31 diciembre 2006

La noche última de un año

El amor propio herido ha hecho grandes revolucionarios. También inmundos reaccionarios. Tras el torbellino de men­tiras para excusar la sangre vertida, y tras los ciclópeos in­tereses materiales que la invasión de Irak iba a reportarle a él y a sus amigos, circula por ahí una motivación sombría y estrictamente personal: la de que Bush II ha vengado una afrenta que el ya ahorcado Hussein infirió a Bush I.

Debo decir que yo en realidad no sé bien en qué consistió la afrenta, y ni me importa. Pero no lo sé, porque aunque lo haya leído no me acuerdo, pues las ofensas, para los que ni las inflingimos ni las padecemos, a menudo pueden ser tan fútiles que carecen ob­jetivamente de sentido y es sólo entre ofensor y ofendido por donde circula secretamente una energía vengativa y fe­roz que nadie es capaz de de­tectar. Un mohín puede llevar al suicidio al enamorado. Un ade­mán, tras una cadena de pretextos, puede ser el percutor de una horrible guerra: un rapto, un desprecio, la omisión de una respuesta que creemos se nos debe pero no recibi­mos.

Pero también la lectura que hace a veces el perio­dismo añadiendo a los acontecimientos más truculencia de la que ya tienen, puede obedecer al propósito de hacer re­sonante un pre­texto más en la calculada sucesión de aqué­llos, pues es de todos conocido hasta qué punto los pérfidos protago­nistas se empe­ñan en dotarles de la justifi­cación mo­ral de la que en abso­luto carecen.

Los periódicos, hoy, por ejemplo, culpan de la descompo­sición de la sociedad iraquí actual ¡toma ya! a quien la uni­ficó, con titulares como éste: “El reunifi­cador que desunió Irak”. Y así, como éste, otros muchos que se expresan sin pudor ni empacho, cuando no hay biennacido que no sepa ya que destruir y producir, muerte y generación, ha sido lo único que han sacado unos infames de la jerigonza salvaje que nos viene aturdiendo los oídos desde la invasión de los dos pueblos asiáticos. Y todo, con el acompañamiento sin­copado de las infamias del sionismo en la misma zona.

Al final, unos y otros, falsos profetas y prohombres falsifi­cados, fi­nancieros, magnates y sus voceros, tocan todos los resortes con grandi­locuencia para que no haya nada que deje de producir los más positivos efectos en la Bolsa.

Esto era en siglos pasados, pero no creamos haya cam­biado gran cosa el panorama: ni las pulsiones de vida y muerte, ni la concepción, gestación y alumbramiento de un ser vivo, pero tampoco las de una idea, ni la propulsión de una ideología o el aplastamiento de una na­ción por otra. Fue así a lo largo de los siglos. Pero también hoy por la ma­ñana. La condición humana, y más la del mi­serable, la del resentido y la del canalla siempre está enre­dada entre los espinos que separan a la sociedad calmosa, afable, cordial, entusiasta que pretende ser feliz, de la otra porción de so­ciedad hosca, destructora y belicosa aunque ría, como las hienas, o imite el llanto del niño, como el cocodrilo.

¿Qué significa todo esto? se preguntan y me preguntan algunos lectores cuando no entienden nada. Pues sencilla­mente nada. No significa nada. Ni me propongo explicar nada ni aleccionar a nadie sobre nada.
Si acaso... recordar­nos a unas horas del filo y tránsito de un año a otro (otra convención, el tiempo, algo inventado pero que no existe) que pese a estar ensoberbecidos por la sensación de vivir una vida superior en esta ani­quiladora sociedad occidental, detrás de cada noche última del año, a partir del año 2001, ya no hay campanadas que anuncian un futuro luminoso y henchido de felicidad, sino un gong que, casi recién inaugurado el milenio, no hace más que marcar la cuenta atrás...

30 diciembre 2006

El fulgor después del despertar


Escribía hace unas semanas acerca de la superior utilidad social y moral del concepto afecto sobre el concepto amor: un sentimiento tan desacreditado hoy día como causa de fe­licidad vo­látil que no compensa el dolor profundo y la amar­gura prolon­gada que su ausencia nos pro­duce... Y lo rele­gaba dema­siado -ahora lo com­prendo bien- porque, vitali­ciamente despe­chado, lo te­nía olvi­dado.

Pero hoy, bajo los efectos narcotizantes de la conmoción que me ha producido el despertar de una poetisa, despierto yo a mi vez a la obviedad de que sólo vivimos conscientes dos ter­cios de nuestra vida. Y cuando estamos en vigilia, parte de nuestra energía total va destinada a procuramos el re­curso apropiado a cada circunstancia para perder lo más posible la consciencia. A esto, al enajenarnos, y al vivir fuera del yugo de ésta, lo llamamos vivir bien, vivir felices. ¡Qué astuta y repugnante paradoja! La existencia de los se­senta segundos implacables de que se compone cada mi­nuto son insoportables. Los psi­cólo­gos nos desmenuzan en un plis plas el proceso del amor. Pueden explicárnoslo fría, calcu­lada, prosaica y, cómo no, “científicamente”. Pero nunca me han interesado sus cuitas. Me fastidian. La mayo­ría de las co­sas, precisa­mente las más valio­sas, como la paz y el amor, son dema­siado importantes como para de­jarlas en manos de los ex­pertos.

Nunca acepto de buen grado la opinión del supe­ren­ten­dido en la materia de su intelección: todos la ofuscan, se ofuscan y, lo que es peor, nos ofuscan. Pues el instinto que hay en el amor es, con mucho, más seguro y existencial­mente va­lioso que el de ponernos a los pies de la razón.

Si alguien piensa que ahora estoy delirando, porque no sé a que carta quedarme, es porque no se dio cuenta de que cuando afirmo la superio­ridad del afecto sobre el amor, lo contextualizo en la esfera exclusiva del sentimiento social: “no ames a tu prójimo, ténle afecto” sería la semilla a mi jui­cio mucho más fértil que la otra...

Pero en el terreno interpersonal, sé bien que me defendía con tino cuando, en el año 86, me decía a mí mismo en la máxima III de Un Código para no ser infeliz: “No te empeñes en ser fe­liz. Conténtate con no ser desgraciado. La felicidad no existe en estado puro, porque siendo un bien­es­tar mo­men­táneo va asociado a la tris­teza anticipada de per­derla”.

Opinaba, y sigo opinando, que, desde el desideratum del orgasmo, pasando por la droga del trabajo o por el estupe­faciente en sí, hasta la consunción del yo en la molicie, e in­cluso la disolución del yo en la inane vida contemplativa del monas­terio, todo está orientado a salir de nuestro yo; ese maldito yo, como decía Cioran...

¡Qué tendrá ese yo que tanto mimamos, engalanamos e hinchamos por un lado, mientras por otro siempre esta­mos deseosos de desprendernos de él! Vivo sin vivir en mí, tú eres mi vida, te llevo dentro, te necesito... ¿no será porque, yo sólo, yo conmigo mismo, no puedo soportarme y preciso de alguien que me ayude a tenerme en pie? Lo malo del asunto cuando aparece quien está dispuesto a prestar tan gusto­samente esa ayuda porque además le va a servir de contra­prestación para recibir la suya -y puesto que es tan divino como imposible que exista una exacta reciprocidad- es que, dada esa casi siempre segura asimetría entre el que más ama de los dos o entre el que ama y el que se deja amar “no basta levantar al caído, luego hay que sostenerle”, advertía Shakespeare.

