30 octubre 2006

La pobreza frena a la riqueza

Andrés Ortega Klein dedica hoy su artículo a poner de re­lieve documentadamente hasta qué punto la pobreza frena a la riqueza.

Yo le rogaría que no le dé más vueltas. Estos análisis, de­ntro del patrón democracia liberal, son siempre en círculo y en realidad no aportan nada si de lo que se trata es de en­contrar remedios y no hacer literatura de fenóme­nos antro­pológicos insolubles. Yo, desde luego, no estoy dis­puesto -ya que hoy el mundo cuenta con el arma de Inter­net- a dejar la dialéctica de la desigualdad sólo en ma­nos de los exper­tos que se contentan con denunciar lo que es público y no­torio. Y no estoy dispuesto, porque lo que hacen tales de­nuncias no es más que aplacar la indignación desperdigada. Como la fa­mosa cuestación que hace dos años organizaron cíni­camente paí­ses "interesados" en la reconstrucción de Irak de la que nada más se supo...

La pobreza frena a la riqueza. En efecto. Lo dice hoy el pe­riodista, envuelta la idea en tecnicismos filoeconomicis­tas. Pero siendo eso así, lo es por algo mucho más sencillo que es lo que el academicismo vela. La economía de estu­dio y el pensamiento económico académicos, hacen trizas a me­nudo el sentido común y las entendederas al alcance de to­dos. Tampoco lo voy a dejar pasar...

La pobreza frena a la riqueza, sí. Pero sencillamente, por­que las clases dominantes -que pese a que algunos se em­peñen en lo contrario, no han desaparecido- de cada socie­dad: desde la clase política hasta la religiosa, pasando por la funcionarial y la empresarial, ya tienen lo que necesitan, siempre quieren más y sólo escenifican simulaciones para fingir que están dispuestos a hacer correcciones sociales que en realidad no van a hacer aferrados además a ese modo tan nauseabundo de interpretar la libertad con la lla­mada "ley del embudo"....

Porque ese "querer más", a pesar de la presunta instruc­ción general, ética o religiosa de la mayoría inmensa de sus miembros acomodados, se considera entre esas clases no sólo como legítimo, sino como deseable para "la prosperi­dad del país". No hay más que dejarles hablar... Así "piensa" -si a eso se le puede llamar pensar- por lo menos la mitad de este país, y gran parte de la población de los países más "desarrollados" en proporción decreciente a medida que vamos más hacia el Norte geográfico del globo.

Así se conducen, con arreglo a esta oprobiosa idea y ma­cilento sentimiento, todos los ciudadanos "conservado­res" y buena parte de los que se tienen a sí mismos por "progre­sistas".

La aminoración de las desigualdades cró­nicas que avan­zan como el cáncer en el mundo se ha confiado siempre y demasiado a la religión (caridad) y a la ética (filantropía) como para que no haya trampa. Porque en cuanto a la justi­cia -me refiero a la justicia social- implantada con leyes que encierran en teoría la semilla de una voluntad igualitaria, no sirve para nada o para muy poco a la escala a la que se plantea el asunto. No sirve, no sirven, porque quienes apli­can e interpretan tales leyes son de las clases dominantes. Y quien domina no está dispuesto tampoco a ceder ni un ápice de su dominio, salvo que una doctrina igualitarista im­pere en la psicología de un país.

De poco sirve que unos cuantos sensitivos jueces, unos cuantos severos funcionarios de las administraciones públi­cas apliquen e interpreten las normas sociales, penales y administrativas a favor del más débil, si luego el corpus de la sociedad dominadora barre para adentro y debilita más al hurtador al mismo tiempo que libra virtualmente de la cárcel -con la institución perversa de la fianza- al gran estafador, por ejemplo; si descarga todo el peso de la ley sobre el ig­norante de la ley con la excusa de que su ignorancia no le excusa de su cumplimiento, mientras permite toda clase de argucias leguleyas a los más ricos y más potentes sociales porque en el fondo todos, juzgadores y juzgados, son de la misma laya. Los propios códigos, civil y penal, están de en­trada concebidos para que los ciudadanos con "casa abierta", la burguesía, los patricios, sean los verdaderos di­rectores de la orquesta social.

