25 septiembre 2006

Elegía a un planeta moribundo


Jamás en los anales de la historia del hombre, hasta donde la conocemos, ha sucedido lo que preside y oprime hasta el ahogo a esta generación. El cambio climático, la intoxicación del planeta, la rápida y dramática desaparición de tantas especies vivas y orgánicas, la desecación progre­siva y fulgurante de lagos y ríos, el rápido retroceso de los glaciares, el fin de las nieves perpetuas, el Artico que pierde lo que fue su hielo perenne a razón de 14 á 100 en un año... son fe­nómenos absolutamente inéditos que han de sobre­coger a cualquier espíritu mínimamente sensible que no esté en­fermo o ensimismado. Por otro lado, el planeta es una despensa repleta a lo largo de miles o millones de años, que la viene ago­tando un pu­ñado de fi­listeos que se han ido pasando unos a otros la posibilidad de desvalijarla en poco más de cincuenta.

Pero todos, verdugos y víctimas, dominadores y domina­dos, depredadores y depredados, quieran o no, se percaten o no, están sumidos en una alteración biológica global que afecta a su psique, a su psi­cología, a su capacidad de afecto, a sus emociones, a su instinto atrofiado, a su com­porta­miento, a su ímpetu natural y a la pérdida de la sana es­pontaneidad que les animó naturalmente hasta ayer.

La debilidad somática y psíquica, en buena parte debida a la indecible comodidad, especialmente la motorizada, y a la excesiva lasitud, se ma­nifiesta en perceptibles convulsio­nes. La decadencia de Oc­cidente está arrastrando a la de­cadencia del mismísimo pla­neta. Las costumbres, ya ape­nas sin formas ni protocolo, el recurso cada vez más exten­dido a la droga incontrolada añadido al refugio eterno en el alcohol, son síntomas de hasta qué punto mientras unas so­ciedades agonizan, famélicas, por carecer de todo, otras en­ferman por sobrarles todo. Da la impresión de que el coche, la televisión y el móvil han des­quiciado al occi­dental. Siem­pre quienes tuvieron poder ab­soluto experi­mentaron su ma­yor voluptuosidad en hacer temblar y estremecer a otros. Pero ahora esa expe­riencia ya no es local: tiene dimensio­nes planetarias. Pese a la relativa paz en la mayor parte del globo -y la paz no sólo es ausencia de la guerra- y tras ella, se esconde una grave inestabili­dad emo­cional que dificulta la verdadera creativi­dad indivi­dual. No sólo la creatividad, también ese estado de cosas perturba gravemente la re­creación... Vivir es respirar, vivir es amar, vivir es mirar pri­mero la belleza natural y luego, tras su contemplación y tras la impresión que nos causa, recrearla de las mil maneras que admite el Arte. Eso es engrandecerse y humanizarse. Pero no podemos mirar ya cara a cara a las nubes, al cielo, a las montañas, a los bosques, a los mares. Ya no sólo no son vírgenes; están atrozmente violados... Su faz, la del lienzo natural, es la de la doncella mancillada y moribunda. Es como estar mirando más a un moribundo que a la fuente potente de vida que fue. Es como vivir en una casa agrie­tada que poco a poco se va desmo­ronando ante nuestros ojos.

¿Hablábamos ayer de futuro? Pues ya esta­mos en él; todo lo más el futuro es mañana, no dentro de diez o de cien años. Es crepuscular y en modo alguno ilu­sio­nante...

Esto no había sucedido nunca. Al menos desde que la es­pecie humana tiene memoria. Y menos coincidiendo con el ocaso de una civilización... Las almas vagan y se aturden. La risa no es ya de cristal, ni franca, ni natural. Es postiza. Hace mucho que no se escucha una carcajada sonora y sincera. Sólo se atisban muecas parecidas a algo que se llamó risa. Pero pro­piamente no se ríe con esa expansión muscular que se aloja y sale de lo más profundo de la zona ventral. Fruncen las gentes los músculos faciales porque el ser humano tiene la rara propiedad entre los seres vivos del supremo fingi­miento, para bullir en sociedad. Pero no ríen natural y ex­pansivamente. Se aprecia la fatiga existencial pese a ser tanto el ruido; no hay sorpresas ni motivos hon­dos para reír. Y si se ríe es por descuido, por inconsciencia o por insensatez. ¿Efecto del progreso? ¿el precio que hay que pagar por una letal moli­cie que viene del anquilosa­miento general?

La humanidad se resiste a hundirse en los terrenos panta­nosos que ella misma, a través de sus propietarios, ha ido creando. Y todo se concita fatalmente para ir sucesivamente transfor­mando a los seres humanos en estatuas vivientes, hasta con­vertirse en pasto de un planeta inerte. ¿Hay algo que no lleve el inequívoco rasgo de lo extintivo?

Sólo el afán de cada día da alguna protección a esta cós­mica aprensión que pende de la atmósfera ordinariamente enrarecida. Nunca, hasta hoy, pudo sentir lo que siente hoy el ser humano aunque se haya pasado su existencia cono­ciendo el miedo. Y hay además otra diferencia. An­tes, enton­ces, el hombre y la mujer encontraban siempre un úl­timo refugio en la esperanza. Hoy, entre lo anterior y la amenaza de una guerra nuclear, a esta generación sólo le cabe resignarse sabiendo que nunca podrá pre­senciar la regene­ración del paraíso que fue el planeta Tierra...

23 septiembre 2006

Cambiar de ideología


Sabemos que ideología es un sistema de pensamiento ce­rrado que se alimenta de sí mismo y no hace concesiones al ajeno. En una ideología se basan las ideas de todos los partidos políticos de las democracias liberales. Pero al final, todas desembocan en una sola: el llamado “pensamiento único”, el ultracapitalismo. Las dife­rencias son, en lo esen­cial –y lo esencial es igualita­rismo sí o igualitarismo no-, pura anécdota. Lo de la libertad, en la práctica es indemos­trable e inmedible, pues la cantidad y calidad de las liberta­des formales fluctúan tanto como go­biernos hay en los paí­ses llamados democrático-li­berales. Ahí tene­mos a Estados Unidos, el campeón de la libertad y sin embargo uno de los luga­res del planeta donde más siente su falta todo aquél que no sea blanco, protestante y anglo­sajón. Y además, el país donde el pen­samiento colectivista, comu­nitarista o co­munista sig­nifica no sólo la exclusión so­cial, sino incluso la pena de muerte en­cubierta en accidente o crímenes sin re­solver...

Aunque es un tema largo y abarca muchas sensibilidades según los países democráticos occidentales, podemos decir que en Estados Unidos los dos partidos cierran filas frente al exterior. Y España, por ejemplo, pese a que hace poco desma­teló los dogmas, habida cuenta la inflexi­bilidad de cada ideología, no es posible nunca la conci­liación. Son demasiado extre­mas las dos domi­nantes; la una extrema... en moderación y la otra, como siem­pre, extrema en intransi­gencia. Y sin embargo, pese a que ambas son la cara y la cruz de la misma moneda, ambas pertene­cen al pensa­miento único. Tampoco el resto de los partidos dejan de hacer el mismo juego. Para no formar parte de éste, las ideologías deben ser “extraparlamentarias”.

Todas las demás están dentro de una Constitución y todas dentro del sistema. Y eso quiere decir, que las de los dos partidos dominantes lo defienden con uñas y dientes y otras lo toleran. Me refiero al mercado; el mercado... madre de to­dos los demás vicios sociales.

Naturalmente que hay grados y que unos partidos son mucho más inflexibles que los otros. Naturalmente que unos miran más por las minorías y por los más desfavo­re­cidos que aquéllos, al que esto les trae sin cuidado. Pero en con­junto y desde una perspectiva sociológica, psicológica y episte­mológica todos al final hablan el mismo lenguaje que con­siste en “respetar” las desigualdades y en permitir que se en­sanchen cada vez más las diferencias entre ricos y po­bres, entre blinda­dos e inestables, entre empresarios domi­nadores y trabaja­dores a expensas de la liberalidad, la con­descendencia o la genero­sidad de los opulentos.

