07 marzo 2006

Ayer y hoy

De si la entronización de las libertades formales en Occi­dente y el progreso han contribuído a depurar las costum­bres.

INTRODUCCION

Sería muy difícil abordar este asunto metiendo en el mismo matraz a las sociedades de todos los paí­ses occi­dentales. Pues la velocidad con que se va abriendo camino el pro­greso, la intensidad y ma­nera de ser asimilado por cada una, la diferente idiosincrasia de los pueblos que los integran y la huella de las guerras mundiales o de la dicta­dura en el parti­cular caso de España... todo, impide una va­loración homogé­nea de la sociedad global que componen las naciones que a sí mismas se consi­deran "libres"; al me­nos en relación a las abstrac­ciones que intento extraer para el objeto de este breve estudio.

No obstante todos, ahora, tienen el mismo refe­rente y el mismo sistema socioeconómico. Y llá­mese capitalismo, libe­ralismo, neoliberalismo, im­perialismo económico o simple­mente fisiocracia, plutocracia o individualismo social, el "sis­tema", como el socialismo real en los países que lo con­ser­van, imprime un marcado carácter a sus habitan­tes, a sus hábitos, a sus actitudes y a su educación integral en suma. Actúa como reflejo condicionado de la psicología, com­porta­mientos, deseos y valo­res individuales y sociales en todo aquel que habita en los países de la esfera occidental, con indepen­dencia del esfuerzo eventual del individuo para su­perarlos o rechazarlos en la medida de lo posible...

Países donde el motor principal de ese progreso no sólo permite sino que promueve y favorece que mientras una gran mayoría en el mundo vive en la pobreza con un ma­ñana por delante cada vez más incierto, unas minorías amasen fortu­nas y disfruten de un desahogo que en buena medida es, en la cadena productiva, aquella mayoría quien sufraga y so­porta. Pero al mismo tiempo esas marcadas di­ferencias, lejos de atemperar y corregir el egoísmo congénito del indi­viduo, lo extienden, generalizan y potencian sobre todo en las socie­dades más opu­lentas. A más opulencia, más ego­ísmo. So­ciedades donde los medios audiovisuales, socios principales del sistema mismo, persiguen cualquier punto de vista sólido y eficaz que no se ajuste a lo deseado por ellos. Y no "quie­ren", ninguna circunstancia ni "cuerpo extraño" que pueda menoscabarlo o res­tringirlo a menos que sea bajo su aproba­ción, con­trol y dosificación.

Así es cómo, huyendo de la dictadura y del tota­litarismo —que no venden libertad— acaba la so­ciedad entera en las ga­rras de otros dos poderes indirectos subrepticios e indi­sio­sos: el dinero y los media.

Es más, podríamos decir sin hipérbole que en es­tas socie­dades no queda espacio para el criterio: todo lo ocupan las "ideas" de diseño. Y en la me­dida en que esto es así en to­dos los países, en unos países más que en otros se con­centra el des­barajuste y el atropello moral; todo bajo el manto de la li­bertad y a veces también de una engañosa ilustración. Desde el punto de vista que expongo aquí, las víctimas más sobre­salientes de este es­tado de cosas se en­cuentran principal­mente entre la población que ya ha cum­plido los cuarenta; ge­neración a la que siguen las anterio­res, las cuales bascu­lan entre la ética heredada del ré­gimen so­ciopolítico anterior acompañada de un sentido, por así decir, clá­sico de la vida, y las que irrum­pen con nuevos bríos apenas pertre­chadas mo­ralmente de un sentido y un norte que no sean, primero con­se­guir dinero a cualquier precio y luego, una li­bertad en la mayo­ría de los aspectos aparente pero en cualquier caso su­peditada a la conquista del pri­mero...

I ¿Cómo medir el progreso?

En términos generales parece que no hay otro modo de medir y calibrar el progreso (o estas so­ciedades de Occi­dente no están dispuestas a gra­duarlo de otro modo) sino por la ca­pacidad para procurarnos el acortamiento de la distancia -veloci­dad-, el ahorro de esfuerzo -comodidad- y la pro­longa­ción de la vida –la vegeta­tiva. El avance hacia una mayor so­lidaridad y res­peto de los semejantes entre sí, o al encuen­tro de pautas de comporta­miento que procuren la concordia más amplia posi­ble hasta llegar a la paz uni­versal, no constituye para el cuerpo social en esta di­men­sión socioeco­nómica en que vi­vimos una meta siquiera vicaria. Por consi­guiente, aquello: solidaridad, respeto y concordia para nada se tienen en cuenta como objetivos prioritarios ni siquiera posibles, cuando se habla de pro­greso.

Las leyes y los discursos de todo orden procla­man, eso sí aparatosamente, propósitos en tal sen­tido (lo que indica que los legisladores tienen plena conciencia de la falta generali­zada de equidad y de equilibrio en la progresión) pero es ob­vio que tanto los dirigentes políticos como los de facto que ma­niobran y medran a su amparo, no sólo no ponen los me­dios para evitar desequilibrios omino­sos, sino que, con sus ini­ciativas y medidas económicas de hecho -que es al final lo que verdaderamente cuenta-, pro­pician justamente el efecto diametral­mente contrario.

Porque la política al uso asociada a la filosofía del mer­cado que condiciona tanto el pensamiento como el sub­consciente colectivo de Occidente, en cuanto vislumbra ac­tividades puntuales dirigidas a resolver radicalmente pro­blemas cróni­cos de los sectores sociales menos afortunados, sea en sus respectivos países sea en los países más empobre­cidos, se apresta enseguida a corregirlas o a pro­blematizarlas de di­versas maneras con indepen­dencia de la persecu­ción tributa­ria a que las so­meten. Véase con qué descon­fianza conside­ran los políticos conservado­res y los empresa­rios en ge­neral a las ONG a las que tratan como auténticos competidores. Todo cuanto en producción y co­mercio no sea opaco y orientado a la ganancia es para ellos una desviación colecti­vista o remi­niscen­cia de una ética prohibida. En todo verán un en­tor­pe­cimiento para el progreso tal como ordinaria­mente lo en­tien­den y tal como los núcleos de so­ciedad más repre­sentati­vos en su con­junto lo ce­le­bran...


II La condición humana

Y es que la índole, la naturaleza del ser humano, el yo in­terior, han evolucionado poco. La condición de la humanidad como especie viviente no varía. El progreso general se debe, en todo, sólo a la inteli­gencia y perseverancia de un puñado de seres humanos ajenos generalmente al destino final de sus desvelos. El resto parasita de ellos. Los siglos pasan pero las flaquezas son las mismas de siem­pre, y en muchos aspectos más repulsivas. La crueldad persiste; se ha tornado simplemente más refinada. La pereza mental y la insolidari­dad son monedas de cambio. Y en los países en que por su vida regalada podrían sus gentes permitirse el lujo de pensar, es sabido hasta qué punto tratan de evitarlo. Es más, diríase que nadie tiene una sola idea "personal", y mu­cho menos una idea al mar­gen del entramado socrático. La sociedad es es­clava de la lógica formal en la medida que la nece­sita para el pensamiento práctico, es decir, la ac­ción.

