31 diciembre 2006

La noche última de un año

El amor propio herido ha hecho grandes revolucionarios. También inmundos reaccionarios. Tras el torbellino de men­tiras para excusar la sangre vertida, y tras los ciclópeos in­tereses materiales que la invasión de Irak iba a reportarle a él y a sus amigos, circula por ahí una motivación sombría y estrictamente personal: la de que Bush II ha vengado una afrenta que el ya ahorcado Hussein infirió a Bush I.

Debo decir que yo en realidad no sé bien en qué consistió la afrenta, y ni me importa. Pero no lo sé, porque aunque lo haya leído no me acuerdo, pues las ofensas, para los que ni las inflingimos ni las padecemos, a menudo pueden ser tan fútiles que carecen ob­jetivamente de sentido y es sólo entre ofensor y ofendido por donde circula secretamente una energía vengativa y fe­roz que nadie es capaz de de­tectar. Un mohín puede llevar al suicidio al enamorado. Un ade­mán, tras una cadena de pretextos, puede ser el percutor de una horrible guerra: un rapto, un desprecio, la omisión de una respuesta que creemos se nos debe pero no recibi­mos.

Pero también la lectura que hace a veces el perio­dismo añadiendo a los acontecimientos más truculencia de la que ya tienen, puede obedecer al propósito de hacer re­sonante un pre­texto más en la calculada sucesión de aqué­llos, pues es de todos conocido hasta qué punto los pérfidos protago­nistas se empe­ñan en dotarles de la justifi­cación mo­ral de la que en abso­luto carecen.

Los periódicos, hoy, por ejemplo, culpan de la descompo­sición de la sociedad iraquí actual ¡toma ya! a quien la uni­ficó, con titulares como éste: “El reunifi­cador que desunió Irak”. Y así, como éste, otros muchos que se expresan sin pudor ni empacho, cuando no hay biennacido que no sepa ya que destruir y producir, muerte y generación, ha sido lo único que han sacado unos infames de la jerigonza salvaje que nos viene aturdiendo los oídos desde la invasión de los dos pueblos asiáticos. Y todo, con el acompañamiento sin­copado de las infamias del sionismo en la misma zona.

Al final, unos y otros, falsos profetas y prohombres falsifi­cados, fi­nancieros, magnates y sus voceros, tocan todos los resortes con grandi­locuencia para que no haya nada que deje de producir los más positivos efectos en la Bolsa.

Esto era en siglos pasados, pero no creamos haya cam­biado gran cosa el panorama: ni las pulsiones de vida y muerte, ni la concepción, gestación y alumbramiento de un ser vivo, pero tampoco las de una idea, ni la propulsión de una ideología o el aplastamiento de una na­ción por otra. Fue así a lo largo de los siglos. Pero también hoy por la ma­ñana. La condición humana, y más la del mi­serable, la del resentido y la del canalla siempre está enre­dada entre los espinos que separan a la sociedad calmosa, afable, cordial, entusiasta que pretende ser feliz, de la otra porción de so­ciedad hosca, destructora y belicosa aunque ría, como las hienas, o imite el llanto del niño, como el cocodrilo.

¿Qué significa todo esto? se preguntan y me preguntan algunos lectores cuando no entienden nada. Pues sencilla­mente nada. No significa nada. Ni me propongo explicar nada ni aleccionar a nadie sobre nada.
Si acaso... recordar­nos a unas horas del filo y tránsito de un año a otro (otra convención, el tiempo, algo inventado pero que no existe) que pese a estar ensoberbecidos por la sensación de vivir una vida superior en esta ani­quiladora sociedad occidental, detrás de cada noche última del año, a partir del año 2001, ya no hay campanadas que anuncian un futuro luminoso y henchido de felicidad, sino un gong que, casi recién inaugurado el milenio, no hace más que marcar la cuenta atrás...

30 diciembre 2006

El fulgor después del despertar


Escribía hace unas semanas acerca de la superior utilidad social y moral del concepto afecto sobre el concepto amor: un sentimiento tan desacreditado hoy día como causa de fe­licidad vo­látil que no compensa el dolor profundo y la amar­gura prolon­gada que su ausencia nos pro­duce... Y lo rele­gaba dema­siado -ahora lo com­prendo bien- porque, vitali­ciamente despe­chado, lo te­nía olvi­dado.

Pero hoy, bajo los efectos narcotizantes de la conmoción que me ha producido el despertar de una poetisa, despierto yo a mi vez a la obviedad de que sólo vivimos conscientes dos ter­cios de nuestra vida. Y cuando estamos en vigilia, parte de nuestra energía total va destinada a procuramos el re­curso apropiado a cada circunstancia para perder lo más posible la consciencia. A esto, al enajenarnos, y al vivir fuera del yugo de ésta, lo llamamos vivir bien, vivir felices. ¡Qué astuta y repugnante paradoja! La existencia de los se­senta segundos implacables de que se compone cada mi­nuto son insoportables. Los psi­cólo­gos nos desmenuzan en un plis plas el proceso del amor. Pueden explicárnoslo fría, calcu­lada, prosaica y, cómo no, “científicamente”. Pero nunca me han interesado sus cuitas. Me fastidian. La mayo­ría de las co­sas, precisa­mente las más valio­sas, como la paz y el amor, son dema­siado importantes como para de­jarlas en manos de los ex­pertos.

Nunca acepto de buen grado la opinión del supe­ren­ten­dido en la materia de su intelección: todos la ofuscan, se ofuscan y, lo que es peor, nos ofuscan. Pues el instinto que hay en el amor es, con mucho, más seguro y existencial­mente va­lioso que el de ponernos a los pies de la razón.

Si alguien piensa que ahora estoy delirando, porque no sé a que carta quedarme, es porque no se dio cuenta de que cuando afirmo la superio­ridad del afecto sobre el amor, lo contextualizo en la esfera exclusiva del sentimiento social: “no ames a tu prójimo, ténle afecto” sería la semilla a mi jui­cio mucho más fértil que la otra...

Pero en el terreno interpersonal, sé bien que me defendía con tino cuando, en el año 86, me decía a mí mismo en la máxima III de Un Código para no ser infeliz: “No te empeñes en ser fe­liz. Conténtate con no ser desgraciado. La felicidad no existe en estado puro, porque siendo un bien­es­tar mo­men­táneo va asociado a la tris­teza anticipada de per­derla”.

Opinaba, y sigo opinando, que, desde el desideratum del orgasmo, pasando por la droga del trabajo o por el estupe­faciente en sí, hasta la consunción del yo en la molicie, e in­cluso la disolución del yo en la inane vida contemplativa del monas­terio, todo está orientado a salir de nuestro yo; ese maldito yo, como decía Cioran...

¡Qué tendrá ese yo que tanto mimamos, engalanamos e hinchamos por un lado, mientras por otro siempre esta­mos deseosos de desprendernos de él! Vivo sin vivir en mí, tú eres mi vida, te llevo dentro, te necesito... ¿no será porque, yo sólo, yo conmigo mismo, no puedo soportarme y preciso de alguien que me ayude a tenerme en pie? Lo malo del asunto cuando aparece quien está dispuesto a prestar tan gusto­samente esa ayuda porque además le va a servir de contra­prestación para recibir la suya -y puesto que es tan divino como imposible que exista una exacta reciprocidad- es que, dada esa casi siempre segura asimetría entre el que más ama de los dos o entre el que ama y el que se deja amar “no basta levantar al caído, luego hay que sostenerle”, advertía Shakespeare.

Anhelo, sueño, mito, fabular, mística, morir de amor, todo significa una sola y la misma cosa: despojarnos de nuestra mísera y calderoniana condición para que sea otro u otra quien soporte lo que nosotros, a solas, no pode­mos sopor­tar. Pedimos ayuda. Esto, y nada más y nada menos que esto es lo que hay tras el amor. Eso es lo que en medio de todo me hace pensar que pese a que había olvidado al verdadero, o precisa­mente por eso, debo reafirmarme en la supe­rioridad moral del simple afecto como pauta general.

Lo sabe bien quien ha sido distinguido por los dioses; cuando los dio­ses le han privilegiado con la chispa que salió de la yesca que frotó accidentalmente el pedernal, sabe qué es "real­mente" eso que tan engoladamente llamamos amor desde que salimos de la jungla que compartimos con prima­tes: extraordinaria expansión del alma, pero a la postre ve­hículo que nos permite traspasar, más que compartir, nues­tra pesada carga al otro, la mayoría de las veces, o sublime pretexto que sirve de alimento al espíritu creativo de las al­mas superiores, las menos. Y en ambos pilares creo des­cansa la causa final de su invención.

28 diciembre 2006

Burger, Bush y la ministra de Sanidad

Burger King -y otras treinta y tantas cadenas alimentarias- había firmado un convenio con Sanidad que no permitía promocionar raciones gigantes en previsión de la obesidad en adolescentes. Bueno, pues después de firmado, Burger King lanzó una intensa campaña publicitaria de su macro­hamburguesa XXL, un producto que aporta 971 calorías, y, además, con el lema “Come como un hombre”. Sanidad ha decidido anular el convenio y las otras cadenas se sienten perjudicadas por la anulación.

Hasta aquí los hechos. No creo necesaria más valoración que la del insultante incumplimiento de una empresa esta­dounidense ante una institución gubernamental. Es claro que en la transguesión, bloqueados para la publicidad abu­siva por el mismo convenio los otros treinta y tantos firman­tes, vio Bur­ger un efecto añadido en el impacto publicitario...

Bueno, pues aunque parezca exagerado, esto es un re­flejo más de los incumplimientos permanentes de las Reso­lucio­nes de la ONU por parte de la administración ameri­cana y de tantas otras cosas... La alta po­lítica es para los grandilo­cuentes. Pero efectivamente, la política doméstica y a ras de suelo es la que más nos inter­esa a los ciudadanos co­rrientes, como no se cansan de re­cordarnos, cuando les conviene, los polí­ticos. Por eso esta burla "ame­ricana" va mucho más allá del puro incumpli­miento del transguesor vulgar.

Burger King se ha burlado de los que firmaron en consor­cio. Pero sobre todo se ha burlado del ministerio de Sanidad y de su ministra.

No acaban de aprender estos gobernantes. No saben con quién tratan. Unas veces es anécdota, como esta vez, pero otras acarreamos grandes peligros. Sobre todo el de hacer espantosos ridículos ante la ciudadanía...

Lo primero que ha de hacer un responsable político cuando haya de vérselas con una empresa estadounidense, es pensar que el interlocutor que la representa es Bush en persona escoltado por sus tropas conquistadoras. El mundo camina en esa dirección por culpa de ellos. La privatización, la seguridad, la zozobra, las maquinacones comerciales, el dumping... todo viene de las artificiosidades de los ensayis­tas mediáticos que se han pasado años cavilando las cosas que nos llegan para tener lo que tenemos. Todo está inficio­nado por el mismo virus de la prepotencia y de la mofa yan­qui. Bush y sus secuaces vienen haciendo estragos en el planeta desde que se adueñaron del poder. Pero, como to­dos los abyectos de la historia, no contentos con eso, se dedican a tomarle el pelo. Lo hacen por método. Sea en la ONU, en el tráfico de armas, dando uranio a quienes luego convertirá en enemigos "útiles"... o en los trapicheos de sus kioskos de comida fecal de todas las naciones.

¿Qué pensaba la ministra hispana? ¿que a la hora de tra­tar una empresa de aquel país con pardillos dignatarios lu­gareños, no la iban a tomar aquéllos como aborigen al que se encandila con espejuelos y cuentas de cristal? ¿creía que esa tropa ha renunciado a ver el mundo desde el visor telescópico del Rifle?

Burger King tiene 400 establecimientos en España. Eu­ropa entera está colonizada por esas setas y otras similares. Entre todas simulan competencia, como la simularon coca­cola y pepsicola. Pura argucia. Son la misma cosa. Pero la aparente rivalidad de las firmas escenifica mejor la compe­tencia y la ficción de que la democracia está articulada so­bre el libre mercado (Como si vd pudiera elegir electricidad para su casa entre Fenosa e Iberdrola). Y lo está. Lo está, pero en la concurrencia de las infinitas fruslerías, no en las materias primas, en los productos esenciales, en lo escaso y en lo que es fuerza económica motriz de todo lo demás...

El colonialismo hoy día tiene esta cara. Se hace, lo hacen los nuevos colonizadores -que ya dejaron étnica, antropoló­gicamente, hecha unos zorros el estante superior del Nuevo Mundo- en el Viejo. Bien por las buenas, como en Europa, en la feble Africa y en el mundo islámico traidor, bien por las malas cuando no se les quiere y se les rechaza. Las guerras americanas no sólo buscan aprovisionarse de petróleo y dominar por amor al arte de la democracia. Quizá, quién sabe, si esta Era nueva marcada por aquel marzo invasor de Irak no empezó porque un día Sadam Hussein se negó a permitir a su entonces "amigo" americano que le estaba ar­mando contra Irán, la instalación en Bagdag de una cadena de Burger o de Cola.

En cuanto se produce una penetración armada, ya están los no uniformados poniendo en marcha la logística del puesto de mercado; haciendo prospecciones para instalar los correspondientes chiringuitos. Los ejércitos de matarifes se mueven con tanques y otras bagatelas, pero los segura­tas que dan cobertura a los ejecutivos comerciales de la marca, van detrás preparando el sitio preciso por donde chorreen cocacolas y bigmacs para obesos y lelos...

No lo saben. No lo saben ésos que piden datos y datos para todo en cuanto haces razonables conjeturas o formulas sospechas racionales. No saben que la historia es siempre la misma. Sólo cambia la color; sólo los tornasolados que acompañan al orto y al ocaso del sol. Pero el sol, y todos los astros, salen siempre por el este y se ponen por el oeste...