En España hay una diferencia entre los extremos. El par­tido conser­vador es hijo del fascismo y se nutre de él y de sus postula­dos aunque no los mencione. Pero el par­tido de izquierda “radical” no es tanto hijo del marxismo -que debi­era serlo-, como del posibilismo. Prevalece en él más el de­seo de "estar" ahí, que el de ate­nerse a principios de valor universal y luchar por ellos. Pero hay una barrera que no se lo permite: nuevamente el mercado. Sabe que no tiene po­sibilidad de cooperar a transfor­macio­nes tangibles en la so­ciedad, pero le basta con imaginar que es “la conciencia” de la que las demás ideologías carecen. En cuanto a la so­cial­demócrata, por eso mismo podría gobernar indefinida­mente. Pero no será así, porque no hay que tensar dema­siado a estúpidos y codiciosos. Esto es un circo y tiene que salir ne­cesariamente a escena, cuando le toca, la ideología de turno, para tener la fiesta en paz...

Y al hilo de las ideologías, siempre me he preguntado cómo es posible que las personas cambien a lo largo de su vida tanto como para pasar de una visión social de conjunto al individualismo extremo; es decir, de una posición ideoló­gica comunitarista a la opuesta ultrindividualista. Cono­ce­mos a mu­chos personajes de éstos, pero no conozco a quien haya seguido el camino contrario. No conozco a quien desde un egoísmo repulsivo en sus primeros años de ju­ventud, haya derivado a posiciones ideológicas que compor­tan una potente conciencia social. Entre otras cosas, quizá porque es mucho más difícil que a edades ju­veniles el indi­viduo sea un gran egoísta. El egoísmo inferior, está visto, viene luego, cuando se ha alcanzado de alguna ma­nera “esa meta” o se presiente estar próximo a ella.

Sea como fuere, aunque se "comprenda" el tributo que se rinde a la conciencia para comprar seguridad económica y estabilidad psicológica y al final emocional, producen repug­nancia las mutaciones. A fin de cuentas no se corrompe “lo malo” y menos lo peor: se corrompe lo que fue excelente.

Mantener una postura coherente de por vida con nuestro pensamiento social y político, cuesta muchísimo. Rara es la persona que procede de clases medias que no tiene en un momento dado ocasión de "despegar", de emanci­parse de la tiranía de la dependencia de terceros; en defini­tiva, de asegu­rar su posición económica o enriquecerse. Y renunciar a esa posibilidad requiere un firme carácter, una firme con­ciencia social que procede del espíritu gregario del rebaño. ¿Además una sólida y armónica inteligencia? Y po­cos hay en la Política decididos a ser héroes so­ciales. Po­cos se conforman con un pasar cuando han lo­grado, in­cluso sin proponérselo, una po­sición de ventaja. Pocos, mejor di­cho ninguno se parece a aquel senador de la anti­gua Grecia, que tan a me­nudo cito, que salió un día dando saltos de alegría del Se­nado porque había sido elegido otro ciuda­dano con más merecimientos que él. Aunque esto sea una metá­fora o una parábola, podría haber alguna excepción extrapolable a la realidad. No la hay o no la hay con reso­nancia.

En suma, la ideología es una religión. Para aplacar con­ciencias y la comodidad mental, como el dogma, no está mal. Pero para el pensa­miento puro, yo no sé qué es peor.
Al pensamiento hay que dejarle a su discurrir natural. La razón lo ajusta. La razón no genera monstruos. Lo que ge­nera monstruos es la razón reprimida por las apariencias de razón ajena a ella, la razón inducida e influida. Toda influen­cia es ne­gativa. Las ideologías, como el dogma, simple­mente apor­tan soluciones para ahorrarnos el pensar.

22 septiembre 2006

Dios no quiere culto



El culto, en toda experiencia social humana, civil pero so­bre todo en religión, es una reminiscencia que justifica la cos­tumbre pero en absoluto se justifica a sí mismo.

Y es una reminiscencia, porque en la noche de los tiempos los hombres que empezaron a creer en Dios porque nece­sitaban explicar lo que no podían explicarse, empezaron a creer también que a Dios se le aplacaba con sacrificios de seres vivos y humanos. De dónde sale semejante pulsión, en el lenguaje freudiano, o idea pri­migenia es bien incierto. En materia de costumbres es casi imposible distinguir la causa de la causa. Bien de la evolu­ción bien del creacio­nismo surge en un momento dado por genera­ción espontá­nea en el clan, en la horda, en la tribu o en la sociedad. Como los anfibios en la charca o el microbio en el aire.

Ya sé que los superentendidos lo "saben", que saben de dónde procede el culto desde las profundidades de la ca­verna. Pero aparte de que hay varias clases de expertos, seguro que no se pondrán de acuerdo tampoco paleógrafos, arqueológos, etnólogos, antropólogos y teólogos de las igle­sias cristianas... y ni siquiera entre éstos. Pregunten a los heterodoxos, ellos lo atestiguarán...

Aplacar a la deidad porque se la suponía enojada, unas veces porque sí cuando enviaba el fuego de un volcán o permitía el terremoto, y otras porque la deidad culpaba a todo un pueblo por las iniquidades, es decir, por la trangre­sión de algunos, siempre los más poderosos, de la ley de Moisés o de Manitú era lo común en las distintas socieda­des que poblaban la Tierra.

Pero el tiempo avanza y se lleva consigo a hábitos y cos­tumbres. Y con ellos... al culto.

Pero nos quieren decir los que viven del culto ¿qué sen­tido tiene el culto para aplacar a Dios o para adularle? Este es un asunto grave para quienes no rechazamos porque sí la insensatez y la tontuna, ni tenemos inconveniente alguno en admitir como posible la "realidad" de una Instancia Su­prema, a la que puede llamársela de muchos modos. Y es grave, porque por un lado sabemos hasta qué punto la reli­gión y dentro de ella el culto contribuyen al apaciguamiento y al control social, un concepto básico éste necesario para mantener a la sociedad mínimamente cohesionada, pacifi­cada. Pero tam­bién sabemos que no sólo la religión y el culto asociado a ella son causa aparente o real de multitud de gue­rras, sino que la necesidad del culto y de la religión vienen del artificio de haber inculcado unas minorías a la sociedad, durante milenios, su necesidad haciendo que se tome como impres­cindible lo superfluo.

La inercia del pensamiento y del sentimiento sin constric­ciones artificiosas conduce a la naturalidad, y la naturalidad no exige ni al individuo ni a la sociedad, ya, la afirmación, la reafirmación y la cantinela de Dios. Es más, no concuerda con la racio­nalidad combinada armónicamente con el senti­miento hondo. El tema de Dios, la existencia de Dios corre de cuenta de cada cual. Puede sentirse -o pre­sentirse- como intuición, puede sentirse como prenoción, puede sen­tirse como necesidad del alma o de la razón. Y también puede ir asociada la intuición de Dios, la prenoción y la ne­cesidad a momentos o trances específicos y no a la conti­nuidad del entendimiento relacionándolo todo con El. El, que según la concepción deísta, no teísta, se mantendría al margen no interviniendo en las cosas de los hombres...

Desde luego el sentido común que resulta de la destilación a lo largo de los siglos del sentido arrastrado por la Historia, dicta que Dios, si existe, no quiere aduladores que le rindan culto. La adulación está desprestigiada. Y no sólo quien la practica no es virtuoso; es que es indigno de sí mismo y más aún del adulado.

Lo que Dios, si existe, quiere, es lo común a todas las reli­giones con su culto trasnochado: que antes que halagarle a El, cuyas zalemas no precisa, los seres humanos se esfuer­cen en respetarse entre ellos no comportándose los unos hacia los demás como depredadores. Y desde luego lo que está claro que quiere es no ser El causa justamente de eso, del despojo y de ma­tanzas. En suma, que se com­porte con­sigo mismo y con sus congéneres de acuerdo con lo que grabó a todos en su corazón. Ahí empieza y ter­mina el de­bate, el alfa y omega de la verdad relacionada con Dios.

