28 octubre 2006

Un país amoral


Lo que ocurre en España en relación a la llamada corrup­ción urbanística no es más que un síntoma muy acusado de una enfermedad social sin cura hasta que pase mucho tiempo.

Llamamos amoral a aquella persona o grupo que no co­noce o carece, personal o colectivamente, de normas de conducta razonablemente aceptadas. Llamamos inmoral a aquella per­sona o grupo que va en contra y eventualmente saca prove­cho de las normas morales dimanantes de la costumbre sin incurrir necesaria­mente en delito.

En los tiempos actuales España es más amoral que inmo­ral. No es tanto inmoral como amoral, porque la moral tradicional está periclitada. Por decir así, está "supe­rada". Por decir de otro modo, sencillamente ya no existe... Por eso la tengo por amoral. Las normas morales ya no las dictan los clé­rigos, que en conjunto tampoco las tienen. Los periodistas in­tentan suplir su función, pero no calan senci­lla­mente porque no existe moral laica, ni ética que no estén preñadas de retales de decálogo mosaico y de virtudes car­di­nales. Y como ambos, decálogo y virtudes, han entrado en barrena, no hay ma­nera de recompo­ner una moral porque entre otras cosas la nueva moral nece­sita de mucho más tiempo del que dispone este país y esta genera­ción...

El tránsito de la dictadura a la democracia le ha sentado muy mal en este aspecto. Políticamente, como es lógico, lo ha ga­nado todo. Teóricamente no hay restricciones a la li­bertad de expresión, a la libertad de reunión, y se supone hay respeto por los Derechos Fundamentales del hombre. Teó­ricamente ha irrumpido la igualdad de sexos, de clases y de categorías per­sonales, teóricamente (todo teóricamente) desapa­reci­das és­tas para fundirse en dos cla­ses únicas y natu­ral­mente contra­puestas: la plutocracia o dominio del dinero, y la populocracia o dominio de la medio­cridad o espíritu del montón.

España, pues, convencionalmente, como digo, lo ganó todo en política en el año 78 con su flamante Constitución, con su flamante monarquía que la confería teórica estabili­dad, con su flamante sistema económico de mercado abso­lutamente libre en todo producto superfluo pero férreamente intervenido en los pro­ductos básicos entre los que luce, cómo no, la energía.

Ahora bien, en el aspecto estrictamente psicosocial y so­cial estricto, en el me­dioambiental, en el engranaje general que im­plica una inter­relación de aquellas clases desapare­cidas ofi­cialmente pero preexistentes de manera larvada, la tensión ha ido en au­mento. Y no sólo en esa cuestión, tam­bién entre la clase política. Con la desaparición del Centro político des­apa­reció también la calma y el regusto encon­trado años an­tes en la extinción de la dictadura y con la muerte del dicta­dor. Desde entonces todo ha sido un in crescendo hacia la des­composi­ción. Un crescendo intensifi­cado por la bipolari­dad del mundo a raíz de las intervencio­nes militares en Afga­nistán e Irak, y el desafiante remedo de política de los admi­nistradores neocons que ha dividido al pla­neta sin apenas, ya, posibilidad de cos­tura. Un cres­cendo en rivalidad a cuya som­bra y paulati­na­mente los ad­versarios po­líticos se han conver­tido en enemigos políticos; las partes del sistema productivo, capital y trabajo, nueva­mente en domina­dores y dominados; la reli­gión domi­nante o que al menos lo fue hasta la desaparición de la dicta­dura, en enemiga decla­rada de los políticos pro­gre­sistas más que de la gran política: la que piensa en “todos”, en el bien co­mún. Los propios re­presentantes de la reli­gión vati­cana han pasado de profesar y predicar el amor cristiano, al amor virtual a más que a la co­munión de los santos al par­tido al que perte­necen ideológica­mente... Los padres y madres, acogidos am­bos a la autono­mía de la voluntad que les con­fieren las leyes; la mujer y ma­dre, reivindicando milenios de sometimiento al macho; el ma­cho, retrocediendo acomple­jado o ejerciendo de tal... campan por sus respetos sin a duras penas mirar a las consecuencias que sus an­danzas tienen sobre la prole. Los enseñantes no saben qué hacer: si no educar por­que en­tien­den que la edu­ca­ción corresponde a los padres, o educar, pues si los padres no educan a sus alum­nos, mal les podrán en­señar. Pero los padres no pue­den ocu­parse de educar a los hijos, por­que ni tienen tiempo ni tie­nen ganas; pues educar exige tensión y paciencia, y ellos bastante tienen con trabajar o con buscar el trabajo. Y en el caso afortunado de tenerlo, bas­tante tienen con atender a la hipoteca vir­tualmente vitalicia y a la carga moral consiguiente que les pone en ma­nos de bancos y prestamistas. El alumnado no sabe tam­poco qué hacer. Pero sus dudas se di­sipan ense­guida: el niño, el adoles­cente, el jo­ven, sin dirección, salvo ex­cep­cio­nes, ve el cielo abierto cuando sin miedo al cas­tigo, con poco racio­cinio aún y menos responsabilidad advierte que puede ejercer él también su li­bertad sin límites y además im­pune­mente. La sociedad esta­dounidense y los caminos que si­gue, les da a to­dos ellos la referen­cia aunque no la co­nozcan. El cine se los enseña...