El verdadero objetivo de la evangelización era levantar en un abrir y cerrar de ojos la iglesia y la misión para, entre­tanto, dedicarse los tercios tranquilamente al genocidio donde hubiera oro. Bush no ha lanzado a sus tropas (sacri­ficando ya a mayor número de muertos -sin contar los heri­dos y secuelas- que los habidos en el WTC) a conquistar Irak. Ni tampoco a entronizar la democracia. Ni tampoco, "sólo" para enriquecerse y enriquecer a Exxon. Bush fue a encaramar por el patio trasero a los ejércitos del Burger, de las Colas y del Donalds. Aunque ya ven que lo tienen crudo. Pero en todo caso por eso Burger King se ha permitido re­írse en las barbas de la ministra y de su ministerio sanitario. Y es, porque todos: uniformados y de paisano, republicanos y demócratas, son de la misma laya.

A ver si los que se dedican a discutir sobre el sexo de los ángeles, de los procesos de paz o guerra, de las mochilas y de banalidad tras otra, se dan cuenta de que el enemigo no está fuera, ni los terroristas vendrán jamás de la yihad. Es­tán dentro y hablan “americano”. Entre nosotros han estado y están los torturadores transportando torturados. Pues así como el íncubo es el demonio con apariencia de hombre y el súcubo con la de mujer, el terrorismo del Estado ameri­cano también es muy capaz de cobrar forma de hambur­guesa. A ver si se enteran de una vez...

22 diciembre 2006

Los Toros, los taurinos y la tauromaquia

Ya escribí sobre esto, cuando el neocons Var­gas que llena desde hace tiempo en España buena parte de los vacíos que dejan otros escritores no amparados en su pertenencia a la Real Academia de la Lengua, destinó un artículo en el año 2004, que publicó El País, dando amplia cobertura a la legitimidad y excelencias de la fiesta de los Toros. Siempre él tan sensi­tivo... No tengo ni idea de cómo son sus obras que le han dado tanto galardón, pero tam­poco quiero saber nada de ser tan necio y desalmado. Por esto y por su inde­cente pen­samiento sociopolítico.

Ahora, con motivo de este tímido proyecto de la ministra española sobre el asunto que consiste, al parecer, en que una vez martirizado el toro en la arena sea muerto fuera de la plaza -como mandan los cánones, no de la tauromaquia sino de la eutanasia humana aunque todavía no se aplique aquí como Dios manda-, vuelvo a unas reflexio­nes sobre fiesta tan in­humana como inexplicable en un país que se postula en tan­tas cosas campeón de la inteligencia.

Como ya hay tantos que, afortunadamente, viendo el asunto desde la óptica del toro y su inhumano trato se en­cargan sobradamente de analizarlo como la aberración so­cial que es, yo doy a esto siempre otro sesgo que me pa­rece incontestable. Pues si dejamos a un lado la primera premisa, la de que el toro ha de morir de todos modos, la segunda premisa echa por tie­rra cualquier conclusión que pretenda pasar por digna y ra­cional. Pues en el “qué más da que muera a la vista de to­dos y en tales condiciones”, es­triba la ignominia de los de­fensores de esta puerca delecta­ción.

El centro de gravedad de esta inmundicia moral no está tanto en las torturas a que se le somete al animal y en la estocada final –que ya de por sí son terribles trances-, como en la mi­serable y primitiva manera de divertirse una plaza llena o semillena de seres humanos fijándose en lo que hace el matarife y no en el ser que sufre el martirio. Aquí, en ese hacer espectáculo y jolgorio del sufrimiento y de la muerte, estriba el horror y la repugnancia de la “Fiesta”.

Hacer espectáculo de la muerte de lo que sea: de un hombre retorciéndose en la silla eléctrica o de un perro cor­tado en trozos a la vista de todos, tirando de bota de vino, engalana­dos, sacando pañuelos, con fanfarrias incluidas... está el centro nervioso de una in­famia que a sí misma se hace esa parte de la población emparentada con los “acos­tumbrados” durante siglos a co­cer a un ser humano para comérselo después a tout y plein. Pues la antropofagia fes­tejada es también una costumbre, y, por simple coherencia de que es “una costumbre”, debería­mos respetarla por las mis­mas razones que esgrimen quienes nos dicen que res­petemos la de ensa­ñarse, acribillar y matar al toro en pre­sencia de miles de personas que van a disfrutar del espec­táculo. Espectáculo y pretendido “arte” que tampoco se dis­tingue gran cosa de ese otro de estrellar a una cabra desde el campanario consis­tiendo el “arte” en que sea la cabeza la primera parte del cuerpo que impacte con el suelo... Estos desalmados, seguro que también sabrán defender su fiesta.

En esto consiste el oprobio. Lo mismo que no es el des­nudo lo obsceno sino quien lo mira con concupiscencia y al mismo tiempo no se arriesga a ser rechazado como cóm­plice de ese cuerpo que le excita pero ni sabe, o no puede, saber que está siendo observado, podríamos decir que la muerte y el martirio del toro no es lo peor, sino el voyeu­rismo al que van inseparablemente unidos.

No hay ética que no esté levantada sobre un andamiaje que se justifica por, o muy transparentes o por misteriosas, leyes universales. La monogamia, la poligamia y la polian­dria, extendidas por el globo al fin y al cabo pese a que va­yan éstas dos últimas a más y aquélla a menos, se combi­nan con otras curiosas uniones, como la familia sindiásmica en la que el padre -tutor y edu­cador- después de por vida, es el hermano del padre bioló­gico. ¿Qué ética aplicaríamos a esta costumbre? ¿La costumbre no está sujeta a ética aunque pasen los siglos y los siglos?

Numerosas costum­bres son o deben sernos indife­rentes si no nos erigimos en censores de la humanidad y aplicamos una óptica antropológica. Pero en el deleitarse con la muerte de un ser vivo, aunque sea un reptil, reside la más arcaica, salvaje, primitiva y ya, en el siglo en que vivimos, depravada condición de quienes defienden con uñas y dientes la “Fiesta”.

Cuando se abolió la esclavitud, también se cancelaron los contratos, perdieron muchos su trabajo y otros muchos se arruina­ron. Para que eso no sucediera ¿tendría la humani­dad que seguir sopor­tándola y vacilar sobre si es o no civili­zada? Digo esto, porque ésta es la cuarta pata de la silla en que descansa la retórica taurómaca: ¡cuánta gente vive de los Toros!

Quizá lo peor, lo más desalentador de la falta de sensibili­dad está en que el “salvaje” encorbatado "no se da cuenta", no siente ni padece; sólo atiende al "arte" de torturar y de matar. Para nosotros, pobres racio­nales, el centro de grave­dad no está, pues, tanto en la tra­gedia del animal sufriente, como en el hecho de presenciar y festejar su sufrimiento. A ver si se enteran de una vez los taurófilos y simpatizantes. Y a ver si se introduce esta filosofía tan sencilla, en la refuta­ción del ya tan inmoral festejo.

12 diciembre 2006

Mi catecismo y mi Dios

Mi Dios no quiere que yo sea religioso. El quiere simple­mente que me guíe por reglas comunes a todas las culturas y que me imponga mis propios preceptos; pero que mi con­ducta sea tal, que pueda servir de ejemplo universal.

Me prohíbe que analice su naturaleza y cualidades, y que crea de Él lo que analizaron otros.

Mi Dios no quiere que le adore y menos que le adule. Por eso me limito a procurar honrar a mi descendencia -ya que no tengo ascendientes-, pero también al prójimo y a la des­cen­dencia de mi prójimo, a no matar ni a maltratar ni a abu­sar de otros, a no cometer excesos, a no apropiarme de lo ajeno, a no fal­sear mi testimo­nio ni a men­tir, y a no desear la compa­ñera de otro.

A mi Dios le trae sin cuidado que yo cumpla o no. No entra en cólera si me traiciono, ni me premia si cumplo. Esas re­glas son conformes a mi razón y al respeto a que de mí tie­nen derecho mis semejantes, aunque son pocos los que lo merecen.

Mi Dios me ha dicho que con eso basta; que cuando me traicione y transgueda alguna de las reglas que me he im­puesto, me esfuer­ce en no volver a reincidir.

Y, una vez haya yo compre­dido todo esto, que le deje en paz.

Otro fracaso de la democracia liberal

No lo olvidaremos jamás. Su heroica hazaña empezó un 11 de setiembre de 1973. Al mando de un ejército y apadri­nado por su patrón, el Nobel de la Paz y yanqui Kissinger, bom­bar­dea el Palacio presidencial de la Moneda y abate a tiros al pre­sidente electo Salvador Allende para adueñarse él del po­der. A partir de ese día y hasta que se cansó, sus crímenes alevosos, sus torturas y sus rapiñas mientras co­mulgaba, se sucedieron año tras año ante la indiferencia o el plácet de esos países, de esa "comunidad interna­cional" que no se lo ha pen­sado para sentar en cam­bio en el ban­qui­llo a Milose­vic y a Hussein, arra­sando de paso el país de este último y cau­sando ya cerca del millón de muertos.

Que no nos vengan ahora los medios, los expertos, los po­li­tólogos, los analistas y los historiadores del presente con que Pinochet ha muerto sin ser sentenciado porque ha te­nido un equipo de aboga­dos habilidosos que han conse­guido, me­diante ardides le­gales, no sentarle en el banquillo. Que no nos vengan fabu­lando con la existencia de legule­yos mágicos en la demo­cracia liberal. Esos que sólo existen en el prota­go­nismo de las pe­lículas de cuota hollywoodense en casi todos los paí­ses. Esos tipos convertidos en héroe para reforzar la farsa de que el éxito profe­sional pro­viene del es­fuerzo, de la pericia y del ingenio indi­vidual; para im­buirnos de la ingenua idea de que el triunfo social de­pende de esos atributos y no del azar, unas ve­ces, y la ma­yoría de las restantes de la arti­maña ras­trera. Sobre todo, de que el mo­delo democrático libe­ral premia la trapisonda, y más si su ca­pacidad al tra­pi­sondista le viene de casta socialmente consoli­dada o del po­der sin más...

Dígase de una vez. No haber sentado en el banquillo a Pi­no­chet y haber dado lugar a que muera libre es un fra­caso. Otro fracaso más de los muchos, entre lo estentóreo y lo ridículo, de la de­mocracia liberal. Esa democracia que sí sentó en pé­simas condiciones de salud a Milosevic o a Hus­sein. El fra­caso em­pieza en otra treta, pero ésta supuesta­mente demo­crática impuesta por la “comuni­dad”, la treta ins­titu­cional por antonomasia. La que es­triba en pregonar que en estas democracias liberales es el pue­blo el que por delega­ción gobierna, cuando no es ver­dad. El pue­blo, de­ntro del magma social, es el que menos pinta. Gobier­nan -no nos cansa­remos de decirlo- el poder econó­mico, el me­diático, el polí­tico y el re­ligioso. Hoy por este or­den, como antaño fue en el orden in­verso.

Por eso ocurren cosas como ésta. Hechos que ponen en ab­soluta evidencia la trampa de las trampas. Y la trampa de las trampas es que mientras un ciudadano del pueblo puede pa­sarse su vida entre rejas como reicidente por apenas nada o por nada, un genocida se va a la tumba en­vuelto en la horrenda escenificación a lo largo de 16 años -se dice pronto- del amagar y no dar. Trampa que se com­pleta en esta clase de democracias con esa otra cínica del principio jurídico-polí­tico de que "la ley es igual para todos, pero no todos son iguales ante la ley". ¿Por qué, de qué, en base a qué esa prebenda? ¿de dónde viene esta miserable zala­garda que nos instituye desiguales en lugar de corregir las des­igualda­des naturales?

Conociendo como conocemos el sistema, la condición humana, la propensión a ser implacable la Justicia con el dé­bil y benévola con el necio ilustrado; conociendo la habili­dad no de los abogados sino de la propia Justicia, del poder eje­cutivo y del poder legislativo -todos lacayos de los cita­dos poderes reales- para disculpar exculpar a los iconos, estaba cantado (o anun­ciado para ser más lite­rario) que éste iba ser el final feliz, más bien triunfal, del mayor cri­mi­nal que precede a Bush. Un criminal que lo fue, además y para mayor des­honor suyo, de la de­mocracia de su país y de la mundial, de sus propios conciudadanos: Pi­nochet.

No hay abogado tan hábil ni Justicia tan esmerada que pue­dan explicar convincentemente el por qué de haberse li­brado un criminal de semejante envergadura no ya de su eje­cución en la horca o fusilado, sino de una simple senten­cia condena­toria pese a estar incurso en 300 causas desde 1998. Tres­cientas causas después de haber inten­tado la pri­mera aco­me­tida contra su figura un juez español en 1989, cuando pi­dió sin éxito a la Gran Bretaña, donde se encon­traba en­ton­ces el miserable, su deten­ción y ex­tradic­ción. El primer fra­caso en este asunto, de la propia democra­cia y en concreto de la democracia an­glosajona. La Gran Bretaña, la cuna de la democracia de Churchill, constitutiva de las cas­tas sociales sin nombrarlas a diferen­cia de la cul­tura India...

En resumen, la muerte impune de Pinochet ha sido debida a la repugnante indulgencia del sistema democrático con quien le conviene. Ese sistema que explica el por qué la práctica mi­tad de los latinoamericanos está en contra de la demo­cracia li­beral. Al pueblo se le engaña, atrayendo a la causa del sis­tema a la mitad más uno. El resto sabe bien que en las de­mocracias liberales en absoluto gobierna el pueblo. Ya lo he dicho. Pero para mayor precisión concep­tual, dígase otra vez quién y qué gobiernan: el di­nero, las pistolas de los cuerpos arma­dos y los telepredicado­res... Hasta los políti­cos son títeres.

Pinochet era una ignominia viviente, y ahora un espectro que (como más tarde lo será Bush) quiebra, arruina y empor­quece a la democracia liberal; ésa que desaprueba en con­junto la mitad de los latinoamericanos y rige, pese a tan apa­ratosa arro­gancia, sólo en un tercio de la humanidad: justo la más avanzada en la fabricación de bagatelas pero también la más atra­sada moralmente.

