07 marzo 2006

Fisiología del optimismo

He de advertir, para que no se moleste en seguir leyendo quien tenga predisposición hacia todo lo contrario, que nunca me inspiró ninguna confianza ese tipo de persona que, en el razonamiento, re­cu­rre al opti­mismo como soporte principal de su argu­menta­ción. Y que detesto el verbo “op­timi­zar”, no tanto por tratarse de un neologismo anglo­sajón más de los tantos que em­bargan nues­tros idio­mas, sino por estar asociado a ese mismo es­píritu del que descon­fío. Los lo­gros, grandes o pe­que­ños, del ser humano no se los atribuyo al op­ti­mismo, sino al entusiasmo. ¿Que el asunto es sólo cuestión de pa­labras y ma­ti­ces? Pues a ello va­mos...

El optimismo filosófico y el endocrino

Expondré cómo percibo el optimismo desde la perspectiva filosófica y desde su significado co­mún.

En cuanto a la primera, es preciso decir que en Filosofía existe un sistema filosófico que consiste en atribuir al Uni­verso la mayor perfección posible como obra de un ser infi­nitamente perfecto. El principio optimista es que "todo cuanto existe en el mundo es lo más perfecto, y éste es el mejor de los mundos posibles". Es la conclusión de Pan­gloss en el cuento filosófico "Cándido", de Voltaire: "éste, es el mejor de los mundos posibles".

Séneca, Ci­cerón, pero también Descartes y Leib­niz, Wolf, Malebran­che, Rosmini y en general los panteístas y los que juzgan que Dios obra necesa­riamente, ya que las causas que pro­ceden de El producen siem­pre los efectos más per­fectos, afir­man sin dudar que todo está bien como está. El sistema del inglés Alexan­der Pope (1688-1744) se resume en la pro­posición: Todo está bien. Mien­tras tanto, entonces, sus compa­triotas, como hoy sus descendientes an­glo­sajo­nes partiendo de ese mismo principio, coloni­zaban, mata­ban, depreda­ban. Y si todo es­taba bien en­tonces según ese principio, todo sigue bien ahora... para ellos.

Tanto ha preponderado esta sofovisión, que in­cluso filó­sofos que no se consideraban a sí mis­mos necesariamente optimistas se apresuran a til­dar despectivamente de pesi­mistas a otros pen­sa­dores "realistas". Schopen­hauer, por ejemplo.

Pero ¿qué desprecio no debe hacerse de la razón y de la experiencia para sostener que todo cuanto existe es lo me­jor, refiriendo este principio a cada individuo? ¿Mediante qué sofisma se probará que todo cuanto existe es lo más perfecto, para aquel ser humano a quien la miseria y el dolor afligen o es víctima de los malvados?...

Esto llega así a mi entendimiento y a grandes rasgos, desde la Fi­losofía.

En el sentido más común conectado al psicoló­gico y psi­quiátrico el optimismo, aunque cier­ta­mente no deja de ser, para unos efecto, para otros causa, del pen­samiento fi­losó­fico, es una "propensión a ver y juzgar las co­sas en su as­pecto más favorable". Pero "favora­ble" es un adjetivo, y el adje­tivo nece­sita de un sujeto. La inferencia inmediata ha de ser entonces: favora­ble... ¿para quién? Y es que la filo­sofía del optimismo, a mi entender, no es más que la filo­sofía del egocentrismo, del ego­ísmo inferior —no el que nos sujeta a la vida: esa clase de ego­ísmo que, atizado desde un estamento social, se pervive a costa de otros gru­pos so­ciales, de la es­pecie humana o de la Natu­raleza toda.

La propensión a ver "sólo" lo favorable negán­dose el su­jeto a correcciones "razonables" a esa propen­sión, se sos­tiene exclusivamente por la vo­luntad de considerar sólo uno, el que precisa­mente le con­viene, de los lados de la realidad, po­liédrica por definición. Pero por eso mismo, por tra­tarse de una propensión, una inclinación, una tendencia, no deja de ser una defor­mación. Una defor­mación, o malforma­ción, que ataca al racio­cinio y cuya noci­vidad tras­ciende del indi­viduo mucho más que el pesimismo, su opuesto. El pe­si­mista huye. El optimista nos busca.

