31 marzo 2006

Globalización, izquierda y nacionalismos

“La globalización es el proceso por el que la creciente co­municación e interdependencia entre los distintos países del mundo unifica mercados, sociedades y culturas, a través de una serie de transformaciones sociales, económicas y políti­cas que les dan un carácter global. Así, los modos de pro­ducción y de movimientos de capital se configuran a es­cala planetaria, mientras los gobiernos van perdiendo atri­bucio­nes ante lo que se ha denominado la "sociedad en red"”. Hasta aquí la definición más o menos oficial de un fe­nó­meno de geografía humana a escala colectiva como puede ser la migración.

Efectivamente, a la estricta economía, como superestruc­tura social, no hay quien la pare. La política, y mucho menos la neoliberal que va a favor de ella, poco puede contra ella. Pero la economía es como el aprendiz de brujo en el firma­mento del siglo XXI: ha puesto en marcha fuerzas que luego no puede detener. Lo estamos viendo.

El fenómeno globalizador no tiene para nada en cuenta a los seres humanos a los que trata exclusivamente como sujetos y al mismo tiempo objeto de comercio. La globaliza­ción los cosifica.

Y para eso, para contrarrestar sus funestos efectos, a su paso salen, como pueden, los nacionalismos, los regionalis­mos, los localismos y, en mucha menor medida, los partidos políticos de izquierda. Contra ella y contra la democracia, vehículo que lo introduce o a través del que se cuela, es co­ntra lo que los nacionalismos se posicionan. La izquierda contemporiza, la tolera y contribuye a su expansión.

Es cierto lo que, con el desparpajo del cínico que invierte el argumento del adversario contra él ha dicho Aznar en un mítin en Roma en apoyo a Pierferdinando Casini, candidato de la UDC: "la izquierda es una fuerza reaccionaria, no re­volucionaria, es una fuerza conservadora". Lo que ocurre es que él sabe muy bien que ese tipo de progresía que pre­dica frente al inmovilismo de la izquierda actual, es absoluta­mente parcial, va en una sola dirección y es un llevarse todo por delante en beneficio de unos pocos. ¿Acaso no re­cuerda lo que le dijo a Chávez cuando le aconsejó se uniera a ellos “porque los pueblos pobres están llamados a des­aparecer”?

Por lo demás, efectivamente, frente a la derecha desbo­cada y obsesionada con los dividendos de sus líderes eco­nómicos, la izquierda no tiene más remedio que intentar, aunque inútilmente, hacer de freno. Los papeles están inter­cambiados: la iz­quierda no es revolucionaria en la misma medida que la de­recha no es reaccionaria. Y también la iz­quierda es reaccionaria en la medida que la derecha tam­poco es conservadora salvo para retener e incrementar la riqueza de los ya ricos.

Alguien tiene que detener esta locura que se ha apode­rado del mundo a través de la democracia norteamericana a su vez contaminada por el virus neocons que la ha puesto en manos de locos obsesionados por anticiparse a la esca­sez de energía, agua y alimentos que se avecina en el pla­neta.

Y ese papel retardador lo han asumido la iz­quierda y los nacionalismos. Pero la iz­quierda condesciende o es débil, quizá para no hollar sus principios liberales, con los exce­sos de la globalización. Cree, o quiere creer cuando gobierna, que con medidas legislativas podrá conte­ner la avalancha de la economía desatada. Pero es inútil. La izquierda sólo puede parchear. En el fondo actúa de manera reaccio­naria frente a una derecha ultramontana que jamás hace conce­siones ni pacta. Son los nacionalismos, y en España los na­cionalismos periféricos, los que encierran el antídoto contra el veneno globalizador. Por eso, más que por una grandeza de miras que no tienen salvo para el bolsillo, los sataniza los sectores económicos y financieros, la política neoliberal y el lenguaje fingidamente modernista...

Y los demonizan, porque los nacionalismos son a la globa­lización lo que la resistencia es al invasor. El sentimiento antiglobalizador irrumpe, al percatarse uno de:

a) que la globaliza­ción no supone la difusión de lo mejor y para la inmensa mayoría;

b) que es consecuencia de la mundialización del mer­cado teóricamente libre pero prácticamente controlado e intervenido. Esto es, que la globalización es el me­canismo difusor de la miseria, y el mismísimo espíritu de la depredación.

c) que, ade­más, todo el proceso invasivo burdo y sutil al mismo tiempo está conducido por el pragmatismo an­glosajón que barre sólo para adentro.