La democracia ateniense condenó a Sócrates por impie­dad, esto es, por disentir, y Sócrates tomó la cicuta. Compa­remos lo que es “la democracia” con estas piltrafas que fun­cionan como imitaciones suyas...



Dios y Democracia

Aunque arremeto con frecuencia y sañudamente contra la democracia como los blasfemos contra Dios, ni Dios ni la de­mocracia en sí mismos tienen nada que ver con mi náu­sea permanente, ni con las razones que me llevan a odiar a am­bos conceptos. Creo, además, que esto nos sucede a mu­chos, más o menos por las mismas razones que voy a expo­ner...

Dios, aunque no existiera, originariamente y por definición es omnipotente y omnicomprensivo, y la democracia es el gobierno más ra­cio­nal que cabe por medio de mayorías que eligen a los mejores de cada comunidad. ¡Cómo no vitorear a ambas ideas!

Pero ¿por qué esa repugnacia y aversión hacia la democra­cia y hacia Dios como conceptos? Pues porque cuando el cuchillo ideado para cortar el pan es utilizado por quienes lo poseen mil ve­ces más para matar que para comerse el pan, cual­quiera en su sano juicio acaba viendo en el cuchillo un ins­trumento cri­minal y no un útil culinario. Pues Dios y demo­cra­cia son dos instrumentos, dos escudos tras los que se pa­ra­petan los ma­yores criminales para hacer la historia y confi­gu­rarla a su fa­vor. De aquél, de Dios, desde que se pierde la memoria; de ésta, de la democracia, desde que acabó la se­gunda guerra mundial.

¿Quiénes se apropiaron de ambas nociones? De la de Dios, los que se dicen representantes de Cristo sobre la Tie­rra arrastrando a todos sus epígonos detrás. De la segunda, los inventores de la democracia moderna, que han acabado haciendo de ella una bayeta de fregar. Pero no son la de­mo­cracia ni Dios el objeto directo de mi, nuestra, aversión. En absoluto. Cuando sueño con el modelo intervencionista, el de “socialismo real”, y cuando imagino una vida ulterior sin "ese" Dios, es porque en nombre de la Humanidad me siento gra­vemente engañado, vapuleado y amenazado en unas socie­dades que, sin ambas ideas ne­fastas y habi­tadas todas por el buen salvaje, hubiesen flore­cido sobre la paz y la felicidad sin límites. O así lo imagino yo.

Son tantos los que trafican con la noción de Dios y de de­mocracia, que hacen ridiculos nuestros esfuerzos por po­ner a cada uno en el noble sitio que sus padres intelectuales imagi­naron para ellos. Son tantos los que trafican, digo, que se han multiplicado como las esporas. Pero no naturalmente por convencimiento, sino por los réditos que procuran. Hoy día, en muchos países que intentan mantenerse a flote sobre la democracia (incluida España que la “disfruta” apenas desde hace 30 años), se ha incorporado una especie "nueva" de manipuladores. La mayoría de los muchachos de la Prensa prostituyen -de muchos modos dignos de ser analizados aparte-, la democracia en lugar de tratar de en­noblecerla.

Los “muchachos” de los Medios han arrojado a la hoguera a gran parte de sus competidores, aquéllos que envilecían la noción de Dios; han dado un puntapié a aquellos predica­do­res que lanzaban anatemas contra noso­tros en su santo nombre desde los púlpitos, pero para ponerse ellos y hacer lo mismo que aquéllos hacían, con la palabra democracia: su­gestionarnos, mentirnos e instrumentalizarnos. Ellos fue­ron, y son, los maquinadores de la democracia actual. Prin­cipal­mente en Estados Unidos y en España. Tanto o más que los políticos. Todos viven de lo mismo. De la logoma­quia, de las frases rebuscadas y de la maquinación de los hechos, mu­chos de los cuales no existi­rían, no hubieran sido incitados, no se hubieran agravado o no hubieran sido fabulados trágicamente para vender y hablar, si no estuvie­ran ellos...

Porque democracia, como justicia y Dios son conceptos pu­ros, nociones que llenan los vacíos y aplacan a muchos en sucesivas y diarias sesiones de ilusionismo en todos los paí­ses que unos cuantos los estrujan...

En Occidente rara vez no se ha hecho correr la sangre por los intereses mezquinos de un puñado de comerciantes es­cudadados en su amor por la democracia y por su amor a Dios.

Voy a referir un lejano ejemplo que acaba de llegar a mi co­nocimiento a través de la lectura de Chateaubriand y de sus "Memorias de ultratumba", que a pequeña escala podría ilus­trar en flash lo que en parte quiero aquí decir al confluir reli­gión, libre mercantilismo, libertad desnuda y democracia inci­piente, en el Nuevo Mundo...

"En 1811, la compañía de la Bahía de Hudson vendió a Lord Selkirk un terreno a orillas del Río Rojo; el estableci­miento fue construido en 1812. La compañía del Noroeste se resintió por ello. Las dos compañías aliadas con distintas tri­bus indias llegaron a las manos. Este conflicto doméstico, horrible en sus detalles, se producía en la Bahía del Hud­son. La colonia de Lord Selkirk fue destruida en junio de 1815, justo en la época de la batalla de Waterloo. En ambos teatros tan diferentes por lo brillante de uno y lo oscuro de otro, las desgracias del género humano eran las mismas".

Lord Sirlk y los dueños de la compañía Bahía del Hudson eran creyentes, parientes de los puritanos que emigraron en el Mayflower en 1620. Y la Guerra de la Independencia Ame­ricana era la primera piedra de la democracia levan­tada sobre la estatua de la Libertad y el Ciudadano Kane, modelo de empresario y periodismo. ¿Qué queda de las ideas y la praxis de Dios y de democracia en las rutilantes democra­cias?: sólo detritus.

La ruina está sólo en Occidente

La gran ventaja de los regí­menes organi­zados bajo el co­munismo, el socialismo y el intervencio­nismo de Estado en unos tiempos críticos como los que vivimos bajo el sín­drome apocalíptico del cambio climático, dejando aparte la ame­naza nuclear, es que en ellos nadie se arruina. Senci­lla­mente por­que todo el mundo vive arruinado. Es en los paí­ses ca­pita­listas donde se produce la quiebra indi­vi­dual­mente con­side­rada. "Todos" los miembros de ese tipo de sociedad son, somos, acauda­lados. Unos más y otros me­nos, pero todos vi­ven gracias a la acumula­ción de su ri­queza o “descansan” en la ansiedad por po­seerla o desazo­nados por la tensión de no po­seerla. Por eso en este sis­tema todo se mide por la cifra, por la es­tadística, por la mul­tiplicación y la suma, por la ma­croeco­nomía y por la contabi­lidad. Apenas se usa la parti­ción salvo para calcular los divi­dendos. Los que se enri­que­cen levan­tan su fortuna sobre la ruina ajena, aun­que no co­nozcan personalmente al arrui­nado por su causa, o sean in­gentes las víctimas abstracta y ma­sivamente localizables en otros pue­blos y otros paí­ses a miles de kilómetros de distan­cia, que han estado labo­rando para ellos -como para noso­tros- y permitirnos vivir con el desahogo que gran parte co­nocemos... ¿Con qué dere­cho?

No es el caso de esos otros países –China, Cuba y Corea del Norte- donde todo se mide por la división, por la distribu­ción de lo que se dispone y se pro­duce para este fin: tantos somos, tanto producimos; producimos tanto, para que lo produ­cido llegue a todos. Ahí empieza y acaba, nada me­nos, su problema. Me refiero a esos países de los que los pre­bostes de la política, del periodismo, de la lite­ratura de folletín y del pseudopensamiento dicen dramáticamente que en ellos "se reparte la pobreza".

Pero tampoco las catástrofes naturales y sociales produ­cen el mismo impacto en unos modelos y en otros. Quien tiene poco o nada tiene, poco o nada pierde. Por eso en ta­les países donde rige el intervencionismo de Estado la vida indi­vidual, los afectos y la solidaridad auténtica tienen tanto valor. Y por eso también es mucho mayor la resigna­ción ante el desastre natural, la muerte y la fatalidad. En este otro modelo se hacen insoportables. Lo saben bien los psi­quiatras y la OMS sobre el nivel de enfermedades nerviosas y mentales...

Quien vive enclaustrado, solo o acompañado por otros de sus congéneres vive para la muerte y nada le conturba. Quien vive para la vida, cualquier contratiempo le desequili­bra y ve ruina en cualquier despo­sesión por exigua que sea. En el crack de 1929 se arrojaron muchos por las ventanas al vacío en Esta­dos Unidos, simplemente porque habían per­dido todo o ”casi” todo su di­nero en la Bolsa aunque conser­varan propie­dades y dinero bastante para mantener todavía una vida de lujo con un par de criados y un coche. Les acu­ciaba como insufrible desastres no poder seguir man­te­niendo a seis criados y dos coches...

El caso es que la suma de todas esas actitudes, sensacio­nes, anhelos y ansias fabricadas por el capitalismo y por la acumulación de riqueza cuando existían todavía los filones vírgenes de muchas cosas naturales, es lo que está condu­ciendo al planeta y al ser humano en su conjunto -aunque buena parte de los seis mil millones no tengan ni un ápice de culpa en el resultado-, a su total ruina. Por eso en el fondo me alegro de que el cambio climático, que poco a poco va a ir llevando a los países capitalistas- después de sufrirla ya varios africanos-, empiece a ser también despia­dado con ellos y cobrarse a costa de ellos la Naturaleza su natural tributo...

Un ejemplo, como tantos otros, insoportablemente exas­perante puede ser el si­guiente: la Comunidad de Madrid está tozuda y lógicamente preocupada por la escasez de agua en los embalses de la región pese a las salvadoras lluvias otoñales casi de última hora. Unos costosos paneles publicitarios dan pautas para ahorrar agua: ducharse en lu­gar de bañarse, etc. Bien. Pero ¿qué cree la Comunidad y los políticos neocons que están al frente de ella, que pueda pensar el grueso de ciudadanos? Pues sencillamente que la economía de agua que astutamente aconsejan por el “bien de todos”, la disfrutarán los campos de golf, las piscinas pri­vadas que se construyen profusamente con los chalets de lujo que disfru­tan unos cuantos en comparación con la in­mensa mayoría, los parques acuáticos, etc., y seguirá el despilfarro del agua para obras que a su vez son otro des­pilfarro, pues son cientos de miles de viviendas las vacías que hacen superflua tanta vivienda de nueva planta...

Pero de igual forma que la felicidad de los opulentos, con independencia de la comodidad y el placer de la seguridad que da la ri­queza, gravita en torno a la epidérmica sensa­ción de poseer más que los demás, sepan que la ruina de los que vitorean el capitalismo feroz hace siempre la delicia de los desheredados por su sabor a venganza natural.

Este otoño no nieva en Centro Europa, y el invierno que viene no parece apuntar perspecti­vas halagüeñas. El pa­sado año Groenlandia vivió un fenómeno atmosfé­rico iné­dito: en Navidad llovió en lugar de caer nieve... No nieva en España, ni en Austria, ni en Suiza... Se arrui­nará la industria turística de muchos y de muchos países que viven gracias al turismo de invierno. Lo siento por ellos, como siento la pobreza de los po­bres. Pero mil veces más lo siento por la ruina del pla­neta que todos aquéllos han causado en conni­vencia con los que jalean la iniciativa privada llevada a ex­tremos de locura, con los que defienden con uñas y dientes la economía de mercado, y que miden a los hombres por lo que tienen y no por su ca­pacidad para encajar la desgra­cia...

Esto, eso, es precisamente lo que nos traído hasta aquí. Lo que nos ha conducido hasta el punto de no retorno en el cambio climá­tico, pese a que para dentro de no sé cuántos lustros planean soluciones los ampulosos organismos inter­nacionales. Será para cuando la Tierra que sangra, sea ya cadáver para el que cualquier remedio o sinapismo será in­útil. Ese punto de no retorno al que los ciegos por la es­tupi­dez y la codicia, con el cortejo de los que hacen sorna de los países que "re­parten la pobreza", nos han conducido sólo por amasar lob­bies, redes de empresas, y por el pasa­jero placer de sen­tirse pasajeramente poderosos sacrifi­cando de paso a las generaciones venideras que malvivirán en un planeta agotado y próximo a la extinción total.

¿Acaso creen todo ellos que si nuestra filosofía sobre la vida y el ansia de acumulación de la riqueza fuese la misma que la suya, no estarían cambiadas las tornas en muchos casos y los pobres serían ellos y los ricos nosotros? ¿Acaso creen que la vida social, el sistema de mercado, el capita­lismo salvaje serían posibles? Simplemente, si hubiera pro­ducido el mundo que vive en el umbral de la pobreza la ba­sura que genera esa parte que no sabe ya qué hacer con ella, hace muchos años que el planeta estaría enterrado en la basura.

Hasta ayer, y aún hoy en muchos sitios, fueron las policías y las leyes represivas pe­nales que defendían la propiedad privada por encima de la vida de las personas. Y por otro lado, también las religiones que, condenando con las penas del infierno toda rebelión contra el dinero y los ricos, robus­tecían el control social en los países opulentos. Pero hoy todo ha cambiado. Aunque sigue habiendo dos clases de personas después de haberse pasado la historia dividida la sociedad entre opre­sores y oprimidos. Hoy están los ador­mecidos -que son una gran mayoría por los espejuelos que el vicio del con­sumo aporta-, y los despiertos, que somos minoría todavía pero que con recursos como Internet iremos haciéndonos cada vez más fuertes. Tiemblen los poderes. Pues el des­encanto y la fatiga que sobrevienen indefecti­blemente des­pués del mucho poseer debilitarán al mismo tiempo el sis­tema todo; de modo que se vislumbra un cam­bio radical de las sociedades malditas hacia la verdadera justicia aunque sólo sea para impedir que se extinga la es­pecie humana por esa infame injusticia.

