27 mayo 2006

La Medicina puede perjudicar gravemente su salud


1.
He de hacer dos puntualizaciones muy importantes. La primera es que todo lo escrito en el presente arrebato contra la Medicina y los médicos se refiere a la Medicina y médicos de Occidente y especialmente de España.

Pues esa noble actividad en los países de economía so­cialista pura que aún quedan y en los de cultura islámica nada tiene que ver con lo dicho aquí, al no estar sometida a la tiranía del dinero y de los Laboratorios transnacionales como ocurre en todos los países del nefasto modelo demo­liberal. Cuando decimos que vivimos en países que pade­cen una grave pandemia: la grave infección por el dinero y por el frenesí de la ganancia fácil ¿podemos imaginar, salvo las excepciones que existen siempre, que haya algo que se pueda librar de la infección? Y la segunda puntualización es que no se trata de poner en evidencia a la Medicina occi­dental porque sí y sin objeto al­guno, sino para prevenirnos en lo posible contra la Medicina cercana que todo lo invade, que todo lo cree dominar y cu­yos efectos impetuosos po­demos sentirlos lo suficiente hasta no dejarnos vivir...

Digo en el título que la Medicina perjudica gravemente la salud: también la perjudica no aceptar de buen grado la en­fermedad como parte ordinaria de la vida y de la salud misma. Los dioses ayudan a los que aceptan y arrastran a los que se resisten, decían los antiguos. Si aceptamos la enfermedad como comienzo de la sanación, sólo en casos extremos iremos al médico: en ambulancia.

Soy iconoclasta y antifabulador. Pero no por mi carácter. Es al revés. Es la repulsión por los mitos de carne y hueso y por el de la riqueza que este tipo de sociedad crea en reem­plazo de otros religiosos infantiles pero al menos milenarios, lo que conforma en parte mi carácter. Pero es que también parte de la sociedad dominante (confabulada para ello) ex­alta el mito de profesiones y de sus profesionales: de sus periodistas, de sus científicos, de sus abogados, de sus jue­ces, de sus empresarios. Pero por encima de todos, de sus médicos. Los médicos, sólo porque recetan fármacos o hacen cirugía, ahora ya informatizada, son pequeños semi­dioses. Ninguna corporación se priva de deificar a sus miembros. Pero como ninguna otra, "la Medicina" glorifica a sus chamanes. Y en buena parte, por los ejércitos de que disponen: colaboradores, asistentes y lacayos que les admi­ran, corean y promueven.

Yo, hace mucho tiempo que empecé a pensarlo todo por mi cuenta. Me refiero a todo eso discernido por los antiguos pensadores que observan la naturaleza de las cosas -de re­rum natura-; a eso que el barniz de la cultura, de la civiliza­ción, de los saberes -que no sabiduría- han barrido cu­briendo de miseria gran parte de la vida emocional, afectiva y social. La nobleza en su sentido más excelso, ya no existe. No me refiero a la nobleza de la sangre, que es otro mito y se soporta muy mal. Sino a la nobleza del espíritu; y hablando de ella, a la nobleza del médico. Se acabaron en­tre nosotros los médicos que aconsejaban dieta y reposo, que consolaban e infundían esperanzas razonables... pau­tas que jamás podrán perder vigencia desde los descubri­mientos más valiosos recogidos en los "Tratados hipocráti­cos". Aunque quieran ejercer su profesión con grandeza, amplitud de miras y prudencia, ya es tarde, ya no pueden.

Está claro que millones de médicos menores de sesenta años -a partir de esta edad hay que buscarlos con candil- han acumulado a lo largo de su carrera millones de expe­riencias. Pero ni la acumulación de experiencias ni la suma de experiencias equivale a "la experiencia". Ni puede dedu­cirse de ello "experiencia". Las experiencias, en plural, son vivencias. Pero nada que no haya pasado por el cedazo de los años sedimenta. Porque a las experiencias, para sacar un poco en limpio, hay que añadir mucha reflexión. Y no es la reflexión una actitud por la que la sociedad de hoy día y la pedagogía sobre cualquier materia tengan precisamente mucho aprecio. Y si lo tienen, deben reprimírselo sacrificada por la urgencia, la impaciencia y la "apariencia" de la sana­ción. Los profesionales de la Medicina sólo acumulan expe­riencias, casos clínicos, como la policía casos criminales y los jueces jurisprudencia. Pero nada de todo eso prueba ni aciertos, ni remedios ni justicia. Superpuestas unas expe­riencias sobre otras, en el fondo clarifican poco; tampoco al médico. Cada enfermo es diferente aunque sus tejidos, sus músculos, sus huesos sean "aproximadamente" del mismo material que los del resto de sus semejantes. Pero la Medi­cina actual no está dispuesta a asumir que no hay enferme­dades sino enfermos. No puede detenerse a otra cosa que no sea meter al paciente en una de esas cintas sin fin que hay en los aeropuertos, permaneciendo en ella dando vuel­tas hasta que su dueño retira su maleta. Retirar la maleta en este caso es muchas veces desistir del tratamiento ineficaz o morirse.

