31 enero 2007

El filósofo y los neocons


El filósofo André Glucksmann, judío francés, par­ticipante ac­tivo en el Mayo del 68, el hombre que enton­ces calificó a Fran­cia de dictadura fascista, apoya ahora a Sar­kozy y se mueve en dirección de las tesis neoconserva­doras de la Ad­ministra­ción Bush, según algunos en ra­zón de cierta afini­dad con el lobby proisraelí.

No hago un seguimiento puntual de los intelectuales, su­puestos o reales, del mundo que se posicionan al lado de esas tesis. Pero hay un trío que no deja de llamarme la aten­ción quizá porque actúa y escribe en Europa. Está compuesto por este personaje, Glucksmann, Vargas Llosa y Fernando Sava­ter; éste con menos virulencia en su ad­hesión quizá porque pone toda la carne en el asador en la embro­llada, pese a lo que pueda parecer, "cuestión vasca". El asunto es que Glucksmann se presenta y pasa por filó­sofo que se adhiere a una causa que para la ma­yor parte del mundo es lógica y moralmente monstruosa.

Y es monstruosa porque, con independencia de los basa­mentos socioeconomicistas de los que parte la tesis neo­cons consistentes en "privatización" por encima de todos los de­más, el tránsito de la teoría a la praxis no puede ser más ab­yecta. Pues incluye y refrenda la dominación directa del mundo, tras la hegemonía que ya ejercían los anglosajones, y se traduce en guerras, perdón, invasiones y ocupaciones ar­madas. Esto es lo que hace repulsivo el posicionamiento de estos persona­jes que presumen de pensar, y de pensar con rec­titud; y en el caso de Savater y Glucksmann con ma­yor mo­tivo al tildarse a sí mismos de "filósofos".

En el plano economicista, la tesis neocons no puede com­portar más pragmatismo ni ser socialmente más degra­dante; pragmatismo entendido como un conjunto de medi­das que abrochan y refuerzan la propiedad privada en po­cas manos con un doble efecto: por un lado, la concentra­ción en oligopo­lios de todo lo esencial, y por otro, el efecto consecuente de convertir a la inmensa mayoría al dik­tat de aquéllos, sin posi­bi­lidad de un desarrollo integral de la per­sona sometida a la ablación de un hemisferio cere­bral. Pues perseguir la sociali­zación, que es lo que de siempre han hecho los controles so­ciales yanquis porque sus condicio­nes socioeconómicas, su fe­racidad, sus grandes extensio­nes de territorio y su injeren­cia sin es­crúpulos permanente se lo han permi­tido, supone im­plantar regímenes de injusti­cia radical social sin que el hemis­ferio se percate o se re­sienta.

Por consiguiente, la teoría neocons no es más que ego­ísmo institucionalizado, en estado puro: ninguna conciencia de "el otro". El individuo "debe" existir en medio de una jun­gla so­cial, con habilidad para toda clase de argucias y malas artes si quiere mala­mente vivir, y desde luego siempre so­metido y en­cima agra­decido: nada que ver con la libertad que vende la democra­cia, nada que ver con la felicidad su­puestamente aso­ciada a ella.

Por todo esto resulta incomprensible que "pensadores" que se remontan por encima de la mayoría, luminarias, fa­ros del entendimiento humano, sean capaces de combatir la sociali­za­ción hasta el extremo de apoyar directa o indirec­tamente ma­tanzas infinitas, ocupaciones y expolios dirigidos a mante­ner el fuego sagrado de los intereses grupusculares, de los lobbies, y al final de unos cuantos individuos en el mundo en­tre sus más de seis mil millones que lo pueblan.

Es cierto que la demografía mundial es digna de tenerse en cuenta a la hora de cerrar filas. Pero no deja de ser esa teoría un método selectivo para la supervivencia no menos abe­rrante que las prácticas nazis relacionadas con la gené­tica. Los neo­cons, con Glucksmann y demás a la ca­beza, eso es lo que propugnan. No digo que la filosofía no haya de des­entenderse en cierta medida de la conciencia social para profun­dizar en la intelección y hasta para la protección inte­lectiva del "yo" pen­sante y vi­viente. Pero en otros luga­res y tiempos he puesto en entre­dicho el pensa­miento filo­sófico (ver mi "La miseria de la filo­sofía") precisa­mente por esto: porque el filósofo se piensa a sí mismo con exclusión de los demás. Piensa en todo lo demás menos en la exis­tencia y en la aprehensión de los de­más seres huma­nos a los que al final bellacamente ig­nora. Di­ríase que el filó­sofo actual, o al me­nos éstos que cito, es un galeno que, por una parte felicita el encanalla­miento y por otra da recetas que permitan interior­mente so­portar lo mejor posible al cana­llismo. Lo que hacía antes la religión y especialmente la cris­tiana. Y por aquí no paso.

Un 30% de las especies van a desaparecer, el mundo gira con alteraciones debidas fundamentalmente a la miopía y a la pésima voluntad de los anglosajones; millones de perso­nas han muerto en pocos años a manos de la filosofía neo­cons-la­borista que se dispone a proseguir su implacable matanza en Asia. ¿Cómo es posible que alguien que se postule pen­sador fino, que se arrogue el título de filósofo en su sentido más no­ble puede mirar a otra parte o secundar la infamia perma­nente? Pues este es el caso del abominable Glucks­man, y de los no menos abominables Savater, que aplaudió la muerte de Hussein al que un día llamó "El ladrón de Bag­dag", y Vargas Llosa, todo un patán literario obsesio­nado por la criminal polí­tica privatizante.

Si un trabajador español dedica el salario mínimo inter­pro­fe­sional, de 570€ al mes, a la vivienda, al cabo de 25 años se puede comprar, con intereses, un magnífico piso de 27,17 me­tro cuadrados en Madrid -diagnosis hecha por la exposi­ción Ci­mentimientos (o no me asfaltes el respeto). Pues bien, este es el modelo por el que luchan estos tres misera­bles mos­queteros del pensamiento descompuesto con André Glucksmann en el papel de D’Artagnan.

29 enero 2007

Planificación o muerte

Los parámetros economicistas, como tantos otros con­cep­tos, módulos y referencias de la disciplina económica, habida cuenta las transformaciones que en el mundo está produ­ciendo, y va a ir a más, el cambio climático de con­suno con el agotamiento de los recursos naturales, exigen una cirugía total conceptual, psicológica, filosófica y mental. Nociones como productividad, beneficios, producto interior bruto, inver­sión, renta y una serie de significantes pertene­cientes a la jerga económica no pueden ya ser tomados en su sentido global preciso, pues todos ellos parten de la idea del creci­miento ilimitado, del desarrollo sin fin y de materias primas in­agotables, incluida el agua y el oxí­geno. Cuando todos sa­bemos ya que eso no es así.