Pues el efecto del pesi­mismo se re­suelve en úl­timo término en una pa­ráli­sis moral o bloqueo psi­cológico del individuo. Mientras que es muy difícil que el tipo de opti­mismo a que me refiero, no in­tente conta­giarse. Porque cuando alardea de él, no es que el sujeto esté sintiendo sólo esa in­clina­ción; es que se en­cuen­tra gene­ralmente en un periodo fa­vora­ble de su vida e intenta obtener provecho de ello. Si vende, para vender; si cons­truye, para cons­truir; si lleva pleitos, para captar­los... Es difícil imaginar a alguien que, tras una serie encadenada de contratiempos o condenado a la en­fermedad o a la miseria cróni­cas, haga gala de optimismo. Pero si tratamos con él y hemos de abordar cues­tiones ob­jetivas de alcance, es difícil no tener también la impre­sión de estar viendo a un estrá­bico mental o a un ne­cio. Porque una cosa es que ante una si­tuación in­cierta, un futuro sin pronós­tico, no se deje uno abatir por el derro­tismo antici­pado, y otra conver­tir al opti­mismo en ban­dera. En esta clase de opti­mismo proyectivo pienso en las presentes re­flexiones princi­pal­mente.

Tratar de “ilusionarse”, ser optimista, puede ser una buena terapia per­so­nal, pero la racionalidad de la expectativa y del cál­culo acerca del futuro per­sonal, y mucho más si se trata del futuro co­lectivo, nada tiene que ver con una receta moral o médica. Y mucho me­nos cuando asistimos a políti­cas y a decisiones huma­nas de grandes optimistas y pro­bada per­versidad cu­yas horrendas repercu­siones retumban en cual­quier confín del mundo...

El optimismo sólo endocrino

Ha de observarse que, desde este punto de vista, el opti­mismo no es un estado anímico "normal"; como no lo es el pesimismo, ni la melancolía, ni la euforia. Es simplemente un modo de estar más o menos eventual y patológico, frente a la represen­tación del mundo y del después; tanto acerca del devenir propio, como del futuro que espera a uni­versos ente­ros presos de la miseria y de la muerte trágica. En su desme­sura el op­ti­mismo es sencilla­mente engolamiento, plétora y patología del racio­cinio: lo ofusca.

Y aunque pueda parecer otra cosa, nada tiene que ver con la esperanza; como tampoco el pesi­mismo con la desespe­ración. Por eso llama la atención que la psiquiatría recurra a términos como optimismo y pesimismo, tan relativizantes e inasibles, para modular el grado de "normalidad" o anorma­lidad en un individuo. El pesimismo pro­longado puede llevar al suicidio, pero eso es cosa de cada cual. Sin embargo es frecuente que el optimismo a que me refiero sea causa de ruina y devastación. Por eso tengo al optimismo por anti­filo­sófico y típico justamente del que se niega a pensar. En tanto que prescripción psiquiátrica, lo daremos por bueno. Pero siendo así que atiende principal o exclusivamente al amor propio y al bien personal, es muy difícil que no colu­sione con el bien común. Además, si su consumo individual es aconsejable para seguir adelante, perturba el ra­zona­miento a secas: esa clase de razonamiento que no se per­mite ni admite aditivos humorales.

Pero es que, además de una propensión, es una disposi­ción del ánimo que se regula a voluntad; depende en buena medida de estímulos externos y es determinante la coyun­tura que atraviesa en ese preciso momento el sujeto que se jacta de él y lo vende...

Porque es preciso ser un inconsciente para ser hoy opti­mista en relación a la aventura humana o al menos la aventura de las tres cuartas partes de la humanidad. Pues si se examinan bien las ame­nazas “reales”, el comportamiento de los prepo­tentes que dominan el globo y su resistencia a remediar inteligentemente asuntos gravísimos; si se advierte la codicia de los que tienen en sus manos el presente y el futuro del planeta y se considera la evolución del clima con sus signos de cercana catástrofe telúrica silente, ¿quién será optimista en esas cuestiones, sin engañarse cíni­ca­mente a sí mismo o sin ser al mismo tiempo un botarate?