Anhelo, sueño, mito, fabular, mística, morir de amor, todo significa una sola y la misma cosa: despojarnos de nuestra mísera y calderoniana condición para que sea otro u otra quien soporte lo que nosotros, a solas, no pode­mos sopor­tar. Pedimos ayuda. Esto, y nada más y nada menos que esto es lo que hay tras el amor. Eso es lo que en medio de todo me hace pensar que pese a que había olvidado al verdadero, o precisa­mente por eso, debo reafirmarme en la supe­rioridad moral del simple afecto como pauta general.

Lo sabe bien quien ha sido distinguido por los dioses; cuando los dio­ses le han privilegiado con la chispa que salió de la yesca que frotó accidentalmente el pedernal, sabe qué es "real­mente" eso que tan engoladamente llamamos amor desde que salimos de la jungla que compartimos con prima­tes: extraordinaria expansión del alma, pero a la postre ve­hículo que nos permite traspasar, más que compartir, nues­tra pesada carga al otro, la mayoría de las veces, o sublime pretexto que sirve de alimento al espíritu creativo de las al­mas superiores, las menos. Y en ambos pilares creo des­cansa la causa final de su invención.

28 diciembre 2006

Burger, Bush y la ministra de Sanidad

Burger King -y otras treinta y tantas cadenas alimentarias- había firmado un convenio con Sanidad que no permitía promocionar raciones gigantes en previsión de la obesidad en adolescentes. Bueno, pues después de firmado, Burger King lanzó una intensa campaña publicitaria de su macro­hamburguesa XXL, un producto que aporta 971 calorías, y, además, con el lema “Come como un hombre”. Sanidad ha decidido anular el convenio y las otras cadenas se sienten perjudicadas por la anulación.

Hasta aquí los hechos. No creo necesaria más valoración que la del insultante incumplimiento de una empresa esta­dounidense ante una institución gubernamental. Es claro que en la transguesión, bloqueados para la publicidad abu­siva por el mismo convenio los otros treinta y tantos firman­tes, vio Bur­ger un efecto añadido en el impacto publicitario...

Bueno, pues aunque parezca exagerado, esto es un re­flejo más de los incumplimientos permanentes de las Reso­lucio­nes de la ONU por parte de la administración ameri­cana y de tantas otras cosas... La alta po­lítica es para los grandilo­cuentes. Pero efectivamente, la política doméstica y a ras de suelo es la que más nos inter­esa a los ciudadanos co­rrientes, como no se cansan de re­cordarnos, cuando les conviene, los polí­ticos. Por eso esta burla "ame­ricana" va mucho más allá del puro incumpli­miento del transguesor vulgar.

Burger King se ha burlado de los que firmaron en consor­cio. Pero sobre todo se ha burlado del ministerio de Sanidad y de su ministra.

No acaban de aprender estos gobernantes. No saben con quién tratan. Unas veces es anécdota, como esta vez, pero otras acarreamos grandes peligros. Sobre todo el de hacer espantosos ridículos ante la ciudadanía...

Lo primero que ha de hacer un responsable político cuando haya de vérselas con una empresa estadounidense, es pensar que el interlocutor que la representa es Bush en persona escoltado por sus tropas conquistadoras. El mundo camina en esa dirección por culpa de ellos. La privatización, la seguridad, la zozobra, las maquinacones comerciales, el dumping... todo viene de las artificiosidades de los ensayis­tas mediáticos que se han pasado años cavilando las cosas que nos llegan para tener lo que tenemos. Todo está inficio­nado por el mismo virus de la prepotencia y de la mofa yan­qui. Bush y sus secuaces vienen haciendo estragos en el planeta desde que se adueñaron del poder. Pero, como to­dos los abyectos de la historia, no contentos con eso, se dedican a tomarle el pelo. Lo hacen por método. Sea en la ONU, en el tráfico de armas, dando uranio a quienes luego convertirá en enemigos "útiles"... o en los trapicheos de sus kioskos de comida fecal de todas las naciones.

¿Qué pensaba la ministra hispana? ¿que a la hora de tra­tar una empresa de aquel país con pardillos dignatarios lu­gareños, no la iban a tomar aquéllos como aborigen al que se encandila con espejuelos y cuentas de cristal? ¿creía que esa tropa ha renunciado a ver el mundo desde el visor telescópico del Rifle?

Burger King tiene 400 establecimientos en España. Eu­ropa entera está colonizada por esas setas y otras similares. Entre todas simulan competencia, como la simularon coca­cola y pepsicola. Pura argucia. Son la misma cosa. Pero la aparente rivalidad de las firmas escenifica mejor la compe­tencia y la ficción de que la democracia está articulada so­bre el libre mercado (Como si vd pudiera elegir electricidad para su casa entre Fenosa e Iberdrola). Y lo está. Lo está, pero en la concurrencia de las infinitas fruslerías, no en las materias primas, en los productos esenciales, en lo escaso y en lo que es fuerza económica motriz de todo lo demás...

El colonialismo hoy día tiene esta cara. Se hace, lo hacen los nuevos colonizadores -que ya dejaron étnica, antropoló­gicamente, hecha unos zorros el estante superior del Nuevo Mundo- en el Viejo. Bien por las buenas, como en Europa, en la feble Africa y en el mundo islámico traidor, bien por las malas cuando no se les quiere y se les rechaza. Las guerras americanas no sólo buscan aprovisionarse de petróleo y dominar por amor al arte de la democracia. Quizá, quién sabe, si esta Era nueva marcada por aquel marzo invasor de Irak no empezó porque un día Sadam Hussein se negó a permitir a su entonces "amigo" americano que le estaba ar­mando contra Irán, la instalación en Bagdag de una cadena de Burger o de Cola.

En cuanto se produce una penetración armada, ya están los no uniformados poniendo en marcha la logística del puesto de mercado; haciendo prospecciones para instalar los correspondientes chiringuitos. Los ejércitos de matarifes se mueven con tanques y otras bagatelas, pero los segura­tas que dan cobertura a los ejecutivos comerciales de la marca, van detrás preparando el sitio preciso por donde chorreen cocacolas y bigmacs para obesos y lelos...

No lo saben. No lo saben ésos que piden datos y datos para todo en cuanto haces razonables conjeturas o formulas sospechas racionales. No saben que la historia es siempre la misma. Sólo cambia la color; sólo los tornasolados que acompañan al orto y al ocaso del sol. Pero el sol, y todos los astros, salen siempre por el este y se ponen por el oeste...

El verdadero objetivo de la evangelización era levantar en un abrir y cerrar de ojos la iglesia y la misión para, entre­tanto, dedicarse los tercios tranquilamente al genocidio donde hubiera oro. Bush no ha lanzado a sus tropas (sacri­ficando ya a mayor número de muertos -sin contar los heri­dos y secuelas- que los habidos en el WTC) a conquistar Irak. Ni tampoco a entronizar la democracia. Ni tampoco, "sólo" para enriquecerse y enriquecer a Exxon. Bush fue a encaramar por el patio trasero a los ejércitos del Burger, de las Colas y del Donalds. Aunque ya ven que lo tienen crudo. Pero en todo caso por eso Burger King se ha permitido re­írse en las barbas de la ministra y de su ministerio sanitario. Y es, porque todos: uniformados y de paisano, republicanos y demócratas, son de la misma laya.