En efecto, "los efectos de la desigualdad se comen parte de la riqueza de cada pueblo", como dice Ortega. Pero la esperanza en reducir la diferencia entre ricos y pobres tam­poco se puede cifrar en que puesto que la pobreza frena el crecimiento y a la riqueza le conviene para crecer que los pobres decrezcan, la riqueza termine espabilando y de­jando, para cre­cer, espacios que ocupe una menor pobreza. Y no cabe tal ingenua esperanza, porque los comporta­mientos relacionados con la igualdad/desigualdad nada tie­nen que ver con cálculos economicistas puros y natural­mente "inteligentes", próximos a postulados como el de que “el dinero acude donde es más productivo y rentable”. No. Sólo por la índole del indi­viduo aisladamente considerado deben medirse. Y el indivi­duo no ha dejado de ser un mise­rable de la mañana a la no­che desde que vino al mundo. Y más cuando se trata de un rico, aunque por rico hayamos de tener hoy día al que sim­plemente posee un coche en al­quiler y casa propia. Lo de­más le da igual. Aquí y donde­quiera un rico para nada tendrá en cuenta que la pobreza frena el crecimiento propio, menos el colectivo. Es tan mise­rable y tan ruin, que seguirá gozando más de su coche y de sus pertenencias en la misma medida que ve que su vecino no le alcanza. Los ricos, si acaso son más felices como siempre lo fueron: echando los huesos de lo que se atibo­rran, a su perro. Ahí se acaba su generosidad y su visión de la pobreza que frena el crecimiento.

Nada se puede esperar de otro método (salvo que sea el establecimiento de un sistema rigurosamente popular) que, dentro de la legalidad vigente en los países falseadamente democráticos, sea al mismo tiempo correctivo de la riqueza en favor de la pobreza. Lo siento por los doctos, los ilusos, los ilustrados y los periodistas, todos tan sabihondos. La única manera de no pasar la vida atacando inútilmente los efectos perniciosos de la condición humana es cortando de raíz las causas que producen. Empezando por las mismísi­mas libertades formales y democráticas que no sirven más que para que los que más se hacen oír apuntalen más el propio sistema y de paso la desigualdad ominosa que ya no la resisten más que los intelectos corrompidos. Sobre todo en países ricos en recursos expoliados por los pueblos ladro­nes.

Sólo una frappe de force o un golpe de timón que pocos políticos, menos jue­ces y muchos menos periodistas están dispuestos a dar, se­ría capaz de cambiar el mundo. Los demás discursos, por voluntariosos que sean, tienen la quí­mica de la pólvora des­tinada a salvas.

Si los periodistas quieren seguir expresándose en absoluta libertad, tendrán que verse las caras con quienes no lo so­mos pero estamos dispuestos, a diferencia de la mayor parte de ellos, a re­nunciar a una parte de esa libertad con tal de que todo el mundo tuviese acceso a una existencia digna. Y de mo­mento El País no hace otra cosa que arreciar en su crítica contra dirigentes -hoy otro editorial contra el presidente ve­nezolano- que intentan restañar un poco los estropicios causados inveteradamente en su sociedad por las clases dominantes, dejando incólume y a la inercia de su oscure­cimiento a quien, como el principal administrador norteame­ricano, se viene comportando a lo largo de un lus­tro como un depravado mentiroso y un criminal masivo. So­bre él y sobre sus infamias e ignominias ni El País ni los po­líticos muestran la más mínima repulsa ni atisbos de escan­dalizarse. Sí del mandatario venezolano que no le dejan en paz.

De modo que, aunque este artículo de Ortega esté en lí­nea de lo "periodís­ticamente correcto", ahórrese,el esfuerzo, en tanto que co­laborador del soporte periodístico El País, tratando de po­ner de manifiesto sensibilidad contra las des­igualdades y contra el crimen de la que, como el espíritu de toda la prensa dominante, en absoluto carece.

Es hora, ya, de en­tonar el mea culpa dejando asentado que en la sociedad no hay más que, como siempre fue, de­predadores y depredados; que más o menos siempre son los mismos aunque algunos dominados vayan pasando en los países occidentales a las filas de los dominadores y luego si a mano viene éstos sean los peores, es decir, los más acérrimos enemigos de la igualdad... Pues aquí estriba la más ponzoñosa perversión del sistema: en ir haciendo fascistoidamente "jefes" y "jefecillos" a los más ruines, que luego se encargarán de reforzarlo. Y entre el universo pe­riodístico valdría la pena hacer un recuento de periodistas que han asumido ese repulsivo papel.

Como ya me conozco el percal, a más de uno le parecerá todo esto desmesurado. No lo es. La desmesura es la cró­nica. Lo odioso es convivir con una enfermedad social ino­culada principalmente por los medios oficialistas que luego, con aparente sensibilidad, se dedican a aplicar los consi­guientes sinapismos y fomentos para hacérnosla más so­portable: maquiavelismo en estado puro.

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