A pesar de tan negros nubarrones, olvido la otra posibilidad en esta ocasión. Pues ya he mostrado demasia­das veces la faz del pesimismo augu­rando un trágico final para la humanidad. Lo que significa hasta qué punto los se­res humanos no somos de una pieza. Ni siquiera podemos hacer siempre el mismo pronóstico sobre el futuro, pese a que eso sí, cualquier tiempo fu­turo por definición siempre es peor. Porque ahí está el sabio dicho popular: “que todo de­pende del cristal con qué se mire”... Y hoy, dentro del más que probable desastre, me ha dado por po­ner el cristal del color de arco iris para poner en mi vida, pero sobre todo en la futura de mis descendientes, una migaja de espe­ranza...
06.12.06

02 diciembre 2006

"Genocidios inducidos" y genocidios a secas

Siempre he tenido unas dudas que aún no he resuelto a pe­sar de mi edad, sobre ciertos asuntos capitales y que abarcan mucho. Por ejemplo, habida cuenta el mal uso de la libertad que hacen grupos humanos concretos, dominantes de una u otra manera en las sociedades democráticas mientras para las mayorías la libertad está casi de adorno (pues la libertad em­pieza por la autonomía económica que sólo disfruta una parte de las poblaciones de esas democracias), a veces pienso si no será preferible un régimen po­lítico totali­tario (o en último tér­mino muy inter­ven­cionista para no darle tintes leninistas, stali­nistas o maoístas) a estas democracias del demonio al servicio prioritario de minorías. Pero también dudo de si, en materia mediá­tica, es preferible llamar a las co­sas por su nombre no secun­dando el lenguaje hipó­crita y eufe­místico de los políticos, o con­viene envolverlas en indi­rectas y en figuras retóricas (si­nécdo­ques, metonimias, metáforas, etc) para suavizar los califi­ca­tivos de los hechos y los avatares del día a día y no en­co­narlos más. En el primer caso, es de­cir, si se emplea el len­guaje directo ¿se desen­cadenaría más inestabilidad psi­cológica de la que existe? En el se­gundo caso, es decir, empleando el lenguaje diplo­má­tico y cuasilite­rario ¿se con­sigue avanzar algo en tér­minos ci­vili­zatorios y de moral uni­versal?

Llamar al pan, pan y al vino, vino es agreste y encierra vio­len­cia moral. Y la violencia moral percute la violencia fí­sica. La re­acción furiosa o violenta de las clases oprimidas y de las clases trabajadoras maltratadas y de los terrorismos mun­dia­les siem­pre provinieron de ese tipo de violencia, la moral, la del despre­cio y el abuso más o menos latentes, antes de de­cla­rarse re­voluciones, guerras o la actual confrontación entre el llamado “terrorismo internacional” y el “te­rrorismo de Estado”.

Eso de emplear el lenguaje directo y provocador lo hacen además mucho las derechas y los fascismos. Pero lo del estilo directo en su caso no es lo malo. Lo perverso es el no decir “la verdad”, el tergiver­sarla, el manipu­lar los motivos por los que reaccionan aira­damente con apa­rien­cias de razón. Aquí radica principal­mente su detestable pro­ceder. No el que hipotética­mente llamen a las cosas por su nombre. Pero tampoco los eufe­mismos, las indi­rectas y las figuras retóricas empleados por el pen­samiento de izquier­das en asuntos cansinos o muy gra­ves consiguen mucho para avanzar. En cierto modo no hacen más que deco­rar la demo­cracia e hinchar artificialmente la li­bertad que, como decía antes, disfrutan a manos llenas unos cuantos. Con ello contri­bu­yen a que las cosas sigan por donde van, sin espe­ranza de que la con­cien­cias que lo precisan sien­tan la sa­cudida que merecen...

Hoy día tenemos un ejemplo muy claro de la "necesidad" que tiene el mundo occidental y libre de ese al pan, pan y al vino, vino. Cuando Chávez arenga y llama de todo al geno­cida por antonomasia, no hay populismo que valga para quienes somos per­sonas rectas y nos movemos por una mo­ral correcta y no por una doble mo­ral. Él, como nosotros, sa­bemos bien que ni el destinatario principal de sus acusaciones y las nuestras, ni el mundo van a dar un vuelco por dirigirles los improperios mere­cidos y co­rrectos que además les resbalan. Pero en el mundo nace una brisa benefactora que alivia los efectos del sofoco; una brisa que permite res­pirar hondo a mu­chos porque el mundo no puede ni debe seguir en las abyectas manos de es­tos monstruos: los neo­cons y sus cómplices de cada país...

Todo lo anterior viene a cuento de un artículo de Vidal-Be­neyto, un personaje periodístico nada sospechoso. Lo mismo que el otro día me refería a otro artículo de Mayor Zaragoza, tan poco sos­pechoso como éste.

Hoy Vidal-Beneyto escribe un artículo muy directo que ti­tula Genocidas inducidos. Pero en ese lenguaje entre polí­tico y re­tó­rico que huye del decir las verdades del barquero, parece afir­mar que si los norteamericanos, después de haber cau­sado 350.000 muertos -dice él- (otros asegu­ran que 650.000), se van de Irak, dejarán una estela geno­cida. Con lo que el genoci­dio hipotético se lo atribuye Vidal al que co­meterían entre sí las et­nias secularmente enfrentadas: su­níes, chiítas y kur­dos, a las que Sadam Hussein concilió y obtuvo un país moderno, avan­zado, socializado y laico oficialmente.

Dice textualmente Vidal-Beneyto: "La vesania tribal y saña re­ligiosa campan hoy a sus anchas en Irak, y sólo un poder do­tado de gran legitimidad y fortaleza podrán ponerles fin". Y si­gue "Bush y Blair dijeron que invadían Irak para liberarlo de la tiranía de un dictador y establecer la democracia, tie­nen que cumplir la misión que, según ellos, se asignaron: Y no desapa­recer ahora dejándolo sumido en un mar de odio y muerte". Pues daría la razón a quienes afirman que esa gue­rra fue des­encadenada por pura codicia y voluntad de domi­nación y que ellos son los responsables principales del geno­cidio inducido que han causado. Por el que deben ser juzga­dos"

En relación a mi introducción he de decir que Vidal-Be­neyto es uno de los autores que se expresa más paladina­mente, más valientemente y más razonablemente de cuan­tos colabo­ran en El País. Al que le publican artículos más docu­mentados, mejor dotados de oratoria que equivale a persua­sión. Uno de los que se las arregla para llamar a las cosas por su nombre, como de­cía al principio.

Sin embargo está claro que o no puede decir con más ri­gor las cosas como son y se autocensura él mismo, o sufre de es­trabismo en estos asuntos espinosos que tienen que ver con el caos generado en Oriente Medio por la Ad­ministra­ción Bush/Blair.

Los americanos no inducirán genocidio alguno en Irak y Af­ga­nistán, sencilla­mente porque ya lo han cometido. ¿Hay que es­perar otros treinta años para verlo así, como se ve ahora pal­mariamente el que cometieron en Vietnam? Su propósito, ade­más, ha sido come­terlo. El mismo autor re­coge el artículo II del Convenio para la Prevención y la Re­presión del genoci­dio de 1948: "todo acto cometido con la intención de destruir en todo o en parte un grupo nacional, étnico, racial o reli­gioso". "Un ge­nocidio no es la voluntad de eliminar un ene­migo ni de con­quistar un territorio sino que busca destruir creencias, unos modos de vivir, una concep­ción del mundo", añade Vidal Be­neyto.

¿Cree realmente el escritor:

1º- que si se van "inducirán" el genocidio entre los que que­dan, los propios iraquíes y sus etnias respec­tivas, y que no lo han cometido ya los invasores.

2º- que no es genocidio, como tampoco lo es el cometido en Vietnam por el mismo pueblo norteamericano.

3º- que para evitarlo "sólo un poder dotado de gran legiti­mi­dad y fortaleza podrá ponerles fin (la vesania tribal y la saña reli­giosa)"

4º- que ese poder legítimo y fuerte no era el que existía an­tes de la ocupación en la figura de Hussein.

5º- que un “poder dotado de legitimidad y fortaleza” así como así y no con una dictadura, que ya existió y que teóricamente es lo que fueron precisamente a eliminar los guerreros nortea­meri­canos.

6º- que no es genocidio en sentido estricto y según la defi­ni­ción de 1948 cuando desde el principio de la invasión se vio que iban a destruir los pilares de su cultura: el museo de Bag­dag, Sa­ma­rra, la cuna de la civilización, otras ciudades y tem­plos emblemáticos, y todo con matanzas selecti­vas y no se­lec­tivas?

Todo indica lo que digo al principio: paños calientes para de­fi­nir hechos criminales y ominosos que no los merecen, y que el periodismo -como decía yo el otro día sobre el otro artí­culo de Mayor Zaragoza- sólo así, con ellos, autoriza tratar estos asuntos en el límite del enfrentamiento directo dialéc­tico a los estadounidenses.

Dígase de una vez, y ya: los norteamericanos, como pue­blo, y sus mandatarios como tales, unas veces con unos pretextos y otras veces con otros, son los ge­nocidas oficiales del planeta después de la segunda guerra mundial. De acuerdo con la de­finición de 1948, de acuerdo con las defini­ciones "naturales" y de acuerdo con hechos a la vista de todos y no ofrecen dudas. A la vista de todos, aun­que se encarguen de impedir la presen­cia de periodistas que no sean los que a ellos inter­esa para contar las cosas como les conviene, y el ge­noci­dio sólo pa­sa­dos los años salga a relucir, como es el caso de Vietnam.

Pues a lo largo de 10 años, entre 1961 y 1971, el Ejército de EE UU arrojó alrededor de 80 millones de litros de herbicidas so­bre las junglas y plantaciones de Vietnam. Entre ellos, el más empleado debido a su terrible efectividad fue el cono­cido como agente naranja. Un total de 24.000 kilómetros cuadra­dos fueron rociados con el veneno, lo que dejó una cicatriz que aún se puede ver en los cuerpos de muchos vietnamitas.

¿Esto no es genocidio? ¿Por qué tantos miramientos por parte de Vidal Beneyto para calificar los hechos que vienen ocurriendo desde el año 2001 a cargo de Estados Unidos en el Oriente Medio diciendo que si se van de allí se “puede” consu­mar un genocidio que ya se ha producido? ¿No se da cuenta? ¿No le dejan publicar de otra manera? ¿El estilo “comprensivo” y conciliador con auténticos asesinos en se­rie, está por encima de todo sólo para poder publicar? ¿Hemos de esperar otros 40 años para calificarlo así?

A veces pienso si Internet no nos habrá sido enviado por Dios (de los monote­ístas), en ese su es­cribir recto con renglones torcidos, para decir no­so­tros lo que no pueden o no se atreven a conde­nar ni autores ni medios con la rotundidad que hechos tan graves exigen. La retórica, las medias tintas, y la literatura está reñida con la moral universal, con la moral ecuménica, con el bien común y con el sufrimiento de la humanidad.

01 diciembre 2006

La discrepancia y el estilo


Decíamos ayer que a tantos españoles arrogantes, los más sobresalientes por nada, les gusta discrepar, tienen siempre en la punta de la boca el "no estoy de acuerdo", el "no com­parto su tesis"... Y además, si se mira bien, ello es así en cuestiones la mayoría de los casos irrelevantes, aun­que sean teológicas o en último término controvertibles pero en las que caben opciones que no se contradicen porque a menudo puede ser complementarias. Pues cuando están en las antí­podas a nadie en su sano juicio se le ocurre insistir o porfiar (salvo en parlamentos y espacios televisivos que vi­ven de semejante estupidez, es decir del espectáculo bo­chornoso de un tozudo o una recalcitrante enfrentados a una persona ra­zonable) sabiendo de antemano que el otro no escucha afe­rrado a su idea que no suele ser suya pero sobre ella se sos­tiene casi todo su yo...

Aquí radica uno de los motivos por los que uno se siente vi­viendo en un país campeón de la discusión de la que no sale nunca nada en limpio. Nadie aprende nada después de ella porque todos se quedan en sus trece... De la discusión y de la contradicción aquí jamás sale luz alguna por mucho que se esgrima el tópico para persistir en la tontuna. En rea­lidad sólo se aprende de verdad a través de la observación y de la lec­tura atentas. Se aprende, porque sin cháchara por medio hay lugar a meditar...

Bien sea porque el dogmatismo y el absolutismo, como de­cía ayer, han hecho estragos irreparables que obstruyen ideas nuevas y frescas, bien porque se encuentra verdade­ramente placer directo en la discusión, el caso es que en este país se vive del juicio previo, del prejuicio, de las ideas de granito (de otros) solidificadas en las mentes sin some­terlas a examen.

En España no hay ideas, ni buenas ni ma­las. No hay ideas o, para no ser negativista, apenas las hay. Todas, casi todas son de imitación. Las auténticas que hay están en el éter de las habitaciones de los sesudos, y los que las tienen son anó­ni­mos, viven solitariamente y no suelen querer saber nada de lo que dicen otros sencilla­mente porque siempre es más de lo mismo. Los talentos son muy escasos y han de pensárselo mucho, antes de ex­ponerse a hacer fácilmente el ridículo.

No extraña en absoluto que en España no haya propia­mente Ciencia. Los cerebros se van, pues sometidos al ju­rado de la inteligencia colectiva o de pequeños grupos cho­can como las olas contra los rompientes. Tampoco sor­prende que no haya estadistas. Los que podrían serlo se abstienen, pues es de­masiado duro luchar con un mínimum de sosiego y de espe­ranza contra legiones de energúme­nos y pendencieros en unos casos, y en el mejor de otros contra puñados de listos con multitud de ideas, discutidores, que incordian pero no quieren asumir tampoco responsabili­dades. Lo que les gusta es oponerse. Estos son dos ejem­plos solamente. Pero po­dríamos seguir hasta encontrar las raíces de unos celtíberos tan indómitos como necios. Ya lo decía Unamuno: ¿De qué habláis para oponerme?