No creo necesario señalar y menos enumerar los motivos que tiene la humanidad para sentirse an­gustia por su propio futuro en tanto que especie viviente y por las siguientes ge­neraciones. Sin embargo hay demasiados egoístas redo­mados y muy influ­yentes que, exclusivamente atentos a sus deseos y conveniencias, se atreven a "ver siempre el lado favorable de las cosas", a ignorar los desfavora­bles, a alar­dear de su confianza exa­ge­rada en el mañana, y a insistir en que les acom­pañemos...
Expónganos en todo caso el optimista contumaz una sola razón —más allá de su personal inclina­ción— para serlo. El mundo se lo agradecerá. No basta con exclamar: "¡hay que ser optimistas!" mientras se siembra o se sabe que otros están sembrando destrucción y estrago. Para sentirnos op­timistas, cualquier mediana inteligencia ne­cesita prue­bas, indicios, asideros racionales ante la zo­zobra y la incertidum­bre. Y entonces ya no hay optimismo. Habrá confianza.

Por otra parte ¡qué decir de el optimismo explo­tado mercan­tilmente; ése del que vive un número de seres humanos al me­nos equivalente al de los que viven de la tristeza, de la desgra­cia y del pe­si­mismo! Si hemos de ver en esto una ventaja de­ntro de un sistema de mercado voraz e insaciable, nos felicita­remos y lo promoveremos. Pero no es así. Se trata de otro cebo, otro instrumento de los muchos de que se sirve el sis­tema neoliberal y el poder en sus variadas versiones para faci­litarse sus abusos y mantenerse. En el parqué bursátil, uno de los tem­plos de la civilización actual, no pueden pisar ni pu­jar más que profesionales del optimismo...


El optimismo religioso

En cuanto a su connotación religiosa, veo en el optimismo una estrecha relación emocional con la "fe" católica. Pues así como ésta se imbuye, se educa y se "trabaja" en múlti­ples direcciones, el optimismo profano también se cultiva y se in­funde, y sus orfebres lo difunden a su vez como una nueva religión. Téngase pre­sente que el uno y la otra se ali­mentan de la letanía, viven en la con­versación y del pregón.

Creyentes, políticos, empresarios e infinidad de embaucado­res son los predicadores usuales de el optimismo. Pero ¿fun­ciona a solas? Porque dada la crudeza de la existencia más allá de la apariencia, lo más probable es que en la estricta in­timidad del optimista de oficio su lugar lo ocupen el desaso­siego y la duda. Desasosiego y duda que, para continuar el día, mutan a energía motriz en forma de optimismo. El psi­quiatra visitando al psiquia­tra...

La cuestión no está en los polos —optimismo o pesi­mismo— sino en la prudente confianza aso­ciada a la racio­nalidad...

La consciencia o inconsciencia, la lucidez o las sombras en la mente son lo que al final determi­nan en cada momento el grado optimista o pesi­mista del sujeto en función del trance que atra­viesa. Adivino la paradoja: el optimista es di­fícil que no sea refinadamente egoísta. Y a la inversa.

El ser humano "responsable", grave, serio y cir­cunspecto examinará todas las posibilidades ante el futuro y sopesará el azar en la previ­sión de re­sulta­dos. No hay razones ante lo incierto para ser, ni pesimista ni optimista. Ser cauto y es­pe­ranzado no alejándose del punto neutro en cada análisis del porvenir evita enga­ñarse y engañar a otros. Un carácter aca­bado rechaza el refuerzo pueril del optimismo y sabe afrontar la incertidumbre, como el agnóstico la duda.

Pero en último término, esas dos actitudes psico­ló­gicas —optimismo y pesimismo— no son exclu­yen­tes entre sí en una misma persona ante la dis­yun­tiva. Se puede ser optimista acerca de sí, y, habida cuenta la pro­gresión geo­métrica de la dis­tancia en­tre el primer mundo y el tercero, entre ricos y po­bres, entre eufóricos y dolientes ser pe­simista res­pecto a la huma­nidad. Y serlo tam­bién respecto a la suerte que le espera a la bios­fera siendo así que su de­grada­ción parece irrefraga­ble. Hablemos de ten­dencias. Pues la tendencia es que todo vaya a peor. Aun así, se puede, en fin, ser op­ti­mista con el co­ra­zón, y pe­simista aunque entu­siasta, con la razón...

Se comprende mal que los "expertos en mentes" no dis­tingan estas dos propensiones en un mismo individuo: una psicosomática y la otra intrínseca­mente racional, y ambas reflejo de dos inteleccio­nes, la subjetiva y la objetiva.

