El filósofo André Glucksmann, judío francés, participante activo en el Mayo del 68, el hombre que entonces calificó a Francia de dictadura fascista, apoya ahora a Sarkozy y se mueve en dirección de las tesis neoconservadoras de la Administración Bush, según algunos en razón de cierta afinidad con el lobby proisraelí.
No hago un seguimiento puntual de los intelectuales, supuestos o reales, del mundo que se posicionan al lado de esas tesis. Pero hay un trío que no deja de llamarme la atención quizá porque actúa y escribe en Europa. Está compuesto por este personaje, Glucksmann, Vargas Llosa y Fernando Savater; éste con menos virulencia en su adhesión quizá porque pone toda la carne en el asador en la embrollada, pese a lo que pueda parecer, "cuestión vasca". El asunto es que Glucksmann se presenta y pasa por filósofo que se adhiere a una causa que para la mayor parte del mundo es lógica y moralmente monstruosa.
Y es monstruosa porque, con independencia de los basamentos socioeconomicistas de los que parte la tesis neocons consistentes en "privatización" por encima de todos los demás, el tránsito de la teoría a la praxis no puede ser más abyecta. Pues incluye y refrenda la dominación directa del mundo, tras la hegemonía que ya ejercían los anglosajones, y se traduce en guerras, perdón, invasiones y ocupaciones armadas. Esto es lo que hace repulsivo el posicionamiento de estos personajes que presumen de pensar, y de pensar con rectitud; y en el caso de Savater y Glucksmann con mayor motivo al tildarse a sí mismos de "filósofos".
En el plano economicista, la tesis neocons no puede comportar más pragmatismo ni ser socialmente más degradante; pragmatismo entendido como un conjunto de medidas que abrochan y refuerzan la propiedad privada en pocas manos con un doble efecto: por un lado, la concentración en oligopolios de todo lo esencial, y por otro, el efecto consecuente de convertir a la inmensa mayoría al diktat de aquéllos, sin posibilidad de un desarrollo integral de la persona sometida a la ablación de un hemisferio cerebral. Pues perseguir la socialización, que es lo que de siempre han hecho los controles sociales yanquis porque sus condiciones socioeconómicas, su feracidad, sus grandes extensiones de territorio y su injerencia sin escrúpulos permanente se lo han permitido, supone implantar regímenes de injusticia radical social sin que el hemisferio se percate o se resienta.
Por consiguiente, la teoría neocons no es más que egoísmo institucionalizado, en estado puro: ninguna conciencia de "el otro". El individuo "debe" existir en medio de una jungla social, con habilidad para toda clase de argucias y malas artes si quiere malamente vivir, y desde luego siempre sometido y encima agradecido: nada que ver con la libertad que vende la democracia, nada que ver con la felicidad supuestamente asociada a ella.
Por todo esto resulta incomprensible que "pensadores" que se remontan por encima de la mayoría, luminarias, faros del entendimiento humano, sean capaces de combatir la socialización hasta el extremo de apoyar directa o indirectamente matanzas infinitas, ocupaciones y expolios dirigidos a mantener el fuego sagrado de los intereses grupusculares, de los lobbies, y al final de unos cuantos individuos en el mundo entre sus más de seis mil millones que lo pueblan.
Es cierto que la demografía mundial es digna de tenerse en cuenta a la hora de cerrar filas. Pero no deja de ser esa teoría un método selectivo para la supervivencia no menos aberrante que las prácticas nazis relacionadas con la genética. Los neocons, con Glucksmann y demás a la cabeza, eso es lo que propugnan. No digo que la filosofía no haya de desentenderse en cierta medida de la conciencia social para profundizar en la intelección y hasta para la protección intelectiva del "yo" pensante y viviente. Pero en otros lugares y tiempos he puesto en entredicho el pensamiento filosófico (ver mi "La miseria de la filosofía") precisamente por esto: porque el filósofo se piensa a sí mismo con exclusión de los demás. Piensa en todo lo demás menos en la existencia y en la aprehensión de los demás seres humanos a los que al final bellacamente ignora. Diríase que el filósofo actual, o al menos éstos que cito, es un galeno que, por una parte felicita el encanallamiento y por otra da recetas que permitan interiormente soportar lo mejor posible al canallismo. Lo que hacía antes la religión y especialmente la cristiana. Y por aquí no paso.
Un 30% de las especies van a desaparecer, el mundo gira con alteraciones debidas fundamentalmente a la miopía y a la pésima voluntad de los anglosajones; millones de personas han muerto en pocos años a manos de la filosofía neocons-laborista que se dispone a proseguir su implacable matanza en Asia. ¿Cómo es posible que alguien que se postule pensador fino, que se arrogue el título de filósofo en su sentido más noble puede mirar a otra parte o secundar la infamia permanente? Pues este es el caso del abominable Glucksman, y de los no menos abominables Savater, que aplaudió la muerte de Hussein al que un día llamó "El ladrón de Bagdag", y Vargas Llosa, todo un patán literario obsesionado por la criminal política privatizante.
Si un trabajador español dedica el salario mínimo interprofesional, de 570€ al mes, a la vivienda, al cabo de 25 años se puede comprar, con intereses, un magnífico piso de 27,17 metro cuadrados en Madrid -diagnosis hecha por la exposición Cimentimientos (o no me asfaltes el respeto). Pues bien, este es el modelo por el que luchan estos tres miserables mosqueteros del pensamiento descompuesto con André Glucksmann en el papel de D’Artagnan.
