Lo último que "debe" hacer quien razona sobre hechos sociopolíticos relevantes o depone sobre su comportamiento, es basarse en sus experiencias personales o familiares. Es lo mismo que “yo vivo bien”, pues me las ingeniaré para defender a capa y espada el sistema porque me conviene a mí aunque los demás se pudran...
Eso está muy bien para contárselo al psicólogo o al psiquiatra que le recetará una pastilla para ayudarle a superar el trauma. En último término, para rogar a los demás que sean comprensivos con su debilidad. Pero no para presumir de objetividad, pues es evidente que la nubla.
En esto ocurre como con las ideas y conductas inadmisibles de gentes hechas y derechas que sufrieron en su infancia malos tratos, en el colegio o de sus padres. En cuanto recurren a ese antecedente personal para justificar su pensamiento y proceder, el razonamiento queda automáticamente viciado de un subjetivismo invalidante que sólo sirve a la disculpa. Pretender "tener razón", cuando en principio ella misma exige objetividad e imparcialidad en lo posible, es eso: pretenciosidad. La justicia abstractamente considerada está fundada en la "necesidad" dialéctica de mantenerse en lo posible el juzgador equidistante entre su inclinación inevitable personal y lo que su “sentido común” –y cuanto más universal mejor- le dicta.
Un adulto debe esforzarse en lo posible en evitar vivir esclavizado por sus persistentes frustraciones, reveses y huellas. Sean de su infancia o sobrevenidas después. Un adulto dueño de sí mismo debe saber cómo superarlos. Si no lo hace, no quiere o no lo consigue, allá él. Pero que no vaya a razonar en público. En lugares comunes, foros y tribunas públicas lo último que debe hacer es fundarse en frustraciones e infortunios para explicarse y razonar. Si lo hace, sólo encontrará el eco de los mismos que comparten la misma tara con él. Sólo sintonizará con quienes tampoco han sido capaces de superar la prueba. Es decir, con los resentidos. Y el resentimiento, quien lo tiene, ha de sofocarlo si quiere razonar con otros. En dialéctica el razonamiento, aunque tan difícil sea zafarse de “lo personal” o por eso mismo es valioso en la medida que se consiga, aspira a la objetividad y es incompatible con su antónimo.
Precisamente si un país como España no supera sus fantasmas que le impiden en muchas cosas avanzar, es porque hay demasiada gente incapaz de hacer tabla rasa con el pasado. Gentes que ni por un momento se han detenido a pensar ¿quién podrá en una guerra civil horrorosa no haber sufrido el horror desde un bando o desde el otro y a veces desde los dos? Pero es que, por idiosincrasia, hay también demasiada gente resentida de por vida en este país porque no sido reconocida socialmente como cree ella se merece.
Pedir a una sociedad en su conjunto objetividad es pedir peras al olmo. Pero el individuo aisladamente considerado tiene el deber kantiano de esforzarse en conseguirlo como un valiosísimo trofeo que, además, sólo él disfrutará.
Eso está muy bien para contárselo al psicólogo o al psiquiatra que le recetará una pastilla para ayudarle a superar el trauma. En último término, para rogar a los demás que sean comprensivos con su debilidad. Pero no para presumir de objetividad, pues es evidente que la nubla.
En esto ocurre como con las ideas y conductas inadmisibles de gentes hechas y derechas que sufrieron en su infancia malos tratos, en el colegio o de sus padres. En cuanto recurren a ese antecedente personal para justificar su pensamiento y proceder, el razonamiento queda automáticamente viciado de un subjetivismo invalidante que sólo sirve a la disculpa. Pretender "tener razón", cuando en principio ella misma exige objetividad e imparcialidad en lo posible, es eso: pretenciosidad. La justicia abstractamente considerada está fundada en la "necesidad" dialéctica de mantenerse en lo posible el juzgador equidistante entre su inclinación inevitable personal y lo que su “sentido común” –y cuanto más universal mejor- le dicta.
Un adulto debe esforzarse en lo posible en evitar vivir esclavizado por sus persistentes frustraciones, reveses y huellas. Sean de su infancia o sobrevenidas después. Un adulto dueño de sí mismo debe saber cómo superarlos. Si no lo hace, no quiere o no lo consigue, allá él. Pero que no vaya a razonar en público. En lugares comunes, foros y tribunas públicas lo último que debe hacer es fundarse en frustraciones e infortunios para explicarse y razonar. Si lo hace, sólo encontrará el eco de los mismos que comparten la misma tara con él. Sólo sintonizará con quienes tampoco han sido capaces de superar la prueba. Es decir, con los resentidos. Y el resentimiento, quien lo tiene, ha de sofocarlo si quiere razonar con otros. En dialéctica el razonamiento, aunque tan difícil sea zafarse de “lo personal” o por eso mismo es valioso en la medida que se consiga, aspira a la objetividad y es incompatible con su antónimo.
Precisamente si un país como España no supera sus fantasmas que le impiden en muchas cosas avanzar, es porque hay demasiada gente incapaz de hacer tabla rasa con el pasado. Gentes que ni por un momento se han detenido a pensar ¿quién podrá en una guerra civil horrorosa no haber sufrido el horror desde un bando o desde el otro y a veces desde los dos? Pero es que, por idiosincrasia, hay también demasiada gente resentida de por vida en este país porque no sido reconocida socialmente como cree ella se merece.
Pedir a una sociedad en su conjunto objetividad es pedir peras al olmo. Pero el individuo aisladamente considerado tiene el deber kantiano de esforzarse en conseguirlo como un valiosísimo trofeo que, además, sólo él disfrutará.
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