Las masas, por su parte y en cuanto a tales, siempre care­cieron de voluntad propia y se en­tre­gan a la voluntad de los grupos, a veces minúscu­los, dis­puestos a todo. Pero las ma­sas actuales se creen libres por­que los políticos y los me­dia, como el almuédano desde el alminar, tocan tres veces al día el clarín para decir que lo son. Ignoran la ur­dimbre del cómo son trajinadas con cálculo cien­tí­fico por unos dirigentes políti­cos, mediáticos, eco­nómicos y mercantiles cuya cata­dura no varía con el paso de los siglos: sólo el método del engaño, que es más complicado. Apenas se per­ciben de que son mo­vidas como piezas de ajedrez. Y si las gen­tes creen tener opinión, es porque así llaman a los narcóticos sociomediáti­cos. No hay más que ver cómo razona y se com­porta en el momento crítico el hombre de la calle, pero tam­bién el que por cualquier razón despunta, el nulo interés por la cultura superior y el menos­precio por la emoción estética. No hay más que obser­var cómo se mani­fiesta en los asuntos gene­rales y con qué uni­formi­dad y fidelidad a un patrón archicono­cido res­ponde a todo...


III Tolerancia e intolerancia

El avance de una sociedad o civilización debiera medirse por su capacidad no sólo para predicarla, sino también para practicar la tolerancia. Pues bien, en lugar de avanzar por caminos de magna­nimidad, la intole­rancia se extiende y se agrava la crueldad precisa­mente en el país donde los signos del progreso brillan y atraen más: un país donde las armas se ponen al alcance de cualquiera; donde desde su fundación vive un clima mitad mafioso mitad policíaco; donde siguen empeñados en que las ejecuciones sofisticadas sirvan de es­carmiento cuando, con el paso del tiempo, está probado que el resultado es cada vez más negativo y desalenta­dor y el sa­crificio recae casi exclusi­vamente en los ilotas; un país al que otros que también alardean de libres, se es­fuerzan por imi­tar a toda costa... en lo peor.

En las sociedades opulentas es donde más se agudiza el egoísmo, y la confianza, la fides, que fue recuperándose des­pa­ciosamente después de la Segunda Guerra Mundial tanto entre individuos como entre naciones, resbala de nuevo por la pendiente. Y cuando los pueblos persisten en ate­nerse a las leyes del mercado estricto y no quieren inter­venir ni reglar el tráfico social y económico mediante fórmu­las prestadas del colecti­vismo, la cohesión social se agrieta más y más. (Se inter­vie­nen sí los precios, pero de las mate­rias primas que poseen los paí­ses ricos en ellas, endeuda­dos per­ma­nente­mente por la ley del más fuerte). Siendo así que el desenvol­vimiento económico de libre con­cu­rrencia depende sustan­cialmente de la confianza, la con­fianza pierde fuerza a pasos agi­gantados. Sin confianza no es po­sible la tran­sac­ción ni el merca­deo, pero tampoco le es po­sible a un país regirse por el pacto social, ni al ciudadano sentirse go­ber­nado. Por el con­trario, en nuestras socieda­des no sólo se va asentando rá­pi­damente un clima de des­confianza ge­neral, sino que la in­cli­nación congénita del ser humano a la domina­ción, a la prepo­tencia y a la destrucción van en un in crescendo cuyo finale tiene todos los visos de ser la catás­trofe que se ave­cina de al­cance incalculable toda­vía. El cata­clismo silencioso del cambio climá­tico que avanza como la lava de un volcán, hay in­dicios serios para pensar que contri­buirá al de­sas­tre.


IV Progreso y generosidad

En definitiva, yo entiendo que el progreso mate­rial de los tiempos actuales, que se produce a costa de grandes des­equilibrios sociales, no sólo es un grave obstáculo para dulci­ficar el talante natural­mente implacable y dominador del indivi­duo, sino que contribuye a potenciarlo. Es imposible sa­ber si ha de edu­carse al niño en el respeto a sus seme­jantes, en cuyo caso será devorado por ellos, o para que sea una hiena más entre hienas, en cuyo caso vivirá soliviantado y an­gus­tiado, o se pa­sará la vida probablemente en la cárcel...

Un dato, que en principio puede sonar a arrogan­cia inso­portable: a estas altu­ras de mi vida me acompaña la sensa­ción de que, a lo largo de ella, en tiempos de prosperidad y entre gentes con mu­chos más recursos que los míos, no he tra­tado nunca a nadie más generoso que yo. No me baso en señales que no se ofrecieran a mis ojos. Es que, cuando co­nocemos el ca­rácter de una persona con la que nos hemos relacio­nado un tiempo, y puesto que la genero­sidad es una cuali­dad que tiene que ver más con la disposi­ción que con un gesto oca­sio­nal, se sabe que no es tampoco probable que fueran gene­rosas a mis espaldas o en secreto. Y no porque yo me tenga por especialmente ge­ne­roso. Es que todos, salvo al­guna excepción hon­rosa, fue­ron mezqui­nos. Y cuando hablo de ge­nerosidad no me re­fiero a la ma­terial, a la "debili­dad" de desprenderse de lo propio y menos, natu­ral­mente, a la prodigali­dad como exceso patoló­gico. Me re­fiero sobre todo a la actitud moral de ponerse en el lugar del otro; a la de tener pre­sente como punto de partida en cuan­tos asun­tos abor­de­mos, la desigual fortuna con que la vida nos trata a todos; a la de pensar que lo que lla­mamos “nuestros mé­ri­tos” que pa­re­cen conferir­nos el derecho a ser lo que so­mos y tener lo que tenemos, no son más que mera circuns­tancia y acci­dente. Podría de­cirse, para que no se inter­prete como un ataque súbito de super­valoración del yo, que no es que yo sea ge­neroso: es que el egoísmo innece­sario y mise­rable es lo que real­mente go­bierna a estas so­ciedades desde que se apoderó de ellas la libre concurren­cia del mercado sin más bridas que las impuestas por los Códigos Penales.