No hago un seguimiento puntual de los intelectuales, supuestos o reales, del mundo que se posicionan al lado de esas tesis. Pero hay un trío que no deja de llamarme la atención quizá porque actúa y escribe en Europa. Está compuesto por este personaje, Glucksmann, Vargas Llosa y Fernando Savater; éste con menos virulencia en su adhesión quizá porque pone toda la carne en el asador en la embrollada, pese a lo que pueda parecer, "cuestión vasca". El asunto es que Glucksmann se presenta y pasa por filósofo que se adhiere a una causa que para la mayor parte del mundo es lógica y moralmente monstruosa.
Y es monstruosa porque, con independencia de los basamentos socioeconomicistas de los que parte la tesis neocons consistentes en "privatización" por encima de todos los demás, el tránsito de la teoría a la praxis no puede ser más abyecta. Pues incluye y refrenda la dominación directa del mundo, tras la hegemonía que ya ejercían los anglosajones, y se traduce en guerras, perdón, invasiones y ocupaciones armadas. Esto es lo que hace repulsivo el posicionamiento de estos personajes que presumen de pensar, y de pensar con rectitud; y en el caso de Savater y Glucksmann con mayor motivo al tildarse a sí mismos de "filósofos".
En el plano economicista, la tesis neocons no puede comportar más pragmatismo ni ser socialmente más degradante; pragmatismo entendido como un conjunto de medidas que abrochan y refuerzan la propiedad privada en pocas manos con un doble efecto: por un lado, la concentración en oligopolios de todo lo esencial, y por otro, el efecto consecuente de convertir a la inmensa mayoría al diktat de aquéllos, sin posibilidad de un desarrollo integral de la persona sometida a la ablación de un hemisferio cerebral. Pues perseguir la socialización, que es lo que de siempre han hecho los controles sociales yanquis porque sus condiciones socioeconómicas, su feracidad, sus grandes extensiones de territorio y su injerencia sin escrúpulos permanente se lo han permitido, supone implantar regímenes de injusticia radical social sin que el hemisferio se percate o se resienta.
Por consiguiente, la teoría neocons no es más que egoísmo institucionalizado, en estado puro: ninguna conciencia de "el otro". El individuo "debe" existir en medio de una jungla social, con habilidad para toda clase de argucias y malas artes si quiere malamente vivir, y desde luego siempre sometido y encima agradecido: nada que ver con la libertad que vende la democracia, nada que ver con la felicidad supuestamente asociada a ella.
Por todo esto resulta incomprensible que "pensadores" que se remontan por encima de la mayoría, luminarias, faros del entendimiento humano, sean capaces de combatir la socialización hasta el extremo de apoyar directa o indirectamente matanzas infinitas, ocupaciones y expolios dirigidos a mantener el fuego sagrado de los intereses grupusculares, de los lobbies, y al final de unos cuantos individuos en el mundo entre sus más de seis mil millones que lo pueblan.
Es cierto que la demografía mundial es digna de tenerse en cuenta a la hora de cerrar filas. Pero no deja de ser esa teoría un método selectivo para la supervivencia no menos aberrante que las prácticas nazis relacionadas con la genética. Los neocons, con Glucksmann y demás a la cabeza, eso es lo que propugnan. No digo que la filosofía no haya de desentenderse en cierta medida de la conciencia social para profundizar en la intelección y hasta para la protección intelectiva del "yo" pensante y viviente. Pero en otros lugares y tiempos he puesto en entredicho el pensamiento filosófico (ver mi "La miseria de la filosofía") precisamente por esto: porque el filósofo se piensa a sí mismo con exclusión de los demás. Piensa en todo lo demás menos en la existencia y en la aprehensión de los demás seres humanos a los que al final bellacamente ignora. Diríase que el filósofo actual, o al menos éstos que cito, es un galeno que, por una parte felicita el encanallamiento y por otra da recetas que permitan interiormente soportar lo mejor posible al canallismo. Lo que hacía antes la religión y especialmente la cristiana. Y por aquí no paso.
Un 30% de las especies van a desaparecer, el mundo gira con alteraciones debidas fundamentalmente a la miopía y a la pésima voluntad de los anglosajones; millones de personas han muerto en pocos años a manos de la filosofía neocons-laborista que se dispone a proseguir su implacable matanza en Asia. ¿Cómo es posible que alguien que se postule pensador fino, que se arrogue el título de filósofo en su sentido más noble puede mirar a otra parte o secundar la infamia permanente? Pues este es el caso del abominable Glucksman, y de los no menos abominables Savater, que aplaudió la muerte de Hussein al que un día llamó "El ladrón de Bagdag", y Vargas Llosa, todo un patán literario obsesionado por la criminal política privatizante.
Si un trabajador español dedica el salario mínimo interprofesional, de 570€ al mes, a la vivienda, al cabo de 25 años se puede comprar, con intereses, un magnífico piso de 27,17 metro cuadrados en Madrid -diagnosis hecha por la exposición Cimentimientos (o no me asfaltes el respeto). Pues bien, este es el modelo por el que luchan estos tres miserables mosqueteros del pensamiento descompuesto con André Glucksmann en el papel de D’Artagnan.