El culto, la religión y sobre todo las religiones monoteístas, haciendo balance a lo largo de un milenio y medio, más o menos, han causado muchos mayores males para la colec­tividad que bienes. Pues el bien se lo han hecho a sí mismo en nombre de ellas y del Dios que dicen adorar unos cuan­tos, mientras que cada colectividad no ha hecho más que padecer a cuenta de ellos, de la religión y del culto a Dios que debe estar que trina precisamente por ellos...

Que cada uno viva con su Dios o con su propio mito es el principio o lema que cuadra al presente milenio de las Nue­vas Luces. Que Dios y quienes manufacturan doctrinas en torno a su naturaleza sean causa de los más graves des­arreglos de la sociedad, es una barbaridad de la que, por lo visto, no se libran necios y cretinos. Ni siquiera los papas.

Insoportable solipsismo

Sí, porque ésta es una cuestión no de teología ni de gran erudi­ción, sino de puro eclecticismo que se le supone a todo intelecto bienpensante. Y mal empieza el asunto si se tiene en cuenta que cuando se habla de conflicto o choque entre dos civilizaciones, no hay tal conflicto ni tal choque. Como tam­poco lo hay -salvo en un sentido lato, hondo, filosófico- entre el criminal y la sociedad. Cuando es­tamos ante el transguesor penal no decimos, ni dice la justi­cia: hay un choque entre el delincuente y la sociedad, sino: he aquí a un delincuente al que vamos a juzgar. Pues ésta es la misma situación actual entre el orbe islámico y el cristiano. El transguesor es el cris­tiano que se ha inven­tado excusas y con mentiras sin cuento delinque sin cesar en tierras del Is­lam...

Lo que hay entre la cultura árabe -mayoritariamente islá­mica- y la cristiandad –mayoritariamente vaticanista y evan­gelista- es, por un lado una cultura asediada y todavía par­cialmente dominada, y una civilización que aspira a domi­narla to­tal­mente, por otro. Esto es lo que hay. Cualquier otro razo­na­miento es retorcer las cosas, juego retórico, lo­go­ma­quia pura; ale­gatos en defensa a ul­tranza de una causa, aun a sa­biendas de que es insostenible con el logos, con la sen­si­bilidad, con el humanismo y con el Evangelio cristiano.

Pero se ve que el exceso de academicismo autista causa estragos no sólo en figuras de la política, de la cátedra o en falsos intelectuales; también en preclaros del pensa­miento, de la reli­gión y del espíritu, como es el caso del Papa. En todos ellos se atisba la preocupación de no ir co­ntra la sus­ceptibilidad del “pensamiento” dominante occi­dental, prefa­bricado, y de quienes lo controlan desde los círculos de po­der político, financiero y mediático. Eso, o to­das las fieras en todas las esferas, son de la misma camada...

La dificultad o imposibilidad de examinar antropológica­mente la cultura y religión ajenas; ésas que están justa­mente al otro lado de los falsos conflictos -en principio gene­rados por motivos mercantilistas y políticos pero luego trans­mutados en hegemónicos, luego en asuntos de domi­na­ción, y por fin bélicos-, lle­van a quienes prestan atención minu­ciosa a éstos, a co­meter los mismos errores de análisis una y otra vez. Todos razonan en círculo. Yihad, con­flicto, radi­calismo islamista... son términos usuales para justificar al fi­nal las manio­bras de dominación anglosa­jonas. Sea el Papa, sea el cate­drático o el articulista de turno, todas las argu­mentaciones, basta o finamente hila­das, pasan por car­gar la "culpa" de los desaguisados al extremismo islá­mico o yihad; concepto éste tan teológico como tantos que preñan la teología cris­tiana con similar signifi­cado y que puede valer tanto para un roto como para un descosido. Todos razonan del mismo modo. Su objetivo es legitimar las arremetidas armadas de Occidente contra Oriente Medio, y el discurso se dedica a remover cielos y tierra a tal fin.

Esto es lo que hacen varios intelectuales, empezando por el Papa y terminando en catedráticos metidos a escritores que muy eruditamente y con el auxilio de google, se han tomado la molestia de estudiar el discurso de Ratisbona y porciones del Corán de los que siguen llamando radicales. No ven, pese a su aceptable prosa, más que el radica­lismo y embrutecimiento de uno de los dos bandos, pero precisa­mente en que no se encuentran ellos.

La capacidad de desdoblamiento, la objetividad, la impar­cialidad precisas para un recto pensamiento no son el fuerte precisamente del intelectual occidental; sea papa, español o anglosajón; todos incapaces de situarse, mental e intelecti­vamente, en la propia arena donde se ba­ten toro y torero, porque, no faltaba más, prefie­ren verlos cómodamente desde su ba­rrera y fijarse además siempre sólo en las evo­luciones del torero y no en el pobre toro tor­turado primero y luego sacrificado.

No extraña. Cuando un supersabio como Ratzinger cae en el garlito de la autocomplacencia hacia su propia cultura, y luego la exhibe y arremete doctamente contra la cultura acribillada por la avaricia de “la cristiandad”, no extraña que otros de segunda, tercera o cuarta fila hagan lo propio.

Hablan todos ellos de la yihad incomprendiéndola, aunque tenga el mismo significado polivalente que el "ideal de per­fección" cristiano. Resaltan el lado miliciano que les inter­esa, sin tener en cuenta las invasiones ni lo justificada que pueda estar objetivamente la lucha contra el extranjero ocu­pante por parte de los que in­vocan la yihad. En un país y cultura occidental a la yihad le llamarían simplemente a re­bato en las mismas circunstancias. Y no es muy diferente el lenguaje repulsivamente par­tidista que los periodistas em­plean al llamar terroristas a quienes luchan para expulsar al invasor. Todos a una contra el enemigo inventado común islamista. Lo mismo da. La mayoría no se va a dar cuenta aunque unos cuantos no nos dejemos engañar. Y si además el papa se une a la cruzada...

El caso es que cuando existe un conflicto entre dos perso­nas, dos colectividades, dos países, dos religiones o dos culturas, lo primero que ha de hacer el juzgador es de­termi­nar cuál de las dos partes tiró la primera piedra. Si no lo hace así y se queda en los avatares interme­dios de la con­tienda aplicando luego por si fuera poco la vara de me­dir de su cultura, es imposible que haga justicia.

Pues esto es lo que hacen todos a los que vengo escu­chando o leyendo, so­bre el drama para nosotros pero trage­dia para ellos, desde que la Gran Bretaña puso sus reales en Oriente Medio hace más de un siglo. Hasta hoy, en que dos países, son desman­telados como Estados lentamente a ma­nos precisamente de cristianos, que amenazan además con un invierno nuclear en la zona medio-o­riental de Asia repleta de petróleo. Pues cristianos formalmente, y no otra cosa, son los gobernantes estadou­nidenses y todos cuanto están asocia­dos a ellos. Y cristia­nos son los que están ma­tando a mansalva desde el no­viembre del año 2001. ¿Yihad? ¿radicalismo? ¿te­rrorismo?... ¿Quién? ¿Por qué? Estas son las preguntas que deberían hacerse los supersa­bios, el Papa y los razonadores de la cristiandad a los go­bernantes mundiales y a sí mismos...

En antropología, pero también en cualquier mente, caben dos opciones a la hora de estudiar una cultura que no es la del estudioso: examinarla desde la suya, con sus propias claves, o estudiarla, haciendo un gran es­fuerzo, desde las claves de la cultura estu­diada. Pues bien, no hay quien sea capaz de esto último, salvo al­gunos sesudos arabistas. Pues eso ayudaría a entender mejor qué está pasando y qué clase de razón pueda asistir a los infieles no cristianos.

