor a que alguien pueda aportar pruebas en la práctica imposibles. Pero es que aun en el caso de que sean cientos de criminales contra el orden de las poblaciones, contra ecosistemas, contraviniendo reglas de edificación, recalificando y todas esas maniobras que dan origen a desastres acumulativos en costas, montes y medioambientes en general, las penas carcelarias resultan ridículas, pues además los beneficios penitenciarios permiten que ni siquiera se cumplan más que de una manera risible. Y por encima de todo, la superdiosa: la industria automovilística, la causante moral y material al copo del efecto invernadero, que hace fácticamente irreversible el deterioro y muerte de la biosfera. Libertad, libertad, libertad...
Los códigos penales capitalistas, como no puede ser de otro modo sin negarse a sí mismo el capitalismo, están al servicio del capitalismo y de sus estragos. Por mucho que se inflamen los carrillos a los dueños del capitalismo, es decir a las clases que lo administran, lo juzgan y tratan o fingen que tratan de corregir sus abusos, nada se puede esperar a la hora de exigir responsabilidades. Pues el mimo tanto de la Naturaleza como de la sociedad es una cuestión de conciencia colectiva que no existe. Desapareció hace mucho tiempo la noción de bien común.
Libertad, libertad, libertad sin sensibilidad en gentes con carreras, con dinero, ilustrada; gobernantes, jueces, regidores y dignatarios burgueses o aburguesados... dirigentes, directivos... todos autores o cómplices de guerras y de estragos en la Naturaleza que están conduciendo a la Humanidad a un -este sí- inequívoco holocausto.
Libertad, libertad, libertad... para un grupo en cada país, en cada Estado, en cada comunidad, en cada comarca que cumple el cometido de destruir Naturaleza. Todos se van sucediendo al compás de las ternas electorales. Pero todos los gobernantes, generales o locales, se suceden con el mismo espíritu: el ultracapitalista. La resistencia que puedan ofrecer los que están en la "oposición", cede casi por completo en cuanto pasan a la gobernación. Y una riada de humanos se van pasando el testigo del relevo en esta carrera hacia la meta, que es el fin de una vida perra pero que hasta ayer fue soportable si se disponía de un mínimo para subsistir pues siempre había una montaña donde refugiarse de la míseria y de la mísera condición humana. Pero ahora ya no quedan siquiera montañas ni veras de ríos donde consolarse. Nos las quitan, nos lo están robando todo... en nombre de la (su) libertad.
La libertad, como concepto político y social, tiene un impacto abrumadoramente asimétrico. Pues mientras para la inmensa mayoría la libertad es un elemento decorativo que no tiene oportunidad de ejercitar más que como anécdota, son minorías las que la transmutan en oro sólo para ellas y con cargo a los intereses de las grandes mayorías.
Perra libertad, abominable capitalismo que no queremos absolutamente para nada, pues empezamos a no poder ni respirar por culpa de ellos. ¿Quién creerá de buena fe que la sociedad cubana pueda desear para su tránsito un sistema infernal y abominable como éste?
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