Los tiempos o el ciclo o la era actuales empiezan a exigir con urgencia la aplicación a escala planetaria de la econo­mía de guerra con independencia de las aspiraciones al igualita­rismo que, unos con la boca pequeña y otros espu­meante, expresan los dignatarios políticos, económicos, in­dustriales y ecologistas de todo el mundo. Lo que se impone ya es prepa­rarse para una economía de guerra o de desas­tre.

El socialismo, y en concreto el marxista es, o viene a ser, grosso modo, un proceso expropiatorio por el Estado que im­plica la "expropiación de los expropiadores". Chavez se apresta a ello y en base a ello su régimen se llamará Repú­blica Socialista de Venezuela, que de algún modo significará la prolongación del comunismo cubano pero contando con una riqueza energética que facilitará un desenvolvimiento con el que no ha contado Cuba por su mayor dependencia del exterior. A mi juicio él es quien pone la primera piedra en esta Era.

En cualquier caso el futuro del mundo, al menos en fun­ción de las expectativas o requerimientos de más de media pobla­ción planetaria deberán ir por ahí. Los griegos decían que los dioses ayudan a los que aceptan y arrastran a los que se re­sisten. Si la parte de humanidad actualmente opu­lenta se empeña en mantener su nivel de bienestar, o aún más, si se empeña en seguir creciendo y no retorna a la adaptabilidad que los azares climáticos exigen es porque quienes dominan económicamente sobre el planeta se han propuesto mante­nerse en la abundancia exclusiva­mente ellos, a costa de la inmensa mayoría de la población total.

Es imposible crecer ya. Es imposible pretender inversiones rentables, eficacia, desarrollo -ni sostenible ni insostenible-. Es imposible extraer sin dosificación lo que se está ago­tando, y es imposible, considerado el planeta como un hábitat finito que es, que los pueblos, las naciones y los in­dividuos que manejan los hilos de los que pende la vida so­bre la tierra, si­gan una trayectoria economicista como la que hasta ahora les ha propulsado. Sencillamente porque los dioses nos termina­rán arrastrando al desastre a todos.

El único camino de salvación de la humanidad es el que no se va a seguir: adecuar producción y consumo en todas par­tes del mundo, con una planificación de corte comunista, como los náufragos que en un cascarón en medio del océano se reparten las provisiones que les quedan con un esperanza remota de salvación.

El ser humano, en cuanto es­pe­cie, podrá quererlo todo sin renunciar a nada. Pero deberá renunciar al lastre para no hundirse en la ciénaga bajo el peso del oro, antes de descu­brir que el dinero no se come.

No es posible, ya, sino sencillamente cosa de locos más producción, más consumo, más desechos, más rapidez, más crecimiento. Sobra el más y se impone el atemperarse como nunca la especie precisó...

28 enero 2007

Las costumbres y la conspiración

Se dice, a mi juicio impropiamente, que el hombre es un animal de costumbres. Impropiamente, porque la costumbre también es un rasgo común a los animales aunque la etolo­gía se inclina por denominarlas instinto a secas, segura­mente para, haciéndose cómplice del hombre, procurar que éste se sienta por encima de ellos y también porque supone que el animal no piensa...

Creo que el tópico debiera formularse así precisamente: el hombre es un animal de costumbres cambiantes, y cam­biantes sin motivo. Y cambiantes, además hoy día, acelera­damente. Sobre todo en cierto países, como el nuestro donde el mimetismo hacia el modelo yanqui es imparable. Bien. Sea como fuere, siempre en la sociedad humana im­pera la mos, la costumbre, la moral, por cierto bien diferen­tes según la latitud, el clima y el paisaje. Es más, la costum­bre del lugar es una fuente del Derecho, como lo es la ley y los principios generales del derecho empapados en... cos­tumbre.

Pero voy observando a lo largo de mi vida que la moral, la costumbre y la mos son marcos y puntos de referencia que acaban siendo también fuente de conflictos y de represio­nes. Es más, el drama existencial está basado en un altí­simo porcentaje en eso. No sé qué ocurriría si de pronto re­ligiones y fetichismos que las entronizan, y las costumbres mismas desaparecieran. Sin embargo pienso que, evolu­cionado el ser humano hasta ser capaz de vivir en anarquía, no tengo duda de que si eliminase toda costumbre e impro­visase constantemente valoraciones de las conductas y las conductas mismas dejando hacer al pensamiento cínico, desaparecería mucho de lo peor de la condición humana tan apegada a la moral para burlarla. Si extirpara toda costum­bre y fiase a la improvisación todo cuanto hace, excluyendo de ella el comportamiento que cause muerte o daño físico, dejaría de haber infidelidades, traiciones, deslealtades y fraudes, madres de sufrimientos y lapidaciones físicas pero también morales. Pero sobre todo, se haría imposible la manipulación de quienes tienen a su cargo el control social de colectividades absolutamente farisaicas; sociedades donde cada vez más se acusa que la mejor manera de so­bresalir y progresar es abusando de la buena fe de la in­mensa mayoría que vive con arreglo a la costumbre y a hábitos en la práctica inextirpables...

Somos hijos de las costumbres, las costumbres nos ate­nazan, y quienes se adueñan de las claves del funciona­miento de la sociedad y para conseguir sus fines grupuscu­lares, saben lo que tienen que hacer para obtener réditos de ello: procurar el mantenimiento de unas en ciertos casos, y cambiar las costumbres rápidamente por procedimientos atolondradores, en otros.

Que nadie se extrañe: profeso la doctrina de la conspira­ción permanente que maquinan los buenos conocedores de las costumbres públicas y de los hábitos del pensamiento. La historia, a fin de cuentas y en mi consideración, no es más que la sucesión de éxitos de una conspiración sobre las demás. Y en las conspiraciones hay por definición siem­pre mucha más transguesión de la costumbre que respeto. Es más, el éxito suele depender de su precisa violación.

27 enero 2007

Mística y trascendencia


Salvador Pániker ha publicado un artículo muy intere­sante en el plano individual titulado "Sociedad laica y tras­cenden­cia". Como siempre todo lo suyo, magnífico. Pero aunque el marco de referencia puede considerarse universal, perte­nece a un contexto burgués. La tesis de este artículo, dice él mismo inmediatamente, es sencilla: "en la actualidad, donde mejor puede prosperar el sentido de la trascendencia es en una sociedad plenamente secularizada".