¿Es tan difícil comprender, tan difícil esforzase en hacer comprender a la sociedad, a la española y a la americana, que son ellos, somos nosotros los que hemos tirado esa primera piedra; que seguimos tirándolas mientras perma­nezcan las tropas occidentales allí, en territorios islámicos; que no hace falta ser terrorista de profesión, ni radical, ni yihadista para desear fervientemente que se levante la bota que aprisiona a aquellas gentes mientras la mano codiciosa se apodera de su petróleo, como en otro tiempo los portu­gueses actuaban de igual modo buscando el control de las especias? ¿Es tan dificil al razonador, sea catedrático, es­critor, intelectual o papa evitar análisis parciales de la reali­dad vivida, no insistir en trocearla deliberadamente para difi­cultar o impedir ver el bosque por un lado y los árboles por separado por otro, y todo para al final tener razón a cual­quier precio y porque sencilla­mente todos se han convertido en leguleyos defensores de la causa cristiano-occidental? ¿Cómo podrá, cada vez que leamos o escuchemos al se­sudo de turno, desde el catedrá­tico hasta el papa, no asal­tarnos la sospecha de que su falta de eclecticismo, de pru­dencia y de ponderación les desautoriza de por vida para enjui­ciar al ser humano y a la sociedad?

Los que más dicen trabajar por la paz y por la alianza -esto sí es un tópico- de civilizaciones, se muestran inca­pa­ces para la imparcialidad. Y con más o menos arte arre­me­ten más o menos finamente contra los que están del otro lado, en lugar de centrar todos sus esfuerzos -no sólo los políticos que considero ya marginales- gritar a los invasores: “¡Mentirosos, sa­lid de esas tierras para aquellas gentes sa­gradas; mientras permanezcáis en ellas vosotros sóis los únicos culpables de que la so­ciedad mundial esté a punto de estallar! Ya veréis cómo, en cuanto desalo­jéis aquellos territorios, eso que lla­máis conflicto y al que aplicáis con­ceptos rastreros, como guerra preventiva, dejará de serlo”...


09 septiembre 2006

La Estadística

En artículos precedentes he cuestionado severamente a la Medicina y a la Abogacía como infraestructuras del sis­tema capitalista. A ambas no tanto por su rol social, que en el pri­mer caso es re­lativamente inevitable y en el segundo pres­cindible, como por sus abusos y corruptelas consustanciales al mercado, ya absolutamente depravado. Sus respectivas éticas no son ca­paces de contener ni corruptelas ni abusos.

Pues bien, ahora le toca a Estadística. Otra herramienta aparentemente tan imprescindible como el bisturí o la toga.

La Estadística se divide en dos ramas:
La descriptiva, dedicada a los métodos de re­colección de datos originados a partir de los fenómenos en estudio, y la inferencial, dedicada a la generación de modelos e inferen­cias asociadas a los fenó­menos en cuestión.

Cada modelo sociopolítico tiene sus pilares. Y, lo mismo que el fundamento de las religio­nes mo­noteístas éstas lo si­túan en la apologética o similar en cuya virtud la reli­gión se demues­tra a sí misma que ella es la ver­dadera y no otra, y en el dogma de la resurrección de la carne, la socialde­mo­cracia tiene también sus dogmas. Y uno de ellos es, precisa­mente, la Esta­dística. A la socialdemocracia capi­ta­lista, lo mismo que man­tiene o man­tenía la reli­gión ca­tólica en lo espi­ritual, le sos­tie­nen dos co­rolarios: “fuera del capita­lismo, no hay salva­ción”, “fuera de la estadística, no hay solu­ción”.

En principio, sólo los da­tos que dimanan de los organismos internacionales (y habría que ver) son fiables. Pero no así los de organismos, institutos privados e institutos nacionales, y me­nos en Es­paña. Es tan susceptible de politización la Esta­dística, como lo es todo en el mercado. Sus profesionales también pueden ven­derse y comprarse por distintos moti­vos y por distintas finali­dades, como los meteó­rologos a pe­sar de que parezca que no hay razones para manipular el tiempo atmosférico que hará mañana...

La prueba de lo inconsistente de las cifras en la práctica es que, salvo en cuestiones verificables (como el número de muertos en ca­rretera en un pe­riodo de tiempo, por ejemplo, que cualquiera puede pacientemente seguir por los periódi­cos), las estadísticas bailan grotes­camente entre unas y otras fuentes, y pese a ello unos a otros se las arro­jan a la cara como si fueran datos incontestables.

He aquí el motivo de la desconfianza absoluta de quienes no comulgamos con las ruedas de molino del sistema, en la Estadística, en las estadísticas y en los sondeos de opinión que se prestan, como todo a la ma­nipulación y al tejema­neje. Pero es que al mismo tiempo al sistema, esas mismas esta­dísticas, bien manejadas, unas veces le sirven de pantalla para velar unas co­sas y otras para darles el brillo que no tie­nen.

Si se afirma que la Estadística en sí misma es una herra­mienta auxiliar cuya interpretación incumbe al especialista del ramo, vale. Pero si se afirma que no es fácil­mente manipu­la­ble, ni es posi­ble re­solver los proble­mas so­ciales o es­tructu­rales sin ella y que ésta es tan im­prescindible como el papel mo­neda, en­tonces entra­mos en una confronta­ción sin salida, pues es im­po­sible que se pon­gan de acuerdo un marxista y un keyne­siano.

Ni critico la Estadística, ni cri­tico la re­ligión, ni la prostitu­ción. Puestos a ser comprensivos, tolerantes, liberales, todo es útil socialmente. Cri­tico furibun­damente a los que trafi­can con la religión, a los que persiguen la prostitu­ción y a los que salvan de la quema a la Estadística. Critico a los que les es imposi­ble comprender, en fin, que Beet­hoven puede ser millones de veces más intere­sante que Ju­lio Igle­sias, pese a que éste tenga el disco de oro y el otro no.

Si aceptamos de modo apodíctico -es decir, como “necesa­ria­mente verda­dera”, en Filosofía- la Estadística, no habría mo­tivo para re­chazar las demás infraestructuras de la social­democracia a que me he referido, ni de paso tampoco la constitución polí­tica, la cen­trali­za­ción y tantas cosas de las que nos vie­nen persua­diendo de por vida de que ésta es la mejor de las so­cieda­des posi­bles.

Quienes ex­altan el sistema son los mismos que conside­ran “indispensable” la Estadística. Y eso es como sacralizar las controvertibles le­yes económicas del mercado, en las que no se pueden ponerse de acuerdo los economistas or­todoxos y los hete­rodoxos que no creen en él ni en todo el tin­glado aso­ciado a él. La prueba de que no hay ma­nera de hincar el diente al mercado para que a su través se consi­gan cotas de igualdad imposible, es que no hay rece­tas má­gicas ni tau­maturgos mientras mueren de hambre y sed tantos seres humanos en el mundo. El mercado va como va y punto. Lo único que puede hacerse es otra Economía: la diri­gida y la intervención férrea de los precios según la dispo­nibilidad de las mercancías.

La sociedad capitalista dominante ca­rece de sensibilidad. Y uno de los motivos es que está absolutamente estragada y acomplejada, además de por otras muchas cosas, por la es­tadística. Corren ríos de llanto si son miles los muertos a mi­les de kilómetros de distancia, pero no tiene empa­cho en destrozar sin prue­bas la vida de un individuo a solas por su ideo­logía in­depen­dentista. Por ejemplo.

Vive en una cró­nica miopía mental tratando como exce­lente el modelo socioeconómico y como in­desea­bles a los otros a los que llama, necia­mente, enemigos de la so­ciedad y de la libertad. Así se escribe la Historia... Y en estos tiempos, como al periodismo, hago a la Estadística responsable y culpable de tantos de sus abominables fraudes y falseamientos.

07 septiembre 2006

Eufemismos

Eufemismo es, según el diccionario, una “manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”.

