25 septiembre 2006

Elegía a un planeta moribundo


Jamás en los anales de la historia del hombre, hasta donde la conocemos, ha sucedido lo que preside y oprime hasta el ahogo a esta generación. El cambio climático, la intoxicación del planeta, la rápida y dramática desaparición de tantas especies vivas y orgánicas, la desecación progre­siva y fulgurante de lagos y ríos, el rápido retroceso de los glaciares, el fin de las nieves perpetuas, el Artico que pierde lo que fue su hielo perenne a razón de 14 á 100 en un año... son fe­nómenos absolutamente inéditos que han de sobre­coger a cualquier espíritu mínimamente sensible que no esté en­fermo o ensimismado. Por otro lado, el planeta es una despensa repleta a lo largo de miles o millones de años, que la viene ago­tando un pu­ñado de fi­listeos que se han ido pasando unos a otros la posibilidad de desvalijarla en poco más de cincuenta.

Pero todos, verdugos y víctimas, dominadores y domina­dos, depredadores y depredados, quieran o no, se percaten o no, están sumidos en una alteración biológica global que afecta a su psique, a su psi­cología, a su capacidad de afecto, a sus emociones, a su instinto atrofiado, a su com­porta­miento, a su ímpetu natural y a la pérdida de la sana es­pontaneidad que les animó naturalmente hasta ayer.

La debilidad somática y psíquica, en buena parte debida a la indecible comodidad, especialmente la motorizada, y a la excesiva lasitud, se ma­nifiesta en perceptibles convulsio­nes. La decadencia de Oc­cidente está arrastrando a la de­cadencia del mismísimo pla­neta. Las costumbres, ya ape­nas sin formas ni protocolo, el recurso cada vez más exten­dido a la droga incontrolada añadido al refugio eterno en el alcohol, son síntomas de hasta qué punto mientras unas so­ciedades agonizan, famélicas, por carecer de todo, otras en­ferman por sobrarles todo. Da la impresión de que el coche, la televisión y el móvil han des­quiciado al occi­dental. Siem­pre quienes tuvieron poder ab­soluto experi­mentaron su ma­yor voluptuosidad en hacer temblar y estremecer a otros. Pero ahora esa expe­riencia ya no es local: tiene dimensio­nes planetarias. Pese a la relativa paz en la mayor parte del globo -y la paz no sólo es ausencia de la guerra- y tras ella, se esconde una grave inestabili­dad emo­cional que dificulta la verdadera creativi­dad indivi­dual. No sólo la creatividad, también ese estado de cosas perturba gravemente la re­creación... Vivir es respirar, vivir es amar, vivir es mirar pri­mero la belleza natural y luego, tras su contemplación y tras la impresión que nos causa, recrearla de las mil maneras que admite el Arte. Eso es engrandecerse y humanizarse. Pero no podemos mirar ya cara a cara a las nubes, al cielo, a las montañas, a los bosques, a los mares. Ya no sólo no son vírgenes; están atrozmente violados... Su faz, la del lienzo natural, es la de la doncella mancillada y moribunda. Es como estar mirando más a un moribundo que a la fuente potente de vida que fue. Es como vivir en una casa agrie­tada que poco a poco se va desmo­ronando ante nuestros ojos.

¿Hablábamos ayer de futuro? Pues ya esta­mos en él; todo lo más el futuro es mañana, no dentro de diez o de cien años. Es crepuscular y en modo alguno ilu­sio­nante...

Esto no había sucedido nunca. Al menos desde que la es­pecie humana tiene memoria. Y menos coincidiendo con el ocaso de una civilización... Las almas vagan y se aturden. La risa no es ya de cristal, ni franca, ni natural. Es postiza. Hace mucho que no se escucha una carcajada sonora y sincera. Sólo se atisban muecas parecidas a algo que se llamó risa. Pero pro­piamente no se ríe con esa expansión muscular que se aloja y sale de lo más profundo de la zona ventral. Fruncen las gentes los músculos faciales porque el ser humano tiene la rara propiedad entre los seres vivos del supremo fingi­miento, para bullir en sociedad. Pero no ríen natural y ex­pansivamente. Se aprecia la fatiga existencial pese a ser tanto el ruido; no hay sorpresas ni motivos hon­dos para reír. Y si se ríe es por descuido, por inconsciencia o por insensatez. ¿Efecto del progreso? ¿el precio que hay que pagar por una letal moli­cie que viene del anquilosa­miento general?

La humanidad se resiste a hundirse en los terrenos panta­nosos que ella misma, a través de sus propietarios, ha ido creando. Y todo se concita fatalmente para ir sucesivamente transfor­mando a los seres humanos en estatuas vivientes, hasta con­vertirse en pasto de un planeta inerte. ¿Hay algo que no lleve el inequívoco rasgo de lo extintivo?

Sólo el afán de cada día da alguna protección a esta cós­mica aprensión que pende de la atmósfera ordinariamente enrarecida. Nunca, hasta hoy, pudo sentir lo que siente hoy el ser humano aunque se haya pasado su existencia cono­ciendo el miedo. Y hay además otra diferencia. An­tes, enton­ces, el hombre y la mujer encontraban siempre un úl­timo refugio en la esperanza. Hoy, entre lo anterior y la amenaza de una guerra nuclear, a esta generación sólo le cabe resignarse sabiendo que nunca podrá pre­senciar la regene­ración del paraíso que fue el planeta Tierra...

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