Lo malo son las condiciones objetivas asociadas a la laici­dad que propicia el librepensamiento. Pues la racionalidad, la mística y la trascendencia que provienen de la conciencia propia, "donde cada cual sea dueño de su castillo y el autor de su propia música, a escala" tropieza con un medio -la so­ciedad ultracapitalista- sumamente hostil a facilitar el domi­nio del yo, el autocontrol y la mínima independencia mental y espiritual. Las fuerzas dominadoras de ese medio procu­ran precisamente todo lo contrario: que la gente no piense, que no haya yoes, que no haya autocontrol, que no tenga independencia económica en sentido estricto. Pues en eso radica el éxito del modelo. Y el dominio del yo, que empieza por la autarquía, por la inde­pendencia material a menos que el individuo abrace la as­cesis, no es posible salvo que la so­ciedad misma fabrique constantemente héroes espiritua­les.

¿Podemos imaginar una sinergia de los explotadores orientada a hacer una sociedad de ciudadanos indepen­dientes masivamente cuando lo que precisamente bancos, instituciones, medios, estructura comercial, publicitaria, mercantil y económica en pleno es lo que tratan de evitar para ejercer su predominio? ¿Imaginamos una sociedad como ésta donde la gente no consumiese, se bastase a sí misma y no quisiese saber nada de televisión de consumo, prensa de consumo, cachivaches de consumo? Esta socie­dad quiere ciudadanos atados a una amortización, a una sujeción laboral, a empleos que no confieran jamás al indi­viduo confianza en sí mismo: sólo la que dependa de la libe­ralidad de su empresario. Y para eso esta sociedad laica “trabaja”. Levantada sobre la anulación de ese yo que re­emplaza con sus propios iconos, sus propios objeto de de­seo, sus mitos y sus planes de largo alcance en provecho de minorías a las que el resto sirve lo que menos le interesa son los místicos y los que aspiran a la trascendencia.

"Digo que una sociedad secularizada y laica, es ya la única en la que puede brotar íntimamente, sin estorbos, la trascendencia", afirma Pániker en otro lugar.

Insisto: esta sociedad secularizada y laica no está com­puesta de individuos libres. Y en esas condiciones la tras­cendencia íntima puede ser hasta una cursilada. No es lo mismo ser libre que creer serlo. Y el occidental no es libre en la medida que es la pieza de un engranaje que chirria a toda hora y está adscrito a la hipoteca y a la dependencia de terceros. Son pocos, muy pocos los que gozan de abso­luta autonomía para poder digerir la mística que Pániker y yo recomendamos a los libres y manumitidos. Y a los que la disfrutan no les hable vd. de mística, pues ni siquieran habrán leido su artículo.

La televisión, los medios y el aturdimiento en cuanto a que el silencio necesario para la conciencia mística no existe más que en la Alpujarra o en la alta montaña donde no hay remonte, impiden toda conciencia de la trascendencia. Lo mejor que puede hacer el individuo común que sobrevive a trancas y barrancas e intuye la necesidad de un poco de so­siego, es apuntarse a una parroquia, a un coro, a un socie­dad artística, a la cienciología, a una secta cualquiera o a un club de alterne que calmen su pánico al vacío y su cósmica soledad. Y el que no es común, tampoco es amigo de reco­mendaciones ni recetas de diseño...

La sociedad occidental ha optado por introducir el ruido como una droga que complemente las demás. La gente no se entera apenas de que existe y los neomísticos no conta­mos para nada más que en el plano interpersonal. Aunque la religiosidad tradicional ya no consuela tampoco a quienes se aferran a ella porque su fe se desvencija por momentos, la laicidad no propicia el pensamiento libre en condiciones en las que el individuo no es materialmente libre. Ni, a pesar de que la laicidad hace posible el sentido de la trascenden­cia, como dice Pániker, sus soluciones generales van por ahí; más bien encaminadas hacia el suicidio colec­tivo y hacia la negación de la identidad, por inmersión en la estoli­dez y en el atolondramiento.

Quiero decir con esto, que el discurso de Pániker lamen­tablemente sólo sirve para quienes en realidad no lo nece­sitamos; para quienes leemos para solazarnos, para re­crearnos y para valorar el alto sentido de la responsabilidad moral y total que infunden al lector artículos como el suyo. Como siempre, la experiencia personal, sea de la mística, de la religiosidad, de la trascendencia y de la propia cultura empieza inexorablemente por no tener que enfrentarse a jefes, por tener un trabajo estable y por no temer a toda hora perderlo; por ser en definitiva cada cual dueño de sí mismo. Algo que sólo está hoy día, pese a la laicidad rein­ante, al alcance de los opulentos, de los que se afanan en serlo sin escrúpulos y a quienes la trascendencia les im­porta un pito. También al alcance de los que contamos con una se­gura paga del Estado.

Dice Pániker que los cristianos hablan de gracia, los sufíes de fana, los hindúes de prajña, los budistas de bodhi. Los chinos nombran a la naturaleza con la palabra ch'i lan, que significa aquello que sucede por sí mismo y no por man­dato o control de entidad exterior. Los taoístas enseñan que el bien sólo se propaga espontáneamente -en chino: tzu-jan.

Pero fijémonos bien la enorme diferencia que existe en el tejido social, entre esas sociedades y la cristiana emponzo­ñada milenariamente por la envidia, que hoy llaman compe­titividad, y por la soberbia que hoy llaman mérito y que el modelo no hace más que potenciarlas. Porque ni la envidia ni la soberbia, ni la competitividad, ni el mérito, sino todo lo contrario, empapan a las sociedades sufí, hindú, budista, china. Mientras que la gracia, la mística y el sentido de la trascendencia predicadas en la sociedad laica cristiana tiene que verse las caras cada mañana a la hora de levantarse con una fuerza inusitada de quienes ejercen el control so­cial, económico, politico y mediático, que procuran corrom­per al humilde, al sencillo y al sobrio poniéndole en ridículo por su humildad. Y esto es demasiado. Esto es mucha tela para seres insignificantes por mucho que quieran crecer por dentro, ya que no pueden crecer por fuera. La mística y la trascendencia son preocupaciones aristócratas del espíritu, pero en cierta medida también aristócratas del dinero.

Por eso esta apología de la mística y de la trascendencia en la sociedad laica, de Salvador Pániker, tan bello y tan bien construido, me parece dirigido a las élites. Pues fuera de ellas y mientras el individuo no tenga asegurada una vida digna e indepediente, estas predicaciones son literalmente papel mojado. Quiero decir que ensayar la mística y expe­ri­mentar la trascendencia, sólo está al alcance de los aco­mo­dados. Y si no, es un consuelo que simplemente suple a la antigua resigna­ción cristiana a la que a su vez precedió la actitud estoica y senequista frente a la vida miserable.