Así resulta que, en relación a las excretas, por ejemplo, water closet sustituyó a re­trete; váter y toilette a water clo­set; inodoro a váter; labavos a inodoro... Y en lavabos, creo yo, es donde está el asunto ahora. Todo esto más o menos y sin entrar en tecnicismos de otra naturaleza.

Excremento o racamento tratan de decorar un poco la pa­labra mierda. En cualquier caso todas las palabras se con­citan para evitar llamar mierda a la mierda, y así sucesiva­mente.

Lo mismo pasa con el insulto. Como en el insulto lo que ocurre es lo contrario: no suavizar, sino enfatizar la ira, an­tes, hace sesenta años, por ejemplo, idiota, bobo, mente­cato o loco eran insultos usuales entre las mesoclases. Pero entre las clases bajas, lo eran gili­po­llas, ca­brón e hijoputa. Hoy no hay más que ver una película yanqui doblada a lo clásico: ca­brón e hijo de puta -que ya no el hijoputa antece­dente-, no se les cae de la boca a todos salvo al protago­nista y a la estrella. Gilipollas no se usa en los do­blajes, e idiota, bobo, mente­cato o loco, si se usan es en la comedia.

Hoy no hay insultos propiamente dichos que irriten al in­sultado. Todo lo más le hacen reír. Llamar a alguien con los arcaicismos señalados o los atronantes hijo de puta, cabrón o gilipollas nos dejan fríos. Hoy el verdadero insulto es la maniobra que, taima­damente, con tono y voz aterciopela­das, en actitud fingidamente rampante y por supuesto sin emplear ningún vocablo malsonante, va directo a la inteli­gencia. Ese que consiste en tratarnos como si fuéramos gi­lipollas; en abrumarnos con ofertas de 3x1, en incitarnos a libretones, a taes y a la tienda en casa; en darnos euros a céntimos, o en llamarnos a cualquier hora del día y de la noche sacándonos de la cama o de la ducha para ofrecer­nos viajes por cuatro cuartos, decirnos mentirosamente que hemos sido premiados, que pasemos por allí para recoger un regalo de mierda y ofrecernos propiamente mierda...

Pero aún hay un eufemismo más llamativo, insistente y agobiante. Es el de “caballero”. Caballero para empezar y caballero para terminar la relación comercial o de hostelería, es una palabra que nos sue­na ya como una puñalada tra­pera. La emplean casi todos los depen­dientes de comercio de grandísimos almacenes, todos los servicios de atención al cliente y todos los policías de tres al cuarto que pueden pa­sar, en un se­gundo, de llamarte engatusan­dora y cabrona­mente “caballero” a torturarte o a descerra­jarte un tiro si co­rres delante de ellos porque tienes prisa.

Caballero ha terminado siendo tan malsonante como re­trete, letrina o mierda, y conviene ir sustituyéndola cuanto antes para no ponernos de los nervios. La prueba es que mientras en los hoteles de poca monta y en los cortesingle­ses del país te llaman ca­ballero, en los de cinco estrellas y en todo es­tablecimiento que se precie, nos llaman señor.

Pero es que el eufemismo ha llegado a la política de los duros, tipo neocons: llamar guerra preventiva al atraco de un país para apoderarse de su petróleo, y terrorista a todo aquél que parece interponerse en el camino de las triunfales invasiones mi­litares, comerciales y fi­nancieras para cargár­selo ipso facto, son sólo un par de ejemplos de hasta qué punto el eufe­mismo es un recurso maravilloso o bien un re­curso de mierda.

05 septiembre 2006

Contar no es la solución


Aunque estuviere influido en estas consideraciones por los 40 grados a la sombra que, iniciado septiembre, hemos de sufrir por la zona central de España, y que me hacen pen­sar además en los 45 que habrán de abrasar a zonas del inter­ior de Andalucía, no dejaría de tener sobrados motivos para ventilar otros sofocos después de haber venido presen­ciando durante la vida la manera necia de comportarse la especie humana a través de sus sucesivos dirigentes, más allá de nuestra esclavitud a la guerra a cuya ergástula es­tamos por lo visto con­denados...

Las guerras parecen ser inevitables, pero no lo era a priori la devastación y la desecación del planeta por disfrutar unas cuantas generaciones de millones de artefactos sin tasa, que están extinguiendo vertiginosamente la vida.

El articulo editorial de El País de hoy, "Primavera en fe­brero", vuelve a equivocar la orientación que habría de dar al asunto, que ya no es ecológico sino sencillamente exis­tencial. Es asunto que sólo se puede tratar bien con la co­micidad del "sentido de la vida" de los Monty Pithon, bien con el dramatismo que per­cute el destructor sistema eco­nómico capitalista que Marx denunció a fondo aunque "sólo" en aspectos sociales y economicistas que poco tie­nen que ver con lo que se nos viene encima en el siglo XXI. Pero aun así, aquellos efectos en lo social que devienen de los excesos del capitalismo y que resultan ahora casi colatera­les, siendo ambos hijos de la misma “causa” cobran cuerpo en este siglo en forma de entropía.

La mayor y más grave discrepancia que existe en el mundo no es ya si existe o no existe Dios, si todos los hom­bres son iguales, o si mujer y hombre tienen o no los mis­mos derechos, o si existió o no el Holocausto o por qué de­sapareción sin dejar rastro la cultura maya. Ni siquiera me­rece la pena debatir si es mejor el socialismo, con su ridí­culo desarrollo sostenible, o el capitalismo extintivo.

La mayor discrepancia gravita sobre si la sociedad opu­lenta debe medir o no en millones de dólares o euros la ga­lopante degradación de la biosfera. En millones o trillones, de papel mo­neda o de papel financiero. Lo único que sabe hacer bien esta abomi­nable sociedad, es contar. Ella preso­nalmente o a través de máquinas de calcular.

Esta medición, como la que hicieron otras culturas que no sólo no conocían no ya la fracción del número o el quan­tum o él calculo infinitesimal, sino ni el mismo cero, como en la Grecia pitagórica donde el mundo sólo era la polis pero no lo que estaba fuera de ella, es lo que está condu­ciendo a la humanidad al desastre por sendas naturales pero desde los artificios de la civilización. No va a explotar el planeta por la demografía, ni siquiera por las guerras. Se va a ir consu­miendo porque empieza a faltar el agua potable que se con­sume como si el surtidor fuera inagotable, y luego por la im­posibilidad de disponer de las cosechas de secano que pro­porcionan cereales. ¡Qué simple!

Esta inseparable propensión en medir los costos en dinero y no en otras unidades de medida, como debiera ser y po­dría ser, ya, la "unidad de vida", es lo que ofusca a quienes desde Adam Smith, Keynes y los inventores del capita­lismo se refocilan en los números bancarios, en los núme­ros es­tadísticos y en los números sobre los que todo gira, in­cluso la vida misma. No saben ver el mundo de otra ma­nera. Sólo desde el número y nada más que desde el nú­mero: tantos soldados o tantos muertos en carretera, tantas hectáreas quemadas, tantas pérdidas, tantos costos... todo medido en eu­ros o dólares, sin la menor pizca de sensibilidad hacia lo que está en juego, es inmedible porque no tiene precio, como todo lo de inconmensurable valor que no tiene precio, ni se compra ni se vende. Pero, como Simón el Mago ven­día bulas para disfrutar de los placeres, las genera­ciones de esta última centuria han vendido su alma al dia­blo.

Y lo peor es que una de las zonas que va a empezar a sentir más los efectos dramáticos de la escasez muy pronto, es la península ibérica a la que la Naturaleza parece haber re­servado el tragicómico privilegio de la desertización de cuajo manteniendo los océanos: el suplicio de Tántalo. Por­que si las plantas de­salinizadoras son de coyuntura y sirven de auxilio, no remedian lo sustancial ni bastan para abaste­cer a los 40 millones de habitantes de España, más Portu­gal, ni a los seis mil millones que com­ponen la humani­dad. De otro modo las cifras de muertes por sed o por agua en malas condi­ciones en el mundo, no serían las que son.