Ha llegado a la sociedad española lo que en sociología se denomina anomia que, en el terreno psicosocial coincide con lo que da título a estas reflexiones: la España amoral. Una Es­paña sin nor­mas que a la fuerza ha de conformarse con el mí­nimum del mínimo moral: el Código Penal.

El Código Penal, un instrumento por su parte ideado por las clases do­mi­nantes para reforzar su dominio. Un resorte gracias al cual un ratero reincidente puede pasarse su vida en la cár­cel y un re­domado estafador, ladrón social, de caudales pú­blicos o de te­rrenos comprados a ínfimo precio luego multi­plicado por ci­fras exponenciales, puede conver­tirse en un magnate al que se le abren las puertas de par­lamentos, de centros de inteli­gencia o de círculos mediáti­cos aunque haya pasado unos meses en la cárcel de la que sale con la abyecta institución de la fianza. Otros pueden ser hasta protegidos y ensalzados por los mur­dock y simila­res aunque destinen todas sus energías en des­acreditar a su propio país.

La prensa... ¡Qué decir de la prensa en la que al salir de la dictadura confió el pueblo que habría de representarle! La Prensa -se ha ido viendo después- está del lado del pode­roso, del capital, de la banca, de las poli­cías, de los instru­mentos fi­nancieros, publicitarios y de muchas maneras represores. La Prensa, los medios en general, no tratan de proteger al pueblo, siempre de una u otra manera zarandeado. La Prensa y los medios hacen, como los políticos, del pueblo un sujeto y tam­bién ob­jeto de consumo. Del pueblo es lo único que les inter­esa. En estas condiciones, donde el magma de un volcán dis­cu­rre por las laderas de una montaña en erupción ¿quién se atreve a ti­rar la primera piedra a los miles de corruptos en ma­teria ur­banística, cuando políti­cos, alcaldes, arquitectos, nota­rios, profesionales de toda laya han creado el caldo de cultivo y contribuyen al marasmo gene­ral de una España avanzada, como Estados Unidos, en tec­nología pero que vuelve poco a poco a la caverna en lo huma­nístico?

Todo esto es lo que se lleva hoy en España, lo que confi­gura a la España que más allá de los muchos juiciosos, los muchos honestos, los muchos inteligentes, los muchos sen­si­tivos que están al otro lado del velador, sobresale por en­cima de los paí­ses ordenados y que saben dónde les aprieta el za­pato. Paí­ses que saben cómo deben compor­tarse en materia de moral, en materia de religión, en materia política, en mate­ria econó­mica, en el respeto a los demás... si bien –hay que decirlo también- todas ellas forman parte parte de un moni­podio, es decir un grupo gansteril al servi­cio de los más pu­dientes y tam­bién de los más depredado­res. La diferencia es que esos paí­ses a que me refiero de la Vieja Europa lo hacen todo con or­den y concierto, con una moral reciclada, que es lo que a esta Es­paña amoral le falta.

¿Cuál es la salida a este desorden de cosas? Sólo la pa­cien­cia. Sólo cuando en todo el país se asienten las costum­bres nuevas y habida cuenta que las leyes no crean cos­tum­bre sino que más bien van contra ellas, y calen en cada comu­nidad, re­gión o nación podrán las generaciones futuras respi­rar un poco más de tran­quilidad en un mundo social de formas.

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