24 enero 2007

El vértigo y la doble moral

Tener noticia y por tanto conocimiento de tantas cosas que se suceden vertiginosamente con la velocidad de la luz en todos los planos de la realidad; cosas que se atropellan unas a otras y nos sobrepasan, es atosigante. No hay espa­cio ni tiempo para asimilarlas. Cuando aún no hemos salido de la perplejidad, otra nos rebasa por el carril izquierdo. Y rara no es como criatura que llega decrépita en el mismo momento de nacer... Las engullimos, no nos da tiempo a masticarlas; nos abotargan y asfixian el gaznate. Esta so­ciedad, que va en todo a galope ten­dido, desconoce la mo­deración y el término medio. Imprime tal ritmo a los hechos y su difusión, que reina en unos ámbitos la sobreexcitación y en otros la abulia, la indolencia o el pasotismo como me­canismos de autodefensa. Es imposible seguir a ese tren corriendo a la pata coja tras él. Los fenómenos sociales se superponen a la noticia rebuscada de los mismos. No lo que sucede, que también, sino lo que se provoca que suceda para poder contarlo es una constante en tiempos en que los medios están necesitados de carnaza, como el vampiro humano de Bram Stoker, sangre. ¿Cómo, si no, mantener el fuego sagrado en el templo de la televisión las 24 horas el día, año tras año, lustro tras lustro, siglo tras siglo?

Todo se aprovecha y poco se recicla en comparación con lo que se desecha. De ahí el máximo aprovechamiento tam­bién de la doble moral. Diríase que otro de los secretos del buen funcionamiento de esta sociedad postindustrial está en el juego de la doblez, que desde luego siempre existió pero el pueblo o no se percataba o lo sufría con resignación hasta que hacía la revolución... Una de las manifestaciones de la doble moral, que además rige oficialmente es esa exi­gencia a todos, bajo pena de cár­cel, lo que los principales, los patricios, como antes la aristocracia y la realeza, no hacen sino todo lo contrario. Y todo, bajo el nauseabundo principio de que to­dos somos iguales ante la ley pero la ley no es igual para todos. Y, por si fuera poco, se hace por un lado una política a la vista de todos y otra que hace añicos a aquélla pero se oculta...

Me refiero ahora, por ejemplo, al círculo cerrado en el que la depredación y la filantropía caminan de la mano de una manera aberrante en el modelo occidental. Todo el arte po­lítico, toda la retórica constitucional, las libertades formales y el modelo sociopolítico en conjunto se reducen a saber en­cubrir la miserable política que se hace por dentro con la que se hace a la ojos vista y se pregona cada día.

Como nos informa el escritor Rafael Argullol: "el Ministerio de Industria fabrica bombas de racimo que compra en parte el Ministerio de Defensa, el cual envía una misión de paz al Líbano cuyos integrantes, como la entera población civil, pueden verse afectados por los proyectiles exportados por fabricantes de armas cobijadas en nuestras leyes".

Pero, como se puede comprender, esto no es sólo cosa de nuestro país. El truco o trucaje de fabricar pañuelos para las lágrimas provocadas a conciencia, es tan viejo como las so­ciedades cristianas con todas su variantes que coadyuva­ban a los intereses materiales de los pecadores civiles. Los ingleses iban a Africa sembrando -más bien inoculando- el pudor, para dar salida a los paños de Manchester. Los es­pañoles iban a cristianizar América mientras los tercios ge­nocidas se apropiaban del oro y de las ge­mas. Los es­paño­les iban a cristianizar América mientras los tercios ge­noci­das se apropiaban del oro y de las ge­mas. Recientemente, hace dos años, en Madrid, mientras arrasaban ellos mismos la milenaria Babilonia, los convocantes cele­braban una Conferencia de Países Donantes para la reconstrucción de Irak ...

Toda la vida se la pasa este orden contradictorio de cosas en Occidente engañando y engañándose a sí mismo. Lo mismo da que esté el gobierno de un signo que otro. En esto todos son iguales. Y el día (que nunca llegará y por eso pueden presumir de integridad) en que los eurocomunistas lleguen al poder, harán tres cuarto de lo mismo.

En esta sociedad maldita occidental; maldita por lo que hace y por lo que predica y engaña, todo es así. Lo mejor que puede uno hacer es olvidarse de la moral, de la ética y de la bondad, y pasar a ser la fiera que nos proponen ser. Debiéramos simplemente enseñar a nuestros hijos cómo sortear el Código Penal -el mínimum del mínimo moral-, aunque sólo sea para no soportar la aplopejía que el anda­miaje de nuestra contracultura nos infiere. Eso es lo que hacen "ellos", los poderosos que no tienen escudos de no­bleza, como antes los tenía la aristocracia, y se emboscan en el anonimato. Y hacen bien, pues saben que millones y millones de seres humanos tienen noticia de su rapacidad, de sus engaños, de sus fraudes y de su crueldad, auxiliados por todo el sistema al completo hasta que el sistema salte por los aires...



La opinión, en los periódicos

"Muy pocos o ninguno de los distinguidos profesores de ins­tituciones de derechas que se alimentan de la política de Was­hington se van a poner un uniforme” (...) “Y en cuanto a los banqueros, abogados, consultores y especialistas médi­cos de los barrios lujosos de cualquier ciudad, menos. Su pro­blema es cómo conseguir un nuevo Ferrari antes que el ve­cino (...) Van 3.500 bajas. A primera vista no parece que en­tre los muertos haya muchos procedentes de las universi­dades de Harvard, o de Georgetown, o de la firma Gold­man Sachs o de algún ins­tituto de cirugía facial de Califor­nia".

Este es análisis de Paul Kennedy, director del Instituto de Estudios sobre Seguridad Internacional, Universidad de Yale.

Desde que se me inflamaron el hígado y el corazón en marzo de 2003 con ocasión de la invasión de Irak, ya resen­ti­dos en 2001 tras la perplejidad por la de Afganistán -am­bas porque sí-, no me ha sido posible leer en los periódicos mun­diales de mayor difusión reflexiones de esta índole.

En muchas ocasiones he dicho que los medios son cóm­pli­ces muy significados de las imposturas e infames accio­nes de los gobernantes estadounidenses en el mundo y desde hace un lustro en Oriente Medio... por omisión.

He aquí una prueba caliente. ¿Por qué cosas similares a las que se vierten en este artículo titulado ¿Quién es el que debe mantener el rumbo? no se han publicado hasta ahora?

Indudablemente, lo mismo que infinidad de ciudadanos del mundo venimos pensando desde entonces, han de pensarlo los talentudos escritores, catedráticos y columnistas. Pero ¿cuándo, no ya en titulares de primera plana sino en artí­cu­los de fondo u opinión se ha estampado en cualquier perió­dico in­fluyente denuncias como ésta de Ken­nedy? Os lo voy a de­cir: nunca. He estado atento a la cues­tión.