Sigan, sigan haciendo cálculos en pérdidas por el calen­tamiento global y zonal. Sigan, sigan hablando de tantos por ciento por los incumplimientos del protocolo de Kyoto, sigan haciendo estimaciones de la compraventa de los "derechos de emisión" de gases. Sigan, sigan perorando, como antaño los concilios sobre el sexo de los ángeles, sobre los millones de tonela­das de CO² que cada país tiene derecho a lanzar a la at­mósfera...

En el planeta habla mucho mercachifle del "infinito" que no tiene en cuenta lo esencial: que el planeta es fi­nito, que el agua potable es finita y que el oxí­geno es finito.

Sigan haciendo cálculos de agrimensor sobre lo que no soporta la biosfera... Como dijo Ghandi acerca del ojo por ojo, el mundo, así, haciendo cálculos de lo que queda, aca­bará ciego y en este caso también muerto. Le queda muy poco de vida. Tomando como unidad de medida los "últi­mos tres mil millones de años", unos cuantos años más son unos cuantos segundos del reloj.

¡Qué grande es el hom­bre! ¡Qué inteligentes son los cien­tíficos, los economistas, los políticos, los charlatanes, los sabios que siempre ven un motivo de optimismo, pero insu­frible­mente obtusos del ins­tinto! Que sigan todos con­tando. En otoño, cuando ya 79 munici­pios en Es­paña -dos millones de per­sonas- no tendrán agua del Tajo, habrá em­pezado la cuenta atrás en este país donde sabemos que no volverá a llover. Mejor dicho y ya que hablamos de canti­da­des, que lloverá sólo en proporciones inapreciables del chu­basco dé­bil, para limpiar el polvo.

¿Que esta visión es pesimista y causa alarma social? Pues el autor de este artículo lleva alarmado una dé­cada. Si los dueños y centros de inteligencia del mundo se hubieran alar­mado desde entonces como él, seguro que no estaría­mos ahora al borde del precipicio. Esto es lo que me pro­voca náuseas. ¿Se comprenden mejor ahora los motivos de mi desprecio hacia todos ellos?

Las desigualdades sociales evitables, por un lado, y esta necedad bíblica de la comunidad mundial de empresarios comunes y de postín, de diri­gentes, de científicos, de filó­sofos, de políticos, de periodistas, de medios y de institucio­nes relacionada con aquellas desigualdades y so­bre todo ahora con los efectos del trastorno (no cambio, no ciclo) del clima, lo justifican. No estamos ante una se­quía. Estamos en pleno proceso de desecación del planeta causada por el sistema económico que tanto maravilla a los que por disfru­tarlo orgiásticamente, como la droga extenuante, nos vemos ahora nosotros en el trance de penar las consecuencias, pero principalmente de sufrirlas las siguientes generacion­res.

Y he de decir, por último, que estoy convencido de que jamás un ser humano habrá de­seado tanto como yo sufrir estrabismo mental, estar equivocado y en definitiva no tener razón, abotargada por un calor extemporáneo y una seque­dad atosigante.


03 septiembre 2006

La ausencia de los mejores

Este es el título de uno de los ensayos de Ortega y Gasset leído en mis años mozos, que me ha venido a la memoria y da pie a estas re­flexiones. Pero no voy si­quiera a sacar el texto de mi biblio­teca para revisarlo. Y no lo voy a hacer, por esa propensión mía, desde que entré en el último tercio de mi vida, a pen­sar cada asunto por mi cuenta, a someterlo a mi aná­lisis y preferi­blemente desde el principio, como si la vida sobre el pla­neta estuviera empe­zando ahora.

Y ello, pese a que sé lo di­fícil que es ese propósito, pues si nuestra mente puede con­trolar el cons­ciente, el sub­cons­ciente está pla­gado de capas superpues­tas de ideas influi­das o talladas por miles de lectu­ras, por la experiencia y por la meditación. Y del subconsciente apenas somos dueños. Aun así, prefiero el de­sa­fío. Me re­sisto a la cita envasada en mamotretos y a la repro­ducción de ideas aje­nas por muy con­sa­gra­das que estén, aun­que a ve­ces sea in­evitable desli­zarlas. Pues ambas debilidades pueden dar al lector la impresión de erudición real o falsa en el escritor, pero tam­bién éste se priva así del regusto por el máximo es­fuerzo in­telectivo personal...

Hablaba de la ausencia de los mejores... que yo la sitúo en el capitalismo.

El capitalismo ni los quiere ni los necesita. Lo excelso no cabe en el mo­delo. Diríase que lo perturba. Más; el capi­ta­lismo trabaja contra lo excelso. Lo mejor, y con mucho ma­yor motivo lo excelso, tienen que ver con la fineza, no con el re­finamiento; con lo sublime, no con la exqui­sitez; con lo perdurable, no con lo nove­doso; con lo ins­pirado y traba­do, no con lo su­bitáneo; con la suti­leza, no con el alarde. Hasta con la fina hipo­cresía, y no con la mentira que hiere a la in­teli­gencia elemental...

Pero como lo mejor y lo excelso son enemigos de lo vulgar y el sistema está dominado por la vulgaridad, el propio mo­delo social se in­clina siempre por lo mediocre y por la zafie­dad cuanto más patente mejor. Ya se sabe que hay excep­ciones, pero son eso. Y es que ya que el economicismo domina el sis­tema capitalista, le sale a éste mucho menos costoso la bastedad y lo re­iterado que lo elaborado minu­ciosa y te­nazmente, tan extraordinario hoy; ex­traordina­rio, por mucho que el capitalismo y los capi­talis­tas in­sistan en predicar esa detestable expresión del “tra­bajar duro”, que in­cita a pensar precisamente que ellos son los que prosperan en la molicie a costa de los demás.

He aquí una de las razones por las que el capitalismo me­dra en medio de la basura y la basura sobrenada el ca­pita­lismo...

Hay, cómo no, otro motivo ligado al anterior. Los que rei­nan en el reino de la plasticidad, sean editoriales, marchan­tes, producto­ras televisi­vas, ca­zatalentos y críticos están mucho más atentos a halagar a las mayorías que a sumi­nistrarles lo excelente. Y como lo excelente lo es por su sin­gulari­dad y por su rareza, no pros­pera. No sólo no prospera, es que percute la redun­dancia de las formas y de los temas, y da lugar a la fatiga que sólo la mente despierta puede per­cibir mientras la ador­mila­da no la acusa, como no acusa la reitera­ción. He ahí la causa de la notable tolerancia al replay y al remake. La deca­dencia inequí­voca de esta sociedad capitalista muestra también su cara por ahí...

La relación espacio-tiempo, en la que lo más veloz es lo más cotizado interviene asi­mismo decisivamente. La socie­dad desdeña el tempo lento. No sabe paladearlo como tal. Lo tiene por premioso o reza­gado. Ni si­quiera el allegro le vale ya. Todo responde a un vivace. Pero por lo mismo, se pierde las mieles de los con­trastes y la be­lleza del contra­punto.

No quiere, pues, el capitalismo a los mejores. La envidia, por su parte, en sociedades envidiosas por definición; mu­cho más envidiosas que competidoras, merma aún más la posibilidad de que despunten los me­jores. Es­tas sociedades en gene­ral odian la inteligen­cia y prefieren la improvisación, lo prefabricado y la chapuza. No hay más que echar un vis­tazo a cualquier pue­blo o ciudadad, jamás acabados y donde impera lo provisio­nal. Pero tam­poco los mejores por ello mismo pue­den que­rer al capitalismo. Por eso se escon­den, se camuflan, se re­traen o sencillamente se trun­can.

Este es el drama de la inteligencia occidental en el siglo XXI que el modelo político sacrifica frívolamente. O bien es ella misma la que se inmola en espera de mejores tiempos que probablemente no llegarán. La cibernética, otro ene­migo.

