08 junio 2006

España moralmente en crisis

Que el mundo y especialmente el occidental vive tiempos críticos es una evidencia que apenas merece comentarios. Me ceñiré ahora exclusivamente a España, un país que pese a haber sufrido una dolorosa dictadura con el co­sto de las amputaciones que todas las dictaduras llevan consigo, vivió casi medio siglo estable en el plano social y psicológico una vez pasadas los efectos trágicos de toda guerra civil y de su postguerra...

España, desde que se empeñó en el siglo XV en ser una nación única no hace más que caminar por la historia a trom­picones. Nunca se asienta. Siem­pre que los más sen­satos dan un paso adelante, los montaraces dan dos pasos atrás. Estos son los que se empeñan en una unidad ficticia mientras otros reclaman su identi­dad porque no desean mezclarla con la suya. Nunca acaba de coger el pie de Europa, ni hay régi­men polí­tico que acabe tomando carta de naturaleza a gusto de todos los pueblos. Tiene una monarquía prendida con al­fileres pues medio país clama por la república, y una demo­cracia cuyas lacras relum­bran más como mil soles que sus virtudes y libertades. Es­paña, como so­ciedad puede que para muchos sea ma­ravi­llosa, pero como colectividad política pa­rece estar siempre a punto de estallar. En cualquier caso y en conjunto está a la cola de dos virtudes sociales: la modera­ción y la previ­sión. Los “centros” siempre son falsos.

Se llama anomia en sociología (más o menos, lo digo de memoria) a un estado de la sociedad en el que existiendo profusión de leyes se han debilitado los usos y costumbres que constituyen foco del control social, sin que los nue­vos que van apareciendo hubieren sedimentado. El vacío entre el orden anterior y el nuevo no consolidado determina que no existen propiamente normas de aceptación general o se mezclan las novedosas con las precedentes, provocando confusión en el orden jurídico, en el tráfico mercantil y en todo el orden psicosocial. Nunca han existido probable­mente tantas leyes en España, pero nunca se ha percibido, si se pone ojo avizor, tanta desorientación...

Es decir, si la transición política en España con mucha voluntad pudiera darse por concluida, la transformación de las costumbres no ha fermentado todavía. El fenómeno mi­gra­torio no es ajeno tampoco a la deriva. De ahí que quie­nes manejan los me­dios siguen teniendo en cuenta -para renta­bilizarlas- las dos actitudes extremas en materia de moralidad que coexisten. Excitando la libertad total de cos­tum­bres sin conten­ciones, los medios explotan por un lado la atención que presta a los asuntos personales la po­blación situada men­talmente en la sensibilidad del "orden" anterior, con sus viejos prejuicios y su pro­pensión a escan­dalizarse, y por otro hala­gan a las genera­ciones intermedias que aceptan con gusto sus cantos a la absoluta per­misividad. En suma, el nuevo orden se caracteriza en este sentido por estar repleto de rasgos y compor­tamientos que escandali­zan a las generaciones anteriores, en la medida que las más jóvenes las viven con absoluta indiferencia.

Por otra parte, al igual que el agua acaba horadando la piedra, la filosofía hiperindividualista que subyace a todo el cine norteameri­cano ha preparado insidiosa e involuntaria­mente durante casi un siglo las aspiraciones y taxonomía de los tiempos actuales en occidente y en España de una ma­nera especial. Aquí radica en buena medida la po­tencia de la globaliza­ción/anglosajonización aceptada por buena parte del mundo con naturalidad...

