Jamás en los anales de la historia del hombre, hasta donde la conocemos, ha sucedido lo que preside y oprime hasta el ahogo a esta generación. El cambio climático, la intoxicación del planeta, la rápida y dramática desaparición de tantas especies vivas y orgánicas, la desecación progresiva y fulgurante de lagos y ríos, el rápido retroceso de los glaciares, el fin de las nieves perpetuas, el Artico que pierde lo que fue su hielo perenne a razón de 14 á 100 en un año... son fenómenos absolutamente inéditos que han de sobrecoger a cualquier espíritu mínimamente sensible que no esté enfermo o ensimismado. Por otro lado, el planeta es una despensa repleta a lo largo de miles o millones de años, que la viene agotando un puñado de filisteos que se han ido pasando unos a otros la posibilidad de desvalijarla en poco más de cincuenta.
Pero todos, verdugos y víctimas, dominadores y dominados, depredadores y depredados, quieran o no, se percaten o no, están sumidos en una alteración biológica global que afecta a su psique, a su psicología, a su capacidad de afecto, a sus emociones, a su instinto atrofiado, a su comportamiento, a su ímpetu natural y a la pérdida de la sana espontaneidad que les animó naturalmente hasta ayer.
La debilidad somática y psíquica, en buena parte debida a la indecible comodidad, especialmente la motorizada, y a la excesiva lasitud, se manifiesta en perceptibles convulsiones. La decadencia de Occidente está arrastrando a la decadencia del mismísimo planeta. Las costumbres, ya apenas sin formas ni protocolo, el recurso cada vez más extendido a la droga incontrolada añadido al refugio eterno en el alcohol, son síntomas de hasta qué punto mientras unas sociedades agonizan, famélicas, por carecer de todo, otras enferman por sobrarles todo. Da la impresión de que el coche, la televisión y el móvil han desquiciado al occidental. Siempre quienes tuvieron poder absoluto experimentaron su mayor voluptuosidad en hacer temblar y estremecer a otros. Pero ahora esa experiencia ya no es local: tiene dimensiones planetarias. Pese a la relativa paz en la mayor parte del globo -y la paz no sólo es ausencia de la guerra- y tras ella, se esconde una grave inestabilidad emocional que dificulta la verdadera creatividad individual. No sólo la creatividad, también ese estado de cosas perturba gravemente la recreación... Vivir es respirar, vivir es amar, vivir es mirar primero la belleza natural y luego, tras su contemplación y tras la impresión que nos causa, recrearla de las mil maneras que admite el Arte. Eso es engrandecerse y humanizarse. Pero no podemos mirar ya cara a cara a las nubes, al cielo, a las montañas, a los bosques, a los mares. Ya no sólo no son vírgenes; están atrozmente violados... Su faz, la del lienzo natural, es la de la doncella mancillada y moribunda. Es como estar mirando más a un moribundo que a la fuente potente de vida que fue. Es como vivir en una casa agrietada que poco a poco se va desmoronando ante nuestros ojos.
¿Hablábamos ayer de futuro? Pues ya estamos en él; todo lo más el futuro es mañana, no dentro de diez o de cien años. Es crepuscular y en modo alguno ilusionante...
Esto no había sucedido nunca. Al menos desde que la especie humana tiene memoria. Y menos coincidiendo con el ocaso de una civilización... Las almas vagan y se aturden. La risa no es ya de cristal, ni franca, ni natural. Es postiza. Hace mucho que no se escucha una carcajada sonora y sincera. Sólo se atisban muecas parecidas a algo que se llamó risa. Pero propiamente no se ríe con esa expansión muscular que se aloja y sale de lo más profundo de la zona ventral. Fruncen las gentes los músculos faciales porque el ser humano tiene la rara propiedad entre los seres vivos del supremo fingimiento, para bullir en sociedad. Pero no ríen natural y expansivamente. Se aprecia la fatiga existencial pese a ser tanto el ruido; no hay sorpresas ni motivos hondos para reír. Y si se ríe es por descuido, por inconsciencia o por insensatez. ¿Efecto del progreso? ¿el precio que hay que pagar por una letal molicie que viene del anquilosamiento general?
La humanidad se resiste a hundirse en los terrenos pantanosos que ella misma, a través de sus propietarios, ha ido creando. Y todo se concita fatalmente para ir sucesivamente transformando a los seres humanos en estatuas vivientes, hasta convertirse en pasto de un planeta inerte. ¿Hay algo que no lleve el inequívoco rasgo de lo extintivo?