La Cultura es la que pierde. ¿Dónde esta hoy la cultura allanada por la basteza; violada por la cutrez, por la mani­pulación criminal, por la inva­sión de la mentalidad bár­bara y por la atracción gra­vita­cional de la in­me­dia­tez, enemiga a su vez de la cali­dad y de la excel­situd? Lo di­cho. La ver­dadera cultura apenas existe. Y la que pasa por tal o pueda efecti­vamente existir, es es­quiva o se recluye casi en la clandesti­ni­dad.

Ejemplos que ilustran perfectamente esta cues­tión son la indecente propensión a condecorar a los más inde­seables, a premiar a los ca­nallas, a pro­gramar horas de te­levi­sión rastrera, a editar libros de ínfima cali­dad aunque sean pre­mios literarios gracias a ju­rados tan vul­gares como ellos. Y además, tantas muestras de laxitud, de deja­dez o de preci­pitación y memez que son la prueba de que la cultura, el buen gusto y la ex­celencia están irre­mediable­mente por los sue­los, reducido todo a contra­cultura y a mediocridad.

También es cierto que no acompaña en ab­soluto el so­siego social al que la política debiera contri­buir; ni el tras­torno gra­ví­simo climático relacionado con una sequía gene­ralizada que se antoja irreversible y viene soli­viantando al mundo en­tero... Pero estos son dos obstáculos, el uno pre­sente siem­pre en España y el otro absolutamente inédito en el pla­neta desde que tene­mos noticia de esta civili­za­ción, que debi­eran animar preci­samente a reencontrar­nos con una no­vedosa divinidad que no esté asociada al di­nero, a la ba­jeza, al retor­cimiento y a la ge­nitalidad en todo. Pero re­sulta que tampoco el ánimo común está ya en condiciones de remontar el vuelo y superar la degradación.

02 septiembre 2006

El peor de los mundos posibles

Mentía Pangloss. Vivimos en el peor de los mundos posi­bles y en el peor de los sistemas posibles. Vivimos orienta­dos por las peores re­ligiones y por la peor de las morales posi­bles. Sólo un mundo, una vida, una religión y una moral na­turales, con poliginia (poligamia y poliandria) incluida, po­drían hacer felices a los seres humanos.

No es que no haya otros mundos, sistemas o religiones mejo­res. Es que los mundos, los sistemas y las religiones que nos harían felices están en los sueños o tras la muerte, pues las religiones dominantes se han empeñado en con­tradecir a la Naturaleza.

De la profundidad de la religión no po­demos salir, ni de sus garras zafarnos. Estamos atrapados por la que nos cir­cunda, aunque no la practiquemos y la desconozcamos. Está en la educación en sumisión de toda la sociedad. También estamos sojuzgados por la época que nos ha to­cado vivir. Ya podemos orillar a la religión, pero no despren­dernos del pensamiento de la época. Quien es capaz de sa­lirse de él, suele pa­garlo muy caro de varias maneras.

Vivimos de la peor manera posible, porque quienes invo­can a Dios para cometer en su nombre las mayores infa­mias, quienes no esperan nada después de la muerte y vi­ven a nuestra costa, y quienes porfían en la visión optimista (mientras todo les va bien)... nos hacen la vida impo­sible.
La vida ilusionante y plena en este sistema y mundo real, sólo está al alcance de quienes los desprecian y nada espe­ran. No desear, no hacer daño a ningún ser vivo y es­perar con paciencia la muerte y en su caso la enferme­dad son los mejo­res regalos que po­demos hacernos.
Mientras tanto, conformémonos con respirar, con comer, con dor­mir y con hacer el amor. O, si es nuestra preferen­cia, renunciemos a los placeres naturales pero no necesarios.Y no caiga­mos en la trampa de los placeres no naturales ni necesarios, por el dolor y el horror posteriores que acarrean.
No busquemos otro re­medio para la ansiedad y la des­es­peranza. Cuando más le­jos lleguemos o más alto sub­amos en la artificiosa escala social, más doloroso será el regreso al princi­pio y más es­trepitosa la caída.
Los necios y los débiles y los vanidosos nos gobiernan y se empeñan en guiar nuestra moral. No lo preci­samos. Pero es que, ade­más, ni ellos mismos saben qué di­cen ni a dónde se dirigen y a dónde quieren conducirnos. No les es­cuchemos. Son quienes nos hacen penar y en mu­chos ca­sos quienes nos hacen desgraciados.

Pero sean cuales fueren los sucesos que sobre nosotros cai­gan, sean de los que llamamos prósperos o de los que lla­mamos adversos o de los que pa­recen envilecernos con su contacto, mantengámonos de tal manera firmes y ergui­dos que al menos podamos decir­nos que somos seres humanos por debajo en nobleza de la que honra a las bes­tias.

01 septiembre 2006

Servilismo y otras naderías

El servilismo hace estragos. Y debiera estar permanente­mente sobre el ta­pete en la sociedad de izquierdas, porque el principal pro­blema de que el mundo no cambie, de que todo siga como siempre a pesar de haber pasado las socie­dades por tantos filtros revolu­cionarios generalmente fraca­sados a la corta o a la larga, y a pesar de que hay una pre­sunta evo­lución en el espí­ritu humano, es que el servilismo, la comodi­dad ex­trema, el panzismo, el sometimiento por esa misma comodi­dad imperan de una manera repulsiva­mente in­com­pren­sibe a estas alturas de la historia de la Humani­dad que cree haber salido de la caverna.

Cambia todo o progresa todo: la tecnología, la ciencia, la re­ligión, las concepcio­nes sociopolíticas, las filosofías... Pero el ser humano no cambia global­mente. Siempre son sólo mino­rías generosas quienes luchan por la jus­ticia, por el pundonor y por la dignidad personal y social sacudiendo un poco las conciencias.

En la sociedad hay dos tipos muy marcados de personas. El que despunta y toma cuerpo, como el vino, siempre es "el mismo". Tiene miedo, vive con miedo, sus fantasmas interio­res, ge­nerados por un entorno complicado, friccionado, tenso y despiadado, le llevan de acá para allá sin poder es­cuchar jamás al sexto sentido que en los animales es el primero; an­sía destacar por encima de los demás, general­mente a base de labia. Siempre quiere tener razón, desea el poder polí­tico o el reli­gioso o el médico o el jurídico... Luego está el otro tipo, el que desiste, el que se aparta, hacién­dose absoluta­mente inope­rante, absoluta­mente marginal, absolutamente inservi­ble para la causa de los cambios en profundidad que las so­ciedades necesitan...

En los cambios hondos nada tienen que ver quienes pro­mulgan leyes progresistas que forman parte del ensayo ge­ne­ral para los sepulcros blanquea­dos que son cada demo­cracia; tampoco los avances forma­les, la atribución de dere­chos, el reconocimiento de libertades... que hay que agrade­cer a par­tidos políticos con más o me­nos dosis de generosi­dad y de sensibilidad. Ni unos ni otros percuten transforma­ciones sus­tanciales en la sociedad. Por ejemplo para incul­car el respeto que las policías y los jueces deben hacia quienes discrepan e incluso hacia quienes promueven ac­ciones espectaculares o incisivas para influir en los cambios que no llegan... Y ello pese a la habilidad del legislador para blindar, asegurar, aco­razar al Poder.

Me re­fiero a los cambios que fuerzan los pocos esforzados que existen. Mien­tras todo lo que se despa­rrama oficial­mente por la geografía mun­dial va dirigido a reforzar la im­pre­sión de que estas socieda­des son excelentes y lo “me­nos malas de las posi­bles”, a una per­sona se la castiga en la práctica de por vida por dos artícu­los en un periódico después de haber pasado veinte años en la cárcel por de­fender la digni­dad per­sonal, la de sus paisanos y la de todo su pueblo, además de defender el con­cepto auténtico de autén­tica libertad.