Los medios dosifican, calculan, calibran su participación en las fechorías imperiales no en función de la ética interna­cio­nal o universal, ésa que no admite contestación, sino en fun­ción de las veleidades económicas, financieras y psico­lógicas de los canallas que a lo que hacen le llaman política.

Si la guerra es el fracaso de la política o el ejercicio de la po­lítica por otros medios, como decía Clemenceau, los ac­tuales mandatarios yanquis -todos ellos- son cualquier cosa menos políticos. "América", la de promisión, desde que la ri­gieron los primeros presidentes con el espíritu e inteligencia de los gran­des hombres, sólo alumbra, uno tras otro, pési­mos soldados de paisano pertenecientes a levas facciosas. Milita­res tardíos de la peor clase de tropa, que incluso han esca­moteado co­bardemente el servicio militar.

Si Kennedy, Nirbaum, Naím, Stiglitz, Rifkin, Chomsky y tan­tos otros antibelicistas hubieran ocupado las páginas de los pe­riódicos norteamericanos a partir del 2001, el infame estado de cosas en el planeta hubiera adquirido otro sesgo. Porque los periódicos no se limitan a dar fe de la realidad, también influyen decisivamente, o aspiran a ello, en los aconteci­mientos. No pronunciarse en los momentos crí­ticos, cuando debieron hacerlo -me refiero a acciones omino­sas y men­tirosas como las de Irak y Afganistán-, es cola­bo­rar con el cana­llismo y fabri­car canallismo. En la doble moral, ésa que tanto nos repugna a todos, es experto el perio­dismo al uso. Cuando le conviene, en los casos más graves dice que su misión es informar y no em­pieza a expresarse con letra gruesa hasta que pasó el peligro, como el caso que nos ocupa hoy, y en los casos veniales, los de política interior, los periodistas se pasan todo el día opi­nando cuando debi­eran callar y limitarse a consultar al pueblo para saber qué opina.
¡Peste de periodismo, padre, hoy, de todas las batallas!

21 enero 2007

Los miedos


El miedo a todo que padece el mundo, introducido por S. Huntington, en 1993, en su obra capital Choque de civiliza­ciones (una profecía con la esperanza de que se autorrea­lice, como dice Vidal-Beneyto) tiene la virtud y la infamia de ahuyentar otro miedo un millón de veces más justificado.

Me refiero al miedo, éste, al cambio climático. Porque el miedo fabricado a cuenta del dichoso choque in­existente salvo por una de las partes, solapa al otro natural. Y en esto consiste la infamia y al mismo tiempo la cretinez. Pues la si­nergia del pánico generalizado hacia los devasta­dores efectos de la mutación climática, exigiría de inmediato en un clamor mun­dial la inmediata reparación del andamiaje pla­neta­rio para intentar regresar al paraíso perdido. Pero anu­lado ese miedo a una naturaleza que el ser humano creía domi­nada por el otro miedo prefabricado, por un lado, y la am­putación del ins­tinto que sufre la civilización estragada por las ideologías y por el embeleco de los artefactos al al­cance fácil de todos en Occidente, hace que las débiles re­acciones frente al retro­ceso de los glaciares, la licuación de los Polos, el avance del desierto y la brutal y exponencial mutación de la bios­fera, sean absolutamente irrelevantes. Con protocolos como el de Kioto o sin ellos.

Cuando los países avanzados tecnológicamente del globo debieran pararse en seco en esa obsesión por el creci­miento que a la hora de hacer cuentas sólo beneficia mate­rialmente a un diez mil millonésima parte de los humanos, arrecia el lanzamiento de la basura a la troposfera. Y ni aun así, ni aun parándose en seco en busca con aplicaciones energéticas restaurado­ras del clima, se producirían efectos visibles a corto plazo. Pero por lo menos a esta generación de imbéciles le queda­ría el consuelo que acompaña a la muerte de los ricos que legan a sus causahabientes una mínima fortuna. Y poniendo empeño en hacer posible la re­posición del planeta y su feble atmós­fera a unos niveles de limpieza aceptables para dentro de otros 50 años, por lo menos re­dimiría a la raza humana de su estulticia, de su miopía y de su perversidad. Por lo me­nos el ser humano, representado por quienes lo han degra­dado y degradado a su habitat, re­cobraría la nobleza de mi­ras que se ha negado a sí mismo por su contumacia y su torpeza a lo largo de la Era industrial y postindustrial.

Pero ya sabemos por anticipado que no hará nada para corregir nada. Y que, por eso mismo, las cosas seguirán el ca­mino trazado por los bárbaros. No será necesario esperar a un futuro im­preciso, pues tendremos -ya está aquí- la cala­midad univer­sal repentinamente de un año para otro. Cual­quier mañana de un día cualquiera, nos encontraremos con que el mo­nóxido de carbono y las partículas en suspen­sión, enrarecidas, han solidi­ficado de repente el cielo.

13 enero 2007

Sobre la mujer

Me arriesgaré a un incontenible temporal, pues puedo arrojar sobre mí aproximadamente a media so­ciedad española encima.

Pero no puedo evitar mis dudas. Fijaos bien, dudas, de que la mujer se haya desarrollado en “una estruc­tura que desde hace siglos la ha esclavizado, la ha ri­diculi­zado, la ha minusvalorado y la ha demoni­zado”. No es por llevar a nadie la contraria, pues se di­ría que la con­tra­ria me la llevan a mí los venda­vales de opi­nión en este asunto...

Me parece demasiado recurrente y fluida la intención general y también tópico en España de que la mujer ha de estar fuera del hogar para “realizarse”. Es demasiado re­currente como para no ser analizado el asunto con mayor rigor. Ni afirmo ni niego. Es una ley, el escepti­cismo positivo, de mi estructura mental.

Veamos. Simplemente me cuestiono si la mujer, la hembra que pare, que educa, que tuvo siempre tan cerca a la prole de la que en general el macho se des­entendía, no fue, no ha sido más veloz hasta llegar aquí porque no pudo o porque no quiso. Ca­zar, hacer la guerra, esfor­zarse y enfrentarse a los trámites que exige siempre la vida material y la manutención en las sociedades que no se limitaron a sobrevivir, era pro­piamente cosa del macho como propia de la hembra, de su deli­ca­deza, de su mimo y de los latires de su co­razón era la misión protectora de la fragilidad del vástago. Creo; más, estoy seguro de que si la hembra hubiera prefe­rido dirigir el mundo lo hubiera conse­guido en décadas, no en milenios. A mí, me parece mucho más im­portante influir que gobernar. Entre otras ventajas, los riesgos de errar son mucho meno­res. Y eso es lo que ha hecho la mujer cuando no era una esclava no del macho sino de la sociedad, como esclavo era todo aquel ser humano que a su vez no los tenía...