Se comprende que España esté dividida casi irreconcilia­blemente. Se mantendrá así hasta pasados siglos mientras no se instaure el Estado Federal y la República.

Las posturas de esos "sobresalientes" en cuestiones de todo tipo pero principalmente políticas, religiosas y sociales son in­compatibles como el agua y el aceite. Hasta letrados en Justi­cia por la universidad, como la ínclita Ana Botella, esposa del no menos ínclito Aznar, inspector de Hacienda, confunden la "justicia social" que se incorpora a la Ley de Dependencia, con la caridad y la beneficencia de que se vanagloria en su concejalía...

Mientras Alemania, por ejemplo, busca reforzar con refor­mas educativas su histórico saber en Ciencia y Humanida­des para recobrar el prestigio que tuvo antes de la nazisti­zación, con universidades concebidas bajo dos principios: el de dife­renciación y competitividad, en España todo el es­fuerzo hecho por el gobierno con muchas menos pretensio­nes es enervado por las exigencias y enredos de los obis­pos y sus seguidores políticos para mantener una ense­ñanza religiosa (católica y nacionalista, claro está) inexcu­sable en toda clase de Centros.

Pero aun dentro de los que profesan ideas políticas, so­cia­les, arreligiosas, morales o pedagógicas más homogé­neas y muy alejadas de las académicas y ortodoxas dicta­das por Dios sabe quién, tampoco hay mucho más entendi­miento. El "no comparto su teoría", el "no estoy de acuerdo" va siempre por delante de la reflexión que llevaría a com­prender que tanto lo que dice el interlocutor como lo que vamos a añadir como supuestamente opuesto a lo que dice el otro, son casi siempre del mismo material, y que con la suma de ambas orientaciones se puede llegar a posiciones intelectuales tan sólidas o más que ambas por separado.

Esto sucede constantemente en política, en Ciencia, en Me­dicina, en Derecho y en pedagogía. Métodos de todas clases que son ramas del mismo tronco que, en lugar de funcionar complementariamente luchan a brazo partido por prevalecer sobre los demás y si es posible para suprimirlos del mapa.

Sócrates, la lógica formal, el catolicismo fundamentalista y otros factores tienen mucha culpa de la falta de entendi­miento generalizado en un país en el fondo mucho más amante de la guerra que de la paz. (Sólo quienes tienen por objetivo el di­nero, como las bandas gansteriles, se unen y se comprenden bien. Por eso están tan unidos, como una piña).

El “sí pero...”, el “estoy de acuerdo pero...”, el “sus ideas son válidas, pero... también podemos añadir las mías” son fórmu­las que facilitan no sólo el diálogo, sino sobre todo la convi­vencia y la dialéctica política y la de todas clases. En la televi­sión, en el parlamento, en la familia y en la pareja. Pero muy rara vez las escuchamos. Y si es así, será extranjero.

España, tal como está políticamente configurada, no tiene remedio. Siempre seguirá siendo la antesala de las repúbli­cas bananeras donde el grueso de la población se santigua a to­das horas, mientras los caciques y señores de la dema­gogia deciden todo por ellos llenándose los bolsillos.

Disentir categóricamente es tan dogmático y odioso como afirmar categóricamente. Salvo en las proposiciones sobre hechos físicos -afirmar "esta es una rosa amarilla", por ejem­plo, aunque también el afirmante puede ser daltónico-, en todo lo demás -la abstracción- cabe cualquier cosa. Las con­clusiones de cada cual dependen de varios factores y no sólo del "yo pienso así". Una visión optimista o pesimista de la vida o del futuro depende más de cómo hayamos dormido la noche anterior, de si hace sol o está nublado, de si nos han dado una buena noticia o una mala, de si acabamos de hacer el amor a gusto o no lo hacemos desde hace un año o no lo hemos hecho nunca, o de que persista el rencor por un abuso cualquiera; más de todo eso que de la reflexión perso­nal.

Las ideas, las proposiciones filosóficas y ordinarias circu­lan así. Decimos esto y luego somos esclavos de lo di­cho res­pecto de quienes nos lo han escuchado. Todos es­tamos al acecho de la contradicción de los demás y poco de las nues­tras. Todos vigilamos nuestra aversión contra lo que sea y co­ntra quien sea, y nuestra predilección sobre lo que sea y so­bre quien sea y buscamos adeptos contra ellos o a favor de ellos. Hace muchos años pudimos habernos co­mido los san­tos, como vulgarmente se dice, y hoy somos los mayores enemigos de los santos. Pudimos haber mili­tado con entu­siasmo en un partido político o en un club, y hoy somos sus mayores enemigos.

Pero el caso es que lo que nos distingue por encima de to­das las cosas, después de la condición natu­ral, es el estilo personal. Jack Lang, mi­nistro de cultura francés, decía que la cultura es la vida. Yo creo que el estilo es la persona. Hay in­digentes señores y aristó­cratas patanes, hay ignorantes sa­bios y sabihondos igno­rantes. Hay escritores y músicos que venden mucho por mer­cado­tecnia pero abu­rren porque no expresan nada sustancioso destinado a quienes tampoco tie­nen sustancia (y abundan mucho más que los que tienen algo más en la mollera), y en cambio otros desconocidos, con su verbo certero o con su partitura, asombran en círculos re­duci­dos o quizá secretos. Aquí, en la Red, hay muchos y muchas.

Lo sé por experiencia, pues hace mucho que dejé de asistir a conferencias en las que no escuchaba más que tó­picos o adoctrinamientos bajo la capa de charlas retórica­mente bien construidas e incluso divertidas. En esto se pin­taba solo -lo recuerdo muy bien- la superestrella Fernando Savater. Pero ni mucho menos era, ni es, la única.
La cuestión es que el estilo personal, más que la "razón", que siempre habrá de ser parcial, que encierre su alegato si­gue siendo, a mi juicio, fundamental para exaltar a un disi­dente como para arrojarlo a los infiernos.

30 noviembre 2006

La discrepancia y el silencio

En este país los que más dicen amar la paz son los mis­mos que la hacen imposible. Disfrutan con la confrontación, con la discrepancia y con el permanente "no estoy de acuerdo". Po­dría­mos decir que casi todo lo referente a la vida pública –pero también la privada- descansa en esa sin­gular diver­sión. Como si fuera aburrido conciliar. Como si unos fueran ab­so­lutamente inteligentes y otros absolu­ta­mente tontos. No es posible ver de otra manera este asunto cuando las posi­ciones de las partes son siempre tan dispa­res aunque estén levan­tadas a menudo sobre el vacío o so­bre la nada. Pa­rece que sólo por la disidencia y por la pen­dencia las cosas pueden crecer hacia algo mejor. Como si por el mero hecho de vivir en democracia y de tener libertad de expresión fuese precep­tivo ejercerla y practicar la disen­sión.

En todo caso, una cosa es discrepar "razonablemente", y otra dis­crepar negando evidencias, inventando hechos, di­chos o circunstan­cias que no existieron, o discrepar por dis­crepar, es decir, hablar por hablar. Esto en la so­ciedad es­pañola es moneda de uso común. Se aburren las gentes en­rique­ciendo, implementando o matizando con las suyas y con sus puntos de vista, las verdades del oponente al que convier­ten automáticamente más que en antagonista, en ene­migo.

Este amor por la disensión proviene de diversas causas. Unas ve­ces es consecuencia simplemente del carác­ter per­sonal aunque el ca­rácter es a su vez en buena medida pro­ducto de la educa­ción y de la cuna. Otras ve­ces es fruto de la con­taminación mental: unos emponzoñan a otros. Otras depende del tipo de economía de base de cada cual, pues no es lo mismo tener las espaldas cubiertas dependiendo de un sueldo fijo y seguro aunque sea corto, que buscarse la vida un día tras otro o sólo pensar en medrar a base del “pelotazo”. Otras, de la clase de empleo, pues no es lo mismo des­empeñar una ocupación alienante asociada fre­cuente­mente en esta sociedad ultra­ca­pitalista al engaño o a la habilidad para se­ducir, que componer música, pintar o escribir aunque no se gane un duro... Otras veces, en fin, depende del estado de ánimo y del ángulo en que nos si­tuemos para observar una deter­minada realidad.

¿Por qué tanto regusto en la discrepancia y tan poco pla­cer por el pacto? Esto, la tozudez, la intransigencia, la into­lerancia ¿no será consecuencia del dogmatismo religioso y del ab­solutismo político que no acaban de erradicarse de la ca­beza y del alma de los habitantes de este país tan acos­tumbrado a ellos?

Envidio a esas sociedades nordeuropeas y orientales desde donde jamás nos llega el retumbar de tambo­res de guerra...

Disentimos, pues, a todas horas. Pero es curioso, en el fondo disenti­mos en lo trivial. Porque en los hechos gravísi­mos por los que últimamente atraviesa el mundo hay un acuerdo tácito en la vida pública amasado a base de... si­lencio. Ante lo monstruoso podría decirse que no hay disen­sión. Asun­tos como la invasión y ocupa­ción de Afganistán e Irak, la continuidad en la ocupación de am­bos países, el descargar toda su fuerza bruta Israel sobre palestinos y li­baneses, el sobredimensio­nar deliberada­mente el terro­rismo concreto pero al mismo tiempo de difuso origen para justifi­car acciones abyectas y de dominio so­bre el planeta son cuestiones en las que existe casi un acuerdo total entre to­dos los países occidentales que se ponen vil y servilmente a las órdenes de Estados Unidos pro­motor de todas las ab­yecciones, y de Israel, incumplidor además de todas las re­soluciones de la ONU.

Hoy Federico Mayor Zaragoza, nada menos que Presi­dente de la Fundación Cultura de Paz y copresidente del Grupo de Alto Nivel para la Alianza de Civilizaciones es­cribe un artículo magnífico en El País “Delito de silen­cio” acerca del “silencio” cómplice. Pero no sé si se da cuenta de que en él incurre o ha incurrido también él al no darnos ex­plica­ciones del por qué no ha publicado artículos como el de hoy cuando más necesario hubiera sido y más correspondía hacerlo.

A instituciones, a las universidades, a las academias, a la comuni­dad científica culpa del silencio cobarde. Con la clá­sica forma de expre­sarse de los que están muy atentos a re­lati­vizar las culpas concretas empleando la pri­mera per­sona del plural: “somos”, “tenemos”, “hemos de”, recorre el artículo, que termina con otro relativo: “El si­lencio puede ser delito”.

El autor dice literalmente: “Los patólogos -médicos, biólo­gos moleculares, sociales, et­cétera- saben bien que no sólo hay que aplicar el tratamiento adecuado, sino que hay que hacerlo antes de que el proceso que se trata de corregir haya alcanzado un punto de no retorno. Entonces, el mejor correc­tivo es to­talmente ineficaz.” Y sigue: “Sucede que an­damos (lo que decía del “somos”) distraídos, ocupados en exceso en cosas urgentes y secundarias, y preocupa­dos por noticias que, con frecuencia progresiva, proporcionan una vi­sión in­completa y altisonante, cuando no sesgada, de la realidad. El resultado neto es que somos receptores, es­pectadores pasi­vos, re­signados a ver "qué pasa", "qué hacen"...”

¿No repara Mayor Zaragoza o cree que no nos damos cuenta (o no puede expresarse de otro modo por las mis­mas razones que se “ha hecho el silencio” en materias gra­vísi­mas), de que la responsabilidad máxima de ese silencio está en los medios, en los periódi­cos, en los círculos de di­fusión de los hechos, de las ideas, de la infor­mación y de la opi­nión que merecen los hechos y las decisiones. ¿Nos va a decir Mayor Zaragoza que cuando se producen eventos re­prensibles para la sensibilidad co­mún no hay una caterva de articulistas, perio­distas, profeso­res de universidad, científi­cos que no envían sus es­critos a los periódicos y no irían a los medios a pro­nunciarse sin am­bages sobre las barbari­dades y mentiras que presencian y se están cometiendo cuando empie­zan, o cuando las continúan, y sin embargo no se los publi­can ni les admiten en los medios de difusión que tampoco crean espacios al efecto para tratar del asunto cuando tanto lo re­quiere?

Mayor Zaragoza se hace también cómplice de silencio por no acu­sar o señalar directamente a los medios, a los perió­di­cos, a la prensa, a las televisiones, a los grupos de pre­sión mediáticos del “de­lito de silencio”. Los princi­pales res­ponsa­bles son ellos. No sé si quienes pasan por ser las lumbreras de cada país en­viaron o no un artículo tipo “Yo acuso” a los periódicos cuando se producían los aconteci­mientos de las mentiras que lu­cían con relum­brón como ta­les desde el prin­cipio. Me refiero a cuando Estados Unidos so­metía a la ONU a su capricho, cuando la desproporción de lo sucedido en Manhattan y la respuesta de los bombar­deos sistemáti­cos y luego las masacres en Afganistán e Irak se estaban produ­ciendo. No sé si catedráticos, profesores de Instituto, perio­distas valientes dijeron o estaban dis­puestos a decir lo que no tuvo ningún eco. Pero seguro que lo hicie­ron muchos. Sin em­bargo es seguro también que las redac­ciones y las agen­cias tiraban, uno tras otro a la pape­lera to­dos los escritos de protesta y de acusación que reci­bieron. De poco sirve que gri­te­mos por megafonía ¡esto una infa­mia, lo que van a hacer es una barbaridad, un disparate, ¡Alto ahí! si el aparato de me­gafonía no está enchufado a la corriente o simplemente al­guien se encarga de que no fun­cione.