2.
Todo discurre como por una cadena de montaje industrial. La Medicina, en connivencia expresa o tácita con los Labo­ratorios es industria pura. Después de la sugestión que suele acompañar a los primeros contactos con el médico y a la hip­nosis de los primeros días de tratamiento, vienen los verda­deros resultados, la verdad. A menudo si hubiéramos tenido más paciencia, hubiéramos podido comprobar que también habríamos curado sin médico sin los costes orgáni­cos que causan muchos fármacos. Por otra parte la presión insupera­ble de los Laboratorios farmacéuticos -dueños a su vez de fábricas de armas, por cierto-, la presión de simpo­sios, con­gresos, protocolos, centros donde se adoptan acuerdos -pese a que nada ha cambiado la naturaleza humana-, el médico es una pieza más del engranaje, carece de personalidad propia y antes de llegar el paciente a su consulta ya tiene preparado lo que "debe" recetarle. Se lo ha prescrito "ese" gran Labora­torio gracias al que, como poco, viaja a gastos pagados cada año... No importa que un fármaco maravilloso haya curado hace años un mal. Otro está ya en el mercado porque -nos dicen- es mucho mejor que aquél. Como si nuestro orga­nismo hubiera mutado, tu­viera otro hígado, otro corazón, otro pulmón; como si la sa­nación admitiera grados: más sanación o menos sanación...

Ellos, los médicos, saben muy bien que muchas de las en­fermedades que conocemos no existen: son clasificacio­nes, etiquetas, convenciones de la Medicina unas veces y otras de su fantasía o del enfermo.

Fulano está estupendamente después de cinco años de un trasplante de hígado. En primer lugar, ¿a cuántos huma­nos les alcanza ese privilegio? Segundo ¿sabemos cuántos han sido los fracasos por rechazos? ¿cuánto y cómo ha vi­vido ese ser privilegiado? Valdría la pena obtener una esta­dística de los fiascos de la Medicina y ponerlos junto a los éxitos. No tengo duda de cuál de las dos saldría ganando o perdiendo.

Los programas televisivos sobre médicos y la Medicina en­tre nosotros, por ejemplo, sirven para tres cosas: para contar­nos quienes telefonean al programa lo que ya ha agotado la paciencia de la vecina y de su especialista; para llenar la me­nesterosa programación; para propaganda del consumo ma­sivo de... la Medicina. Pocas, o con la boca pe­queña, re­co­mendaciones y exhortaciones a saber soportar los sufri­mien­tos pasajeros y curables. Todo lo contrario: la frase usual es: "Vd. no tiene por qué soportar nada. Debe ir al médico tanto si le duele como para prevenir".

Pero el caso es que las enfermedades o son curables o son incurables. Lo único que hacen los medicamentos es abreviar el proceso de curación, casi siempre con un coste por los efectos secundarios. Y las enfermedades incurables, tratadas de manera terca que no hace más que prolongar la agonía, terminan pese a todo con la vida del condenado a morir.

¿Vale la pena sufrir los tejemanejes de los médicos, sus pruebas, sus errores y los riesgos generales de la Medicina como superestructura? ¿Y todo, al final, para arañar unos días, unos meses o unos terribles años a la eternidad?

Puesto que hemos de morir, no hay mejor filosofía que vi­vir despreocupados lo que nos corresponda vivir aceptando nuestra suerte y teniendo el temple suficiente para soportar las dolencias curables durante el tiempo que la naturaleza asigna a cada enfermedad. Todo lo preventivo es en térmi­nos generales necio. El futuro, como una ley de paradojas, siempre nos depara justamente lo imprevisto. La Medicina preventiva, como las guerras preventivas, hacen mucho más daño que remedian. No queramos vivir más de la cuenta. El progreso desigual, asimétrico, desordenado es nefasto para todo y aporta muy poco consuelo al lado de lo que nos hacer perder pie, equilibrio, serenidad y calma, que son los estados de ánimo en los que hemos de trabajar y cultivar. La Medicina actual nos los arrebata sin escrúpulos, con la treta de proponerse hacernos la vida más atractiva.

