31 mayo 2006

¿Enciclopedismo o sabiduría?, ésa es la cuestión


Que el saber y la sabiduría nada tienen que ver entre sí y hasta se oponen, y que un pastor puede ser más sabio que un premio Nobel es algo de dominio universal... Clara Obli­gado, en su obra La sonrisa de la Gioconda dice algo tan asombroso como obvio. Dice la autora que si leemos un li­bro a la semana desde los 10 años hasta los 80, al final sólo habre­mos leído unos 3.600. Bueno, pues supongamos que dupli­camos el número de libros, habremos leído 7.200. Su­pon­gamos que lo triplicamos, habremos leído 10.800. ¿Cuánto es eso?: una gota, dos gotas, tres gotas de lluvia en el océano... Por otro lado, si hemos leído con atención a lo largo de la vida 3.600, 7.200 ó 10.800 libros, sin que hayan tenido que ser necesa­riamente libros de caballería lo más seguro es que mucho antes de llegar a la cuota haya­mos enloquecido.

Pero siendo malo, quizá lo peor no es eso. Es que, para­dójicamente, si la lectura semanal no nos ha dejado pensar, tampoco nos ha permitido propiamente vivir. Salvo que sea a ráfagas, no es posible leer, pensar y vivir, y todo al mismo tiempo y leerse un libro a la semana. Yo invierto a veces dos horas en leer tres páginas, pues medito lo que leo. Y es que si no debe­mos –para no pasar por locos- medirnos pú­blicamente con los grandes pensadores de la historia, te­nemos la obligación de intentarlo a solas...

Luego viene lo de "tener razón" por el hecho de ser más o menos leída o ilustrada una persona: he conocido, y cono­cemos todos, a muchos con carreras académicas auténti­cos patanes del pensamiento o con el pensamiento pervertido. Y ahí es­tán profesionales de todas clases con títulos de todas clases que viven exclusiva­mente de las corrientes de opi­nión... de otros, del tópico y de corrup­telas intelectuales in­capaces de pensar por su cuenta.

Un artículo puede ser un acontecimiento y un libro “el más vendido” y muy celebrados en Occidente, y sin embargo ser ambos una aberración para la cultura oriental y vice­versa. Y esto sucede porque las distintas claves de cada cultura no permiten entre ellas una fácil ósmosis. Lo que sí es común, aunque en Occidente se olvide constante­mente de propó­sito, es que no hay verdades definitivas ni razón universal que no traten de conciliar la individuación (el ego­ísmo per­sonal) que no precisa de retórica de refuerzo, y el bien de "toda" la co­lectividad. Y esto es porque el espíritu del re­baño lo nece­sita pues es débil y se va debilitando si no hay quien se en­cargue de mantener su cohesión: los lobos ace­chan in­ce­santemente el aprisco. Y esto está en el cristia­nismo, en el budismo, en el taoísmo, en el confucionismo y en el huma­nismo; en toda reli­gión que no sea espúrea, eco­nomicista, improvi­sada o cir­cunstancial. Por eso digo que esas “verda­des” y esa razón que se preocupan de aportar la argamasa correspondiente, podríamos decir que son las únicas váli­damente universales.

Salvo los de puro recreo, lo que más importa de un libro es que punce el intelecto y o el sentimiento. Pues cada libro, cada escrito es (debieran ser) un compendio de arte más o menos luminoso y valioso. Teniendo en cuenta que el arte es unitario o puede considerarse como un todo unitario; es decir, que la música es también pintura, que la pintura es también música y ambas poesía, que la poesía es también música y pintura, que cada catedral es pintura, poesía, mú­sica y arquitectura, cada libro o cada escrito pueden ser poema, partitura y lienzo a la vez. Todo depende de que eduquemos los sentidos para percibirlo así y de que sepa­mos implicar a todos los sentidos en la contemplación, en la audición o en el intelecto. A fin de cuentas ni los cua­dros de Claudio Lorena o de Watteau están hechos propia­mente para los ojos del cuerpo, ni la música de amplias es­paciosi­dades, desde Bach, está hecha para los oídos del cuerpo. El arte de Giotto o de Mantegna y el de Vermeer o Van Go­yen no tienen apenas relación, pues los unos crean con la pincelada una especie de relieve y los otros evocan una a modo de música en la superficie cromática. De la misma manera nada tiene que ver un aguafuerte con el arte de Fra Angélico, ni un relieve egipcio con otro del Parte­nón...