A ver si los que se dedican a discutir sobre el sexo de los ángeles, de los procesos de paz o guerra, de las mochilas y de banalidad tras otra, se dan cuenta de que el enemigo no está fuera, ni los terroristas vendrán jamás de la yihad. Es­tán dentro y hablan “americano”. Entre nosotros han estado y están los torturadores transportando torturados. Pues así como el íncubo es el demonio con apariencia de hombre y el súcubo con la de mujer, el terrorismo del Estado ameri­cano también es muy capaz de cobrar forma de hambur­guesa. A ver si se enteran de una vez...

22 diciembre 2006

Los Toros, los taurinos y la tauromaquia

Ya escribí sobre esto, cuando el neocons Var­gas que llena desde hace tiempo en España buena parte de los vacíos que dejan otros escritores no amparados en su pertenencia a la Real Academia de la Lengua, destinó un artículo en el año 2004, que publicó El País, dando amplia cobertura a la legitimidad y excelencias de la fiesta de los Toros. Siempre él tan sensi­tivo... No tengo ni idea de cómo son sus obras que le han dado tanto galardón, pero tam­poco quiero saber nada de ser tan necio y desalmado. Por esto y por su inde­cente pen­samiento sociopolítico.

Ahora, con motivo de este tímido proyecto de la ministra española sobre el asunto que consiste, al parecer, en que una vez martirizado el toro en la arena sea muerto fuera de la plaza -como mandan los cánones, no de la tauromaquia sino de la eutanasia humana aunque todavía no se aplique aquí como Dios manda-, vuelvo a unas reflexio­nes sobre fiesta tan in­humana como inexplicable en un país que se postula en tan­tas cosas campeón de la inteligencia.

Como ya hay tantos que, afortunadamente, viendo el asunto desde la óptica del toro y su inhumano trato se en­cargan sobradamente de analizarlo como la aberración so­cial que es, yo doy a esto siempre otro sesgo que me pa­rece incontestable. Pues si dejamos a un lado la primera premisa, la de que el toro ha de morir de todos modos, la segunda premisa echa por tie­rra cualquier conclusión que pretenda pasar por digna y ra­cional. Pues en el “qué más da que muera a la vista de to­dos y en tales condiciones”, es­triba la ignominia de los de­fensores de esta puerca delecta­ción.

El centro de gravedad de esta inmundicia moral no está tanto en las torturas a que se le somete al animal y en la estocada final –que ya de por sí son terribles trances-, como en la mi­serable y primitiva manera de divertirse una plaza llena o semillena de seres humanos fijándose en lo que hace el matarife y no en el ser que sufre el martirio. Aquí, en ese hacer espectáculo y jolgorio del sufrimiento y de la muerte, estriba el horror y la repugnancia de la “Fiesta”.

Hacer espectáculo de la muerte de lo que sea: de un hombre retorciéndose en la silla eléctrica o de un perro cor­tado en trozos a la vista de todos, tirando de bota de vino, engalana­dos, sacando pañuelos, con fanfarrias incluidas... está el centro nervioso de una in­famia que a sí misma se hace esa parte de la población emparentada con los “acos­tumbrados” durante siglos a co­cer a un ser humano para comérselo después a tout y plein. Pues la antropofagia fes­tejada es también una costumbre, y, por simple coherencia de que es “una costumbre”, debería­mos respetarla por las mis­mas razones que esgrimen quienes nos dicen que res­petemos la de ensa­ñarse, acribillar y matar al toro en pre­sencia de miles de personas que van a disfrutar del espec­táculo. Espectáculo y pretendido “arte” que tampoco se dis­tingue gran cosa de ese otro de estrellar a una cabra desde el campanario consis­tiendo el “arte” en que sea la cabeza la primera parte del cuerpo que impacte con el suelo... Estos desalmados, seguro que también sabrán defender su fiesta.

En esto consiste el oprobio. Lo mismo que no es el des­nudo lo obsceno sino quien lo mira con concupiscencia y al mismo tiempo no se arriesga a ser rechazado como cóm­plice de ese cuerpo que le excita pero ni sabe, o no puede, saber que está siendo observado, podríamos decir que la muerte y el martirio del toro no es lo peor, sino el voyeu­rismo al que van inseparablemente unidos.

No hay ética que no esté levantada sobre un andamiaje que se justifica por, o muy transparentes o por misteriosas, leyes universales. La monogamia, la poligamia y la polian­dria, extendidas por el globo al fin y al cabo pese a que va­yan éstas dos últimas a más y aquélla a menos, se combi­nan con otras curiosas uniones, como la familia sindiásmica en la que el padre -tutor y edu­cador- después de por vida, es el hermano del padre bioló­gico. ¿Qué ética aplicaríamos a esta costumbre? ¿La costumbre no está sujeta a ética aunque pasen los siglos y los siglos?

Numerosas costum­bres son o deben sernos indife­rentes si no nos erigimos en censores de la humanidad y aplicamos una óptica antropológica. Pero en el deleitarse con la muerte de un ser vivo, aunque sea un reptil, reside la más arcaica, salvaje, primitiva y ya, en el siglo en que vivimos, depravada condición de quienes defienden con uñas y dientes la “Fiesta”.

Cuando se abolió la esclavitud, también se cancelaron los contratos, perdieron muchos su trabajo y otros muchos se arruina­ron. Para que eso no sucediera ¿tendría la humani­dad que seguir sopor­tándola y vacilar sobre si es o no civili­zada? Digo esto, porque ésta es la cuarta pata de la silla en que descansa la retórica taurómaca: ¡cuánta gente vive de los Toros!

Quizá lo peor, lo más desalentador de la falta de sensibili­dad está en que el “salvaje” encorbatado "no se da cuenta", no siente ni padece; sólo atiende al "arte" de torturar y de matar. Para nosotros, pobres racio­nales, el centro de grave­dad no está, pues, tanto en la tra­gedia del animal sufriente, como en el hecho de presenciar y festejar su sufrimiento. A ver si se enteran de una vez los taurófilos y simpatizantes. Y a ver si se introduce esta filosofía tan sencilla, en la refuta­ción del ya tan inmoral festejo.

12 diciembre 2006

Mi catecismo y mi Dios

Mi Dios no quiere que yo sea religioso. El quiere simple­mente que me guíe por reglas comunes a todas las culturas y que me imponga mis propios preceptos; pero que mi con­ducta sea tal, que pueda servir de ejemplo universal.

Me prohíbe que analice su naturaleza y cualidades, y que crea de Él lo que analizaron otros.

Mi Dios no quiere que le adore y menos que le adule. Por eso me limito a procurar honrar a mi descendencia -ya que no tengo ascendientes-, pero también al prójimo y a la des­cen­dencia de mi prójimo, a no matar ni a maltratar ni a abu­sar de otros, a no cometer excesos, a no apropiarme de lo ajeno, a no fal­sear mi testimo­nio ni a men­tir, y a no desear la compa­ñera de otro.

A mi Dios le trae sin cuidado que yo cumpla o no. No entra en cólera si me traiciono, ni me premia si cumplo. Esas re­glas son conformes a mi razón y al respeto a que de mí tie­nen derecho mis semejantes, aunque son pocos los que lo merecen.

Mi Dios me ha dicho que con eso basta; que cuando me traicione y transgueda alguna de las reglas que me he im­puesto, me esfuer­ce en no volver a reincidir.