De esto se trata, de no dejarnos embaucar. Por supuesto que a veces hay que "ir al médico" a escuchar "su opinión". Pero no tomemos su parecer como si él fuera el Oráculo de Delfos. Conservando una mínima sensibilidad, inmediata­mente sabemos si un medicamento va a hacernos efecto o no. La vida, tutelados en todo, es insoportable. Sobre todo no es "libre"; siendo así que a lo que aspiramos es a la li­bertad. Después de escribir todo esto surge el escándalo de la cooperación necesaria de médicos de "prestigio" en el dopaje del ciclismo español. ¿Que son excepciones? No tanto. Hay muchas maneras de enalbardarse con el sistema corrupto y corromperse también amparados en la presun­ción de grandeza de miras que los médicos en la mayoría de casos -ya- no tienen o no pueden tener.

3.
El médico que se aparta de la ortodoxia "para hoy" y las medicinas "alternativas" están condenados a la pesecución directa o encubierta. Ya los mismos descubridores de la anestesia "moderna", Horace Wells (1844) y William Morton (1846), un salto cualita­tivo para la cirugía, pasaron un au­téntico calvario entre sus colegas y murieron trágicamente...

Minuciosamente, uno por uno, con la estadística particular co­rrespondiente que no es cosa de desarrollar aquí, entre gentes de una posición relativamente prominente en la so­cie­dad (clé­rigos, músicos, pintores...) la vida media desde el Renaci­miento hasta el siglo XX son 62 años. Ello teniendo en cuenta que hay una docena entre todos ellos que murie­ron a causa de epidemias. Lo mismo puede decirse de la vida en la Antigüe­dad. Eran innumerables las gentes octo­genarias. To­das tenían garantizada una nutrición y una sa­nidad al alcance de pocos. Eso, además de la creatividad y una vida intelec­tiva muy activa y creativa determinaban una alta longevidad. Esto es muy poco conocido. Yo, desde luego, desconozco estudios monográficos amplios en estos términos comparati­vos homogéneos a que me refiero...

Era el pueblo el que caía masivamente bajo el peso de las epidemias y de la ausencia total de higiene en buena parte de­bida a su ignorancia y en otra a la contaminación de las aguas. Pero sobre todo, por deficiente nutrición y horas in­ce­santes de trabajos penosos e infernales. También por epide­mias y pan­demias.

Pero una persona hoy día que tiene garantizado el ali­mento y la higiene, puede añadir un plus a una vida relati­vamente feliz (y salvando las condiciones medioambientales y psicoló­gicas en que se haya sumido el planeta) si evita la Medicina y sólo in extemis recurre a ella.

Aparte de la anestesia -éter, óxido nitroso, luego el cloro­formo-, así, a ojo de buen cu­bero, los ingredientes básicos "efi­caces" sobre los que asienta la Medi­cina "curativa" son: anti­bióti­cos, opiáceos y corticoides. Todos los fármacos contie­nen alguno de ellos en una u otra propor­ción. El resto son pla­cebos.

Gracias a la anestesia podemos no sufrir; gracias a los opiá­ceos podemos no sufrir y acabar nuestros días sin con­ciencia; gracias a los corticoides también podemos no sufrir. Al final de eso se trata, de no sufrir, no tanto de que "no nos duela". Y re­sulta que si bien la anestesia está al alcance de todos, los opiáceos (la morfina) se sustraen a los moribun­dos, pues uno de cada tres con horribles dolores recibe cui­dados paliativos que no son sino combinaciones de opiá­ceos. Es decir, la Medi­cina, los médicos y todo lo que en­vuelve a lo que tiene que ver con ella saben que el "en­fermo" es más que a un ser humano al que hacer un poco más soportable la vida, otra fuente de "ri­queza". Nada se sustrae al fenó­meno económico. La Medicina, en cuanto que superestructura, no trata tanto de procurar una po­bla­ción saludable que se aleje lo más posible de ella salvo en casos extremos, sino atraerla a la curación rápida, a la pre­vención de males que no hay por qué con­traer y de tener en fin a la po­blación gran parte de su vida pendiente y depen­diente de ella. Siendo así que en esta vida no se trata tanto de gozar como de no sufrir. Quien crea lo contrario está perdido. Tarde o temprano lo comprenderá así, aunque todo esto sea tan discu­tible como se quiera: como el sistema so­ciopolítico, por ejem­plo.

El profesional desconoce o no recuerda que “nada va más contra la curación que cambiar frecuente­mente de re­me­dios”. No lo digo yo, lo dice Séneca en sus Epistolarios 2. Y hoy día eso es justamente lo que la Medicina y sus Labo­ra­torios pro­cu­ran con fármacos continuamente novedosos que los médi­cos recetan mecánicamente sin co­nocer en realidad cuáles serán los resultados.

