Aunque estuviere influido en estas consideraciones por los 40 grados a la sombra que, iniciado septiembre, hemos de sufrir por la zona central de España, y que me hacen pensar además en los 45 que habrán de abrasar a zonas del interior de Andalucía, no dejaría de tener sobrados motivos para ventilar otros sofocos después de haber venido presenciando durante la vida la manera necia de comportarse la especie humana a través de sus sucesivos dirigentes, más allá de nuestra esclavitud a la guerra a cuya ergástula estamos por lo visto condenados...
Las guerras parecen ser inevitables, pero no lo era a priori la devastación y la desecación del planeta por disfrutar unas cuantas generaciones de millones de artefactos sin tasa, que están extinguiendo vertiginosamente la vida.
El articulo editorial de El País de hoy, "Primavera en febrero", vuelve a equivocar la orientación que habría de dar al asunto, que ya no es ecológico sino sencillamente existencial. Es asunto que sólo se puede tratar bien con la comicidad del "sentido de la vida" de los Monty Pithon, bien con el dramatismo que percute el destructor sistema económico capitalista que Marx denunció a fondo aunque "sólo" en aspectos sociales y economicistas que poco tienen que ver con lo que se nos viene encima en el siglo XXI. Pero aun así, aquellos efectos en lo social que devienen de los excesos del capitalismo y que resultan ahora casi colaterales, siendo ambos hijos de la misma “causa” cobran cuerpo en este siglo en forma de entropía.
La mayor y más grave discrepancia que existe en el mundo no es ya si existe o no existe Dios, si todos los hombres son iguales, o si mujer y hombre tienen o no los mismos derechos, o si existió o no el Holocausto o por qué desapareción sin dejar rastro la cultura maya. Ni siquiera merece la pena debatir si es mejor el socialismo, con su ridículo desarrollo sostenible, o el capitalismo extintivo.
La mayor discrepancia gravita sobre si la sociedad opulenta debe medir o no en millones de dólares o euros la galopante degradación de la biosfera. En millones o trillones, de papel moneda o de papel financiero. Lo único que sabe hacer bien esta abominable sociedad, es contar. Ella presonalmente o a través de máquinas de calcular.
Esta medición, como la que hicieron otras culturas que no sólo no conocían no ya la fracción del número o el quantum o él calculo infinitesimal, sino ni el mismo cero, como en la Grecia pitagórica donde el mundo sólo era la polis pero no lo que estaba fuera de ella, es lo que está conduciendo a la humanidad al desastre por sendas naturales pero desde los artificios de la civilización. No va a explotar el planeta por la demografía, ni siquiera por las guerras. Se va a ir consumiendo porque empieza a faltar el agua potable que se consume como si el surtidor fuera inagotable, y luego por la imposibilidad de disponer de las cosechas de secano que proporcionan cereales. ¡Qué simple!
Esta inseparable propensión en medir los costos en dinero y no en otras unidades de medida, como debiera ser y podría ser, ya, la "unidad de vida", es lo que ofusca a quienes desde Adam Smith, Keynes y los inventores del capitalismo se refocilan en los números bancarios, en los números estadísticos y en los números sobre los que todo gira, incluso la vida misma. No saben ver el mundo de otra manera. Sólo desde el número y nada más que desde el número: tantos soldados o tantos muertos en carretera, tantas hectáreas quemadas, tantas pérdidas, tantos costos... todo medido en euros o dólares, sin la menor pizca de sensibilidad hacia lo que está en juego, es inmedible porque no tiene precio, como todo lo de inconmensurable valor que no tiene precio, ni se compra ni se vende. Pero, como Simón el Mago vendía bulas para disfrutar de los placeres, las generaciones de esta última centuria han vendido su alma al diablo.
Y lo peor es que una de las zonas que va a empezar a sentir más los efectos dramáticos de la escasez muy pronto, es la península ibérica a la que la Naturaleza parece haber reservado el tragicómico privilegio de la desertización de cuajo manteniendo los océanos: el suplicio de Tántalo. Porque si las plantas desalinizadoras son de coyuntura y sirven de auxilio, no remedian lo sustancial ni bastan para abastecer a los 40 millones de habitantes de España, más Portugal, ni a los seis mil millones que componen la humanidad. De otro modo las cifras de muertes por sed o por agua en malas condiciones en el mundo, no serían las que son.
Sigan, sigan haciendo cálculos en pérdidas por el calentamiento global y zonal. Sigan, sigan hablando de tantos por ciento por los incumplimientos del protocolo de Kyoto, sigan haciendo estimaciones de la compraventa de los "derechos de emisión" de gases. Sigan, sigan perorando, como antaño los concilios sobre el sexo de los ángeles, sobre los millones de toneladas de CO² que cada país tiene derecho a lanzar a la atmósfera...
