30 marzo 2006

España, más allá de lo político

Todos los países y especialmente esta dificultosa España están repletos de gentes bondadosas, sociables, ágiles, avispadas, listas, perspicaces, intuitivas, alegres, genero­sas, inteligentes, ingeniosas, inventivas, cariñosas... que no apetecen el Poder y desconfían del poder; probablemente porque ven en el ejercicio del Poder el abuso social por de­finición y prefieren no incriminarse en sus efectos. No en balde Epicuro aconseja alejarse de la política para vivir feliz.

Por esa abundancia de gentes excelentes, parece mentira que España, este trozo embrujado y diverso de Europa; este continente en miniatura; este país de bellísima, multiforme y luminosa Naturaleza, habitado por una mayoría investida de tanta virtud social, de individualidades extraordinarias que han de lucir siempre fuera antes de relumbrar dentro... pro­yecte a través de las vicisitudes sociopolíticas que se suce­den en ella a lo largo del tiempo sin solución de continuidad, la ima­gen pobre, aldeana y miserable de un lugar conde­nado a estar virtual y eternamente de hecho en manos de pícaros, de truha­nes, de jugadores de ventaja y de necios. Aunque eso su­ceda en todos los países donde domina el capital, hay notables diferencias.

Y aquí, unos miles de agitadores implacables, refinados y auxiliados por indignos mamporreros pueden infinitamente más a lo largo de la historia que esa inmensa mayoría de ciu­dadanos vo­luntariosos -políticos o no- que practican la solidaridad y comprenden bien, con­tribuyendo a él, qué es eso del bien común, fin ético por antonomasia de todo que­hacer político.

Pero España, en la medida que crece la inteli­gencia de los inteligentes, se estanca o involuciona el seso de los involu­cionistas: ésos que viven creyendo que por haber pasado por una escuela, por una universidad o por un college, han tocado techo en su saber y tienen res­puesta para todo... Truhanes, pícaros y ne­cios que, si históricamente, por sa­berse recios y domi­nado­res, no necesitaron manifestarse especialmente porque co­paban el poder sobre tierras, fábri­cas, mercados e iglesias, ahora, cuando en el teatro político han tenido que pasar de protagonistas a antagonistas, emergen broncamente en la política, en los periódicos y en los medios. Todos hijos bastardos de los conquistadores, de los dictado­res y, en suma, de los depredadores...

Aunque cuando están en el poder político los go­ber­nantes sensatos traten de lavar la cara de esta España que apa­renta jovialidad pero tiene la faz ajada, no pueden corregir en poco tiempo las huellas de la decrepitud ideoló­gica de­jada por tantos patanes de la cosa pública que han ido des­filando por su historia.

Hasta casi el siglo XX distintas castas libraban aún "sus" personales y necias guerras dinásticas; los caciques y seño­res feudales devinieron después en aristocracia cuyo mérito no dejó de ser siempre la inmisericordia, la arrogancia y el ingeniárse­las para retener los privilegios robados al pueblo más por acciones terribles de sus antepasados que por gestos verdaderamente nobles y humanistas.

Un general regordete de voz aflautada, con esa ladina habilidad para quitarse de en medio a los adversarios que le es­torbaban -la misma que tuvo la aristocracia tradicional-, se mantuvo al frente del país y bajo palio durante cuarenta años, reforzado el suyo por el poder milenario y más sólido aún de los chamanes.

Y otra vuelta a la idiocia; otra vez una constitución política urdida entre unos cuantos que, burlando una vez más al pueblo, se erigieron a sí mismos albaceas del regordete fe­necido entronizando a un monarca que, no pintando nada, garantiza la eterna continuidad de los cerebros pla­nos...

La excelencia que se desparrama por este país, nada puede contra la cazurrería política, mediática y burguesa.

Que España, al cabo de los siglos, es todavía un territorio políticamente deforme que tiene una imagen políticamente in­definida vista desde el exterior, lo prueban pequeños pero significativos detalles en los que es aprovechada deli­bera­damente la confusión y provisionalidad reinante general­mente en ella. Y de ahí sale nuestra caricatura. Pues, ya que so­mos incapaces de reírnos de nosotros mismos, como de sí mis­mos se ríen, por ejemplo, los italianos, España se presta como ningún otro país europeo a la chirigota. Por eso no ex­traña que ocurran cosas como aquélla que hace unos pocos años sucedió cuando los australianos, poco al co­rriente de nuestras veleidades y tontunas, tocaron en una fi­nal de la Copa Davis de tenis el himno de Riego. O aquel inmortal momento en que el imbécil hermano del criminal emperador, en su visita fugaz a España llamó maliciosa­mente y para adularle "presidente de la república", al en­ton­ces "dictador democrático" español poseído por un bigote inafeitable por razones misteriosas.

Y luego dirán que no somos patriotas... Pues, efec­tiva­mente, no lo somos por dos razones. Una, porque “el pa­trio­tismo es el último refugio los canallas”. Y otra, porque no puede uno sentir una mínima sintonía, sino aborrecerla, con esa porción de España cerril que es el obstáculo na­cional por excelencia y el más pesado lastre para el pro­greso mo­ral, el desarrollo político y la convivencia. Me re­fiero a esa minoría dueña de hecho de ella por los siglos de los siglos, que no soporta haber perdido transitoriamente el título nota­rial de propiedad de España. Esa España tremen­dista y sombría que, pese a gobernar diri­gentes dicharache­ros, esforzados y lúcidos de talan­te que inspira más confianza acaba siempre, vista desde fuera, sobreimpresionada como una maldición.

Pero de la misma manera que, inevitable­mente lo exqui­sito, por serlo, deja su es­pacio a lo soez, o como una conver­sación se desarrolla al nivel más bajo de los que par­ticipan en ella, la política, el contraste de parece­res y el in­tercambio de op­ciones de vida en este país están siempre condenados a ra­zonar en círculo y a que tanta gente jui­ciosa se vea precisada a callarse o a tener que re­plicar -con el riesgo de dis­paratar también- al disparate.

26 Marzo 2006











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