Pero todo tiende al cambio. Y en estos tiempos, cuando por ejemplo en Europa nadie habla en la cla­ve de indignación empleada aquí por esa historia del visto como esclavismo femenino; cuando en los marxismos evolucionados ya está superado ese complejo, en Es­paña siguen erre que erre los movimientos de mujeres resentidas domi­nando el lenguaje que atenaza esa cuestión: que “el macho ha esclavizado, ridiculizado, minusvalo­rado y demonizado a la mujer” ¿No creéis que eso, de todos mo­dos depende también en buena medida de la educación y de la cultura familiar y per­sonal? ¿Creéis que una mujer –no hablo de la que tra­bajaba para sacar adelante a sus hijos porque fue abando­nada, sino la mujer que tocando el piano, le­yendo, es­cribiendo, pa­seando... era sólo objeto de de­seo y no de respeto y de amor por parte del macho? ¿Creéis que hoy la mayoría de las mujeres que traba­jan “fuera de casa” se “realizan” personalmente en una Caja registradora, en un teclado de ordenador, ven­diendo, seduciendo o quizá engañando para vender productos que no son siquiera solicitados, importu­nando ca­sas para ofrecer atosigantemente productos y servi­cios por encargo de sus jefes? ¿Creéis que son más feli­ces y hacen más felices a quienes les rodean: a sus hijos, a su pareja, que cuando, si podían permitír­selo, como las madres de clase media de antaño, se dedicaban a recoger los frutos del huerto y a contaros cuentos mientras vuestros padres traba­jaban de lunes a vier­nes? ¡No!

Todo es un mito. En Europa, en Holanda, en Bélgica, en Suecia, incluso ya en Italia las mujeres están re­tornando al “hogar” y se realizan personalmente en el hogar. La cuestión de la liberación femenina llegado a este punto no está en trabajar inexcusablemente fuera de casa, sino en saber cultivarse y en que el Estado considere los trabajos del hogar como los más excelsos de la sociedad y los retribuya generosamente... Es el modelo neoliberal el que impide que esta propuesta avance y se instale en el ánimo de todos, de hombres y mujeres...

España es una jaula de grillos y la unidad vital humana –no la llamemos familia por­que en efecto la composición de todo cambia- no es que evolucione, es que se descompone sin ton ni son, sin orden ni con­cierto; se está desestructu­rando, di­solviendo a pasos agigantados. Y además, en perjuicio de las siguientes generaciones. Como en otras muchas cuestiones edu­cacionales, medioambientales, etc. En todo. Y todo por esa moda, por esa manía de creer que se “crece” mejor como persona tra­bajando para terceros -en la mayoría de los casos- y de­pendiendo de jefes o empresarios que no valoran el trabajo sino por el arqueo contable al fi­nal del día. Y eso, cuando no le basta y busca las oportunidades sexuales que pueda brindarle la tra­ba­jadora de turno.

De todos modos no quiero estropear la idea de nadie sobre esta cuestión. La edad no debe prevalecer, ni tampoco es un argumento. Afortunadamente desapa­reció de la teología al uso el de “autoridad”. Ni en un sentido ni en otro. Pero es inevitable la óptica de las cosas según la trayectoria, la experiencia y la ciencia... Por consiguiente, no me empeño en tener razón.

No os dejéis impresionar por tanta memez en tal sentido. Si la mujer hubiera querido, salvo en las cla­ses desfavorecidas que siempre trabajaron penosa­mente, se hubiera alzado sobre el varón y su hege­mo­nía hubiera sido total y radical. Es indudable que a mí me hubiera gustado, pues tengo mucha mejor im­pre­sión y confianza -a pesar de sus proverbiales velei­da­des- en una mujer que en un hombre, generalmente siempre manejado desde lejos, como un títere, por... una mujer. He vi­vido lo suficiente en distintos am­bientes laborales, profesio­nales y socia­les como para poder acreditarlo.

No se trata, pues de defender el “marujeo” o de que la mujer que lo desee no pueda aspirar a trabajar fuera del hogar. Estaría yo loco. Se trata de que la que elija como empresa su hogar, sea tan respetada como la que más o si se me apura aún más. Por respeto a su elección y por el bien de la familia cuando ha contribuido a crearla.

Y repito, cuando en Eu­ropa –no en Francia donde esto está zanjado desde la Revolución, como en Rusia desde la suya- están dando marcha atrás, en España, siempre con el paso cam­biado, las mujeres de rompe y rasga no dejan títere con cabeza, en lugar de culti­varse –las que podrían-, en lu­gar de criar amorosa­mente a los hijos por lo menos hasta que se basten a sí mismos. Y no sólo no se calman sino que no dejan que las que optan por ello se organicen dignamente así. Todo el día estresadas, todo el día an­siosas, mu­chas amargadas y hastiadas... ¿Qué opinan vuestras madres? ¿Qué opinan vuestros padres?

12 enero 2007

Saberlo todo


No sabía bien qué significaba la palabra perplejidad hasta que Dios me hizo esta pregunta: ¿te gustaría saberlo todo?

Me hizo un gran honor, pues a fin de cuentas y, según la teología cristiana, a Luzbel no le dio esa oportunidad. Fue Luzbel quien, por su cuenta y riesgo, se midió a Él...

Balbuceé, un poco avergonzado pero rápidamente como el niño al que el maestro está cogiendo en un renuncio y en la prontitud de su respuesta ve la sal­va­ción, que no.

Desde luego he vivido hasta ahora sobre dos pilares que creía inamovibles, en una sociedad que va justo en otra di­rección distinta de la mía. Uno es el no desear ser absolu­tamente nada en la competición social; primero por profesar -al principio ignorante y luego conocedor- la renuncia aprio­rística a todo aquello inasequible, inasible o incompatible con mi carácter. El otro, es el esforzarme en ignorarlo todo, ya que no sólo es imposible saberlo todo sino que, siendo el saber un poco sólo útil para sobrevivir, también me entor­pece el ser feliz. Pues dudar de todo lo filosóficamente cog­nos­cible, que es mi actitud introspectiva regular, equivale a ignorar lo que uno considera incog­noscible.

La cuna de mi vida la mecen, por un lado la ignorancia de todo y por el otro la “impresión” que me produce todo. De ahí no paso, y desde ahí escribo. Me muevo, me desga­ñito, me rebelo, arremeto, acuso y pienso, en todo, a través de la "impresión". Todo es para mí doxa, opinión. La episteme, ciencia, curio­sidad ¿verificable? y sana en los antiguos grie­gos por el conocimiento, se ha transformado hace mu­cho en insufrible petulancia, antro­pocentrismo e instrumento de dominio entre sus herederos de la sociedad occidental. Y así nos va.