Sólo el afán de cada día da alguna protección a esta cósmica aprensión que pende de la atmósfera ordinariamente enrarecida. Nunca, hasta hoy, pudo sentir lo que siente hoy el ser humano aunque se haya pasado su existencia conociendo el miedo. Y hay además otra diferencia. Antes, entonces, el hombre y la mujer encontraban siempre un último refugio en la esperanza. Hoy, entre lo anterior y la amenaza de una guerra nuclear, a esta generación sólo le cabe resignarse sabiendo que nunca podrá presenciar la regeneración del paraíso que fue el planeta Tierra...
Pero todos, verdugos y víctimas, dominadores y dominados, depredadores y depredados, quieran o no, se percaten o no, están sumidos en una alteración biológica global que afecta a su psique, a su psicología, a su capacidad de afecto, a sus emociones, a su instinto atrofiado, a su comportamiento, a su ímpetu natural y a la pérdida de la sana espontaneidad que les animó naturalmente hasta ayer.
La debilidad somática y psíquica, en buena parte debida a la indecible comodidad, especialmente la motorizada, y a la excesiva lasitud, se manifiesta en perceptibles convulsiones. La decadencia de Occidente está arrastrando a la decadencia del mismísimo planeta. Las costumbres, ya apenas sin formas ni protocolo, el recurso cada vez más extendido a la droga incontrolada añadido al refugio eterno en el alcohol, son síntomas de hasta qué punto mientras unas sociedades agonizan, famélicas, por carecer de todo, otras enferman por sobrarles todo. Da la impresión de que el coche, la televisión y el móvil han desquiciado al occidental. Siempre quienes tuvieron poder absoluto experimentaron su mayor voluptuosidad en hacer temblar y estremecer a otros. Pero ahora esa experiencia ya no es local: tiene dimensiones planetarias. Pese a la relativa paz en la mayor parte del globo -y la paz no sólo es ausencia de la guerra- y tras ella, se esconde una grave inestabilidad emocional que dificulta la verdadera creatividad individual. No sólo la creatividad, también ese estado de cosas perturba gravemente la recreación... Vivir es respirar, vivir es amar, vivir es mirar primero la belleza natural y luego, tras su contemplación y tras la impresión que nos causa, recrearla de las mil maneras que admite el Arte. Eso es engrandecerse y humanizarse. Pero no podemos mirar ya cara a cara a las nubes, al cielo, a las montañas, a los bosques, a los mares. Ya no sólo no son vírgenes; están atrozmente violados... Su faz, la del lienzo natural, es la de la doncella mancillada y moribunda. Es como estar mirando más a un moribundo que a la fuente potente de vida que fue. Es como vivir en una casa agrietada que poco a poco se va desmoronando ante nuestros ojos.
¿Hablábamos ayer de futuro? Pues ya estamos en él; todo lo más el futuro es mañana, no dentro de diez o de cien años. Es crepuscular y en modo alguno ilusionante...
Esto no había sucedido nunca. Al menos desde que la especie humana tiene memoria. Y menos coincidiendo con el ocaso de una civilización... Las almas vagan y se aturden. La risa no es ya de cristal, ni franca, ni natural. Es postiza. Hace mucho que no se escucha una carcajada sonora y sincera. Sólo se atisban muecas parecidas a algo que se llamó risa. Pero propiamente no se ríe con esa expansión muscular que se aloja y sale de lo más profundo de la zona ventral. Fruncen las gentes los músculos faciales porque el ser humano tiene la rara propiedad entre los seres vivos del supremo fingimiento, para bullir en sociedad. Pero no ríen natural y expansivamente. Se aprecia la fatiga existencial pese a ser tanto el ruido; no hay sorpresas ni motivos hondos para reír. Y si se ríe es por descuido, por inconsciencia o por insensatez. ¿Efecto del progreso? ¿el precio que hay que pagar por una letal molicie que viene del anquilosamiento general?
La humanidad se resiste a hundirse en los terrenos pantanosos que ella misma, a través de sus propietarios, ha ido creando. Y todo se concita fatalmente para ir sucesivamente transformando a los seres humanos en estatuas vivientes, hasta convertirse en pasto de un planeta inerte. ¿Hay algo que no lleve el inequívoco rasgo de lo extintivo?
Sólo el afán de cada día da alguna protección a esta cósmica aprensión que pende de la atmósfera ordinariamente enrarecida. Nunca, hasta hoy, pudo sentir lo que siente hoy el ser humano aunque se haya pasado su existencia conociendo el miedo. Y hay además otra diferencia. Antes, entonces, el hombre y la mujer encontraban siempre un último refugio en la esperanza. Hoy, entre lo anterior y la amenaza de una guerra nuclear, a esta generación sólo le cabe resignarse sabiendo que nunca podrá presenciar la regeneración del paraíso que fue el planeta Tierra...