Por ejemplo, una entidad, mercantil o no, puede apro­piarse de nuestro dinero en el banco girando un recibo por algo que no hemos comprado o por un servicio no recibido. Y para recuperar el importe, somos nosotros quienes debe­mos tomar la iniciativa y hacer pro­testa del expolio devol­viendo el recibo que equivale a un: "por favor, no meta mano en mi cuenta"; se confunde el ma­chismo, una actitud en la que predominan rasgos zoológicos de prevalencia en el varón, con la simple hombría de bien... Esto, como ejem­plos materiales sobresalientes. Pero es que se han inver­tido la mayoría de los viejos valores que debieran ser eternos. Por ejemplo, la justi­cia, la for­ta­leza, la prudencia y la tem­planza "ya" no son virtudes: la buena educación debe disi­mularse, la pru­dencia se con­funde con debilidad, la fortaleza con la prepo­tencia, la tem­planza con el temor, y la justicia con la preven­ción; la de­lica­deza es fra­gilidad; la honradez, cualidad típica del tonto; por la verti­gi­nosa circulación de las ideas no hay propiedad inte­lectual y todas pertenecen a to­dos; el soporte de la In­ternet propicia el uso del anónimo y la des­personalización; nunca se ha re­clamado tanto la pri­vacidad y sin em­bargo nunca se ha hecho tan obscena ex­hibición de la inti­midad; los medios y sus administradores, los periodis­tas que suplen a los anti­guos predicadores, se encar­gan de re­forzar todo este mare­mágnum... y todo este ma­remágnum es conse­cuencia de un sombrío tránsito de una ética y una estética apolíneas, morfológica­mente bien defi­nidas, a una ética y estéticas in­formes, des­lavazadas, di­ríase caóticas u orgiás­ticas en las que todos somos víctimas y verdugos al mismo tiempo se­gún la cir­cunstancia... Todos son manifesta­ciones del presente, que se advierten con po­ner sólo un poco de aten­ción a lo que cada día a cada cual nos sobre­viene en unos grandes alma­cenes, en un banco o en la venta­nilla de una oficina pública.

La etiología de buena parte de todo ello, como decía, está en buena medida y asombrosamente por un lado en el cine norteamericano, y, por otro, en las prácticas sinalagmáticas o contractuales que la cibernética ha introducido en la socie­dad común. De una década a esta parte ha sido el modus operandi informático el que ha introducido prácti­cas extra­ñas, si no pervertidas, en la relación entre servido­res y usuarios -las dos partes del contrato- que poco a poco van siendo imitadas y alcanzando también a todo.

Veamos. Para usar el software (cada vez más común en el trajín dirario) has de aceptar un contrato de adhesión sin retorno, pues es ley que el software usado y abierto el so­porte para instalarlo no admite devolución, y que esto está a la orden del día al ir abriéndose paso el uso informático como penetra el polvo en una casa con las ventanas abier­tas. De manera que si leídas las cláusulas de ese contrato leonino no lo aceptas, no sólo no podrás instalar el producto sino que pierdes el dinero pagado por él. Y no pasa nada. No hay juez que acuerde el reintegro ni la indemnización por la pérdida. Es una práctica contra legem pero funciona por los usos mercantiles y los hábitos rápidamente introducidos desde Sillycon Valley.

¿Hay algo más ultrajante en materia contractual, es decir para la llamada justicia conmutativa, que seme­jante fórmula a favor de la parte económicamente más for­nida? Pues es la que impera en el tráfico informático que va preparando el terreno a otras aberraciones, bancarias, comerciales alcan­zanod luego incluso a las inter­personales.

¿Ha de extrañarnos que la teoría de la guerra preventiva, es decir la guerra porque sí, basada en la superioridad de armamento apabullante? Pues su proyección ilumina con luz negra al mundo actualmente, y quién sabe si volverá a hacer acto de presencia con el probable ataque a Irán que planea la Bestia y la posterior entrada del planeta en el in­vierno nu­clear. Las conflagraciones más devastado­ras sue­len ir precedi­das de tiempos de anomia y de estúpida des­preocupación antes de cundir la alarma o de tener ya en­cima el cata­clismo.

Y España, sin decidirse gallardamente a ser un Estado Federal que permitiría re­nacer a la ilusión ge­neralizada y superar tanta miseria moral y tanta confusión de almas fruto de la detestable globalización anglosajona.






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