Pese a haber leído 3.600 libros a lo largo de la vida o pre­cisamente por ello, sólo podemos llegar a la conclusión de que no sabemos más que una mínima mácula de saber que además es inestable, fugaz y caduco. ¿Extraña que Einstein dijese en una ocasión a un compa­ñero de paseo: “¿existirá la luna cuando dejemos de mi­rarla?”. Sólo podemos tener por ciertos los hechos físicos que vemos: un terremoto o una in­vasión bélica, pero no su génesis ni su desarrollo mientras sobrevienen. Porque todo lo demás y a partir del hecho visible y cierto, es conjetura. Pero ni un banco de datos milmillonarios como el buscador de google o la Bi­blioteca Británica, no hacen de nadie un sabio. A propósito de esto quiero decir y recordar lo que decía Ana­tole France: "Entonces, como no estudiaba, aprendía mu­cho..."

Nos falta más que humildad sensatez para reconocerlo. Creer que tenemos razón y no que, dentro de la realidad poliédrica, hemos ele­gido simplemente un emplazamiento para entendernos pero habiendo tenido para ello que aban­donar otros posibles, es el primer signo de ig­norancia si no de necedad. Pero si nos percata­mos de ello, si relativizamos todo, surgirá la res­puesta para nosotros re­solutiva; cual es, que no pretender tener las claves del pen­samiento nos puede proporcionar las claves del nuestro personal, como decía Cioran. No hay mejor mejor receta para lograr una cierta sensación de se­guridad interior y psí­quica aunque los de­más nos tengan por locos. Como por loco sigue teniendo a Cioran un puñado de deficientes mentales, eruditos, cuer­dos pero lerdos.

Una de las cosas que caracterizan a la postmodernidad situada en los Centros de Investigación y de Saber es que presume de saberlo todo. De sa­ber cómo actúan los hura­canes, los ciclones, los maremotos, lo que hay en Marte o en la galaxia M51; cómo funciona un agujero negro o cómo actúan las células cancerígenas. Pero ¿cómo y para qué aplica todo su saber aparte de fabricar armas, electrodo­mésticos y coches o penes con células de conejo para im­plartarlos en humanos? ¿acaso con tanto saber evita cata­clismos o cura enfermedades mortales de necesidad? ¿De qué nos sirven los bancos de datos equivalentes a la biblio­teca de Alejandría si nada de lo que “nos importa” verdade­ramente lo podemos re­mediar? ¿Acaso saber nos cura de la estupidez, de la cruel­dad, de la degeneración, de la depra­vación, del infantilismo patológico que hay en el ansia de poder, de poseer y de energía prescindible?

Se­guimos, sobre todo, sin saber la dirección ni a dónde se han propuesto llevarnos las sociedades primeras, aunque lo sospechamos. Y mucho menos sabemos a dónde vamos a parar después de muertos...

Cuanto más saber, más aflicción, dice el Eclesiastés. En Occidente convendría reconocer que en materia de saber ha tocado fondo; que ha llegado al límite de la incom­peten­cia, que no puede pasar de donde está, que será inútil por infructuoso todo adelanto que equivalga a más saber; que, como decía Groucho Marx en fin, desde la nada hemos al­can­zado las más altas cotas de la miseria. Aceptemos que ya lo sabe­mos todo: ahí están las atrocidades de Abu Grahib, las ma­tanzas de civiles como la de Haditha, las bar­barida­des que se cocinan un día tras otro para nada, sólo para gozar por anti­cipado o cuando se pergeñan o se co­meten de la imagen mental trucu­lenta del sufrimiento y de las torturas los que las proyecta­ron. Pero por saber, sabe­mos hasta que lo que en esta materia es no­ticia es también sólo la punta del ice­berg...

Lo sabemos todo sobre atmósfera y clima, pero el planeta se muere por el clima. Lo sabemos todo sobre el ser humano, conocemos al dedillo su fisiología, cómo mantener artifi­cialmente meses a un pobre moribundo. Pero no sabe­mos o no queremos saber que estamos cavando para to­dos, incluídos los que tienen culpa de nada, nuestra propia tumba. Sabe­mos demasiado sobre la desgracia humana y nada sobre su felicidad quizá porque no existe ya o está confundida con la alucinación. Lo sabemos todo, pero ya es hora de que empe­cemos a transformar tanto saber en sabi­duría... si es que la sabiduría no empezaría por exigirnos que abandonásemos justamente el saber, como Cristo pidió a sus apóstoles que lo abando­naran todo para seguirle a él. Lo sabemos todo, pero no sabemos cómo coordinar y re­partir armónicamente las aplicaciones de lo que sabemos. Pero hay algo que además de lo que está muriendo mata también, y es que vemos palpablemente que ya nadie es capaz de hacernos renacer a la espe­ranza y a la ilu­sión por un fu­turo al que no el hombre sino el hombre occi­dental ha re­nunciado ya y por eso vive deses­peradamente al día.



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