Y, una vez haya yo compre­dido todo esto, que le deje en paz.

Otro fracaso de la democracia liberal

No lo olvidaremos jamás. Su heroica hazaña empezó un 11 de setiembre de 1973. Al mando de un ejército y apadri­nado por su patrón, el Nobel de la Paz y yanqui Kissinger, bom­bar­dea el Palacio presidencial de la Moneda y abate a tiros al pre­sidente electo Salvador Allende para adueñarse él del po­der. A partir de ese día y hasta que se cansó, sus crímenes alevosos, sus torturas y sus rapiñas mientras co­mulgaba, se sucedieron año tras año ante la indiferencia o el plácet de esos países, de esa "comunidad interna­cional" que no se lo ha pen­sado para sentar en cam­bio en el ban­qui­llo a Milose­vic y a Hussein, arra­sando de paso el país de este último y cau­sando ya cerca del millón de muertos.

Que no nos vengan ahora los medios, los expertos, los po­li­tólogos, los analistas y los historiadores del presente con que Pinochet ha muerto sin ser sentenciado porque ha te­nido un equipo de aboga­dos habilidosos que han conse­guido, me­diante ardides le­gales, no sentarle en el banquillo. Que no nos vengan fabu­lando con la existencia de legule­yos mágicos en la demo­cracia liberal. Esos que sólo existen en el prota­go­nismo de las pe­lículas de cuota hollywoodense en casi todos los paí­ses. Esos tipos convertidos en héroe para reforzar la farsa de que el éxito profe­sional pro­viene del es­fuerzo, de la pericia y del ingenio indi­vidual; para im­buirnos de la ingenua idea de que el triunfo social de­pende de esos atributos y no del azar, unas ve­ces, y la ma­yoría de las restantes de la arti­maña ras­trera. Sobre todo, de que el mo­delo democrático libe­ral premia la trapisonda, y más si su ca­pacidad al tra­pi­sondista le viene de casta socialmente consoli­dada o del po­der sin más...

Dígase de una vez. No haber sentado en el banquillo a Pi­no­chet y haber dado lugar a que muera libre es un fra­caso. Otro fracaso más de los muchos, entre lo estentóreo y lo ridículo, de la de­mocracia liberal. Esa democracia que sí sentó en pé­simas condiciones de salud a Milosevic o a Hus­sein. El fra­caso em­pieza en otra treta, pero ésta supuesta­mente demo­crática impuesta por la “comuni­dad”, la treta ins­titu­cional por antonomasia. La que es­triba en pregonar que en estas democracias liberales es el pue­blo el que por delega­ción gobierna, cuando no es ver­dad. El pue­blo, de­ntro del magma social, es el que menos pinta. Gobier­nan -no nos cansa­remos de decirlo- el poder econó­mico, el me­diático, el polí­tico y el re­ligioso. Hoy por este or­den, como antaño fue en el orden in­verso.

Por eso ocurren cosas como ésta. Hechos que ponen en ab­soluta evidencia la trampa de las trampas. Y la trampa de las trampas es que mientras un ciudadano del pueblo puede pa­sarse su vida entre rejas como reicidente por apenas nada o por nada, un genocida se va a la tumba en­vuelto en la horrenda escenificación a lo largo de 16 años -se dice pronto- del amagar y no dar. Trampa que se com­pleta en esta clase de democracias con esa otra cínica del principio jurídico-polí­tico de que "la ley es igual para todos, pero no todos son iguales ante la ley". ¿Por qué, de qué, en base a qué esa prebenda? ¿de dónde viene esta miserable zala­garda que nos instituye desiguales en lugar de corregir las des­igualda­des naturales?

Conociendo como conocemos el sistema, la condición humana, la propensión a ser implacable la Justicia con el dé­bil y benévola con el necio ilustrado; conociendo la habili­dad no de los abogados sino de la propia Justicia, del poder eje­cutivo y del poder legislativo -todos lacayos de los cita­dos poderes reales- para disculpar exculpar a los iconos, estaba cantado (o anun­ciado para ser más lite­rario) que éste iba ser el final feliz, más bien triunfal, del mayor cri­mi­nal que precede a Bush. Un criminal que lo fue, además y para mayor des­honor suyo, de la de­mocracia de su país y de la mundial, de sus propios conciudadanos: Pi­nochet.

No hay abogado tan hábil ni Justicia tan esmerada que pue­dan explicar convincentemente el por qué de haberse li­brado un criminal de semejante envergadura no ya de su eje­cución en la horca o fusilado, sino de una simple senten­cia condena­toria pese a estar incurso en 300 causas desde 1998. Tres­cientas causas después de haber inten­tado la pri­mera aco­me­tida contra su figura un juez español en 1989, cuando pi­dió sin éxito a la Gran Bretaña, donde se encon­traba en­ton­ces el miserable, su deten­ción y ex­tradic­ción. El primer fra­caso en este asunto, de la propia democra­cia y en concreto de la democracia an­glosajona. La Gran Bretaña, la cuna de la democracia de Churchill, constitutiva de las cas­tas sociales sin nombrarlas a diferen­cia de la cul­tura India...

En resumen, la muerte impune de Pinochet ha sido debida a la repugnante indulgencia del sistema democrático con quien le conviene. Ese sistema que explica el por qué la práctica mi­tad de los latinoamericanos está en contra de la demo­cracia li­beral. Al pueblo se le engaña, atrayendo a la causa del sis­tema a la mitad más uno. El resto sabe bien que en las de­mocracias liberales en absoluto gobierna el pueblo. Ya lo he dicho. Pero para mayor precisión concep­tual, dígase otra vez quién y qué gobiernan: el di­nero, las pistolas de los cuerpos arma­dos y los telepredicado­res... Hasta los políti­cos son títeres.

Pinochet era una ignominia viviente, y ahora un espectro que (como más tarde lo será Bush) quiebra, arruina y empor­quece a la democracia liberal; ésa que desaprueba en con­junto la mitad de los latinoamericanos y rige, pese a tan apa­ratosa arro­gancia, sólo en un tercio de la humanidad: justo la más avanzada en la fabricación de bagatelas pero también la más atra­sada moralmente.

La democracia ateniense condenó a Sócrates por impie­dad, esto es, por disentir, y Sócrates tomó la cicuta. Compa­remos lo que es “la democracia” con estas piltrafas que fun­cionan como imitaciones suyas...



Dios y Democracia

Aunque arremeto con frecuencia y sañudamente contra la democracia como los blasfemos contra Dios, ni Dios ni la de­mocracia en sí mismos tienen nada que ver con mi náu­sea permanente, ni con las razones que me llevan a odiar a am­bos conceptos. Creo, además, que esto nos sucede a mu­chos, más o menos por las mismas razones que voy a expo­ner...

Dios, aunque no existiera, originariamente y por definición es omnipotente y omnicomprensivo, y la democracia es el gobierno más ra­cio­nal que cabe por medio de mayorías que eligen a los mejores de cada comunidad. ¡Cómo no vitorear a ambas ideas!