V Mejor igualdad que libertad

La generosidad material viene a ser una simple tensión que determina hasta qué punto debemos compartir o des­prender­nos de lo que es prescindi­ble obteniendo de paso una sen­sa­ción placentera; y la generosidad moral, una ac­titud que nos per­mite reconocer hasta qué punto la miseria que afecta a la mayor parte del mundo es lo que nos per­mite a nosotros vivir regaladamente. Es indu­da­ble que genero­sos y magnánimos, aun en las lla­madas sociedades libres, hay muchos, pero es tre­mendamente difícil encon­trarlos y mucho más en­tre quie­nes gradúan y "dosifi­can" el progreso. La razón es que es el propio sistema el mejor caldo de cultivo para pensar uno sólo en sí mismo... Hace dos mil quinientos años Diógenes de Sí­nope, cuando le vieron con un candil y le preguntaron qué buscaba, contestó: “un hombre”. Hoy ni si­quiera lo hubiera intentado. Quizá hubiera visto más posi­bi­lidades de encon­trar a una mujer....

Por si fuera poco, los últimos acontecimientos del 11 de se­tiembre de 2001 en Estados Unidos están influyendo aún más involutivamente en el orden desordenado de un mundo que ya daba muestras de ir a la deriva. Pues la inseguridad individual que paradójicamente provoca la lucha de los Es­ta­dos contra la inseguridad general, tiene los mismos efec­tos contraproducentes que el intervencionismo en la eco­nomía de libre mercado. El mundo lla­mado libre gravita so­bre la li­bertad en detrimento repulsivo de la igualdad, con las graves tensiones que ocasiona. Pero sucede que si la libertad per­so­nal resulta atacada, ese mundo convencio­nalmente libre pierde su único señuelo. Pues tan terrible puede ser perder la libertad como verla perma­nente y gravemente amenazada.


VI El progreso sólo para unos pocos

La relativa paz que reina en los periodos actuales en los países occidentales es más frágil de lo que se supone. Las chispas son impredecibles. Porque, a pesar de que los vien­tos de globalización fingen abarcar todo lo que conside­ramos positivo, sea­mos sinceros: ¿puede decirse que haya indicios de desearse la fraternidad universal?. Pues aunque siempre existen sectores sociales que se afanan en estas utopías, los ver­daderos protagonistas se encargan de malo­grar siempre cualquier avance serio en tal sentido. Para nada importa que, según el Banco Mundial, "las 356 perso­nas más ricas del mundo disfrutan de una riqueza colectiva que ex­cede a la renta anual del 40% de la humanidad. Mientras hablamos con entusiasmo de la globali­zación, del comercio electrónico y de la revolu­ción de las telecomunica­ciones, el 60% de las perso­nas del mundo no ha hecho nunca una sola llamada telefó­nica y una tercera parte de la humanidad no tiene electrici­dad. En esta nueva era en la que hay más y más conexiones eco­nómicas globales, cerca de mil millones permanecen sin empleo o subem­pleadas, 850 millones de personas están desnutri­das y cientos de millones carecen de agua potable adecuada, o de combus­tible suficiente para ca­lentar sus hogares. La mitad de la población del mundo está comple­ta­mente excluida de la econo­mía formal, obli­gada a trabajar en la economía extra­oficial del trueque y la subsistencia. Otros consiguen llegar a fin de mes en el mer­cado negro o con el crimen organi­zado". Jeremy Rifkin-El País 22 de se­tiembre de 2001.

Decía Marx que "la política es una mera super­estructura cambiante de lo económico". Entonces, no lo discuto. Pero hoy todo apunta a todo lo con­trario. Quien tiene el poder polí­tico y las armas es dueño de la Economía local y global, que puede manejar a su antojo... hasta que le explote entre las manos.

Magníficos tiempos estos. Tiempos mucho me­jores que los de siglos pasados… para el orbe oc­cidental principal o exclu­sivamente. Porque ¿para quién, para cuántos está pensado el progreso? Y, por otro lado, ¿es efectivamente progreso el avance tecnológico y científico? ¿es deseable? ¿es inteli­gente y oportuno tomar del progreso todo lo que ofrece? ¿no será el progreso como ese fruto manipulado, de aspecto magnífico pero luego avi­nagrado y además sólo al al­cance de una parte pe­queña de consumidores? ¿qué es si no lo que ex­presa ese in­forme del Banco Mundial?

A mayor abundamiento, ¿qué es progreso? ¿en qué con­siste? ¿hay que entender por tal la cons­trucción de una vida cómoda, muy cómoda, alie­nante, prorrogada en general a base de imprimir más vértigo y ansiedad al momento, más depresión y hastío a edades cada vez más tempranas; y todo ello a costa del esfuerzo y las carencias de los más?


VII Contrastes según las épocas

De todos modos los tiempos, buenos o malos, es cierto, nunca han sido igualmente buenos o malos para todos. Pero las diferencias enormes habidas entre quienes vivían en el planeta en otras épocas y las que existen entre quie­nes lo pueblan hoy, hoy resultan más penosas por el dra­mático con­traste entre la penuria de tres cuartas partes de la humanidad y el desahogo del otro tercio; y más patético para los espíritus que, sin pertenecer a esa porción privile­giada, se sienten afectados anímicamente por ello porque sienten profunda compasión por esta causa.

Vivir otrora en un palacio o en una casa de barro o a la in­temperie podía ser, y sigue siendo, una muestra dramática de desigualdad social. Sin em­bargo entonces, hasta no hace mucho, había un sólido soporte psicológico que ac­tuaba de arga­masa en el inconsciente colectivo. Y, como siem­pre, la argamasa no podía ser sino una idea gra­bada a fuego: la idea de que los privilegios de unos pocos devenían de la vo­luntad de Dios. Los privilegios de la realeza y del re­sto de la escala social procedían de la misma marca. Todo lo que les sucedía, todo lo que tenían o de lo que care­cían era por vo­luntad divina. El rico, pues, lo era por voluntad di­vina, y el po­bre, como el enfermo, lo eran además por cul­pas suyas o de sus antepa­sados. Así, el desheredado aceptaba con entereza y resignación los designios de la di­vinidad. El la­drón lo era en general por estados de necesi­dad. No se valoraba la realidad ni las desigualdades en tér­minos de "injusticia social". La que existía, me­dida con la mentalidad de hoy, se hacía más lle­va­dera. Las razones metafísicas hacían su trabajo subliminal. Porque la noción de injusticia social, raíz de la injusticia distri­butiva del mer­cado libre, se instala en el cerebro durante el último tercio del siglo XVIII al prender en ellos la chispa rous­seauniana de igualdad.


VIII Entonces...

Hasta entonces pues, el dolor moral provocado por las di­fe­rencias, se aliviaba consecuentemente a través del fatum, de la resignación y de la espe­ranza en una vida mejor o en el más allá. Era un consuelo... La enfermedad y la muerte, el placer y el displacer, la fortuna y la pobreza formaban parte de la misma esencia del alma, y cada conciencia indi­vidual siempre disponía de un último recurso sin necesidad de qui­tarse la vida: refugiarse en el de­seo permanente, en la espe­ranza permanente y en Dios.