Napoleón decía que los médicos mataban a más seres humanos que todos sus generales juntos. Hoy día está muy solapado, pero no andamos lejos. Los medios, los políticos, los jueces, los médicos, los institutos, las corporaciones... están todos concitadas para llevar a la gente por donde a unos y a otros interesa, y se ayudan entre ellos. La Medi­cina, como la religión, es intocable.

Hipócrates recomendaba, en caso de enfermedad, pri­mero por último el cauterio. La Me­dicina actual invierte los térmi­nos: primero la cirugía y luego la farmacopea dominada por Labo­ratorios que no mantienen los médicamentos más efi­ca­ces en los padecimientos más comunes. Sólo, a duras penas la aspi­rina y algunos otros que hay que rebuscar, se salvan de la quema...

No podemos decir que vivir bajo las prescripciones médi­cas sea vivir en libertad y más felices. Entre otras cosas porque para nada tiene en cuenta la todopoderosa Medicina actual principios primeros que desde Hipócrates nunca cambiarán, como "La salud del hombre es un estado dado por la natura­leza, la cual no emplea elementos extraños sino una cierta ar­monía entre el espíritu, la fuerza vital y la elaboración de los humores" o "Las enfermedades son crisis de purificación, de eliminación tóxica. Los síntomas son de­fensas naturales del cuerpo. Nosotros los llamamos enfer­medades, pero en reali­dad no son sino la curación de la enfermedad. Todas las en­fermedades son una misma, y su causa es una misma en to­das ellas, aunque se manifiestan por medio de diferentes sín­tomas, de acuerdo con la deter­minada parte del cuerpo en que aparezcan". Actualmente la Medicina es tenida como Ciencia, no como una "bella arte" o simple ayuda a la natu­raleza para curarnos de lo sanable.

Librémonos de la Medicina cuanto nos sea posible y sus­trai­gámonos a las estadís­ticas, siempre infinitamente más en co­ntra nuestra que a fa­vor. Si no queremos estar entre los muer­tos de los fines de semana o de los puentes, abs­tengá­monos de salir de viaje esos días y busquemos la ma­nera de hacerlo cuando la mayoría no quiere disfrutar sus vacaciones. Si no queremos estar entre las víctimas de los errores ingen­tes de la Medi­cina, de la incuria de los mé­di­cos, de la preci­pitación y de la confusión de todo el perso­nal que le rinde pleitesía, confor­mémonos con nuestra suerte y huyamos cuanto podamos de la Medicina. Si al final com­prendemos que ha llegado nuestra hora, deberemos saber qué hemos de hacer sin te­ner que pa­sar por la trucu­lencia del encarniza­miento tera­péutico que, en el caso de no tener la inmensa suerte de una muerte repentina, nos tiene ase­gurada la mal­dita Medi­cina de este milenio en Occidente si no nos encon­tramos entre ese uno de cada tres que re­cibe cuidados palia­tivos y tiene una muerte dulce. Pues ¿quién nos garan­tiza que se­remos ése? Nadie. Esta socie­dad no tiene en su ca­beza más que el dinero, la riqueza, el éxito momentáneo, la fama efímera, y menosprecia la au­téntica paz, la serenidad y la vida feliz sin pretensiones. La Medi­cina occi­dental, dentro de la centrifugadora del dinero y la ganancia ge­neral que es todo el sistema, se las ve y se las desea para compaginar las prescrip­ciones hipocráticas con las perentorie­dades del “neo­capitalis­mo”.

(Hace muchos años un cirujano -eminente, eso sí- como todos los médicos ¿hemos conocido alguno que no lo sea?, en una re­nom­brada clínica de Madrid salía en plena opera­ción de un tumor de colon de mi madre para hacerme una oferta "tentadora": "ahora tiene su madre, tenemos, la ocasión de que sólo por 250.000 pts. le qui­temos también la vesícula. ¿Qué me dice vd.?". Jamás lo ol­vidaré. Todavía sigo petri­ficado. Por cierto mi madre murió pocas semanas después y no se estaba entre los afortunados que suelen encon­trarse entre los familia­res de médicos y amigos de médicos que re­ciben cuidados paliativos. Tuvo que confor­marse con Nolotil en can­tidades industriales que no servía para nada y ya no había sitio al­guno de su cuerpo donde in­yectarla. Fue imposible conse­guir que la inyectasen mor­fina)

El arte de los médicos consiste en renovar constante­mente el vocabulario de las enfermedades y con ello su prestigio. Bajo el nombre de cefalgia cobra un aire distin­guido el anti­guo y plebeyo dolor de cabeza. Cuando los mé­dicos no es­tán de acuerdo ¿quién decide? Y, como decía Voltaire "los médi­cos meten drogas que no conocen en un cuerpo que conocen me­nos todavía".














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