El optimismo criminal

Optimistas con alta dosis de inconsciencia son aquellos que se dedican a la depredación sal­vaje o contribuyen a ella, los que practican el ex­polio armado, los que destruyen ecosistemas enteros despreocupándose de las consecuen­cias o con­fiando neciamente en la ca­pacidad de la Natura­leza para regenerarse a sí misma en poco tiempo, del graví­simo maltrato que la infligen. Optimis­tas son los que fin­gen desafiar a la muerte y a su propia suerte cuando lo que hacen es po­ner en grave pe­ligro la vida de los demás. Y op­timistas son los que sólo piensan en sí mismos y des­pre­cian el destino de las próximas generaciones por­que, op­timistas, no se creen en el deber de pen­sar en "ellas", o bien, será para ase­gu­rarnos en­goladamente que nuestros nietos mu­ta­rán a ca­paci­dades nue­vas para adaptarse a con­diciones de vida que ellos serían inca­paces de so­portar ni un solo día...

Optimistas son los que, en lugar de permitir que las “cosas” de la sociedad y del mundo discurran por cauces tranquilos y naturales, las vio­lentan, las fuerzan. Destruyen lo que había y levantan lo que no debi­eran; confunden laboriosidad y agita­ción, pro­greso con demolición y exterminio. Se re­crean en alar­marnos y dicen darnos “seguridad” cuando las mayores desgracias de la sociedad vie­nen aus­piciadas por ellos mis­mos, optimistas a través del cri­men como negocio. Por su an­siedad, des­fa­chatez y el refinamiento que procura el mu­cho di­nero y el mucho poder los podremos reco­nocer...

Optimistas incorregibles fueron, y son, gentes de fe y de "firmes convicciones": Hitler, Aznar, Bush, Pinochet y gran­des criminales de la historia. Gen­tes que, armadas con toda la fuerza bruta y con una voluntad destructora sin límites, se arrogaron o se arrogan el derecho a subvertir el orden del mundo o de su país porque la fuerza metafísica por anto­nomasia, Dios la mayoría de las veces y otras el diablo, di­cen está con ellos. Todos tie­nen en común una fe ciega en todo cuanto em­pren­den. Por más dis­paratado y devastador que pa­rezca a los demás mortales, poco les importa el re­sultado fi­nal: en realidad se "realizan" en esta vida y cum­plen su de­signio biológico, no tanto en la consecución de los objetivos como en la ejecu­ción de los trámites. Por eso raro es el que, des­pués de sus alardes de optimismo y de la es­tela de muerte dejada tras ellos a cuenta de él, no acaba mal­dita y maldecida su me­moria. Pues raro es de en­tre ellos —adoradores de sí mismos— el que no pasa a la historia como un mal­vado.

En todo caso, puestos a elegir entre dos enfer­mos del ánimo, mil veces preferible es el pesi­mista: seguro que el mal será su mal, pero difícil­mente mal para el resto de la humanidad.
Por último, de ningún modo el mundo debe al optimismo el progreso material y el moral. Ya lo dije: se lo debe al entu­siasmo ("adhesión fervo­rosa que mueve a favorecer una causa o em­peño"); un atributo que tiene muy poco que ver con la patología del optimismo y que vale la pena tratar por separado.

Líbrenos la sociedad de los optimistas, sobre todo de los que, teniendo alguna responsabilidad colectiva se empeñan en demostrárnoslo. Denos el cielo la compañía y la orienta­ción de personas lú­cidas, juiciosas y entusiastas. Nada más.

En El significado en las artes visuales (Alianza, 1979), Erwin Panofsky habla de un tardío cuadro de Tiziano, Alegoría de la Prudencia, en cuya parte superior campea un lema latino: "Instruido por la experiencia del pasado, obra con prudencia en el presente para no malograr el futuro". Este es el pensa­miento clásico pero también eterno. Nada que ver con el op­timismo. Sobre todo nada que ver con el optimismo como mercancía, el más odioso...

(Para no romper el equilibrio intelectivo que he intentado mantener en este análisis, he obviado también toda referen­cia al optimismo en su relación directa con la terrible sequía que se cierne sobre la Península)

24 Enero 2005



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