Entonces las ideas eran más fuertes que las sen­saciones; los ideales más potentes que las realida­des y los sentimien­tos compensaban en buena me­dida las "necesidades" mate­riales. Las necesida­des tenían cuerpo, podían pesarse y me­dirse, como se pue­den medir y pesar hoy en los países del Tercer Mundo. No había urgencias imaginarias ni artificia­les, y siempre es­taban más próximas a la mera su­pervivencia que al anhelo, al proyecto o a la pre­tensión generalmente inalcan­zables. Quien sobrevi­vía, por el mero hecho de vivir debía sentirse "fe­liz". La ilusión era un potente motor de la vitalidad, y la vida (medida en cómputo li­neal de tiempo -un invento más del hombre), aun siendo en general más breve, era tam­bién intensa, tanto en el placer como en el dolor, y los fenóme­nos y las experien­cias interio­res del espíritu reaccio­naban a los estí­mulos exteriores y a las frustraciones en el fondo im­poniéndose a ellos. El salvaje de cualquier Conti­nente en­tonces desconocido o inexplorado vivía también "su" vida y su cultura; sin injerencias... hasta que era exterminado. Las atro­cidades del mundo sal­vaje se correspondían con las del mundo civilizado, tanto dentro del marco de éste como fuera de él. Sólo se distin­guían por el re­finamiento que hoy ha lle­gado a extremos oníricos. Nada hubieran podido echarse en cara entre sí, en cuanto a crueldad, las sociedades, fueran salvajes o civilizadas, que poblaban de norte a sur y de este a oeste el planeta. Pero en el mundo "salvaje" no hay propia­mente crueldad. La crueldad es fruto podrido de "lo ci­vili­zado". La crueldad es un exceso y una perversión de "lo" na­tural, una exageración de lo que acontece en la Natura­leza, una sobreac­tuación de los actores en el escenario natu­ral. Pero hoy, pocos se re­signan. El ser humano de hoy es más desgraciado que el de tiempos pasa­dos. Y lo es, en la me­dida que sufre más el que perdió la vista a lo largo de su vida que el que na­ció ya con ceguera.


IX La mujer en el tiempo

En cuanto a la mujer anterior, estaba relegada a un plano especí­fico aparentemente secundario. Pero tampoco es muy pro­bable que ella desease un papel distinto. La maternidad y la oca­sión de la educación asociada a ella es concluyente, y de haber "deseado" otra cosa, de habérselo pro­puesto, de haberlo considerado ventajoso, hubiera ido instruyendo a su prole en la dirección que luego, más adelante, ha terminado im­pri­miendo la pedagogía general. Ella debió preferir un pa­pel dis­creto pero influyente. Así, frente a la mayor fuerza fí­sica del ma­cho, rehuía la responsabilidad directa y un predo­minio tam­bién di­recto tanto en lo domés­tico como en lo so­cial. Influir es más y más intere­sante que gobernar, mucho más có­modo y menos arriesgado, y eso es lo que debió elegir as­tuta­mente el sexo femenino durante siglos o milenios... Las excepciones en la gobernación de los pueblos, en cuanto a la figura de la reina, son para mí un misterio antropológico y so­cial. En cualquier caso no hay leyes absolutamente uni­ver­sales ni eternas en las sociedades humanas. Todas son de coyun­tura.

Sorprende en todo caso también cuando se cen­sura el pa­pel que la sociedad de esta o aquella cultura asigna a la mu­jer, que no se tenga en cuenta lo bastante que todas las cul­turas están compartidas por ambos sexos. Y que no tiene sen­tido atribuir las formas culturales de una sociedad con­creta al protago­nismo exclusivo de uno de los dos, y menos culpabi­lizar a uno de las diferencias formales en detrimento del otro. Lo in­deseable o no de cada cultura sólo viene de­terminado por la visión de movimientos y cam­bios sociales de la oc­cidental principalmente, empeñada en arrastrar en sus puntos de vista a otras que, por su cuenta y riesgo, considera inferiores. Esto es desde luego muy poco antropológico. A pesar de todo, no creo que los nume­rosos dichos y prover­bios que existen en todos las lenguas sobre el singular papel, la fuerza moral y la superioridad final de la mujer res­pecto al hombre estén desprovistos de fun­da­mento… Todo depen­derá del as­pecto a que se preste atención en la interrelación de los dos sexos.

X Liberación de la mujer

Por otra parte da la impresión de que la lucha para “libe­rar”, para “convertir”, a la mujer de otras culturas a la nues­tra es otra excusa de las artes manipuladoras económicas. Pues occi­dentalizar a la mujer en un país significa occiden­talizarlo todo. Y un país occidentalizado es un mercado nuevo para los que manejan el mercado global. Este, el de abrir merca­dos, fue el mismo origen que el de la caída de los sis­temas de socialismo real donde, por cierto, la mujer disfru­taba ya de paridad sociopolí­tica respecto al hombre desde los mismos orígenes de su re­volución. La expansión económica como la depredación se valen de las mismas artimañas y disimulos. La pretendida cristianización del Nuevo Mundo, el cubrir por pretendido pudor con paños de Manchester a los aboríge­nes africanos, las Cru­zadas o el Santo Sepulcro para adue­ñarse de la ruta de las especias... todo, ha obedecido siem­pre en realidad a ese mismo repul­sivo propósito mer­canti­lista, aun­que, eso sí, envuelto en evangelios...

Aquellos tiempos estaban dominados por otras fuerzas. Al menos en las gentes de cierta ilustra­ción imperaban la imagi­nación, la fantasía, la ilu­sión, el ensueño... Y la imaginación, la fantasía, la ilusión, el ensueño... ¿transportan menos ener­gía vital, menos potencia existencial, que un ente cor­póreo desprovisto de alma o de espíritu puramente vegeta­tivo? ¿No hay inconmensurablemente más energía en una estrella enana blanca que en una gigante roja que se extingue?


XI Si Dios no existe, todo está permitido

Pero hoy, en nuestra época... Dios ya no existe; los Man­damientos cristianos tampoco. La voluntad divina no inter­viene en el destino de los seres humanos. Es inconcebible hoy un Deus ex machina para explicar y justificar, como se hacía enton­ces, las notorias diferencias que, como las ga­laxias que se alejan entre sí, se producen entre los seres humanos y entre los pueblos del mundo. No se puede contar para el control social con el freno de la religión en Occidente, ni con la ética más exten­dida que sigue funcionando con in­gredientes de moral cristiana. Ambas han perdido demasiada fuerza como para no sentirnos abocados a vivir desconfiados e intran­quilos. Cada día, y por todas partes, se advierten se­ñales de que las sociedades occidentales se conforman con el mínimo del mí­nimo moral: el Código Penal...