Esta es la cuestión. Mayor Zara­goza debiera decirlo. El, mejor que nadie, ya que ha sentido la obligación de denun­ciar la pasividad pre­sunta de las ins­tituciones etc. es quien, para no incurrir en el delito de silen­cio de que acusa a todos esos “culpables”, de que “nos” acusa con ese modo eva­nescente de protestar contra el silencio, se une a la legión de los culpables de silencio. El es quien debiera hacer un llamamiento a la prensa para que cuando se producen hechos a todas luces ominosos y prefabricados estampen en las portadas de los periódicos y en la apertura de los in­formativos radiofónicos y tele­visivos el anatema, la condena y el desenmascaramiento de los im­postores, de los mentiro­sos, y a continuación criminales. En todos aquellos aconte­cimientos criminógenos no había el menor atisbo de sospe­cha de que era una atrocidad arrasar Afganistán e Irak por el hecho de que se hubie­ran derribado unas Torres en la metrópoli. Ahora, estoy seguro, le publi­can esto cuando, después de cinco años de los hechos ig­no­mi­niosos habrá enviado de­cenas de artículos parecidos y sin em­bargo no se los ha publicado ningún periódico del mundo; cómpli­ces to­dos ellos de ese atroz silencio del que trata hoy Mayor Zara­goza en términos precisos.

Cuando Beccaria trató del horrendo sistema penitenciario que regía en Italia y él era profesor de la universidad de Mi­lán tuvo que escribir en términos crípticos su magna obra Dei delitti e delle pene, “De los delitos y las pe­nas”. Se “mojó”. La iglesia católica introdujo la obra (publi­cada anó­nimamente) entre los libros prohibidos, pero esto no impidió su difusión en toda Europa.

Habría que haber difundido con toda la proyección ideoló­gica posible algo pa­recido en relación a las tortuosidades, infamias y crímenes del imperio, ya que no los gobernantes no se opusieron a Es­tados Unidos por alianza, por cortedad, por debili­dad, por miedo o por estupidez...
Pero esto de venir ahora a poner el grito en el cielo con ese “somos”, “nos callamos”, etc. sin señalar a los medios ni decir expresa­mente que los medios no han publicado escri­tos suyos que a buen seguro envió, es otro modo más de hacerse cómplice con el silencio y de la complicidad con el silencio de la que el autor se despacha a gusto incitando genéricamente a instituciones, catedráticos, etc. a que sean ellos los que se desgañiten aunque los medios, los verdade­ros dueños de la democracia, no les hagan maldito el caso.

27 noviembre 2006

Afecto, mejor que amor


La humanidad se ha pasado la historia escribiendo biblio­tecas enteras acerca del amor. ¿Quién se atreverá a añadir una coma sobre el amor con una mínima solvencia y sin riesgo de hacer el ridículo? Quedamos en que el afecto es “sólo” plácido y sereno, mientras que el amor llega a cual­quier desmesura.

Sin embargo creo que todavía hay algo más que decir: y es que palabra tan grandiosa y excelsa, como el amor, tam­poco puede sustraerse al peligro de la manipulación.
Es propio de un espíritu noble sentir afecto por todos los hombres y mujeres que lo merecen. Pero nadie, espiritual­mente, merece ser amado.

Tal como lo entendimos hasta ayer, el amor sin adjetivos ni preposición penetra en la cultura grecolatina a través de la religión cristiana. Ella es su vector principal. Pero además de grandioso, el concepto es tam­bién equívoco. Requiere a su vez ordinariamente matices para ser en­tendido. Pues lo mismo vale para expresar un sentimiento abstracto hacia una abstracción -Dios- como para proponer un coito.

El cristianismo, en Occidente es en efecto el primer pro­motor del amor. Por eso se habla implícita o explícitamente de amor cristiano, no laico, no genital. Pero le imprime tal grado de evanescencia, que se hace confuso. El catolicismo ha abusado de su noción hasta hacerlo irreconocible. Pues confuso y contradictorio es predicarlo y responder sus mis­mos predicadores con odio y castigo a quienes no les escu­chaban. Lo mismo que hoy quienes más hablan y más exi­gen ruidosamente la paz, más la conturban.

En una primera fase pudiera justificarse la carga de renun­ciación que lleva consigo; lo mismo que aconsejar poner la otra mejilla para sobrepasar a la Ley del Talión y ven­cer la ten­tación de matar al hermano, como hizo Caín. Pero con el paso del tiempo ha hecho mucho más daño ese amor que si el cristianismo hubiera difundido con el mismo empeño el "afecto": menos pretencioso, menos ampu­loso, menos apa­ratoso... más natural en fin.

Empezamos por que, como antes decía, el amor enten­dido en sentido cristiano implica renuncia, que antes se lla­maba abnegación. Pero la renunciación es una actitud co­ntra natura, y, como todo lo que va contra natura, es decir contra el instinto más elemental, acaba mal. No es, ni era, preciso educar en el amor perdonando a quienes nos ofen­den, nos maltratan y abusan de nosotros. No hay ser humano, a menos que haya sido anulada su volun­tad con pócimas o torturas, que acepte de buen grado el amor como renuncia. Esto sólo cabe en la mater­nidad.

Todo eso ha retrasado y complicado la plena comprensión de otra palabra tan excelsa como la de él: la palabra justi­cia.

Ese amor del que hablamos parece no exigir nada, pero lo exige. Pues aquél que ama repudia la ingratitud. Hacer el amor puede significar tanto dedicarse a hacer el bien en una colonia de leprosos, como acostarse con el concubino.

Amar, digámoslo ya, comporta siempre reciprocidad. No es natural desligarlo de la equidad. Es cierto que entre dos se­res humanos puede no haber la misma capacidad de ge­ne­rosidad. Pero las concesiones a las diferencias corren de cuenta del más inteligente o más fuerte de los dos. Sim­ple­mente eso.

Amar implica respuesta, exige respuesta, demanda res­puesta al menos en la proporción o dosis razonable al amor dado.

El afecto en cambio no pide ni exige. Puede prescindir perfectamente de la reciprocidad. Puede dedicarse a otra persona en cada actitud por separado. Y si llegado el caso la persona agraciada por nuestro afecto deja de merecerlo y se lo retiramos, ninguno de los dos padecemos por ello.

El afecto no implica pasión, sino serenidad; no incluye exi­gencia ni justicia ni precio. Es el sentimiento que más abarca y es el más cercano de la concordia y de la paz. Es, además, común en sus rasgos a todas las culturas, y es por eso tan universal como el entendimiento mutuo que implica por encima de todo voluntad. Como el respeto, se da o se desea, pero no se exige ni se impone.

La ternura es el afecto dispensado a quien suponemos más débil que nosotros. Hoy hablar de amor ha quedado reducido a que nos ponga el o la amante un piso a nuestro nombre.

Amor, ternura, afecto, cariño, dilección son sentimientos. Pero si hice un llamamiento a promover el afecto es porque, prescindiendo de la ternura que suele ser ocasional, pres­cindiendo del cariño que es sinónimo de afecto, y prescin­diendo de la dilección, que es una preferencia circunstan­cial, el afecto es duradero, quizá eterno, no se compra ni se vende. No se expresa, no se confiesa, no se proclama, no se explota. Y, desde luego, es incompatible con poner la otra mejilla...

De aquí por todo ello la superioridad moral, psicológica, emocional y total del afecto sobre al amor. Creo que hay que dejar ya la exclusiva de la palabra "amor" sólo para la coyunda, y trasladar el sentido que antes tenía a esas otras casi en desuso: afecto, cariño y ternura.

El afecto


Una palabra que está cayendo en desuso... Sin embargo es más importante que el amor y está, terapéutica y moral­mente, muy por encima de la pa­sión. Es sereno y tan dura­dero que puede ser vitalicio.

En las grandes ciudades y en los pueblos ávidos de pros­peridad material, el sentido y noción del afecto se van difumi­nando. Poco a poco se va debilitando la expresión en tertulias, conversaciones y reflexiones.

Todo lo que antes encerraba un delicado sentimiento mezcla de íntimas pulsiones emotivas, va derivando rápi­damente hacia la sensación y la sacudida momentánea difí­cil de localizar pero más cerca de la genitalidad que de nin­guna otra parte del organismo.

No se aloja ya el afecto en el alma porque hay dudas ra­zonables de que el alma exista. No reside en la mente por­que la mente está estragada de muchas cosas y apenas cabe en ella ya el silencio. No está en el espíritu porque tampoco hay certeza de que el espíritu no tenga mucho más que ver con el ansia de cualquier cosa que con el afán y la ilusión. La ilusión ya no es motriz, porque también la ilusión se des­vanece temprano y su lugar lo está a su vez ocu­pando el embate prosaico del desengaño.

¿Quién puede hacer poesía mientras la pobreza, la muerte, la tortura y la mentira se han adueñado del mundo? ¿Quién puede aventurarse a hacer casi el ridículo con el di­tirambo mientras tanta gente influyente está intere­sada en seducirnos perversamente con dramas y tragedias, una tras otra, sin pausa ni compasión hacia nosotros, menospre­ciando y callando en cambio la cada vez más ausente be­lleza al natural?

Sólo enajenándonos voluntariamente; sólo alejándonos de las urbes, del trajín, de la confrontación, rechazando expre­samente las ocasiones de enfrentarnos a la fealdad del arti­ficio y del preparado a la carta, ausente la naturalidad en todo; sólo convirtiéndonos en anacoretas o en locos clíni­camente correctos podremos huir del estruendo, de la neu­rastenia, de la com­petición despia­dada, de la hosquedad para ir al encuentro del afecto. Sólo así podremos disfrutarlo aunque lo depositemos en un po­bre de espíritu o en un oso de peluche. Pues el afecto es tan inexcusable, como el oxí­geno y la luz para la vida.

Busquémoslo. Mejor aún: propaguémoslo. Y si es preciso, reinventémoslo. Como la auténtica amistad, suplida en la postactualidad por el amiguismo, vale más que el mayor te­soro.

El sentido común

El problema de la comunicación en asuntos graves entre personas y países no es no emplear el mismo idioma o te­ner que recurrir a uno acordado. El problema está en la dife­rencia de sensibilidad cuando uno de los interlocutores re­baja el ni­vel del sentido común hasta extremos aberrantes.

De todo lo que se globaliza lo único que valdría la pena uni­versalizarse, unificarse, es justamente el sentido común. Y ya que el poder político y el militar campan a menudo por sus res­petos desvinculados del parecer de las grandes ma­yorías, se­ría deseable que al menos las claves para enten­der las co­sas más importantes fueran compartidas plenamente entre el pue­blo y el periodismo, con­vencional mediador, éste, entre el po­der y la sociedad. Y sin embargo, es precisamente del sentido co­mún de lo que a menudo el periodismo hace asti­llas con su lenguaje más cer­cano a lo político que al del humano medio y normal que antes se llamaba "hombre de la calle".

Por ejemplo, es de sentido común que habiendo una bre­cha entre los pueblos ricos del planeta y los pobres que cada vez se ensancha más, una gran mayoría de la pobla­ción de los países pobres, que no tienen nada que perder, estará dis­puesta a perder la vida y se convertirá en terrorista potencial, suicida o no. ¡Cómo no van a ir somalíes, etíopes o senega­leses, por ejemplo, a nutrir las filas de los comba­tientes pa­lestinos frente a Israel, de lo que se da noticia hoy! Y más, que en este sentido iremos viendo...

Esto es una muestra solamente de lo que dicta el sentido común. Pero hay cosas gravísimas que vienen sucediendo puntuales en el mundo, que no provienen de la ausencia im­posible de coordinación en un sistema económico pre­sunta­mente no diri­gido y libre. Hay cosas como invasiones y ocu­paciones e injerencias de Estados Unidos a través de crimi­nales necios que, por sentido común, debieran obligar mucho más a la prensa mundial a no posicionarse al lado de los bár­baros aunque sólo sea porque se alejan de la sensi­bilidad de la inmensa mayoría de los pueblos y del sen­tido común, que es lo que me trae a este análisis.

Y es que salta a la vista, el periodismo dominante se alía en aspectos neurálgicos al poder fáctico, al económico y al po­der político más fornido, en lugar de hacer de puente en­tre aquéllos y el pueblo. Fomenta con su lenguaje anodino o ti­bio, cuando no con su vergonzante silencio, el oscuran­tismo y la comisión de actos contra la Humanidad; actos como las dos ocupaciones armadas de sendos países asiá­ticos a ma­nos norteamericanas basadas en una probada y comprobada sarta de mentiras y maniobras. Esto no es algo que pueda disculparse por la sorpresa, por haber sido so­brepasado la capacidad de aprehensión de la realidad por parte del perio­dismo en cuestión. Esto, como la renovación de la elección del presidente a caro del sufraguista yanqui, es algo que viene echando sobre éstos, sobre aquél y su pandilla toda la inmundicia que quepa imaginar. Y el perio­dismo al uso, tra­tando el asunto como un avatar más, cuando no lo aprue­ban medios norteamericanos y euro­peos.

A lo largo de la historia, religiones y especialistas de toda clase han asumido la tarea que nadie les pidió de decirnos qué es y cómo debemos entender los conceptos más sim­ples. Eso es oscurantismo. Antes eran las sotanas, desde los púlpitos en los países de tradición católica. Hoy, los tele­predi­cadores en países cristianos no católicos, y en todos, los li­cenciados de la prensa, televisión y radio son los en­cargados de ensayarlo. Hoy el pe­riodismo envuelve realida­des trágicas de causas insosteni­bles para el sentido común, en sinapis­mos y fomentos de análisis que en cualquier otra situación protagonizada por cualquier otro país que no sea el imperio no se sostendría en pie ni un solo instante.

Y es que, efectivamente, el pueblo ha pasado su vida e historia no sólo padeciendo a tiranos, a dictadores, sátrapas y caudillos. También a prebostes y acólitos de las reli­giones monoteístas en todas las épocas. Siempre tratado por sus opresores con un doble rasero. Según fuesen los individuos adictos, devotos o sumisos del déspota de turno, o esclavos y rebeldes, así sería, y es, su destino. Las leyes nunca han im­portado gran cosa. El pueblo se ha pasado la historia so­por­tando el doble lenguaje, la trampa que va unida a las le­yes y la doble mora: la de los se­ñores por un lado, y la de los es­clavos por otro, en la ter­minología nietzscheana.