Pero ¿por qué esa repugnacia y aversión hacia la democra­cia y hacia Dios como conceptos? Pues porque cuando el cuchillo ideado para cortar el pan es utilizado por quienes lo poseen mil ve­ces más para matar que para comerse el pan, cual­quiera en su sano juicio acaba viendo en el cuchillo un ins­trumento cri­minal y no un útil culinario. Pues Dios y demo­cra­cia son dos instrumentos, dos escudos tras los que se pa­ra­petan los ma­yores criminales para hacer la historia y confi­gu­rarla a su fa­vor. De aquél, de Dios, desde que se pierde la memoria; de ésta, de la democracia, desde que acabó la se­gunda guerra mundial.

¿Quiénes se apropiaron de ambas nociones? De la de Dios, los que se dicen representantes de Cristo sobre la Tie­rra arrastrando a todos sus epígonos detrás. De la segunda, los inventores de la democracia moderna, que han acabado haciendo de ella una bayeta de fregar. Pero no son la de­mo­cracia ni Dios el objeto directo de mi, nuestra, aversión. En absoluto. Cuando sueño con el modelo intervencionista, el de “socialismo real”, y cuando imagino una vida ulterior sin "ese" Dios, es porque en nombre de la Humanidad me siento gra­vemente engañado, vapuleado y amenazado en unas socie­dades que, sin ambas ideas ne­fastas y habi­tadas todas por el buen salvaje, hubiesen flore­cido sobre la paz y la felicidad sin límites. O así lo imagino yo.

Son tantos los que trafican con la noción de Dios y de de­mocracia, que hacen ridiculos nuestros esfuerzos por po­ner a cada uno en el noble sitio que sus padres intelectuales imagi­naron para ellos. Son tantos los que trafican, digo, que se han multiplicado como las esporas. Pero no naturalmente por convencimiento, sino por los réditos que procuran. Hoy día, en muchos países que intentan mantenerse a flote sobre la democracia (incluida España que la “disfruta” apenas desde hace 30 años), se ha incorporado una especie "nueva" de manipuladores. La mayoría de los muchachos de la Prensa prostituyen -de muchos modos dignos de ser analizados aparte-, la democracia en lugar de tratar de en­noblecerla.

Los “muchachos” de los Medios han arrojado a la hoguera a gran parte de sus competidores, aquéllos que envilecían la noción de Dios; han dado un puntapié a aquellos predica­do­res que lanzaban anatemas contra noso­tros en su santo nombre desde los púlpitos, pero para ponerse ellos y hacer lo mismo que aquéllos hacían, con la palabra democracia: su­gestionarnos, mentirnos e instrumentalizarnos. Ellos fue­ron, y son, los maquinadores de la democracia actual. Prin­cipal­mente en Estados Unidos y en España. Tanto o más que los políticos. Todos viven de lo mismo. De la logoma­quia, de las frases rebuscadas y de la maquinación de los hechos, mu­chos de los cuales no existi­rían, no hubieran sido incitados, no se hubieran agravado o no hubieran sido fabulados trágicamente para vender y hablar, si no estuvie­ran ellos...

Porque democracia, como justicia y Dios son conceptos pu­ros, nociones que llenan los vacíos y aplacan a muchos en sucesivas y diarias sesiones de ilusionismo en todos los paí­ses que unos cuantos los estrujan...

En Occidente rara vez no se ha hecho correr la sangre por los intereses mezquinos de un puñado de comerciantes es­cudadados en su amor por la democracia y por su amor a Dios.

Voy a referir un lejano ejemplo que acaba de llegar a mi co­nocimiento a través de la lectura de Chateaubriand y de sus "Memorias de ultratumba", que a pequeña escala podría ilus­trar en flash lo que en parte quiero aquí decir al confluir reli­gión, libre mercantilismo, libertad desnuda y democracia inci­piente, en el Nuevo Mundo...

"En 1811, la compañía de la Bahía de Hudson vendió a Lord Selkirk un terreno a orillas del Río Rojo; el estableci­miento fue construido en 1812. La compañía del Noroeste se resintió por ello. Las dos compañías aliadas con distintas tri­bus indias llegaron a las manos. Este conflicto doméstico, horrible en sus detalles, se producía en la Bahía del Hud­son. La colonia de Lord Selkirk fue destruida en junio de 1815, justo en la época de la batalla de Waterloo. En ambos teatros tan diferentes por lo brillante de uno y lo oscuro de otro, las desgracias del género humano eran las mismas".

Lord Sirlk y los dueños de la compañía Bahía del Hudson eran creyentes, parientes de los puritanos que emigraron en el Mayflower en 1620. Y la Guerra de la Independencia Ame­ricana era la primera piedra de la democracia levan­tada sobre la estatua de la Libertad y el Ciudadano Kane, modelo de empresario y periodismo. ¿Qué queda de las ideas y la praxis de Dios y de democracia en las rutilantes democra­cias?: sólo detritus.

La ruina está sólo en Occidente

La gran ventaja de los regí­menes organi­zados bajo el co­munismo, el socialismo y el intervencio­nismo de Estado en unos tiempos críticos como los que vivimos bajo el sín­drome apocalíptico del cambio climático, dejando aparte la ame­naza nuclear, es que en ellos nadie se arruina. Senci­lla­mente por­que todo el mundo vive arruinado. Es en los paí­ses ca­pita­listas donde se produce la quiebra indi­vi­dual­mente con­side­rada. "Todos" los miembros de ese tipo de sociedad son, somos, acauda­lados. Unos más y otros me­nos, pero todos vi­ven gracias a la acumula­ción de su ri­queza o “descansan” en la ansiedad por po­seerla o desazo­nados por la tensión de no po­seerla. Por eso en este sis­tema todo se mide por la cifra, por la es­tadística, por la mul­tiplicación y la suma, por la ma­croeco­nomía y por la contabi­lidad. Apenas se usa la parti­ción salvo para calcular los divi­dendos. Los que se enri­que­cen levan­tan su fortuna sobre la ruina ajena, aun­que no co­nozcan personalmente al arrui­nado por su causa, o sean in­gentes las víctimas abstracta y ma­sivamente localizables en otros pue­blos y otros paí­ses a miles de kilómetros de distan­cia, que han estado labo­rando para ellos -como para noso­tros- y permitirnos vivir con el desahogo que gran parte co­nocemos... ¿Con qué dere­cho?

No es el caso de esos otros países –China, Cuba y Corea del Norte- donde todo se mide por la división, por la distribu­ción de lo que se dispone y se pro­duce para este fin: tantos somos, tanto producimos; producimos tanto, para que lo produ­cido llegue a todos. Ahí empieza y acaba, nada me­nos, su problema. Me refiero a esos países de los que los pre­bostes de la política, del periodismo, de la lite­ratura de folletín y del pseudopensamiento dicen dramáticamente que en ellos "se reparte la pobreza".

Pero tampoco las catástrofes naturales y sociales produ­cen el mismo impacto en unos modelos y en otros. Quien tiene poco o nada tiene, poco o nada pierde. Por eso en ta­les países donde rige el intervencionismo de Estado la vida indi­vidual, los afectos y la solidaridad auténtica tienen tanto valor. Y por eso también es mucho mayor la resigna­ción ante el desastre natural, la muerte y la fatalidad. En este otro modelo se hacen insoportables. Lo saben bien los psi­quiatras y la OMS sobre el nivel de enfermedades nerviosas y mentales...

