05 septiembre 2006

Contar no es la solución


Aunque estuviere influido en estas consideraciones por los 40 grados a la sombra que, iniciado septiembre, hemos de sufrir por la zona central de España, y que me hacen pen­sar además en los 45 que habrán de abrasar a zonas del inter­ior de Andalucía, no dejaría de tener sobrados motivos para ventilar otros sofocos después de haber venido presen­ciando durante la vida la manera necia de comportarse la especie humana a través de sus sucesivos dirigentes, más allá de nuestra esclavitud a la guerra a cuya ergástula es­tamos por lo visto con­denados...

Las guerras parecen ser inevitables, pero no lo era a priori la devastación y la desecación del planeta por disfrutar unas cuantas generaciones de millones de artefactos sin tasa, que están extinguiendo vertiginosamente la vida.

El articulo editorial de El País de hoy, "Primavera en fe­brero", vuelve a equivocar la orientación que habría de dar al asunto, que ya no es ecológico sino sencillamente exis­tencial. Es asunto que sólo se puede tratar bien con la co­micidad del "sentido de la vida" de los Monty Pithon, bien con el dramatismo que per­cute el destructor sistema eco­nómico capitalista que Marx denunció a fondo aunque "sólo" en aspectos sociales y economicistas que poco tie­nen que ver con lo que se nos viene encima en el siglo XXI. Pero aun así, aquellos efectos en lo social que devienen de los excesos del capitalismo y que resultan ahora casi colatera­les, siendo ambos hijos de la misma “causa” cobran cuerpo en este siglo en forma de entropía.

La mayor y más grave discrepancia que existe en el mundo no es ya si existe o no existe Dios, si todos los hom­bres son iguales, o si mujer y hombre tienen o no los mis­mos derechos, o si existió o no el Holocausto o por qué de­sapareción sin dejar rastro la cultura maya. Ni siquiera me­rece la pena debatir si es mejor el socialismo, con su ridí­culo desarrollo sostenible, o el capitalismo extintivo.

La mayor discrepancia gravita sobre si la sociedad opu­lenta debe medir o no en millones de dólares o euros la ga­lopante degradación de la biosfera. En millones o trillones, de papel mo­neda o de papel financiero. Lo único que sabe hacer bien esta abomi­nable sociedad, es contar. Ella preso­nalmente o a través de máquinas de calcular.

Esta medición, como la que hicieron otras culturas que no sólo no conocían no ya la fracción del número o el quan­tum o él calculo infinitesimal, sino ni el mismo cero, como en la Grecia pitagórica donde el mundo sólo era la polis pero no lo que estaba fuera de ella, es lo que está condu­ciendo a la humanidad al desastre por sendas naturales pero desde los artificios de la civilización. No va a explotar el planeta por la demografía, ni siquiera por las guerras. Se va a ir consu­miendo porque empieza a faltar el agua potable que se con­sume como si el surtidor fuera inagotable, y luego por la im­posibilidad de disponer de las cosechas de secano que pro­porcionan cereales. ¡Qué simple!

Esta inseparable propensión en medir los costos en dinero y no en otras unidades de medida, como debiera ser y po­dría ser, ya, la "unidad de vida", es lo que ofusca a quienes desde Adam Smith, Keynes y los inventores del capita­lismo se refocilan en los números bancarios, en los núme­ros es­tadísticos y en los números sobre los que todo gira, in­cluso la vida misma. No saben ver el mundo de otra ma­nera. Sólo desde el número y nada más que desde el nú­mero: tantos soldados o tantos muertos en carretera, tantas hectáreas quemadas, tantas pérdidas, tantos costos... todo medido en eu­ros o dólares, sin la menor pizca de sensibilidad hacia lo que está en juego, es inmedible porque no tiene precio, como todo lo de inconmensurable valor que no tiene precio, ni se compra ni se vende. Pero, como Simón el Mago ven­día bulas para disfrutar de los placeres, las genera­ciones de esta última centuria han vendido su alma al dia­blo.

Y lo peor es que una de las zonas que va a empezar a sentir más los efectos dramáticos de la escasez muy pronto, es la península ibérica a la que la Naturaleza parece haber re­servado el tragicómico privilegio de la desertización de cuajo manteniendo los océanos: el suplicio de Tántalo. Por­que si las plantas de­salinizadoras son de coyuntura y sirven de auxilio, no remedian lo sustancial ni bastan para abaste­cer a los 40 millones de habitantes de España, más Portu­gal, ni a los seis mil millones que com­ponen la humani­dad. De otro modo las cifras de muertes por sed o por agua en malas condi­ciones en el mundo, no serían las que son.

Sigan, sigan haciendo cálculos en pérdidas por el calen­tamiento global y zonal. Sigan, sigan hablando de tantos por ciento por los incumplimientos del protocolo de Kyoto, sigan haciendo estimaciones de la compraventa de los "derechos de emisión" de gases. Sigan, sigan perorando, como antaño los concilios sobre el sexo de los ángeles, sobre los millones de tonela­das de CO² que cada país tiene derecho a lanzar a la at­mósfera...

En el planeta habla mucho mercachifle del "infinito" que no tiene en cuenta lo esencial: que el planeta es fi­nito, que el agua potable es finita y que el oxí­geno es finito.

Sigan haciendo cálculos de agrimensor sobre lo que no soporta la biosfera... Como dijo Ghandi acerca del ojo por ojo, el mundo, así, haciendo cálculos de lo que queda, aca­bará ciego y en este caso también muerto. Le queda muy poco de vida. Tomando como unidad de medida los "últi­mos tres mil millones de años", unos cuantos años más son unos cuantos segundos del reloj.

¡Qué grande es el hom­bre! ¡Qué inteligentes son los cien­tíficos, los economistas, los políticos, los charlatanes, los sabios que siempre ven un motivo de optimismo, pero insu­frible­mente obtusos del ins­tinto! Que sigan todos con­tando. En otoño, cuando ya 79 munici­pios en Es­paña -dos millones de per­sonas- no tendrán agua del Tajo, habrá em­pezado la cuenta atrás en este país donde sabemos que no volverá a llover. Mejor dicho y ya que hablamos de canti­da­des, que lloverá sólo en proporciones inapreciables del chu­basco dé­bil, para limpiar el polvo.

¿Que esta visión es pesimista y causa alarma social? Pues el autor de este artículo lleva alarmado una dé­cada. Si los dueños y centros de inteligencia del mundo se hubieran alar­mado desde entonces como él, seguro que no estaría­mos ahora al borde del precipicio. Esto es lo que me pro­voca náuseas. ¿Se comprenden mejor ahora los motivos de mi desprecio hacia todos ellos?

Las desigualdades sociales evitables, por un lado, y esta necedad bíblica de la comunidad mundial de empresarios comunes y de postín, de diri­gentes, de científicos, de filó­sofos, de políticos, de periodistas, de medios y de institucio­nes relacionada con aquellas desigualdades y so­bre todo ahora con los efectos del trastorno (no cambio, no ciclo) del clima, lo justifican. No estamos ante una se­quía. Estamos en pleno proceso de desecación del planeta causada por el sistema económico que tanto maravilla a los que por disfru­tarlo orgiásticamente, como la droga extenuante, nos vemos ahora nosotros en el trance de penar las consecuencias, pero principalmente de sufrirlas las siguientes generacion­res.

Y he de decir, por último, que estoy convencido de que jamás un ser humano habrá de­seado tanto como yo sufrir estrabismo mental, estar equivocado y en definitiva no tener razón, abotargada por un calor extemporáneo y una seque­dad atosigante.


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