17 abril 2006

Vida exterior y vida interior

No quisiera que estas reflexiones parecieran ñoñas, cursis, como se decía antes, o sensibleras. Se trata de resaltar y colaborar a rescatar un poco la vida emocio­nal a la vivida demasiado sensorialmente. Sólo eso...

La vida interior es un lujo cuyas delicias no son muy co­no­cidas. Son extraordinarias, pues no pueden vivirla dos ex­tensos colectivos que en el mundo van en direc­cio­nes opuestas: los que viven afana­dos por po­seer, y los que to­das sus energías han de destinarlas a so­bre­vivir.

La vida interior en realidad casi sólo está al alcance de los so­cialmente mediocres. Pero es una magra compensa­ción. Sólo viviendo con los recursos justos o no usán­dolos si se tienen más de los necesarios por azar, la vida in­terior fluye.

Sin embargo vida interior no significa vida solitaria, ni que sea nece­sario apartarse para disfrutarla. Todo lo con­trario. La vida in­terior emana del equilibrio, de la con­cien­cia tran­quila, del senti­miento y del pensamiento. Precisamente de lo que los factores socio­comerciales de hoy día tratan por to­dos los medios de pri­varnos.

Es, como diría un santurrón de los de an­tes, una gra­cia muy poco valorada. Ni si­quiera, por lo que puedo ob­servar por ahí, se prodiga entre los que es­tán al frente de las igle­sias. El cura ahora es por encima de todo em­presario. El ultraliberalismo está alcan­zando también a las parro­quias.

El caso es que la abun­dancia y el ac­ceso a la abun­dan­cia en los países que existe porque la pagan otros, malogra una buena parte del posibilidades del verda­dero vivir; esto es, de la ple­ni­tud...

Cada cual busca la forma de tenerse en pie. Yo, ni vivo en la abundancia, ni la deseo. Es más, lucho en cierto modo co­ntra ella por parecerme la principal ene­miga de la se­renidad y de la vida interior. La serenidad, otro concepto que ha perdido significado como tantos de la filosofía clásica. Pero es que tampoco me interesa el éxito aunque estuviera a mi alcance. Deseo profun­damente vivir en paz, y si la estrechez enrabieta, los excesos conturban. Por desear tanto la paz y buscarla sin ser precisamente amante de la pacificación frente a tanto abuso, por encima de todo detesto el de­bate inútil y las refriegas que no conducen a ninguna parte. Desde un punto de vista psicológico y espiritual detesto el de­bate, porque si gano tengo la sen­sación de que mi inte­ligen­cia ha "abusado" de la supuesta "inferior" del otro, y si pierdo me consterna no haber sido capaz de tener en cuenta “ese” argu­mento conclu­yente con el que el opo­nente me derrota. Amo por encima de todo la suge­rencia y me vengo nutriendo de por vida de sugeren­cias... Ofreciendo sugerencias y aceptándolas, no es posible tambalearse. Pero no me gusta competir, más que en el de­porte y además el individual.

Eso de que "la vida es milicia sobre la tierra", tópico no sé si opusdeísta; que la lucha da vigor; que sólo los que pe­lean y saben pelear son los que triunfan (¿en qué?), que “trabajar duro”, como dicen los americanos, es ga­rantía de éxito... etc. es parte de lo que trae los princi­pa­les males a la sociedad en su conjunto aunque tantos finjan que teniendo fama o dinero son feli­ces. Me re­fiero a ésos que para sentir ilusoria fe­lici­dad siempre necesitan a alguien a su lado para compararse desde su pro­montorio con él; para echarle en cara, sin decír­selo, que se tienen por más in­teli­gen­ten y más capa­ces; ésos que sólo gracias a sus artifi­ciosi­dades pue­den olvidar que en el fondo son real­mente desgra­cia­dos. Y también a ésos que, cuando se han de­tenido en su vértigo por cualquier causa, se dan cuenta de que en reali­dad ni viven ni han vi­vido.

Vivir hacia fuera es sólo existir. Y cada vez son más los que se vedan la vida verdadera, la vida interna, por temerla y porque se temen porque sienten horror al va­cío que llevan dentro. Y en­ferman y mueren sin haber vivido propiamente en el sen­tido heideggeriano del mi­nuto implaca­ble de se­senta se­gundos...

China se las ve y se las desea para detener el virus in­fec­cioso del capitalismo que está penetrando en el sis­tema sin apenas poder evitarlo. Sus vallas publicita­rias, periódicos y paredes de colegios y fábricas están ocupa­das por ocho mandamientos o aforismos que in­tentan recuperar la morali­dad perdida por los excesos que ha provocado el acelerado desarrollo económico que vive China. En el fondo, intentan rescatar la vida interior. Por­que China ya se ve, como la Unión Sovié­tica, fago­citada por la putrefacción capitalista...

La civilización actual se caracteriza por muchas co­sas. Pero hay una significativamente destructora: está destrozando la vida interior, dando im­portancia sólo a la vida ex­terna, plástica, mate­rial, sensorial, visual pero no a la natu­ral. Así es cómo el ser humano está destru­yendo acelerada­mente la bios­fera, y se está destru­yendo a sí mismo tanto como miembro de su especie como indivi­duo a secas.

Sí, sí, ya sé que han desaparecido el comunismo, el socialismo real y hasta el socialismo democrá­tico que, estoy convencido, serían la única receta posi­ble para sacar del marasmo a los pueblos, a las na­ciones y ya hasta el mismo planeta como centro de vida.
Ya sé también que nociones que fueron subli­mes, como abne­gación, compasión, fideli­dad, solidari­dad, bon­dad o amor no físico están en decadencia. Pero pese a que hoy día todo se concita para “sacar” al mundo hacia fuera y para sofocar todo atisbo de colec­tivismo redentor, al menos nos queda el consuelo de que nunca desaparecerá el empeño en causas que nos parecen nobles. Ni tampoco, aunque apenas consiga­mos un pálido re­flejo, el anhelo de felicidad. Y éste an­helo sólo puede hallarse en la vida in­terior. Porque hay algo que jamás perecerá, que ni siquiera caerá en de­caden­cia. Y son las ideas, que pue­den más que los hom­bres, pues mientras los hom­bres mueren, las ideas y tam­bién los senti­mientos profundos son inmor­ta­les...

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