Quien vive enclaustrado, solo o acompañado por otros de sus congéneres vive para la muerte y nada le conturba. Quien vive para la vida, cualquier contratiempo le desequili­bra y ve ruina en cualquier despo­sesión por exigua que sea. En el crack de 1929 se arrojaron muchos por las ventanas al vacío en Esta­dos Unidos, simplemente porque habían per­dido todo o ”casi” todo su di­nero en la Bolsa aunque conser­varan propie­dades y dinero bastante para mantener todavía una vida de lujo con un par de criados y un coche. Les acu­ciaba como insufrible desastres no poder seguir man­te­niendo a seis criados y dos coches...

El caso es que la suma de todas esas actitudes, sensacio­nes, anhelos y ansias fabricadas por el capitalismo y por la acumulación de riqueza cuando existían todavía los filones vírgenes de muchas cosas naturales, es lo que está condu­ciendo al planeta y al ser humano en su conjunto -aunque buena parte de los seis mil millones no tengan ni un ápice de culpa en el resultado-, a su total ruina. Por eso en el fondo me alegro de que el cambio climático, que poco a poco va a ir llevando a los países capitalistas- después de sufrirla ya varios africanos-, empiece a ser también despia­dado con ellos y cobrarse a costa de ellos la Naturaleza su natural tributo...

Un ejemplo, como tantos otros, insoportablemente exas­perante puede ser el si­guiente: la Comunidad de Madrid está tozuda y lógicamente preocupada por la escasez de agua en los embalses de la región pese a las salvadoras lluvias otoñales casi de última hora. Unos costosos paneles publicitarios dan pautas para ahorrar agua: ducharse en lu­gar de bañarse, etc. Bien. Pero ¿qué cree la Comunidad y los políticos neocons que están al frente de ella, que pueda pensar el grueso de ciudadanos? Pues sencillamente que la economía de agua que astutamente aconsejan por el “bien de todos”, la disfrutarán los campos de golf, las piscinas pri­vadas que se construyen profusamente con los chalets de lujo que disfru­tan unos cuantos en comparación con la in­mensa mayoría, los parques acuáticos, etc., y seguirá el despilfarro del agua para obras que a su vez son otro des­pilfarro, pues son cientos de miles de viviendas las vacías que hacen superflua tanta vivienda de nueva planta...

Pero de igual forma que la felicidad de los opulentos, con independencia de la comodidad y el placer de la seguridad que da la ri­queza, gravita en torno a la epidérmica sensa­ción de poseer más que los demás, sepan que la ruina de los que vitorean el capitalismo feroz hace siempre la delicia de los desheredados por su sabor a venganza natural.

Este otoño no nieva en Centro Europa, y el invierno que viene no parece apuntar perspecti­vas halagüeñas. El pa­sado año Groenlandia vivió un fenómeno atmosfé­rico iné­dito: en Navidad llovió en lugar de caer nieve... No nieva en España, ni en Austria, ni en Suiza... Se arrui­nará la industria turística de muchos y de muchos países que viven gracias al turismo de invierno. Lo siento por ellos, como siento la pobreza de los po­bres. Pero mil veces más lo siento por la ruina del pla­neta que todos aquéllos han causado en conni­vencia con los que jalean la iniciativa privada llevada a ex­tremos de locura, con los que defienden con uñas y dientes la economía de mercado, y que miden a los hombres por lo que tienen y no por su ca­pacidad para encajar la desgra­cia...

Esto, eso, es precisamente lo que nos traído hasta aquí. Lo que nos ha conducido hasta el punto de no retorno en el cambio climá­tico, pese a que para dentro de no sé cuántos lustros planean soluciones los ampulosos organismos inter­nacionales. Será para cuando la Tierra que sangra, sea ya cadáver para el que cualquier remedio o sinapismo será in­útil. Ese punto de no retorno al que los ciegos por la es­tupi­dez y la codicia, con el cortejo de los que hacen sorna de los países que "re­parten la pobreza", nos han conducido sólo por amasar lob­bies, redes de empresas, y por el pasa­jero placer de sen­tirse pasajeramente poderosos sacrifi­cando de paso a las generaciones venideras que malvivirán en un planeta agotado y próximo a la extinción total.

¿Acaso creen todo ellos que si nuestra filosofía sobre la vida y el ansia de acumulación de la riqueza fuese la misma que la suya, no estarían cambiadas las tornas en muchos casos y los pobres serían ellos y los ricos nosotros? ¿Acaso creen que la vida social, el sistema de mercado, el capita­lismo salvaje serían posibles? Simplemente, si hubiera pro­ducido el mundo que vive en el umbral de la pobreza la ba­sura que genera esa parte que no sabe ya qué hacer con ella, hace muchos años que el planeta estaría enterrado en la basura.

Hasta ayer, y aún hoy en muchos sitios, fueron las policías y las leyes represivas pe­nales que defendían la propiedad privada por encima de la vida de las personas. Y por otro lado, también las religiones que, condenando con las penas del infierno toda rebelión contra el dinero y los ricos, robus­tecían el control social en los países opulentos. Pero hoy todo ha cambiado. Aunque sigue habiendo dos clases de personas después de haberse pasado la historia dividida la sociedad entre opre­sores y oprimidos. Hoy están los ador­mecidos -que son una gran mayoría por los espejuelos que el vicio del con­sumo aporta-, y los despiertos, que somos minoría todavía pero que con recursos como Internet iremos haciéndonos cada vez más fuertes. Tiemblen los poderes. Pues el des­encanto y la fatiga que sobrevienen indefecti­blemente des­pués del mucho poseer debilitarán al mismo tiempo el sis­tema todo; de modo que se vislumbra un cam­bio radical de las sociedades malditas hacia la verdadera justicia aunque sólo sea para impedir que se extinga la es­pecie humana por esa infame injusticia.

A pesar de tan negros nubarrones, olvido la otra posibilidad en esta ocasión. Pues ya he mostrado demasia­das veces la faz del pesimismo augu­rando un trágico final para la humanidad. Lo que significa hasta qué punto los se­res humanos no somos de una pieza. Ni siquiera podemos hacer siempre el mismo pronóstico sobre el futuro, pese a que eso sí, cualquier tiempo fu­turo por definición siempre es peor. Porque ahí está el sabio dicho popular: “que todo de­pende del cristal con qué se mire”... Y hoy, dentro del más que probable desastre, me ha dado por po­ner el cristal del color de arco iris para poner en mi vida, pero sobre todo en la futura de mis descendientes, una migaja de espe­ranza...
06.12.06

02 diciembre 2006

"Genocidios inducidos" y genocidios a secas

Siempre he tenido unas dudas que aún no he resuelto a pe­sar de mi edad, sobre ciertos asuntos capitales y que abarcan mucho. Por ejemplo, habida cuenta el mal uso de la libertad que hacen grupos humanos concretos, dominantes de una u otra manera en las sociedades democráticas mientras para las mayorías la libertad está casi de adorno (pues la libertad em­pieza por la autonomía económica que sólo disfruta una parte de las poblaciones de esas democracias), a veces pienso si no será preferible un régimen po­lítico totali­tario (o en último tér­mino muy inter­ven­cionista para no darle tintes leninistas, stali­nistas o maoístas) a estas democracias del demonio al servicio prioritario de minorías. Pero también dudo de si, en materia mediá­tica, es preferible llamar a las co­sas por su nombre no secun­dando el lenguaje hipó­crita y eufe­místico de los políticos, o con­viene envolverlas en indi­rectas y en figuras retóricas (si­nécdo­ques, metonimias, metáforas, etc) para suavizar los califi­ca­tivos de los hechos y los avatares del día a día y no en­co­narlos más. En el primer caso, es de­cir, si se emplea el len­guaje directo ¿se desen­cadenaría más inestabilidad psi­cológica de la que existe? En el se­gundo caso, es decir, empleando el lenguaje diplo­má­tico y cuasilite­rario ¿se con­sigue avanzar algo en tér­minos ci­vili­zatorios y de moral uni­versal?