Así es como la sociedad actual se va despojando del senti­miento; a duras penas es capaz de fabricar ya ilusión. Los sentimientos se han transformado en sensaciones, las ilu­sio­nes en ansiedad, la fanta­sía en descargas nerviosas que se resuelven en cri­sis depresivas y en patologías emocio­nales. Pero las ansias de sensaciones, espoleadas por per­sis­tentes estímulos, van perdiendo vigor antes de ser dis­frutadas, y di­ríase que el mismo deseo aborta antes de con­vertirse en em­brión por la renuncia prematura. Tal suele ser, entre los más desahoga­dos económicamente, la desgana ante la facilidad en la con­secución de lo deseado. Esta es la razón por la que se pro­curaba en otro tiempo complicar de diversas maneras los trámites en la ob­tención de lo simpático: para gozar preci­samente más al con­seguirlo. En cuanto al dolor, la vida po­día estar expuesta constantemente al dolor físico. La actual lo ha vencido en parte; pero cuando se trata del dolor inso­portable de las en­fermedades terminales, sólo pequeñas porciones de pobla­ción en las socie­dades avanzadas lo remedian efecti­vamente. En todo caso, con los recursos paliativos no se hace sino compensar en parte el dolor po­tenciado por el hedo­nismo y por una mucho más acusada debili­dad nerviosa. El dolor, cada vez se soporta peor. En este pro­greso el dolor no tiene sitio...


XII Inteligencia y espíritu

Por otro lado, se fundan establecimientos donde se educa con grandes gastos a niños y jóvenes, para enseñarles to­das las cosas, excepto sus de­beres; porque no sabrán el sig­nifi­cado de palabras tales como magnanimidad, equidad, tem­planza, humanidad y valor.

En todo caso, aun admitiendo el progreso en su sentido usual y directo, el avance, como decía al principio, es princi­palmente en habilidades, en "técnicas", en recursos dirigidos a la economía del esfuerzo tanto corporal como mental, a alargar la vida un cierto tiempo a menudo en unas condicio­nes la­mentables, y a acortar las distancias. Pero la contem­plación se ha sustituido por el aturdimiento, el placer de viajar se ha convertido en una fórmula de transporte de la ansie­dad y la angustia a otro lugar; el tiempo de vida, pro­rrogado, se re­llena de vacío y hay gran empeño en hacerla "asistida" con tal de presumir de tasas altas, es decir promedios, de longe­vidad... social. Y todo ello en grave detri­mento del verdadero progreso que habría de con­sistir en el robusteci­miento de las fa­cultades del espíritu y de los sen­timientos; los cuales, por el contrario, sa­crificados a una existencia exagerada­mente pragmatista, se van atrofiando progresiva­mente.

Porque, si las diferencias entre el pasado y el pre­sente nos parecen grandes en cuanto al desarrollo de esas técni­cas y de los conocimientos positivos, el potencial del desa­rrollo de las fuerzas del espíritu -que no se ha liberado- sigue intacto; sobre todo en lo que concierne a la convi­vencia y al respeto mutuo. Y así, tanto la ausencia de ideales como la irresoluta confraternidad universal presentan un horizonte tenebroso. A pesar de todo, si compara­mos las posibilidades técnicas del individuo de si­glos atrás con las del actual para trasportarse o despla­zarse a la velocidad de la luz o la de ponerse en rela­ción con otras dimensiones o la de practicar esa armo­nía cósmica que quizá está reservada sólo a otros mundos, el ser humano no ha avanzado mucho más que el chimpancé que aprendió a ser­virse de una piedra para romper la cás­cara de un fruto o a usar un hilo de hierba para sacar hormigas del hormi­guero y comérselas.


XIII Vivir ¿o existir?

Es indudable que el ser humano tiene un insa­ciable apetito de "saberes" sobre todo lo que le rodea, y que no soporta ig­norar de dónde viene, a dónde va y por qué está aquí. So­bre todo desde que es "consciente de sí" como sujeto sepa­rado del objeto... Por eso ha tenido que inventar reli­giones, teorías y supersticiones. Y buena parte de esa inquietud, que ali­menta con ellas a lo largo de su existencia, es el águila que envía Hermes a Prometeo para que devore por el día sus en­trañas que se regeneran cada noche. Pero el em­peño en respuestas que jamás se le darán, no hace sino acrecentar la angustia. Sin embargo reconozca­mos que, sobre todo a par­tir de esta edad en que se ha dado con las claves cifradas de la vida, lo mejor sería que sea la vida quien encargue de "lle­varnos" hasta el fin sin que, por nuestra propia tranquilidad, debamos insistir en averiguar inútil­mente lo que sabemos de antemano nos está ve­lado. No es esto cuestión de carácter, ni un ata­que de pesimismo. Todo lo contrario. Es sencilla­mente que todo tiene su tiempo y todo se perte­nece a un ci­clo. Y si nos ufanamos de ser capaces de prolongarnos con mañas la vida más allá del tiempo que la naturaleza nos tiene asignado, ten­gamos al menos la honestidad de reconocer tam­bién que son millo­nes los seres del Primer Mundo que, aun sin enfer­medades orgánicas ni sufri­miento físico, "exis­ten" a costa de arras­trarse. Porque arrastrarse y arrastrar la vida es, ese es­tado anímico y psicológico incapaz de prose­guir el último tramo con la actitud contemplativa o crea­tiva que da sentido a la existencia. Lo que prueba que la prórroga sobraba...