Jamás se dejó de oir hablar de justicia, de bien y de mal, de derechos y deberes, en la calle y en los parlamentos. Las le­yes no han empleado nunca otro lenguaje. Pero el len­guaje, vehículo de las ideas, apli­cado a lo político, siempre es el mismo: los mismos concep­tos, los mismos significan­tes y los mismos valores, todo de pura convención, aunque ésta no exista en realidad entre "los que obran" y "los que piensan". Lo que varía inde­fectiblemente es el modo de in­terpretarlos, las claves em­pleadas, quién sea el llamado a decirnos qué es esto o cómo debemos entender lo otro acerca de palabras muy llanas: Dios, Justicia, Libertad, Amor, Felicidad, Fideli­dad, Respeto, Igualdad...

Nada ha cambiado. Antes, en los sistemas despóticos que han durado hasta ayer, el sentido común estaba entre­verado en la multitud silenciosa. Reyes, aristocracia y go­bernantes tenían y tienen su propia nomenclatura. Plebe, súbditos o go­bernados, la suya, su lenguaje fundado, y además dignificado en el “sentido común”.

Pues bien, cuando el mundo llamado "libre" presume de serlo en "modelos sociopolíticos" que unos canallas tratan de exportar de manera imposible a bombazos a otros países sa­biendo que nunca será tolerado, todo lo dicho por la prensa mundial no se corresponde a penas con el sentido común popular. Sigue éste extraviado entre la hojarasca y el estré­pito de quienes ni somos gobernantes, ni políticos, ni diplo­máticos, ni perio­distas. Sí, el sentido común entre pe­riodistas sigue sin ser el nuestro. Ellos explican o justifican su profe­sión, su razón de ser en estas sociedades por de­cirse porta­voces del pueblo, de lo que quiere el pueblo, de lo que piensa el pueblo, de lo que entiende el pueblo, depo­sitario lógico y "natural" del sentido común. Pero no le escu­chan: lo apa­cientan.

No nos engañemos, y que no se obstinen en engañarnos. Los profesionales que predominan -aunque haya natural­mente de todo-, siguen en conjunto las reglas del juego de los "otros", de los que dominan en lo político y en lo econó­mico, bien en la sociedad doméstica, bien en la sociedad mundial. Uniéndose a ellos y a sus entendederas (prescin­diendo de que puedan tener o no los mismos intereses, que de todo hay), interpretan los graves sucesos del presente en la direc­ción desdramatizada, despojada del dolor infinito que al sen­tido y sentimiento común causan al mundo hechos que no ofrecen dudas morales (de moral kantiana universal, de moral cristiana y ecuménica), ni de sensibilidad también común. Ellos son quienes las suscitan con su tibio o anodino meta­lenguaje. Bueno, no lo llamemos metalen­guaje, diga­mos que es un lenguaje ordinario manejado con sentido común. Pero al no expresarlo en los términos con­denatorios que ese mismo sentido exige ante hechos graví­simos, y al meterse en cambio dia tras día, año tras año en los entresi­jos y volutas del lenguaje diplomático y político sin expre­sarse nunca en términos inequívocamente condenato­rios aunque sean políti­cos, y sin tampoco dar tribuna a arti­culis­tas que en el mo­mento oportuno lo harían, su benevo­lencia y guiños les hace cómplices de los carniceros.

Los periodistas insensibilizan y aneste­sian al mundo pre­sentándole hechos atroces como propios de la Política o del Error. Llaman irregularidad o error a lo que son flagrantes de­litos contra la integridad masiva de las personas en el len­guaje común y punitivo, y delitos de lesa humanidad. Siguen el sendero de las circunvoluciones de esos errores y de los que yerran, como si éstos padecieran simplemente estrabis­mos o trastornos ocasionales de apre­ciación mien­tras otros seres humanos por insignificancias al lado de lo que aquéllos cometieron han sido arrojados a mazmorras o enterrados en este mundillo de simulada li­bertad para to­dos...

Miren vds., si esto no fuese así, no estaríamos empanta­na­dos donde estamos en relación al "asunto-trasunto ameri­cano". Está harto el planeta de saber que lo que hizo Bush y su camarilla en Afganistán e Irak son dos atrocidades y que no pueden llamarse de otro modo. Está harto de saber que, para colmo, todo nació de una colosal mentira troceada en mil. Está harto el pueblo, que se ha pasado prácticamente la historia en silencio sin poder aducir su sentido común por­que en tiempos de injusticia (que son los que vivimos eter­na­mente) es grave tener razón, como decía Quevedo; está harto, digo, de este contubernio entre políticos, militares, po­deres económicos y periodismo.

No sólo ya los políticos "normales", con una epidermis y quizá unos genes especiales asisten impasibles a las an­dan­zas atroces de tipos de condición criminal y ladrona que si­guen apoltronados en casas blancas y congresos; es que los periodistas del mundo les siguen a éstos el juego y dan todos los días una de cal y otra de arena sobre hechos que el sen­tido común de todos los pueblos del planeta que quie­ren vivir en paz, exige imperiosamente otra cosa, otras acti­tudes apro­piadas a sus vilezas, maniobras y monstruosida­des.

Y se lo exige, pues se supone que los periodistas también "normales", no tienen la condición criminógena de aquéllos. Y espera de ellos una de estas dos respuestas: o que les den literalmente la espalda sin mentar a esos infames para nada (el silencio es un castigo) en sus soportes, o que se alíe el benéfico periodismo mundial contra ellos sin atender las cla­ves de su lenguaje, que es lo que les conviene. Pi­diendo, eso sí, como demanda el común sentido, su cabeza o la reclusión perpetua de los responsables.

De seguir como hasta ahora, el periodismo se mantendrá muy alejado del sentido común del pueblo. Tan alejado, que al mundo no se le irá de la cabeza la impresión de que a pe­sar de sus razonamientos sofisticados o precisamente por ellos, el periodismo visible se posiciona al lado de los des­co­munales mentirosos, ladrones y genocidas.

Déjese el periodismo de una vez de colaborar con gentes que por la millonésima parte de lo que han cometido esos depravados revestidos de solemnidad, muchos están de por vida en la cárcel o han sido o van a ser ejecutados. Titule cada día con letras gruesas lo que el pueblo (al menos el pueblo no estadounidense) piensa, siente y desea para esa canalla.

Mientras no lo hagan así los articulistas y politólogos de toda laya, no dejaremos de ver en ellos y en el periodismo (ese periodismo que dijo vino a salvarnos de las mordazas de los opresores y déspotas) a los cómplices que han exis­tido siempre al lado de los que ordenan y mandan sobre nuestras vidas. Antes solía ser un solo personaje. Hoy son muchos, solapados cobardemente unos en otros.

Mientras no lo comprenda así el periodismo de actualidad, el mundo seguirá habitado, como siempre, por miserables que deciden su destino gracias a la caja de resonan­cia que supone aquél, por una parte, y mayorías hoy no tan silen­cio­sas que vociferan más allá y fuera de las urnas aunque sólo sea porque existe la Internet, sin que políticos ni perio­distas les hagan maldito caso. Que no hacen caso ni esas inmensas mayorías que dan la espalda al sistema y por eso no votan... ni al sentido común.

Globalizar el sentido común es afanarse en hacer anatema de los culpables, propalar cada día que debe castigarse de una vez a los criminales yanquis que andan sueltos y ibres pero reclamados por la justicia del pueblo, por los jurados po­pulares y por el sentido común del globo. Culpables, que en­cima se pavonean de sus barbaridades y se ríen en las bar­bas del mundo impunemente.

El pueblo ha dejado de ser un convidado de piedra y no puede ser ya interpretada su voluntad sólo a través de las ur­nas, pues por lo menos la mitad no se ha dejado em­baucar y sabe bien que todos los que se someten a vo­tación o elec­ción, periodistas incluidos, son de no muy dife­rente ca­laña.

Cuando me pongo ante de un artículo sobre el "hecho ame­ricano" y lo acabo, me pongo de los nervios. Pues nunca, in­genuamente, espero el consabido argu­mentario repleto de ideas que al final, como mucho, han tratado a esos culpables como equivocados o irresponsa­bles en el sentido político. Lo que espero en virtud de ese sentido co­mún tal como todos lo entendemos, es que se diga en ese artículo, en ese titular, en esa columna lo que jamás leo: "hay que detener y someter al enjuiciamiento de un tribunal mundial a esos grandes crimi­nales enmascara­dos, emboza­dos tras el vilipendiado arte de la Politica".

¿Nos hemos topado con algún artículo de fondo o de edi­to­rial así, o parecido, en la prensa dominante? No. Pues enton­ces una de dos, o el pueblo sigue siendo un oligofréni­col o ellos, los periodistas que controlan el pensa­miento global, son unos indecentes impostores; como lo fue­ron in­quisiciones, torquemadas y tantos evangelizadores...

La historia del futuro se encargará de de­mostrarlo. Así es que o el periodismo retorna a lo que justi­ficó su razón de ser: un contrapoder expresión del pueblo y del sentido común, o la mitad de los pueblos del mundo, que co­incide con la mitad de los que en la mayoría de países "li­bres" no aparece nunca por las urnas, le ignorará. Y segui­rán las sociedades sólo en manos de listos aunque sean al mismo tiempo débiles men­tales. Fíjense lo que dice el dao­ísmo, una filosofía ar­caica a la que tengo en cuenta a me­nudo: el agua es más fuerte que la piedra. Por aquí, con pe­riodismo o sin él, debe el pueblo ca­minar. Y sólo por ahí po­drá acabar ven­ciendo.

23 noviembre 2006

Democracia y democracias


I
18 Noviembre 2006

Por mucho que los cerebros y thinks tanks de las so­cieda­des fundadas en ese método de gobernación nos ase­guren que existe separación de poderes y el pueblo gobierna, no hay que confundir la democracia original con malas imita­ciones.

Territorios habitados por millones o cientos de millones de seres humanos no pueden regirse como las ciudades-es­tado de la antigua Grecia donde nació la democracia, que no pasaban de los 25.000 habitantes. Por eso países no tan pequeños pero de población reducida en comparación con los demás, como Suiza, pueden ajustarse al patrón demo­crático casi puro. Pero donde habitan millones de individuos es imposible la democracia real. Ni siquiera la representa­tiva lo es en puridad. Afirmar que, porque el ciudadano muestre su preferencia por individuos o listas cerradas a través del voto funcionan los países como una democracia y por eso es el pueblo quien gobierna, no deja de ser una conveniencia de los acomodados. La democracia, aun és­tas, las representativas, tiene tal grado de impureza, que todo parecido con ella es mera coincidencia.

En las occidentales no gobierna el pueblo, o el último que gobierna es el pueblo. Pero tampoco el poder ejecutivo, ni el legislativo, ni el judicial aunque cada uno se lleve una parte alícuota de influencia y potestad. Go­bierna el poder econó­mico-financiero, con mucha más fuerza que los institucio­nales con los que además están mezclados. Y ello es así en la medida que éstos se supedi­tan, se someten, se rinden a lo económico en cada asunto de envergadura. No existen argumentos que no pasen por el costo. La biosfera de­manda imperiosamente drásticos cambios para que siga siendo habitable y para que las si­guientes generaciones no lleguen a una atmósfera respira­ble. Sin embargo, los cam­bios que puedan introducirse no pasan de ser testimoniales de una mediocre voluntad a re­gañadientes por parte de los que de lejos vigilan...

Ahora, en una región española, un solo juez intenta meter en vereda a un millar de delincuentes. Que no haya más jueces dispuestos a seguir este camino no quiere decir que no sean decenas de miles los estafadores repartidos por toda la península. Pero hay que tener alma de héroe para perseguirlos casi a solas como hace ese valiente veedor. Y esa alma, la de héroe, está en extinción. Pues bien, hubo que esperar quince años a que este juez bendito apareciera. Esto en cuanto a España se refiere y en un ejemplo al vuelo. Pero ¡qué decir de la democracia estadounidense cuyo malhadado profeta del mercado libre, Milton Friedman, acaba de morir!

Que la política es una superestructura cambiante de lo económico lo sabemos desde Carlos Marx. Pero si enton­ces era así cuando el industrialismo no había hecho más que empezar ¿qué podremos decir cuando el postinduistria­lismo se ha adueñado del planeta y lo está arrasando?

La cuestión en todo caso empieza por la libertad que vende la democracia liberal. (Conviene no obstante no con­fundir los valores democráticos con los valores republica­nos, tema aparte y que sitúa a la propia Francia mucho más cerca del ideal democrático que el resto de los países y por eso es el adversario natural del imperio)

Empieza el asunto invocando libertad, pero arranca desde un presupuesto falso, cual es que disfrutan de la misma autonomía y de las mismas libertades formales tanto el rico como el pobre, el blindado como el que pasa su vida en el paro o mendigando trabajo, el que posee una vivienda amortizada como el que no la tiene ni tendrá jamás.

Sea como fuere, ¿hay quien, a menos que esté loco, que no ame la libertad y no vea en la democracia la mejor y más razonable manera de organizarse una sociedad, de verte­brarse, de dar solución a los problemas que plantea la con­vivencia? Indudablemente no. No puede haber nadie que en su sano juicio afirme y desee lo contrario; que prefiera el yugo, la opresión, el dominio de otro u otros sobre él.

Pero el problema que se plantea el ciudadano medio no es si las democracias examinadas a fondo y no sólo en super­ficie son o no preferibles o son o no más excelentes que otros sistemas posibles. El problema está en que aunque funcionan como la suprema panacea de la sociedad civili­zada, rara es la que lo es; rara es la que en la práctica no es una fórmula política de dominio de una parte de la pobla­ción sobre el resto. Rara es la que en ella es verdadera­mente el pueblo quien gobierna, y rara también la que no está levan­tada sobre el fraude colosal que cometen los do­minadores y lo propician por aquello de "a río revuelto...".