Mientras el mundo oficial, los medios oficiales, los congre­sos, las instituciones, etc. se felicitan por tanta modernidad, siguen las torturas en las comisarías y cuartelillos, sigue, en la in­mensa mayoría de los casos, el refrendo y la autoriza­ción im­plícita de los jueces que por norma dan la razón a los tor­tu­ra­dores o les atenuan de tal manera su culpabibi­li­dad, que no sólo pueden cometer abominaciones en la práctica impune­mente, sino que al fi­nal con tribunales superiores y policías hacen un blo­que para que el po­der férreo y despia­dado re­ine sin concesiones so­bre el pue­blo sin nombre.

La presunción de que lo denunciado por la policía es siem­pre presuntamente "verdad", es una ignominia insti­tuida. La in­mensa mayoría de las veces las condenas de los jueces se basan en esa mera presunción, no en pruebas objetivas que no les llegan, porque si existen antes se ma­nipulan o se abor­tan. Y todo ello sabiendo, como saben, que es muy difí­cil que un detenido se revuelva contra un grupo numeroso, uni­for­mado, armado y sin escrúpulo alguno, pues el espí­ritu del grupo carece de ellos. Los jueces, po­licías, políticos y empre­sarios, los due­ños virtuales de cada so­ciedad, temen a los Espartacos o Ches que puedan surgir en un mo­mento dado en cada uno de los asuntos planteados y se apre­suran a cortar cabezas para que no prenda la me­cha de la su­ble­va­ción y de la sedición. Por eso cargan ordinariamente co­ntra los ta­lantes recios e indomables...

El servil, efectivamente, está en cada ciudadano que se deja sodomizar ante el poli­cía de turno por éstas o aquéllas razones. El servil está en ese trabajador que se deja humi­llar por su empresario o por su jefe por un pedazo de pan o por un favor insignificante. El servil está en ese vecino de cada municipio que ante la ló­gica pro­testa de otro vecino contra los desafueros de su regidor, toma posición inme­diata a favor de éste para adularle o que­dar bien...

No hay nadie en el mundo que me haya inspirado siempre más repulsión que el servil y ése que nos dice: "pues a mí la poli­cía siem­pre me ha tratado bien".

Pero se­pamos que no en todas partes se da el servi­lismo. Al menos en las dosis que se bebe por aquí la indignidad. Ese servi­lismo no in­terviene, por ejemplo, en Reijia­vik -Is­lan­dia- cuando el dueño de un restaurante echa a pata­das vir­tuales a un actor nor­teameri­cano que pretendía comer con sus amigos en una mesa y los guardaespaldas en otra. En Is­landia, le dijo, esto es una dis­criminación que aquí no tolera­mos. Y les echó a todos del restaurante.

Mientras no rescatemos la dignidad perdida y la que nos arrebata el Poder a cada momento como el águila corroe las entrañas de Prometeo cada noche, no deberemos atre­ver­nos a presumir de libres.

Presunción de corrupción

El mundo entero está al cabo de la calle de que en Es­paña, como otrora se presumía la “mordida” en México, la corrupción urbanística es una presunción, se presume generalizada....

Vamos a ver. Si como bien dice El País, "el urbanismo se ha convertido en una fuente de criminalidad en España en los últimos años", y los ciudadanos no viven en el espacio sideral sino en ciudades y pueblos, los ciudadanos están sufriendo la cri­minalidad asociada a la corrupción urbanís­tica de varias maneras. Pero la viven especialmente en dos planos: uno, defraudados eco­nómicamente en las arcas pú­blicas por los corruptos, y otra, por la se­cuela de aspectos que tie­nen que ver con la sensibilidad cotidianamente afec­tada por los abusos urbanísticos y por el despojo del patri­monio pú­blico. En suma, por el crimen de alcaldes y conce­jales co­rruptos que encima simulan estar ahí para servir a los vecinos.

Porque los delitos públicos afectan a todos, pero éstos, como es natural, primordialmente a los munícipes de cada localidad donde se cometen.

Si esta clase de crímenes fuese tan aislada o infrecuente como la profanación de un cementerio, por ejemplo, po­dríamos pasar página enseguida y esperar que no volviesen a repetirse en mucho tiempo. Pero resulta que es raro el mu­nicipio no sometido al vilipendio y al expolio que llevan aparejadas las "reclasificaciones", que se han convertido en la llave maestra del enriquecimiento especta­cular, rápido e impune de unos cuantos. (De unos cuantos y con la compli­cidad a veces incluso del PSOE y del PP y el beneplácito del regidor comunista, como es el caso de Se­seña -Toledo).

Es tan común este delito y tan fácil de cometer, que todos vivimos manejados por Ayuntamientos corruptos a menos que se demuestre lo contrario. La presunción es ésa, la de que vivimos inmersos en la corrupción, y no al revés.

El vecindario, impotente, se siente manipulado. Las zonas verdes, de esparcimiento y de solaz que pisan los vecinos a veces a lo largo de toda su vida, las ven evaporadas ante sus ojos cada día. Y la consternación se agudiza cuando los vecinos saben bien que todas esas construcciones, muchas veces mastodónticas y siempre contra el medioambiente, ince­santes, innumerables y sofocantes no responden si­quiera a la necesidad de espacio vital para dar residencia a los que carecen de ella, sino para ponerlas al alcance de los espe­culadores. Saben que hay millones de viviendas vacías en este país, y que muchos millones más de ciudadanos vi­ven de mala manera en la casa de sus pa­dres, hacinados en una habitación o debajo de los puentes. Todo eso, con in­dependencia de que en esos municipios, que son ya casi todos los de la geografía española, los pre­supuestos para mantenimiento y reposición que no tengan que ver con otras corrupciones sobre nuevos servicios y obras nuevas, son en la práctica inexistentes.

A este paso y con motivo de la corrupción urbanística que ya es un genocidio medioambiental que abarca a toda Es­paña, los regidores y concejales de toda ella, sólo por el asunto de las recalificaciones debieran ir a la cárcel inme­diatamente. Porque a este paso, quienes van a terminar en un manico­mio son los veci­nos.

Lo malo de este asunto es que no tiene remedio, y en la medida que lo tenga ya es tarde porque queda poco por re­calificar. Pero lo peor de todo es que estos delitos urba­nísti­cos tienen mucho que ver con la per­misividad del propio sistema capitalista hacia el delito de corrupción urbanística, que encima nos incitan perver­ti­damente a que, al menos por cierto tiempo, nos suene a prosperidad, a laboriosidad, a mano de obra abundante y a servicio a la Comunidad. ¡Cómo, si no, se despiertan ahora fiscalías, jue­ces, políticos, “seprona” y toda la basca, treinta años des­pués de abierta la veda de la corrupción que vino de la mano del sistema de­moliberal!

Hay que arbitrar urgentemente una solución, pero no creo que consista en incorporar a una policía especializada. No creo que la solución vaya por ahí. ¿Quién puede creer ahora que esa unidad especializada en delitos urbanísticos propuesta por el director de la Benemérita no vaya a contri­buir a enmarañar más la burocracia nefasta y el panorama de la corrupción con más corrup­ción?

En la democracia hay un ingrediente que la España del español medio no ha digerido. Y es, que la democracia no se implanta por Decreto, sino por el compromiso general o generalizado de la ciudadanía más allá de una Constitución tramitada por el procedimiento de urgencia como la espa­ñola y un ordenamiento jurídico al servicio prioritario de la plutocracia.

Y mal pueden cumplir los pode­res legislativo, ejecutivo y judicial, si los ciudadanos no están convencidos de que la democracia sólo funciona estando todos relativamente insa­tisfechos, respetando las reglas del juego y exigiendo los propios ciu­dadanos -y no siempre las policías que a menudo están también bajo sospecha- el cum­plimiento de las nor­mas de carácter general y de sentido común. Y mucho me­nos, cuando sus principales representantes en los munici­pios donde los ciudadanos han de sentir o no que participan de la democracia son, por desgra­ciada definición, corruptos.