XIV La longevidad

Si se analizase a fondo el estudio sobre las en­fermedades del espíritu a partir de los 60, se com­prendería mejor lo que quiero decir. Sospecho que muchas formas de demencia a esas edades obede­cen sencillamente a la fatiga y al conven­cimiento íntimo de que vale muy poco la pena seguir ade­lante, en vista de lo que depara el estado deterio­rado de la Naturaleza por doquier y lo que cabe esperar de estas socie­dades. Lo que ocurre es que quienes se encargan de las eti­quetas y de hacer los diagnósticos conservan todavía el vigor y la ilusión de su edad, ponen el nombre de las diferentes "enfermedades" que en el fondo es una sola, como si no fue­sen estados generados ya desde "la otra vida". Pero tanto da que se homologuen o no, pues en cualquier caso todo se re­duce al desencanto y al desapego naturales. El cuerpo sigue, pero el espí­ritu ha dimitido. Si los que gobiernan fuesen gen­tes de edades avanzadas, como la de los senadores de la ma­yoría de las ciudades-estado de la antigua Grecia, la le­gisla­ción sobre eutanasia la subvencio­naría animosamente… Preci­samente en dar valor, altísimo valor, a la eutanasia inte­gral se encerraría otro de los verdaderos avances del autén­tico pro­greso para merecer el título de serlo. Pues ya que no hay obstáculos de creencias religiosas por parte de los Esta­dos que se dicen aconfesionales, no hay razón para dificultar y menos para impedir el suici­dio asistido. Lo que debiera com­prenderse de una vez es que una vida digna seguida de la posibilidad de una muerte digna, sin dolor y plácida —la ver­da­dera eutanasia—, enaltecería y daría a la exis­tencia ese sentido que todos buscan y pocos en­cuentran. Y con mayor motivo si antes la vida no fue digna. La tutela, protección o restricción del Estado en este delicado asunto carece de fun­da­mento cuando la libertad individual en estas socie­dades se predica como el máximo valor y la deci­sión de acabar uno con su propia vida en nada perjudica a la sociedad. El pro­greso en fin en este aspecto consistiría en que el Leviatán no sólo res­petase la sublime decisión de quitarse uno la vida sea cual fuere el motivo, sino que le asistiese con la mejor dispo­si­ción. Podría decirse que el día que el ser humano, en cual­quier lugar del mundo, pueda acudir por su propio pie a un centro público donde recibir asistencia para quitarse la vida sin dolor y sin tener que dar explicaciones, habrá conquis­tado la llave de una de las puertas en que comienza el ver­dadero progreso. Pero resulta que, con demasiada frecuen­cia, na­ciones que se tienen por avanzadas siegan una vida tras otra me­diante la ejecución "legal", la pena de muerte, o se lleva a los hombres y mujeres a morir a guerras que care­cen del único motivo que las justifica: el rechazar la invasión extran­jera. Y en cam­bio se dificulta la muerte de quien quiere morir tran­quilamente y se persigue a quien está dispuesto a ayu­darle.


XV Sin capacidad de asombro

Claro está que no conviene que conozcan el se­creto quie­nes no habiendo llegado a la edad crítica sabemos que ade­más tienen escasos recursos para enfrentarse al tedio. Por­que la curiosidad puede prolongarse pero, tarde o temprano, uno se da cuenta de que ha "visto" todo, intuye todo, penetra "todo"; uno comprueba que "todo" en la vida es una repetición de lo mismo y encierra aproxima­damente la misma trama. Sólo cambio de aspecto. Para el individuo todo queda redu­cido, en privado a dormir bien, y en sociedad, a defenderse de los depredadores y a abusar de los demás o a evi­tarlo... si puede. Lo mismo que sucede en la Natu­raleza salvaje (salvo las especies industriosas y en aquéllas en que los indi­viduos se ayudan sin reser­vas entre sí): todo consiste en mantener el instinto avizor para per­cibirse de ello.

Se esfumó quizá el principal atractivo del vivir: la capacidad de asombro. Si el hombre renunciase a intentar domeñar las leyes de la Naturaleza (casi siempre inútilmente, porque la Naturaleza suele cobrar al final al hombre un precio mucho mayor que el que éste pagaba por permanecer en la ig­noran­cia), renunciando de paso a indagar el por qué de tantas co­sas, y se aplicase a la creatividad y a la contempla­ción filosó­fica, religiosa o artística de la existencia sin más (algo que sólo algunos eligen y pueden), vería el mundo a través de maravi­llosas intuiciones que permanecían en esta otra moda­li­dad de existencia, ocultas. Y observaría, que la in­tuición es un fluido mucho más sólido que la epis­teme para vivir en paz, pues ar­moniza mejor con la Naturaleza que la razón sobre todo cuando ésta está corrompida por los exce­sos del pro­greso.


XVI ¿Hacia dónde vamos?

Bien, no pongamos reparos al conocimiento, al saber y al esfuerzo por dominarlos. Tampoco hagamos ascos al hecho de que en lugar de vivir 60 años, la sociedad haya conse­guido prorrogarse la vida hasta entrados los 80 (Eso dicen las esta­dísticas sobre la esperanza de vida). Pero lo que aquí quiero poner de relieve es que, por un lado, a la postre, al ser humano, individualmente conside­rado, le sirve de bien poco el progreso; y, por otro, que para considerarlo avance, y ya que conocemos los puntos de partida de la Historia, sería preciso fijar la meta. Y hay muchas pruebas de que el hombre en tanto que especie viviente no sabe cuál es esa meta, ni qué se propone, ni hacia dónde camina. Cada rama de la ciencia y del conocimiento actúan por su cuenta, sin saber a priori en muchos casos qué persiguen y para qué. Con el ins­tinto perdido, quizá pervertido, camina ciego, sin rumbo y sin objetivos definidos. Más bien carece ya de instinto, y lo que de él le queda le sirve de poco, pues en su lugar se ha insta­lado el dogma de las especialidades, de la Medicina, de la Economía, de la Política, de la Técnica y de la Ciencia. El ser humano se ahorra esfuerzos con sus descubri­mientos y se prolonga la vida, sí, pero debe aten­der a esa prórroga de la que se ufana. Pero cuando le presta atención ve que, aunque la enfermedad no haya hecho presa en él, se ha debilitado moral, psicológica y físicamente, y pronto surgen las mis­mas limitaciones de siempre propias de toda oxida­ción. La pesa­dumbre, el tedio, se presentan casi siempre prematuramente. La necesidad de cuida­dos y de una atención cada vez más problemática, hace sentir pronto la tentación de elegir la sole­dad voluntaria como mal menor. Además, no sabe bien cómo debe emplear el ocio. Sufre más. Con fre­cuencia pensará que hubiera sido preferible una vida más corta… La sociedad ac­tual, en estas condi­ciones, está compuesta de una población cada vez más desmotivada por diversas causas, y ésta, el "ex­ceso" de vida, es otra de ellas. Los síntomas de la enfer­medad de la desmotivación o de la falta de ilusiones son pa­tentes y están cada vez más exten­didos. El envejecimiento no es ar­mónico. El alma envejece antes que el cuerpo. Aquí es donde em­pieza la conflictividad social profunda. Pero, por otro lado, si las instituciones extremasen el rigor para paliar los síntomas del "fracaso" social, la mitad de los individuos de la sociedad deberían estar en la cárcel y la otra mitad en el manicomio. Aun así, crece el número de los enfermos del es­píritu en la medida que de­crece el de gente honrada. Esta clase de socie­dad no da para más...