En el planeta habla mucho mercachifle del "infinito" que no tiene en cuenta lo esencial: que el planeta es finito, que el agua potable es finita y que el oxígeno es finito.
Sigan haciendo cálculos de agrimensor sobre lo que no soporta la biosfera... Como dijo Ghandi acerca del ojo por ojo, el mundo, así, haciendo cálculos de lo que queda, acabará ciego y en este caso también muerto. Le queda muy poco de vida. Tomando como unidad de medida los "últimos tres mil millones de años", unos cuantos años más son unos cuantos segundos del reloj.
¡Qué grande es el hombre! ¡Qué inteligentes son los científicos, los economistas, los políticos, los charlatanes, los sabios que siempre ven un motivo de optimismo, pero insufriblemente obtusos del instinto! Que sigan todos contando. En otoño, cuando ya 79 municipios en España -dos millones de personas- no tendrán agua del Tajo, habrá empezado la cuenta atrás en este país donde sabemos que no volverá a llover. Mejor dicho y ya que hablamos de cantidades, que lloverá sólo en proporciones inapreciables del chubasco débil, para limpiar el polvo.
¿Que esta visión es pesimista y causa alarma social? Pues el autor de este artículo lleva alarmado una década. Si los dueños y centros de inteligencia del mundo se hubieran alarmado desde entonces como él, seguro que no estaríamos ahora al borde del precipicio. Esto es lo que me provoca náuseas. ¿Se comprenden mejor ahora los motivos de mi desprecio hacia todos ellos?
Las desigualdades sociales evitables, por un lado, y esta necedad bíblica de la comunidad mundial de empresarios comunes y de postín, de dirigentes, de científicos, de filósofos, de políticos, de periodistas, de medios y de instituciones relacionada con aquellas desigualdades y sobre todo ahora con los efectos del trastorno (no cambio, no ciclo) del clima, lo justifican. No estamos ante una sequía. Estamos en pleno proceso de desecación del planeta causada por el sistema económico que tanto maravilla a los que por disfrutarlo orgiásticamente, como la droga extenuante, nos vemos ahora nosotros en el trance de penar las consecuencias, pero principalmente de sufrirlas las siguientes generacionres.
Y he de decir, por último, que estoy convencido de que jamás un ser humano habrá deseado tanto como yo sufrir estrabismo mental, estar equivocado y en definitiva no tener razón, abotargada por un calor extemporáneo y una sequedad atosigante.
Las guerras parecen ser inevitables, pero no lo era a priori la devastación y la desecación del planeta por disfrutar unas cuantas generaciones de millones de artefactos sin tasa, que están extinguiendo vertiginosamente la vida.
El articulo editorial de El País de hoy, "Primavera en febrero", vuelve a equivocar la orientación que habría de dar al asunto, que ya no es ecológico sino sencillamente existencial. Es asunto que sólo se puede tratar bien con la comicidad del "sentido de la vida" de los Monty Pithon, bien con el dramatismo que percute el destructor sistema económico capitalista que Marx denunció a fondo aunque "sólo" en aspectos sociales y economicistas que poco tienen que ver con lo que se nos viene encima en el siglo XXI. Pero aun así, aquellos efectos en lo social que devienen de los excesos del capitalismo y que resultan ahora casi colaterales, siendo ambos hijos de la misma “causa” cobran cuerpo en este siglo en forma de entropía.
La mayor y más grave discrepancia que existe en el mundo no es ya si existe o no existe Dios, si todos los hombres son iguales, o si mujer y hombre tienen o no los mismos derechos, o si existió o no el Holocausto o por qué desapareción sin dejar rastro la cultura maya. Ni siquiera merece la pena debatir si es mejor el socialismo, con su ridículo desarrollo sostenible, o el capitalismo extintivo.
La mayor discrepancia gravita sobre si la sociedad opulenta debe medir o no en millones de dólares o euros la galopante degradación de la biosfera. En millones o trillones, de papel moneda o de papel financiero. Lo único que sabe hacer bien esta abominable sociedad, es contar. Ella presonalmente o a través de máquinas de calcular.
Esta medición, como la que hicieron otras culturas que no sólo no conocían no ya la fracción del número o el quantum o él calculo infinitesimal, sino ni el mismo cero, como en la Grecia pitagórica donde el mundo sólo era la polis pero no lo que estaba fuera de ella, es lo que está conduciendo a la humanidad al desastre por sendas naturales pero desde los artificios de la civilización. No va a explotar el planeta por la demografía, ni siquiera por las guerras. Se va a ir consumiendo porque empieza a faltar el agua potable que se consume como si el surtidor fuera inagotable, y luego por la imposibilidad de disponer de las cosechas de secano que proporcionan cereales. ¡Qué simple!