Llamar al pan, pan y al vino, vino es agreste y encierra vio­len­cia moral. Y la violencia moral percute la violencia fí­sica. La re­acción furiosa o violenta de las clases oprimidas y de las clases trabajadoras maltratadas y de los terrorismos mun­dia­les siem­pre provinieron de ese tipo de violencia, la moral, la del despre­cio y el abuso más o menos latentes, antes de de­cla­rarse re­voluciones, guerras o la actual confrontación entre el llamado “terrorismo internacional” y el “te­rrorismo de Estado”.

Eso de emplear el lenguaje directo y provocador lo hacen además mucho las derechas y los fascismos. Pero lo del estilo directo en su caso no es lo malo. Lo perverso es el no decir “la verdad”, el tergiver­sarla, el manipu­lar los motivos por los que reaccionan aira­damente con apa­rien­cias de razón. Aquí radica principal­mente su detestable pro­ceder. No el que hipotética­mente llamen a las cosas por su nombre. Pero tampoco los eufe­mismos, las indi­rectas y las figuras retóricas empleados por el pen­samiento de izquier­das en asuntos cansinos o muy gra­ves consiguen mucho para avanzar. En cierto modo no hacen más que deco­rar la demo­cracia e hinchar artificialmente la li­bertad que, como decía antes, disfrutan a manos llenas unos cuantos. Con ello contri­bu­yen a que las cosas sigan por donde van, sin espe­ranza de que la con­cien­cias que lo precisan sien­tan la sa­cudida que merecen...

Hoy día tenemos un ejemplo muy claro de la "necesidad" que tiene el mundo occidental y libre de ese al pan, pan y al vino, vino. Cuando Chávez arenga y llama de todo al geno­cida por antonomasia, no hay populismo que valga para quienes somos per­sonas rectas y nos movemos por una mo­ral correcta y no por una doble mo­ral. Él, como nosotros, sa­bemos bien que ni el destinatario principal de sus acusaciones y las nuestras, ni el mundo van a dar un vuelco por dirigirles los improperios mere­cidos y co­rrectos que además les resbalan. Pero en el mundo nace una brisa benefactora que alivia los efectos del sofoco; una brisa que permite res­pirar hondo a mu­chos porque el mundo no puede ni debe seguir en las abyectas manos de es­tos monstruos: los neo­cons y sus cómplices de cada país...

Todo lo anterior viene a cuento de un artículo de Vidal-Be­neyto, un personaje periodístico nada sospechoso. Lo mismo que el otro día me refería a otro artículo de Mayor Zaragoza, tan poco sos­pechoso como éste.

Hoy Vidal-Beneyto escribe un artículo muy directo que ti­tula Genocidas inducidos. Pero en ese lenguaje entre polí­tico y re­tó­rico que huye del decir las verdades del barquero, parece afir­mar que si los norteamericanos, después de haber cau­sado 350.000 muertos -dice él- (otros asegu­ran que 650.000), se van de Irak, dejarán una estela geno­cida. Con lo que el genoci­dio hipotético se lo atribuye Vidal al que co­meterían entre sí las et­nias secularmente enfrentadas: su­níes, chiítas y kur­dos, a las que Sadam Hussein concilió y obtuvo un país moderno, avan­zado, socializado y laico oficialmente.

Dice textualmente Vidal-Beneyto: "La vesania tribal y saña re­ligiosa campan hoy a sus anchas en Irak, y sólo un poder do­tado de gran legitimidad y fortaleza podrán ponerles fin". Y si­gue "Bush y Blair dijeron que invadían Irak para liberarlo de la tiranía de un dictador y establecer la democracia, tie­nen que cumplir la misión que, según ellos, se asignaron: Y no desapa­recer ahora dejándolo sumido en un mar de odio y muerte". Pues daría la razón a quienes afirman que esa gue­rra fue des­encadenada por pura codicia y voluntad de domi­nación y que ellos son los responsables principales del geno­cidio inducido que han causado. Por el que deben ser juzga­dos"

En relación a mi introducción he de decir que Vidal-Be­neyto es uno de los autores que se expresa más paladina­mente, más valientemente y más razonablemente de cuan­tos colabo­ran en El País. Al que le publican artículos más docu­mentados, mejor dotados de oratoria que equivale a persua­sión. Uno de los que se las arregla para llamar a las cosas por su nombre, como de­cía al principio.

Sin embargo está claro que o no puede decir con más ri­gor las cosas como son y se autocensura él mismo, o sufre de es­trabismo en estos asuntos espinosos que tienen que ver con el caos generado en Oriente Medio por la Ad­ministra­ción Bush/Blair.

Los americanos no inducirán genocidio alguno en Irak y Af­ga­nistán, sencilla­mente porque ya lo han cometido. ¿Hay que es­perar otros treinta años para verlo así, como se ve ahora pal­mariamente el que cometieron en Vietnam? Su propósito, ade­más, ha sido come­terlo. El mismo autor re­coge el artículo II del Convenio para la Prevención y la Re­presión del genoci­dio de 1948: "todo acto cometido con la intención de destruir en todo o en parte un grupo nacional, étnico, racial o reli­gioso". "Un ge­nocidio no es la voluntad de eliminar un ene­migo ni de con­quistar un territorio sino que busca destruir creencias, unos modos de vivir, una concep­ción del mundo", añade Vidal Be­neyto.

¿Cree realmente el escritor:

1º- que si se van "inducirán" el genocidio entre los que que­dan, los propios iraquíes y sus etnias respec­tivas, y que no lo han cometido ya los invasores.

2º- que no es genocidio, como tampoco lo es el cometido en Vietnam por el mismo pueblo norteamericano.

3º- que para evitarlo "sólo un poder dotado de gran legiti­mi­dad y fortaleza podrá ponerles fin (la vesania tribal y la saña reli­giosa)"

4º- que ese poder legítimo y fuerte no era el que existía an­tes de la ocupación en la figura de Hussein.

5º- que un “poder dotado de legitimidad y fortaleza” así como así y no con una dictadura, que ya existió y que teóricamente es lo que fueron precisamente a eliminar los guerreros nortea­meri­canos.

6º- que no es genocidio en sentido estricto y según la defi­ni­ción de 1948 cuando desde el principio de la invasión se vio que iban a destruir los pilares de su cultura: el museo de Bag­dag, Sa­ma­rra, la cuna de la civilización, otras ciudades y tem­plos emblemáticos, y todo con matanzas selecti­vas y no se­lec­tivas?

Todo indica lo que digo al principio: paños calientes para de­fi­nir hechos criminales y ominosos que no los merecen, y que el periodismo -como decía yo el otro día sobre el otro artí­culo de Mayor Zaragoza- sólo así, con ellos, autoriza tratar estos asuntos en el límite del enfrentamiento directo dialéc­tico a los estadounidenses.