XVII Ayer y hoy

Antes y ahora; ayer y hoy...
Efectivamente existe progreso. Pero el progreso verdadero estriba en el "detalle" de que amplísimos sectores de la so­ciedad que en otro tiempo vivían penosamente y morían prematuramente -todo se­gún nuestros módulos actuales-, han asegurado su nutrición, su higiene y un cierto respeto personal por parte de las clases poderosas. Y esto sí es un notable logro de las revoluciones sociales. Pero dos perso­nas acomodadas que se encontrasen ahora, una de estos y otra de aquellos tiempos, las dos con una nutrición y una higiene suficientes, ambas más inclinadas a disfrutar del es­píritu que de los sentidos, más volcadas en la vida interior que atentos a los estímulos que les vienen de fuera, intere­sadas ambas en crecer... apenas notarían diferencias. Es más, una per­sona de entonces transportada al día de hoy por el túnel del tiempo, no sólo vería que no ganaba, que no había avan­zado cualitativamente en su desarrollo vital con el progreso, sino que no le compensaba en absoluto el cambio.

Pues los adelantos y las comodidades materiales no su­plían a sus disposiciones morales y emocio­nales, la Natu­raleza estaba degradada hasta la consternación, y las co­modidades habían materiali­zado la existencia hasta haberse cosificado ésta también. En definitiva todo llegaría a consti­tuir para él un grave estorbo, si no era capaz de hacer frente a tan excesi­vos estímulos para evitarlos. Y, por otra parte, si conseguía vivir ajeno al progreso, disociándose esquizofré­nicamente de él, constata­ría hasta qué punto los "adelantos" no enriquecían anímicamente su vida, sino que la empobre­cían considera­blemente.

Las epidemias y las plagas diezmaban a los pue­blos. ¿Y no diezman a los pueblos más civilizados los accidentes, las enfermedades “nuevas” deriva­das de la propia artificialidad de la vida, y los crí­menes cada vez más frecuentes?...


XVIII Pensar por cuenta propia

Para vivir media vida en una dudosa felicidad, porque la fe­licidad es incompatible con el vértigo y la descompostura, hay que vivir la otra media con una agobiante sensación de deca­dencia. Para vivir esa media con la ilusión de una cierta pla­cidez uno ha de procurarse la semiconsciencia defen­siva, mi­rar a otro lado cuando se nos exhiben las execra­bles diferen­cias materiales entre los seres huma­nos; esquivar la altísima presión que imponen los medios audiovisuales haciéndonos casi imposible pensar por cuenta propia; evitar mirar al cielo para no ver hasta qué punto el ser humano degrada la bios­fera y se apropia de lo que pertenece a las próximas genera­ciones… todo lo cual somete a quienes aún conservan algún resto de sensibilidad, a estados per­manentes de ánimo que oscilan entre la consternación o la angustia y la indignación.

Estos tiempos son para los amantes de las ferias y de los parques de atracciones, pero no para quienes en la con­tem­plación de la Naturaleza y en el desmayo que nos pro­cura el Arte, encuentran la fuente de la vida. Y ¡cómo podremos dis­frutar des­hinibidamente —como sólo se puede disfrutar— del Arte, si no nos es posible olvidar el porvenir que espera a los bosques, a los mares, a los ríos, a las bes­tias… y a la propia especie humana! ¡Cómo dis­frutar de la armonía si para ello tenemos que hacer oídos sordos a los crujidos que a cada momento escuchamos en una casa que se va desmoronando rápidamente un poco cada día!


XIX Atrapados en nuestra época

Sin embargo, quienes nos encontramos atrapados en esta época gozando de acomodo, tenemos una posibilidad de la que carecían los que vivían en otras. Pero antes, hemos de haber aprendido a proteger nuestra sensibilidad para no per­derla. En estos tiempos es difícil separar el grano de la paja. Y en esto consistiría propiamente progresar tanto en el as­pecto ma­terial como moral. Aun así, pode­mos comprobar hasta qué punto el persistente in­flujo de la publicidad y de los cantos al hedo­nismo nos incita a toda hora a perseguir y aceptar place­res instantáneos durante media vida, a cambio de un prematuro desinterés por la vida en la otra mi­tad...

Del examen de la vida de 100 compositores y otros tantos pintores, escritores e intelectuales desde el Renacimiento hasta mediado el siglo XX, se obtiene un resultado sorpren­dente: Si descar­tamos la muerte temprana de muchos de ellos en el siglo XIX por efectos de la tuberculosis y epide­mias, el promedio de 63 años se corresponde a los 75 de es­peranza de vida de un euro­peo actual. Gran número de aquéllos vivieron más de 80 años. Lo que significa que si las grandes masas de pobla­ción vivían la mi­tad de tiempo del que viven hoy, quienes tenían la higiene y la nutrición asegu­rada y añadían creatividad y esfuerzo intelectual, vivían tan­tos o más años que lo que las estadísti­cas nos anuncian de promedio para un hombre o mujer actuales de Occidente.


XX La salud y la Medicina

La principal razón que pretende justificar hoy día la nece­si­dad de una mayor atención médica con relación a la re­que­rida hace un siglo es que la “naturaleza” de “antes” era más robusta. Pero pre­cisamente, la causa del debilitamiento de la natu­raleza actual probablemente radique, entre otras causas, tanto en recurrir compulsivamente a la Me­dicina sin dar tiempo a que el organismo organice sus defensas, como en descuidar la nutrición, ma­nipulada y desprovista a menudo de sus propieda­des primigenias. El estrés, primero, enseguida la desgana, y más tarde la an­gustia y la depresión... completan el cuadro decadente.

Por otra parte, la industria farmacéutica, quirúr­gica y médica mueve ingentes cantidades de di­nero. Toda argumentación sobre este asunto que trato pasa por el hecho de que en es­tas sociedades el logro de ventajas prima sobre la amis­tad, sobre los afectos, sobre la compasión, sobre la con­ciencia social y sobre la emoción estética. Y en estas condi­ciones nuestra salud, con la excusa de ser protegida y pre­venida, está en el punto de mira de esas industrias voraces. Y dada la facilidad con la que el ser humano se torna apren­sivo y la presión que amplísimos sectores económicos ejer­cen para que recurramos a la Medicina al menor síntoma, nos expo­nemos considerablemente al riesgo de sus experi­mentos, al mal cálculo, al diagnóstico erró­neo o precipitado y a la hiper­medicación, olvidando los mensajes general­mente de pru­dencia que el instinto envía al cerebro, antes con viveza y hoy casi inaudibles.