Me gustaría saberlo todo, sí, pero no para ser feliz, sino para convencer a esa por­ción del mundo desquiciado que lo infecta todo, que debiera tratar de regresar al paraíso per­dido. Sólo para eso. Porque si Dios -sea el creacionista sea el evolucionista- me diera la oportunidad de renacer, esta vez con propia voluntad con la realidad que actualmente vi­vimos, me negaría aprender a leer y posible­mente a hablar. Sólo que­rría aprender a interpretar las par­tituras musicales.

Si hay algo interesante en los textos sagrados de la cris­tiandad, es eso del Eclesiastés de "cuanto más saber, más aflicción"; de lo que, al igual que de tantos otros principios de sabiduría de su cosecha y de la ajena la propia cristian­dad se ha burlado siempre en su afán de acapararlo, acre­centando con ello la infelicidad del hombre de Occidente. Pues, viéndose éste fuera del paraíso y creyendo imposible regresar a él, se ha ne­gado a intentarlo y, por lo que vemos, elige constantemente el abismo o los abismos.

06 enero 2007

Sensacionalismo

La fotografía de la madre de una de las víctimas de la ex­plosión de hace unos días en el Aeropuerto de Barajas, so­bre el féretro de su hijo, es todo un poema. Pero un poema de sensacionalismo repulsivo que pareció prometerse el Li­bro de Estilo de ese periódico (y se supone que el de cada uno) no cometer. Pero amigo, ¡menudo golpe de efecto! ¿Quién renunciará a él?

Se habla hasta la ronquera de avances, de procesos civili­zatorios, de parsimonioso alejamiento de lo primitivo y del magnetismo de la casquería, de evitar la seducción por la elementalidad, por la simpleza, por la simplificación y por el reduccionismo baratos que además tanto daño hacen. Se hizo el firme propósito (el Defensor del Lector lo dijo) de aplicar inexcusablemente en la informaciónn la presunción de inocencia. ¡Todo al carajo! Pues aparte de las fotografías y titulares sensacionalistas cada vez más en aumento, la rotundidad se enseñorea de los periódicos, que ora nos dan la noticia de que esto o aquello se va a investigar cuando está más claro que el agua, ora se asevera, sin concesión alguna al titubeo, un avatar humano o social preñado de os­curos detalles y se lo convierte de un día para otro en dogma por mor de un informe policiaco, de agencia o mi­nisterial...

"Detenidos 40 yihadistas" (los detienen como hacen las redes de arrastre). "El arzobispo de Varsovia colaboró con el régimen comunista". Cuatro páginas enteras dedicadas a "La ofensiva terrorista" con sus correspondientes detalles lacrimógenos de revistas del corazón, más bien genitales... son los ejemplos que me vienen hoy a la mano.

¿Han tocado fondo, en materia informativa, de honestidad y de estilo, los periódicos? Me temo que no, que van de mal en peor. Cuando creía yo que así era, cada día amanezco relativamente sorprendido por un paso de tuerca más. Esta de la foto de hoy es puro folletín que no aporta nada que no esté precalculado...

Cualquier noticia categoriza la adscripción, a lo que sea, de una persona. No hay presunciones. Hoy se alegan y ma­ñana se pisotean. Forma también parte del potpurri mediá­tico. Ya está todo juzgado, atado y bien atado cuando sale la noticia...

Etarra y yihadista son hoy día dos etiquetas que pueden hundir a una familia o muchas con un chasquido de dedos. Como ciertas castas, etnias y condenados llevan el estigma a la vista de todos, sean o no culpables... de nada.

Y todo esto sucede pese haber perdido el norte sobre lo bueno y lo malo, sobre lo divino y lo humano; sin saber ya qué es honesto y qué deshonesto, qué lealtad y qué des­lealtad, qué eficaz y qué imbécil, qué listeza y qué inteligen­cia, qué agnóstico y qué indiferente, qué rebelde y qué apologista, qué correcto y qué insumiso, qué es el bien y qué es el mal. Nietzsche resucitado... juzgando a vivos y muertos, a periodistas y periodismo, a políticos y esbirros, en una nueva pero vieja dimensión del pensamiento sin pensamiento, de la pontificación y de los alineamientos por las buenas porque la sociedad mundial (por fin lo han con­seguido) está ya dividida en dos, pues las demás fragmen­taciones no cuentan.

Ir al bulto y la delectación por el no discriminar, es lo que se lleva. ¿Saben esos que blasfeman a fuerza de mal gusto, cuántas vueltas damos a la exposición de nuestras ideas in­dignadas, para no hacer daño gratuito a nadie o para no caer en la procacidad? Pero ellos ¿para qué molestarse en averiguar si las fuentes de información son solventes, apolí­ticas, objetivas? ¿Para qué revolver Roma con Santiago para desentrañar lo que debían a empezar por desentrañar? ¿Para qué ahondar en el enigma de la catadura moral de los canallas que zarandean a ya todas las sociedades de la Tierra?

Para qué cuestionarse nada, si ya sabemos que los bue­nos son los que no comparecen, no saben no contestan, vi­ven recluidos en su mismidad o se enardecen al grito de ¡a por ellos! o gimotean ante el hecho luctuoso de ayer pasado mil veces por las pantallas de televisión... ¡Para qué indagar más!

Está claro quiénes son los buenos y quiénes los malos. Los buenos son los sumisos y los adictos a la droga del po­der aunque de él sólo respiren sus vapores. Los malos so­mos los que, valientemente, salimos al exterior y nos hace­mos ver. Y unas veces callamos, otras nos quejamos, otras protestamos y otras acusamos, ejerciendo nuestro derecho a pensar y a juzgar; un derecho que no ha de reconocernos ley alguna que no sea natural... Nosotros, los que, para que todo cuadre en esta convulsa y frenopática sociedad -espe­cialmente la estadounidense y la española contaminada-, estamos al borde del abismo expuestos en todo momento a ser tenidos por etarras o yihadistas en cuanto el policía de turno se fije en nosotros y diga que le hemos mirado mal. Estemos seguros de que a partir de ahí, la prensa estará con él y con su impecable informe.

Esto es lo que hace cada día el periódico con cada una de las impactantes noticias que nos endilga... para que todo, absolutamente, encaje en la famosa división del Bien y del Mal.

05 enero 2007

Historia y vida


Me encantan esos tiempos de los que me informan que en Normandía, en el año 1049, un hombre había sido meta­morfoseado en asno; que en 1114 Hildeberto observó a una muchacha de cuyas orejas salían unas espigas de trigo: quizá fuera Ceres. O eso que cuentan en la diócesis de Uzés, donde una bonita fuente de aguas puras cambiaba de lugar cuando se arrojaba alguna cosa sucia en ella...

