05 mayo 2006

Los ricos y la opinión

Los griegos antiguos distinguían entre doxa (opinión) y episteme (conocimiento científico). Para ellos la doxa es in­tercambia­ble, pero no la episteme. En principio la ciencia es relativa­mente invariable. Digo en principio porque exami­nada con detenimiento, resulta que todo en ella es casi tan pro­visional e intercambiable como la opinión. El trasiego de las verdades "inconmovibles" de la ciencia es mucho mayor del que se supone. Al final resulta tan inconsistente como la doxa. Ahí está, por poner un solo ejemplo, la ley de la gra­vedad de Newton. Tres siglos después resulta que en el va­cío cae más deprisa una pluma que una piedra....

Sea como fuere, todo para mí es doxa. Yo llamaría epis­teme no a la ciencia, sino a lo largamente meditado. Lo que para cada cual esa idea es firme y sólida después de un prolongado examen, y mientras le resulte útil para compren­derse a sí mismo. Eso sería episteme, al menos de con­sumo personal. Porque no existendo verdades absolutas, sí hay "principios" también llamados fundamentos, que son uti­litarios. En las matemáticas (hay varias matemáticas), en la física... y tam­bién en la moral los principios permiten que estructuras en­teras funcionen: por principia mathematica flota un barco y vuela un avión. Dios es un concepto psico­lógica y social­mente utilitario. No más. La monogamia pero también la po­ligamia lo son. Etcétera. Lo que no impide que todos sean corregidos con frecuencia en su formulación y concepción. Esto conviene saberlo, no para vivir aprisiona­dos en un es­cepticismo tristón, sino para saber que lo que pensamos hoy lo más probable es que mañana lo discurra­mos de otro modo. Además, estar avisados sobre esa posi­bilidad nos permite ser más condescendientes, más libera­les. En resu­men y mi consideración, cuatro o cinco mil años después, doxa y episteme terminan siendo dos caras de una misma moneda.

No hay, pues, verdades conclusas ni cerradas. Pero la cultura occidental es engolada y pretenciosa. Así, envol­viendo lo que es doxa en pretenciosa objetividad o epis­teme, nos hacemos más dignos de atención. Para evitar la pretenciosidad, aunque puede parecer infantil expresarse en primera persona, prefiero reconocer ipso facto que lo que digo es sólo "opinión", a presumir de que "mi opinión" es episteme aunque haya bebido en fuentes que lo sean. No importa, pues de todo dudo, todo lo pienso como si me en­contrase en el origen.

Pero ¿cómo considerar lo que no es ni una cosa ni otro? ¿Dónde encajar lo que no es propiamente pensamiento ni tampoco sentimiento, sino reconducción del sentimiento al raciocinio para expresar de manera oral o escrita un senti­miento puro de acuerdo a lo que lo identificamos dentro de nosotros como tal? Para expresar un sentimiento amatorio o afectivo existe por antonomasia la Poética. Cualquier cosa sin necesidad de ser amatoria, también puede recurrir a ella. Pero ¿dónde situar un sentimiento negativo, la repulsión por ejemplo, que no se presta a la Poética, que no es episteme en su significado etimológico, ni tampoco doxa? La Poética no vale: ella lo desdramatizaría, desactivaría al sentimiento sólo por mo­mentos, cuando lo que necesitamos es el vó­mito. Aquí que­ría llegar. ¿Cómo expresar y a qué género pertenece el odio expresado por escrito que no es ciencia ni tampoco opinión?

Quiero decir que sé lo que amo y a quién amo. Todo eso está escondido entre los pliegues de mi vida. Pero también sé qué odio y a quién odio: prescindiendo del que siento hacia la escoria estadounidense, a los prepotentes, a los arrogantes, a los necios, odio por encima de todo a los ri­cos. No les envidio. Ni quisiera estar en su lugar. Simple­mente les desprecio. Me niego a sostener trato con ellos, aunque a veces me hayan requerido. Entiendo por ricos aquellos que poseen con exceso lo razonable para vivir ra­zonablemente. Hay una web intitulada La Haine, odio en lengua francesa. Creo que quien ideó el título y yo nos refe­rimos a lo mismo...

Me refiero principalmente a los ricos que sé que lo son, y no tanto porque lo son como porque hacen ostentación de su riqueza. A esos que atribuyen su riqueza a su roma inte­ligencia creativa y a menudo a ese aborrecible y americano "trabajar duro" estableciendo relación efecto y causa entre el esfuerzo y su opulencia. ¿Queréis saber a qué llaman trabajar duro?: a "reunirse" sin parar, a hablar sin parar, a telefonear y a esperar llamadas sin parar... desde poltronas. A imponer, a exigir, a forzar, a engañar, a intrigar y a ma­niobrar; a ir de acá para allá, en primera clase, con chófer o en avión privado... a destrozar literalmente al competidor.

Odio a los ricos porque barbotean que se lo ganan y se lo me­recen. Saben que no es así... Lo saben, porque su ri­queza está compuesta de un tanto por ciento altísimo de azar y otro tan alto de influencias, de amiguismos, de favo­res, de desaprensión, de rapiña, de robos legales e ilega­les... o, en el caso más disculpable, de herencias. Lo sostie­nen públicamente como si la riqueza tuviese que ver con el desvelo, con horas de trabajo y con méritos extraordinarios. Como si la humanidad en carne viva, que trabaja penosa­mente, no mereciese lo poco que posee y ellos sí...

Nadie, si rinde debidas cuentas al fisco, puede enrique­cerse. Las leyes tributarias, aun en los países capitalistas, calculan el grado de enriquecimiento y sus topes. Todo el que vive suntuosamente, aun dentro del capitalismo, es porque se apropia de lo que no le corresponde, es de domi­nio colectivo o simplemente de los demás.

No se odia la riqueza: se odia a los ricos. Se puede amar a lo abstracto a los animales y a las cosas, pero no se puede odiar más que a lo que tiene forma humana.

Odio a los ricos porque su existencia es la causa de las mayores desgracias de este mundo.

Lo que tendría que hacer el mundo moralmente superior, es encerrar en Guantánamo a esos 587 ricachos que acu­mulan una fortuna que duplica la riqueza anual producida por un país como España, liberando de paso a la cifra equi­valente de desgra­ciados que se encuentran desde hace cinco años en aquella cámara de los horrores y nadie sabe qué pintan allí. Ni si­quiera sus guardianes.




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