XXI Fracasos de la Ciencia Médica

Existe un generalizado entusiasmo por el progreso en mate­ria médico-quirúrgica, cuando lo cierto es que el orga­nismo humano siempre es el mismo aunque debilitado ahora por efecto de la desme­surada presencia e influencia de la Medi­cina. Si co­nociésemos una estadística sobre los fracasos y errores de la Ciencia Médica, quizá cambiáse­mos de opinión acerca de su importancia y su eficacia. Todo lo cual, unido a una alimentación desequili­brada y a la merma de la vida afectiva en favor de una sensualidad compulsiva en todas sus vertien­tes, va debilitando paulati­namente aún más esa natu­raleza que "no es la que era ". Otro factor que influye podero­samente en que la naturaleza de los occidentales "no es lo que era" es otro exceso: el de higiene. Frente a la forzosa falta de higiene del pasado, hoy, cuando planea en el hori­zonte una dramática escasez en países donde ha abundado, se rinde culto al agua, y el consumo se dispara cuando me­nos se dispone de ella en los países de los que hablo. En cuanto al ejercicio físico, necesa­rio para una salud equili­brada, o no se practica o se exagera. El paseo a duras pe­nas es ya posible en las áreas urbanas, y se ha sustituido por fe­briles sesiones de gimnasio. Y no siendo ajeno nada en estas sociedades a la influencia conta­minadora de las cuentas ban­carias, el afán desmedido de noto­riedad, de éxito y de di­nero que desde distintos fo­cos se potencian, el ejercicio físico se consagra a las especialidades deportivas para ser prac­tica­das casi en forma degradante. En suma, una naturaleza más debilitada… para una vida quizá más larga pero en pre­carias condiciones anímicas, psicoló­gi­cas, mentales y físicas.


XXII ¿Valía la pena llegar hasta aquí?

En efecto, ¿valía la pena llegar hasta aquí? Ni qué decir tiene que, como todo lo que acontece para bien o para mal, pertenece al fatum. Pero, después de la experiencia, ¡cuántos preferiría­mos haber vi­vido en otro tiempo de la historia, en tiempos de una Naturaleza virgen y cuando todo estaba pre­si­dido por una diferencia nítida entre "la belleza" y "la depra­vación", aunque la depravación haya exis­tido siempre!.

Sin habérmelo propuesto, a lo largo de esta elu­cubración acabo de dar vida a las aspiraciones del hombre retropro­gre­sivo; ese tipo metafórico ideado por Salvador Pániker. Se­gún él "se trata de un ejercicio complejo que consiste en utili­zar herra­mientas sofisticadas del pensamiento más actual y, a la vez, "deconstruir" ese pensamiento recupe­rando la virgi­nidad de origen". (...) Pues, "Es bueno volver la mirada hacia los antiguos porque ellos vieron lo que nosotros ya no vemos. (...) El hombre primitivo, como ha enseñado Eliade, no lle­vaba so­bre sí la carga del tiempo irreversible, y, en este con­texto, no vivía angustiado".

De esto se trata, de librarnos de la angustia que genera el torbellino del progreso, de servirnos, sólo, de lo digno de ser aprovechado…

Forma parte del patrimonio del progreso no creer en nada, pero sí desmedidamente en la Tecnolo­gía y en la Ciencia. Pues bien, debemos resistirnos denodadamente a quedar­nos sin música y sin amor; sin dioses y sin mitos. Quizá porque, aun sin "creer" precisamente ni en el dios Tecnolo­gía ni en el dios Ciencia, así como los antiguos griegos vi­vían "como si" existiesen los dioses del Olimpo, nos con­vendría creer en toda propuesta e intuición sobre "cualquier" forma de vida después de la vida. Por eso, y por el amor que sen­timos hacia la Naturaleza, debiéramos fomentar la figura del nuevo homo religiosus, una combinación de natu­ralidad y de cos­movisión del mundo y de la vida.


XXIII La biosfera, herida de muerte

De todos modos nos encontramos en un mo­mento muy crí­tico de la vida sobre la Tierra toda. Son tantas las amenazas que se ciernen sobre ella y que acechan a la biosfera, que es muy difícil no tenerlo en cuenta por más que tratemos de ig­no­rarlo: el mismo desastre climático al que asistimos, los in­cesantes suicidios de cetáceos, los pavorosos incendios, la desaparición de la masa vegetal, día a día, lo impide. El hombre, y siempre por antono­masia el occidental, autor siempre de los mayores crímenes contra la humanidad, cree dominarlo todo y cree también controlar la propia existencia como especie viviente “superior”. Pero ha calculado mal y, o no las ha tenido en cuenta, o especula con un optimismo in­sensato so­bre las consecuencias de sus excesos. Y cuando quiera re­accionar, será tarde. La vida sobre la Tierra peligra grave­mente, y la percepción o sensación de esta amenaza blo­quea cualquier optimismo razonable. Como dice Manuel Nieto, profesor de Geología y geodinámica de la Universidad de Valencia: "La naturaleza se re­siste a ser aprehendida, y las leyes naturales que hoy conocemos son sólo relaciones causa-efecto, o reglas de aplicación. Estamos muy lejos de alcanzar la sabiduría requerida para actuar con rigor. En con­secuencia, lo que debiera haber es una re­flexión serena. Hay que parar a pensar adónde vamos y decidir los modelos de uso del territorio y de los recursos naturales. Con participa­ción y con rigor, y no con posturas apriorísticas basadas en informaciones sesgadas".

El camino actual conduce al precipicio. Y es que todo tiene su orto, su cenit y su ocaso. Muchos si­glos fueron necesa­rios para preparar el progreso tecnológico alcanzado en uno. Pero es sabido que lo que la Naturaleza y la historia de la humani­dad producen después de una larga y lenta gesta­ción, el hombre siempre fue capaz de destruirlo en un solo día. Creemos que, como rigurosamente anun­cia Spengler, con la apoteosis del progreso en los inicios del siglo XXI se inicia su fase terminal, la plena decadencia de Occidente. Y que el fi­nal que se avecina, de naturaleza aún incierta, está dema­siado cercano como para no presentirlo sin nece­sidad de que se nos tilde de esotéricos. El pronós­tico que hace más de dos lustros hizo Fukuyama en su obra el Fin de la historia, lo ha maquillado con ambigüedad después en su posterior ensayo La confianza; quizá para que no cunda el desánimo o para no pasar a la Historia del futuro, si lo hay, por agorero… Pero en el otoño del 2003, ¿qué clase de con­fianza que no sea inge­nua o necia, se puede tener sobre el porvenir de la humani­dad y del planeta? ¿Milenarismo, o pru­dencia elemental, al hacer juicios de valor?

Mientras tanto, hasta que la ruina total se mani­fieste, y aun­que tampoco estamos dispuestos a re­nunciar a lo que de in­terés aportan estos tiempos ¡cómo, si se nos diera a elegir, no elegir cualquier otro siglo precedente aunque sólo fuera para poder ver el firmamento repleto de estrellas y aspirar el aire de los bosques a pleno pulmón bajo un cielo tachonado y limpio!

Junio 2003

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