06 octubre 2006

¡El coche!


¡En qué mala hora se inventó el coche!, un trasto además incentivado constantemente con más y más servicios -pres­ta­ciones los llaman- para que nos sintamos como en una habita­ción de nuestra casa en movimiento...

Si desde el principio se hubiera concebido el invento ex­clu­sivamente para el transporte público, el CO² no nos esta­ría ahora aniquilando y corroyendo las entrañas, y el planeta no estaría dando las últimas boqueadas con este patético avance del desierto, que terminará calcinando la Tierra y la vida sobre ella en poco tiempo.

No era tan difícil prever un final polucionado al límite como el que se ve en el horizonte ya cercano. La biosfera es una estancia finita con capa­ci­dad finita para absorber calor fi­nito, mientras no tiene capacidad infinita para refrigerarse. Y el co­che está fa­bricado para ocupar infinitamente la Tie­rra. Este devastador instru­mento ha sido creado como artí­culo de uso personal; como el cepillo de dien­tes. ¿Vale la pena haber ex­peri­men­tado la mo­vilidad indivi­dual y la velo­cidad, habiendo po­dido limitarnos a vivirlas colectivamente por razones prácti­cas y en los tinglados de feria y el avión como recreo?

El ser humano, en relación a los demás seres vivientes se ve a sí mismo como ser genial que está por encima de todo lo creado. Pero está pro­bado: su trayecto­ria general en todos los aspectos, incluído éste de su pésimo cálculo sobre los efectos del CO², le acredita como un misera­ble, un egoísta pueril, un vanidoso, un so­ber­bio; un ser, en fin, in­capaz de renunciar al oro que lleva en­cima cuyo peso va viendo que le hunde en el pantano, pero pre­fiere ser engullido por la cié­naga antes que despren­derse de él.

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