La globalización supone la con­cen­tración de un puñado de valores materiales asociados a su vez a la tecnología, a la lengua anglosajona y a la depre­da­ción salvaje que practican unos cuantos. ¿Su víctima?: la Humanidad.

Los nacionalismos actúan sentimentalmente contra eso. Como la guerrilla frente a los ejércitos y el terrorismo frente a la opresión silenciosa y al "crimen legal". La globalización es la difusión de lo superfluo y de lo devastador bajo la di­rección lingüística de ese idioma y con la orientación eco­nómico-financiera hacia el interés prioritario de quienes lo hablan y lo abrazan como segunda lengua.

Si la globalización significara, en la teoría y en la práctica, la mundialización de cada bienestar local, nada habría que oponer sino todo lo contrario. Pero no estamos ante un mo­vimiento institucional o supra­nacional benefactor, sino ante la gestación permanente de un monstruo de mil cabezas, un río navegable cuyo caudal depende de la aportación forzosa del caudal pequeño de todos los afluen­tes posibles. Un río que va a desembocar al océano donde residen los intereses mundiales de la Bolsa.

Los escuderos de la globalización atacan a fondo a los na­cionalismos renuentes a la globalización, con la excusa ma­nida, estúpida y perversa de que los nacionalis­mos son al­deanos.

Muchos pensamos que no hay nacionalismo más demodé y que sea mayor antigualla que declararse ciudadano del mundo y bajarse los calzoncillos o las bragas ante el empuje de la globalización que todo lo devora. No hay nacionalismo mas devastador que el Gran Nacionalismo; el nacionalismo que se hace pasar por bienhechor cuando su eficacia es­triba en la aniquilación de la diversidad y de lo que estorba a sus objetivos; ese nacionalismo planetario que está propul­sado por unas fuerzas económicas, industriales, armamen­tísticas, financieras, cinematográficas y macdo­naldsianas, sostenido y dirigido por unos políticos aficiona­dos empeña­dos en hacer de cada Estado capitalista una empresa pri­vada para ellos, sus compinches y los de su clase, abando­nando los despojos al resto.

Los globalizadores, porque se retribuyen de la globaliza­ción o porque se hacen cómplices de ella, ven el bosque como una mancha borrosa, como un informe montón que no les permite ver los árboles que lo componen. Lo árboles de los nacionalismos menores, cada uno con su propia vida, con su propia sensibilidad, con sus nostalgias, sus ilusiones, sus esperanzas... están asociados al terruño, al domicilio, a la familia nuclear, al mundo luminoso que la globalización asfixia. Nacionalismos que se oponen y resisten a ser arrastrados por el supranacionalismo malhechor de las mul­tinacionales. Lo verdaderamente ecuménico está en saber que en un globo multiforme, variado y diverso el verdadero valor reside en lo diminuto y en la variedad de culturas.

Si para llegar a los extremos que ha llegado la civilización se necesitaba de las libertades democráticas, y si para lle­gar a alguna leve sensación de libertad individual era pre­ciso traspasar las barreras que nos separan de la cordura colectiva como miembros de la especie humana, vive Dios que lo han conseguido. ¡Maldita la libertad que arrasa el planeta y está fagocitando a la mayoría miserable de la humanidad!

Es cosa de cazurros, de depravados y de necios, no ver que el todo está compuesto de las partes y que el todo no puede existir sin las partes. Y no ver con los ojos del alma las moléculas y las células de que la materia orgánica e in­orgánica está constituída, es la mayor perversión de quie­nes, pretendidamente ilustrados, veneran la globalización. Y hablar, escribir, conferenciar, urbi et orbe, a favor de la me­tástasis a escala planetaria que implica la globalización; es decir, rezongar a favor del fuerte y reforzar aún más al fuerte que devasta es inclina­ción de los pelagatos y de los pusilánimes; una actitud tan primitiva como el mundo, y tan rancia "como llevar peluca empolvada y miriñaque", como alguna periodis­tilla va diciendo por ahí que es propio de los sentimientos nacionalistas.

La única respuesta eficaz posible de carácter ecuménico frente al agujero negro que es la globalizacion que lo suc­ciona todo en provecho de unos cuantos, es una vuelta a la marxistización, al leninismo y aun al stalinismo que abando­naron los países del Este europeo por el acoso a que fueron sometidos por la globalización ya puesta en marcha. De otro modo, cuando el mundo quiera reaccionar, ya será tarde...
29 Marzo 2006

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