En todo caso ¿cómo medir y determinar el grado de aceptación de la democracia -la liberal y burguesa- en cada país? La sospecha, que nunca se disipa, es que en ella son la burguesía y las clases adineradas quienes realmente de­ciden, por un lado, y los poderes económicos en la sombra o a la luz los que lo inclinan todo a su favor. Pero de ningún modo no es el pueblo que es a quien correspondería decidir. El propio sistema electoral está viciado. Todos los meca­nismos y cautelas, incluida la ley D'Dont, van dirigidos a asegurarse amplios colectivos muy concretos su dominio y predominio.

Hay estudios sociológicos, rankings, índices sobre la co­rrupción, la calidad y el grado de aceptación de la democra­cia. Principalmente sobre América Latina. Pero ningún indi­cador apunta en ellos a un grado de satisfacción que llegue siquiera al 50%. Y en las viejas democracias europeas, como en la estadounidense, apenas se supera ese porcen­taje si a juzgar por la participación en el asunto del voto. Si acaso en los países pequeños donde la población interviene directamente casi en todo y por delegación en lo que se abarca fácilmente, la democracia puede funcionar de modo aceptable. Pero en los países con grandes extensiones te­rritoriales, llamar a democracia a la gobernanza, es un sar­casmo y un insulto a la inteligencia.

Porque en cualquier caso, aunque los sustentadores del modelo puedan decir que existe la igualdad de oportunida­des para todos los que habitan la colmena, lo cierto es que raro es el individuo que no busca los privilegios de la reina del enjambre, y por otro lado nunca llegará muy lejos quien sale en el pool de la carrera desde atrás. Por eso, en con­junto, las democracias liberales de todos los países sugie­ren mucho más que otra cosa el modelo para la dominación social de unos sectores sobre otros; en modo alguno el trato paritario. Ni el socialismo democrático consigue si­quiera ni­veles de satisfacción general que justifiquen el manteni­miento del sistema. Siempre la fuerza que desplie­gan los sectores favorecidos, que se protegen entre sí y atraen a los crédulos confiados en alcanzar las cotas de los que domi­nan, es muy superior a la voluntariosa de los que piensan la sociedad como un todo y no como la suma de in­dividuos que al final acaban tratados como objetos de co­mercio.

II
20 Noviembre 2006

La democracia no se implanta por ley. La ley sólo es el material, el barro. Y de él, como Dios -para los creacionis­tas- creó al hombre, la sociedad es la que le da vida. A partir de entonces su vitalidad no depende tanto de que la ley se esté aplicando a menudo coactivamente unas veces y re­presoramente otras, como de la colaboración de todos, y principalmente de los que tienen más influencia en el des­envolvimiento de la sociedad.

Por eso las desigualdades son su gran enemiga. No puede imaginarse colaboración alguna por parte de quienes son maltratados por la injusticia de partida y por el menos­precio de quienes interpretan y aplican las leyes, mientras legiones extraen ventajas aprovechando en su favor la li­bertad que se supone emana de la democracia; y ello a me­nudo con la condescendencia de quienes detentan el poder policiaco, judicial, político, económico e institucional. Eso cuando no son éstos los que se prevalen de su poder...

Las constituciones introducen normas que propician dere­chos y libertades que antes no existían. Por eso la demo­cracia es sobre todo una convención. Pero la volonté gene­ral debe plasmarse en el convencimiento, no en la simula­ción que la convierte en oligarquía con sus correspondientes oligopolios. Si los políticos recurren constantemente a las sentencias judiciales para impugnar lo que no les gusta de las acciones de gobierno; si los que gobiernan se parapetan en su mayoría absoluta despreciando el sentir de la mayoría ciudadana; si los oportunistas se aprovechan de sus cargos y posición privilegiada corrompiendo la función pública y a todos cuanto les rodean mientras policías, fiscalías y judi­catura miran a otra parte, esa democracia es un instrumento en manos de oligarquías -siempre lo más odioso-, un mé­todo más perverso que una dictadura donde al menos los ciudadanos reducidos a súbditos saben lo que se juegan con la represión dictatorial. Pues tan malo o peor que care­cer de libertades formales es creer que en el envoltorio de la democracia se dispone de ellas, pero sintiéndola al mismo tiempo constantemente amenazada por quienes las se­cuestran.

A posteriori, una vez entronizada, la democracia es una convención entre administradores institucionales y pue­blo: políticos al servicio del bien común y no de su facción, vi­gías -más que policías- observando que se respeten las ins­tituciones, jueces preocupados -más que encargados- de que todos los ciudadanos sean tratados por igual, que no se privilegie a los administrados por su rango social o econó­mico; alcaldes y ediles -no caciques- que no hagan sentir a los vecinos el peso muerto de la discriminación y del capri­cho. Y luego, la voluntad en todos de corregir las desigual­dades naturales no propiciando el privilegio que ha sido la bestia negra de la Historia. Este sería el marco y el lienzo de una democracia respetable y digna de ser deseada...

Sin embargo, las democracias liberales en absoluto fun­cionan así en general. Las que se guían realmente por esos parámetros, podrían ser perfectamente anarquías en su más noble acepción del significado. Como son las nórdicas. Todo lo contrario: alejan los línderos de la libertad cuando tienen los administradores ante sí a la clase adinerada y po­derosa, y los estrechan cuando juzgan a los ciudadanos del montón que hacen mayoría. Los medios, escuderos de la li­bertad que reclaman para sí y para cumplir su deber de in­formación, faltan a la ecuanimidad posicionándose sin pudor a favor de una opción ideológica o de una facción política. Con lo que abren brechas en el concepto de bien común y tensan las tesis políticas contrapuestas. No se ama la paz. Sólo parecer haber recreo en la fricción, en la pendencia y en la confrontación gratuita de todo tipo.

Los alumnos, entre las clases ricas, "pueden" ya más que los profesores; los policías -militarizando cada vez más sus atavios- conminan progresivamente al ciudadano que hace frente a sus abusos; los alcaldes, menosprecian las dema­n­das de los vecinos que no les eligieron. Y los abusos fla­grantes tanto en materia tributaria como urbanística, por ejemplo en España, no cesan hasta que llega un juez va­liente, que a veces nunca aparece, para poner al descu­bierto las vergüenzas mafiosas de tanto munícipe de du­dosa catadura...

En España, son fatales los excesos que se están come­tiendo con los "rebeldes" vascos tratados por jueces y go­bernantes como habitantes de una colonia indómita. En los casos de corrupción y otros delitos de "alto standing", des­pués de las aparatosas detenciones los encarcelados son fácilmente excarcelados a cambio de fianzas depositadas con los dineros del expolio que precisamente habrán de ser juz­gados: otra pantomima.

Aún así hay diferencias entre las democracias. Y diferen­cias escandalosas. Desde luego España y Estados Unidos, por ejemplo, están a años luz en calidad de democrática, en su demérito, de la francesa, a pesar de la llamada "corrup­ción blanca" como llama Vidal-Beneyto a la ola de corrup­ciones en Francia cometidas por los partidos políticos desde la extrema derecha hasta el partido comunista pasando por el socialista. Pero también, a años luz de la alemana e in­cluso la británica. No digamos de las nórdicas...

Con ser la estadounidense la de mayor empaque hasta el punto de constituir la referencia para muchos países que la ensayan, la democracia yanqui, lo mismo que la española, alfa y omega de las occidentales, son lo menos parecido al gobierno del pueblo. Hasta para votar en las elecciones norteamericanas hay que registrarse al efecto: no basta os­tentar la nacionalidad y tener domicilio fijo. La lógica deser­ción de millones de sufraguistas, ciudadanos desmotivados, desalentados, resignados crónicamente por saberse siem­pre víctimas propiciatorias gobierne quien gobierne, hace que entreguen sumisamente el manejo de la sociedad a la minoría wasp (blanco, protestante y anglosajón).

Descartadas las dictaduras personales cuyos titulares convierten al país que tiranizan en un feudo para favore­cerse y favorecer exclusivamente a sus adictos repartién­dose la tarta dejando las migajas a la inmensa mayoría, to­dos los demás sistemas y también algunos regímenes des­póticos se postulan como democracia. No hay país que no se tenga por tal. Se llame "liberal" o "popular", todos se vertebran bajo la mágica denominación. Y si hablamos de fiabilidad, para el observador imparcial tanta confianza o desconfianza merecen unas como otras. El marco y el título, pues, es lo de menos. Lo que cuenta es la idiosincrasia de los pueblos, la extensión de la cultura de la convivencia sin afeites, el perfil de la conciencia dominante, la inteligencia colectiva sabedora de que la indigencia, el hambre, el ma­lestar y la inestabilidad de muchos no se pueden atajar por norma con cargas policiacas y persecuciones; tampoco potenciando adormideras asequibles, como la televisión, el coche y la cacharrería tecnológica, etc, y felicitarse luego de vivir en (falsa) demo­cracia...

CODA

22 Noviembre 2006

Resumiendo:

La democracia liberal es otro mito más. Funciona gra­cias a la sugestión de los medios, los que más la desean. Los pe­riodistas han sustituido a los antiguos predicadores, quienes hacían creer que su religión era la única verdadera con su artificio apologético. Ahora son los periodistas, con su Libro de Estilo en una mano y la Constitución en la otra, los más interesados en que todos entonemos cantos de alabanza a la democracia liberal como el único método posible de orga­nización sociopolítica.

Prescindamos de tantas otras democracias liberales y ci­ñámonos a las que conocemos mejor:

Si de algo España y Estados Unidos son modelo es de dominación social. Países donde unos sectores se imponen sobre otros al amparo de leyes y criterios judiciales al servi­cio de las clases eternamente privilegiadas: las tradicional­mente poseedoras del dinero, a las que se van agragando los nuevos ricos. En España principalmente gracias al vul­garmente llamado “pelotazo” –letras de cambio des­contadas y redescontadas hasta el infinito-, y también a través de la construcción inacabable. En ese país los medios se posicio­nan descara­damente a favor de uno u otro partido en un sistema abo­cado al bipartidismo gracias a la Ley D’Dont que tan buenos rendimientos les da a todas las mayorías: mayo­rías de par­tido y mayorías en términos financieros, de me­dios...

El ansia, las tretas, las maniobras que los políticos de las democracias liberales despliegan para apropiarse del poder (cuando con tanta ingratitud responde ordinariamente la so­ciedad), demuestra que el interés por conquistarlo nada tiene que ver con la preocupación de servir a la sociedad y mucho con el servirse del poder para satisfacerse. Las ex­cepciones existen, pero no cuentan. Pues cualquier persona correcta y normal tiene la capacidad y dignidad de retirarse del desafío. Se retira aunque sólo sea para no hacerse sos­pechosa de falta de honradez. El firmamento político electo­ral queda así tacho­nado de oportunistas, de charlatanes y de avispados. Los voluntariosos, los inteligentes y los pru­dentes no tienen nada qué hacer.

Si fuera posible que en cada país todos los descontentos con el modelo democrático liberal pudieran organizarse con la coordinación precisa, sin represión, con líderes capacita­dos, que los hay, téngase por seguro que la democracia li­beral se desplomaría en un abrir y cerrar de ojos y sería re­emplazada inmediatamente por la democracia popular.

Mientras llegan soluciones utópicas, descartada la Revo­lución roja para no caer antipáticos a los moderados y fas­cistas, sería cosa de que España se lo pensase un poco: si quiere disfrutar de una Edad de Oro política que jamás ha conocido, tendría que revisar su organización so­cial de arriba abajo. Primero desmantelando la Monarquía y susti­tuyéndola por la República; segundo modificando la Consti­tución o redactando una totalmente nueva para dar entrada directa al Estado Federal; tercero creando un sis­tema impo­sitivo y una policía tributaria dedicada férrea­mente a procu­rar un reparto paritario de la tarta económica...

En cuanto a Estados Unidos, este país no tiene remedio. El pueblo llano yanqui no es siquiera un convidado de pie­dra. Los gringos le ignoran y marginan como los griegos an­tiguos no consideraban persona a los ilotas, los escla­vos. La democracia imperial, como todos los imperios y lo desco­munal acabará desplomándose por dentro, por im­plosión.

Un senador de la antigua Grecia salió dando saltos de alegría del Senado porque habían elegido a otro ciudadano con más méritos que él (Montesquieu, Ensayo sobre el gusto). ¿Dónde está el ciudadano que trate pálidamente de imitarle en cualquiera de estos dos dechados de corrup­ción? (Lo he repetido muchas veces, pero cuando pienso en los políticos, no se me va de la cabeza)

Yo he de hacer una confesión tardía. Después de mis casi setenta años, no veo mucha diferencia entre periodistas, políticos y predicadores de púlpitos. La que pueda haber entre unos y otros profesionales está en la técnica que cada una de esas clases emplea para ir a lo suyo. Y si para do­minar con­ciencias y de paso sus fortunas, los predicadores de sotana ponían de pantalla al mito del Señor, los perio­distas ponen de pantalla su deber de informar cuando lo que les interesa es adoctrinar; y entre políticos, unos se confor­man con blin­darse su futuro inflando sus cuentas construc­toras o petrole­ras, pero todos poniendo de pantalla a sus electores cuando no hacen más que convertirlos en peones de ajedrez.

Por todo lo expuesto, en este colofón y en las dos anterio­res galeradas, si pudiera y tuviera edad para ello preferiría vivir en una democracia verdaderamente popular, rebajar mis cuotas de libertad al servicio de la causa general, y ce­der hasta donde fuera preciso las de mi bienestar material. Pues, piénsenlo un poco quienes todavía el aturdimiento general no les impide reflexionar: para vivir con dignidad no importa estar incluso en el umbral de la pobreza si reina la paz absoluta. Sobre todo se puede ser feliz, al no percibir abominables diferencias sociales, causa de la mayor amar­gura e in­dignación en todo espíritu que a sí mismo se tiene legítimamente por noble.