05 abril 2006

A España no llegó la democracia

Las democracias no se hacen con leyes ni constituciones. Las democracias las hace el pueblo, consensuando. Pero el pueblo, en España, no pinta nada. Es simplemente objeto de manipulación y de comercio. A España no ha llegado la democracia después de haber pasado por una “transición” viciada de consentimiento. Una transición que propició la urgente restauración de la monarquía, porque el protago­nista principal en la sombra, el ejército, seguía profesando adhesión a la voluntad del testador caudillo. Ninguna otra fuerza viva popular o semipopular pudo decir en el año 1978 esta boca es mía. Así se consumó el engaño.

La democracia estadounidense está en su declive total, en su orto de decadencia, aunque algunos allí se han dado cuenta y alarmados quieren detener el proceso. En Europa aún se puede tolerar. Prescindiendo de las sociedades nór­dicas, en Francia, en el Benelux, en Alemania, en Inglaterra e incluso en Italia por más que Berlusconi imite lo peor de la norteamericana y de los neocons es donde, a mi juicio, más pudiera parecerse más a sí misma.

Pero a España no ha llegado la democracia. Que a Es­paña no ha llegado la democracia lo vemos en todas partes. La última prueba está en los sucesos de Marbella, que no son más que la punta del iceberg de una España podrida, sin más imaginación para crear riqueza que la que pueda haber en la devoción por el ladrillo.

Y es que en general la democracia española que, como decía, nació viciada, está infectada de amarillismo y tenden­ciosidad en los medios; de hostilidad, que no rivalidad, en la política; de chanchullo, evasión fiscal y componendas en el mundo de la empresa; de tendencia a la prevaricación y al hacer caso omiso a través del archivo de la denuncia, por parte de los jueces; de la obsesión por la ganancia fácil caiga quien caiga, por parte de todo el que tiene la más mí­nima opor­tunidad; por la voracidad de los bancos y el fo­mento de la hipoteca que encadena a toda una generación, que la inmo­viliza y que la atonta hasta el extremo de inca­pacitarla para reaccionar frente a tanto abuso en todas di­recciones...

Podemos reconocer a los culpables en quienes entonan cantos de alabanza por una democracia teórica que lo es sólo porque no hay un dictador visible (pero sí invisible en forma financiera) y porque lo dice una consti­tución perge­ñada entre unos cuantos, lastrada por lo dicho al principio, incompleta en los aspectos de territorialidad y técnica­mente lamentable vista 30 años después.

Es cierto que una democracia lo es en la medida que todo el mundo se siente “sólo relativamente” satisfecho. Pero re­sulta que hay muchos que se sienten sumamente satisfe­chos y la apuntalan cada día. Son, todos esos que forman parte del poder en cualquiera de sus manifestaciones. Los que forman parte del poder po­lítico, del poder económico y del poder mediático, cada uno con sus respectivos aliados. Estos tres poderes -no nos engañemos- sustituyen a la divi­sión tradicional de los poderes del Estado de Montes­quieu: ejecutivo, legislativo y judicial.

El pueblo, salvo el pueblo lelo por los espejuelos de la so­ciedad de consumo y el ultraacomodado -pero entonces dudo que lo sea-, es imposible que esté siquiera relati­va­mente satisfecho. Está harto. Lo mismo que en las repú­bli­cas del Este europeo que están viendo qué se les avecina con la democracia vestida de cordero.

Bien, pues esto es lo que tenemos: una democracia de papel. Todavía está pendiente de que el pueblo diga, de verdad, su última palabra.

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