Esta inseparable propensión en medir los costos en dinero y no en otras unidades de medida, como debiera ser y podría ser, ya, la "unidad de vida", es lo que ofusca a quienes desde Adam Smith, Keynes y los inventores del capitalismo se refocilan en los números bancarios, en los números estadísticos y en los números sobre los que todo gira, incluso la vida misma. No saben ver el mundo de otra manera. Sólo desde el número y nada más que desde el número: tantos soldados o tantos muertos en carretera, tantas hectáreas quemadas, tantas pérdidas, tantos costos... todo medido en euros o dólares, sin la menor pizca de sensibilidad hacia lo que está en juego, es inmedible porque no tiene precio, como todo lo de inconmensurable valor que no tiene precio, ni se compra ni se vende. Pero, como Simón el Mago vendía bulas para disfrutar de los placeres, las generaciones de esta última centuria han vendido su alma al diablo.
Y lo peor es que una de las zonas que va a empezar a sentir más los efectos dramáticos de la escasez muy pronto, es la península ibérica a la que la Naturaleza parece haber reservado el tragicómico privilegio de la desertización de cuajo manteniendo los océanos: el suplicio de Tántalo. Porque si las plantas desalinizadoras son de coyuntura y sirven de auxilio, no remedian lo sustancial ni bastan para abastecer a los 40 millones de habitantes de España, más Portugal, ni a los seis mil millones que componen la humanidad. De otro modo las cifras de muertes por sed o por agua en malas condiciones en el mundo, no serían las que son.
Sigan, sigan haciendo cálculos en pérdidas por el calentamiento global y zonal. Sigan, sigan hablando de tantos por ciento por los incumplimientos del protocolo de Kyoto, sigan haciendo estimaciones de la compraventa de los "derechos de emisión" de gases. Sigan, sigan perorando, como antaño los concilios sobre el sexo de los ángeles, sobre los millones de toneladas de CO² que cada país tiene derecho a lanzar a la atmósfera...
En el planeta habla mucho mercachifle del "infinito" que no tiene en cuenta lo esencial: que el planeta es finito, que el agua potable es finita y que el oxígeno es finito.
Sigan haciendo cálculos de agrimensor sobre lo que no soporta la biosfera... Como dijo Ghandi acerca del ojo por ojo, el mundo, así, haciendo cálculos de lo que queda, acabará ciego y en este caso también muerto. Le queda muy poco de vida. Tomando como unidad de medida los "últimos tres mil millones de años", unos cuantos años más son unos cuantos segundos del reloj.
¡Qué grande es el hombre! ¡Qué inteligentes son los científicos, los economistas, los políticos, los charlatanes, los sabios que siempre ven un motivo de optimismo, pero insufriblemente obtusos del instinto! Que sigan todos contando. En otoño, cuando ya 79 municipios en España -dos millones de personas- no tendrán agua del Tajo, habrá empezado la cuenta atrás en este país donde sabemos que no volverá a llover. Mejor dicho y ya que hablamos de cantidades, que lloverá sólo en proporciones inapreciables del chubasco débil, para limpiar el polvo.
¿Que esta visión es pesimista y causa alarma social? Pues el autor de este artículo lleva alarmado una década. Si los dueños y centros de inteligencia del mundo se hubieran alarmado desde entonces como él, seguro que no estaríamos ahora al borde del precipicio. Esto es lo que me provoca náuseas. ¿Se comprenden mejor ahora los motivos de mi desprecio hacia todos ellos?
Las desigualdades sociales evitables, por un lado, y esta necedad bíblica de la comunidad mundial de empresarios comunes y de postín, de dirigentes, de científicos, de filósofos, de políticos, de periodistas, de medios y de instituciones relacionada con aquellas desigualdades y sobre todo ahora con los efectos del trastorno (no cambio, no ciclo) del clima, lo justifican. No estamos ante una sequía. Estamos en pleno proceso de desecación del planeta causada por el sistema económico que tanto maravilla a los que por disfrutarlo orgiásticamente, como la droga extenuante, nos vemos ahora nosotros en el trance de penar las consecuencias, pero principalmente de sufrirlas las siguientes generacionres.
Y he de decir, por último, que estoy convencido de que jamás un ser humano habrá deseado tanto como yo sufrir estrabismo mental, estar equivocado y en definitiva no tener razón, abotargada por un calor extemporáneo y una sequedad atosigante.
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