La historia se entrelaza a menudo a la leyenda. Pero Es­paña, extirpada casi de cuajo la fabulación religiosa de la cultura popular por el efecto de la democratización, y siendo así que el ser humano siempre está necesitado de algo que esté muy por encima de él, poco a poco va cogiendo el gusto a nuevos mitos: dogmas profanos económicos y dog­mas prendidos con alfileres puestos en circulación por los círculos mediáticos que han desplazado a los antiguos, tan febles. De momento, a la mayoría le basta. Fuera de ello, lo demás en realidad a pocos interesa.

Esto más o menos sucede en este país que invierte frívo­lamente los términos en el grado de importancia de las co­sas. Se la da a futilezas y no se la da, por ejemplo, a la pre­visión o a la anticipación. Gobernado por el azar de los me­canismos económicos -que no leyes, tan inestables que no se com­prende que puedan llamarse así- vive al albur y al día en todo.

Pero es que los pueblos que van en proa tampoco son más previsores. A la hora de la verdad; esto es, de las co­sas serias, a pesar de aparentar altas miras no son menos miserables: vuelven mucho la vista atrás y apenas otean el fu­turo. Vivían sus sabios creyendo que ya sabían todo de la Naturaleza; que se habían deshecho de su yugo y que la tenían domeñada. Hasta tenían por cierto que podían ma­nejar el clima a voluntad. Quizá lo supiesen todo de ella. Pero se dejaron lo esencial: aprender a reconocer a su de­bido tiempo los síntomas de la enfermedad global de la Na­turaleza, que pudiera revolverse contra ellos. Por eso se muestran in­capaces de reconciliarse con ella de inmediato.

Desde luego el cambio climático que amenaza con ani­quilar la vida tal como la hemos venido viviendo y conci­biendo, no se hubiese presentado casi de repente ni hubiera concitado espanto si ese humano hubiera mantenido los pies cerca del suelo sin dejar de observar cada día qué ocu­rría en el cielo. Sin embargo los templos de la Ciencia, de consuno con los medios, se dejaron sobornar por la Indus­tria, la alta finanza y la Política. Ahora, horrorizados y a pe­sar de todo a re­gañadientes, todos -casi todos- parecen in­teresados en dar marcha atrás. Tarde.

Y es que el mucho saber es lo que tiene: llega a embria­garse de sí mismo, con su propia esencia, y pierde de todo la conveniente perspectiva. Hay que tener mucho cuidado con él. Tanto el que sabe mucho como los conciliábulos donde muchos que saben mucho se reúnen, a fuerza de saber mucho sobre lo que ocurre fuera, aparte de ignorarlo todo, cada uno, de sí, se estragan entre sí y bloquean las claves del saber: lo más importante de él para que sea fruc­tífero. Y, por eso dejaron sin someter a examen lo que más interesa a la humanidad, que es, atreverse a corregir el rumbo cuando se han hecho ya demasiadas escalas...

Y volviendo a nuestro país, no sé si habrá muchos talen­tos. Procurarán ocultarse para no ser víctimas de la envidia: rasgo de su idiosincrasia que en buena parte lo esclerotiza y extenúa. Por eso todos van en busca de la misma fácil ac­ti­vidad y el mismo monto de ganancias. Y por eso mismo todo él es ya la capital mundial de la maquinación y de la especulación: lo que ipso facto rentabiliza. Además, quienes no se dediquen a la una u a la otra sobran. Son ciudadanos marginales; improvisados peones de ajedrez.

El mundo es un estadio al que vamos todos a presenciar cómo se las apañan unos puñados de políticos, de perio­distas, de artistas y de magnates del petróleo en unos sitios, y de obispos y de contratistas de obras en el nuestro, para escenificar la pieza teatral de más de seis mil millones de seres humanos en un planeta agrietado, que vive bajo los dogmas -perdón los mitos- de una civilización muy avan­zada y superior. ¿Avanzada una civilización que podrá in­crementar los PIB hasta extremos insoportables pero retro­cede a pasos agigantados en lo moral y en lo afectivo en la misma medida que es capaz de almacenar más cachiva­ches?

Antes de ayer la fidelidad pasaba todavía por un deber; ayer, se volvió tan rara que se vio como una virtud. Llegará un momento en que será deshonra... Quizá por eso no se ha percatado el hombre –o se ha dado cuenta tarde- de que no sólo ha sido infiel a su esposa, la Naturaleza. Es que no sabe cómo hacer para no violarla atrozmente una y otra vez y evitar que, humillada y despechada, emprenda aquélla su lógica y "natural" venganza.

Pero seamos sinceros, las conciencias no se inmutan ya por tan poca cosa...

01 enero 2007

Vivir de pena

En el lenguaje coloquial vivir de pena equivale a existir sin lo in­dis­pensable para vivir con dignidad. En ese mismo lenguaje, también hablamos a ve­ces de mo­rir de pena. Sin embargo, en este trance sufrimos la muerte una sola vez. Ajusticia­dos por la pena, la muerte suele durar sólo ins­tantes. Des­pués renacemos a la cotidia­neidad vulgar. Ade­más, “vivir de pena”, en ese sen­tido material y vista la cosa desde fuera porque la vida de aquella persona que nos entristece la valoramos por la nues­tra preñada de inter­eses, no impide que ella la esté vi­viendo con una ale­gría extraña para nuestro sentido de la felici­dad. Muchas perso­nas en el mundo carecen de todo y sin embargo viven henchidas de ella. Estampa ésta que fá­cilmente po­demos pre­senciar en pueblos del Tercer Mundo.

Lo peor no es, pues, morir de pena. Lo peor es vivir de pena, con pena: ésa que traspasa el alma y no la alivia ni un trozo de pan ni el golpe de suerte de una herencia in­esperada.

Porque cuando vivimos día tras día, hora tras otra, transidos por el dolor es, porque no hay remedio. Ni la pér­dida de un ser muy querido, ni la extrema melanco­lía, ni el amor frus­trado, ni el amor imposible ni el que depende de la ley del en­caje, lo tie­nen.

Vivir de pena pensando que podamos no tener jamás a nuestro lado a la persona que amamos y nos ama, es la amar­gura encarnecida. Sobre todo cuando el amor cuyo amane­cer presen­ciamos, es como esos astros que apare­cen en periodos medidos en ci­fras si­derales, o como la pe­pita de oro que bri­lla en el ce­dazo entre nuestras manos tras haber re­movido quién sabe cuántas to­neladas de arena.

Esta clase de amargura será burguesa, aristócrata o pro­le­taria, pero ella en sí misma es hoy también muy rara: sólo se aloja en las almas demasiado humanas...