Dígase de una vez, y ya: los norteamericanos, como pue­blo, y sus mandatarios como tales, unas veces con unos pretextos y otras veces con otros, son los ge­nocidas oficiales del planeta después de la segunda guerra mundial. De acuerdo con la de­finición de 1948, de acuerdo con las defini­ciones "naturales" y de acuerdo con hechos a la vista de todos y no ofrecen dudas. A la vista de todos, aun­que se encarguen de impedir la presen­cia de periodistas que no sean los que a ellos inter­esa para contar las cosas como les conviene, y el ge­noci­dio sólo pa­sa­dos los años salga a relucir, como es el caso de Vietnam.

Pues a lo largo de 10 años, entre 1961 y 1971, el Ejército de EE UU arrojó alrededor de 80 millones de litros de herbicidas so­bre las junglas y plantaciones de Vietnam. Entre ellos, el más empleado debido a su terrible efectividad fue el cono­cido como agente naranja. Un total de 24.000 kilómetros cuadra­dos fueron rociados con el veneno, lo que dejó una cicatriz que aún se puede ver en los cuerpos de muchos vietnamitas.

¿Esto no es genocidio? ¿Por qué tantos miramientos por parte de Vidal Beneyto para calificar los hechos que vienen ocurriendo desde el año 2001 a cargo de Estados Unidos en el Oriente Medio diciendo que si se van de allí se “puede” consu­mar un genocidio que ya se ha producido? ¿No se da cuenta? ¿No le dejan publicar de otra manera? ¿El estilo “comprensivo” y conciliador con auténticos asesinos en se­rie, está por encima de todo sólo para poder publicar? ¿Hemos de esperar otros 40 años para calificarlo así?

A veces pienso si Internet no nos habrá sido enviado por Dios (de los monote­ístas), en ese su es­cribir recto con renglones torcidos, para decir no­so­tros lo que no pueden o no se atreven a conde­nar ni autores ni medios con la rotundidad que hechos tan graves exigen. La retórica, las medias tintas, y la literatura está reñida con la moral universal, con la moral ecuménica, con el bien común y con el sufrimiento de la humanidad.

01 diciembre 2006

La discrepancia y el estilo


Decíamos ayer que a tantos españoles arrogantes, los más sobresalientes por nada, les gusta discrepar, tienen siempre en la punta de la boca el "no estoy de acuerdo", el "no com­parto su tesis"... Y además, si se mira bien, ello es así en cuestiones la mayoría de los casos irrelevantes, aun­que sean teológicas o en último término controvertibles pero en las que caben opciones que no se contradicen porque a menudo puede ser complementarias. Pues cuando están en las antí­podas a nadie en su sano juicio se le ocurre insistir o porfiar (salvo en parlamentos y espacios televisivos que vi­ven de semejante estupidez, es decir del espectáculo bo­chornoso de un tozudo o una recalcitrante enfrentados a una persona ra­zonable) sabiendo de antemano que el otro no escucha afe­rrado a su idea que no suele ser suya pero sobre ella se sos­tiene casi todo su yo...

Aquí radica uno de los motivos por los que uno se siente vi­viendo en un país campeón de la discusión de la que no sale nunca nada en limpio. Nadie aprende nada después de ella porque todos se quedan en sus trece... De la discusión y de la contradicción aquí jamás sale luz alguna por mucho que se esgrima el tópico para persistir en la tontuna. En rea­lidad sólo se aprende de verdad a través de la observación y de la lec­tura atentas. Se aprende, porque sin cháchara por medio hay lugar a meditar...

Bien sea porque el dogmatismo y el absolutismo, como de­cía ayer, han hecho estragos irreparables que obstruyen ideas nuevas y frescas, bien porque se encuentra verdade­ramente placer directo en la discusión, el caso es que en este país se vive del juicio previo, del prejuicio, de las ideas de granito (de otros) solidificadas en las mentes sin some­terlas a examen.

En España no hay ideas, ni buenas ni ma­las. No hay ideas o, para no ser negativista, apenas las hay. Todas, casi todas son de imitación. Las auténticas que hay están en el éter de las habitaciones de los sesudos, y los que las tienen son anó­ni­mos, viven solitariamente y no suelen querer saber nada de lo que dicen otros sencilla­mente porque siempre es más de lo mismo. Los talentos son muy escasos y han de pensárselo mucho, antes de ex­ponerse a hacer fácilmente el ridículo.

No extraña en absoluto que en España no haya propia­mente Ciencia. Los cerebros se van, pues sometidos al ju­rado de la inteligencia colectiva o de pequeños grupos cho­can como las olas contra los rompientes. Tampoco sor­prende que no haya estadistas. Los que podrían serlo se abstienen, pues es de­masiado duro luchar con un mínimum de sosiego y de espe­ranza contra legiones de energúme­nos y pendencieros en unos casos, y en el mejor de otros contra puñados de listos con multitud de ideas, discutidores, que incordian pero no quieren asumir tampoco responsabili­dades. Lo que les gusta es oponerse. Estos son dos ejem­plos solamente. Pero po­dríamos seguir hasta encontrar las raíces de unos celtíberos tan indómitos como necios. Ya lo decía Unamuno: ¿De qué habláis para oponerme?

Se comprende que España esté dividida casi irreconcilia­blemente. Se mantendrá así hasta pasados siglos mientras no se instaure el Estado Federal y la República.

Las posturas de esos "sobresalientes" en cuestiones de todo tipo pero principalmente políticas, religiosas y sociales son in­compatibles como el agua y el aceite. Hasta letrados en Justi­cia por la universidad, como la ínclita Ana Botella, esposa del no menos ínclito Aznar, inspector de Hacienda, confunden la "justicia social" que se incorpora a la Ley de Dependencia, con la caridad y la beneficencia de que se vanagloria en su concejalía...

Mientras Alemania, por ejemplo, busca reforzar con refor­mas educativas su histórico saber en Ciencia y Humanida­des para recobrar el prestigio que tuvo antes de la nazisti­zación, con universidades concebidas bajo dos principios: el de dife­renciación y competitividad, en España todo el es­fuerzo hecho por el gobierno con muchas menos pretensio­nes es enervado por las exigencias y enredos de los obis­pos y sus seguidores políticos para mantener una ense­ñanza religiosa (católica y nacionalista, claro está) inexcu­sable en toda clase de Centros.

Pero aun dentro de los que profesan ideas políticas, so­cia­les, arreligiosas, morales o pedagógicas más homogé­neas y muy alejadas de las académicas y ortodoxas dicta­das por Dios sabe quién, tampoco hay mucho más entendi­miento. El "no comparto su teoría", el "no estoy de acuerdo" va siempre por delante de la reflexión que llevaría a com­prender que tanto lo que dice el interlocutor como lo que vamos a añadir como supuestamente opuesto a lo que dice el otro, son casi siempre del mismo material, y que con la suma de ambas orientaciones se puede llegar a posiciones intelectuales tan sólidas o más que ambas por separado.

Esto sucede constantemente en política, en Ciencia, en Me­dicina, en Derecho y en pedagogía. Métodos de todas clases que son ramas del mismo tronco que, en lugar de funcionar complementariamente luchan a brazo partido por prevalecer sobre los demás y si es posible para suprimirlos del mapa.

Sócrates, la lógica formal, el catolicismo fundamentalista y otros factores tienen mucha culpa de la falta de entendi­miento generalizado en un país en el fondo mucho más amante de la guerra que de la paz. (Sólo quienes tienen por objetivo el di­nero, como las bandas gansteriles, se unen y se comprenden bien. Por eso están tan unidos, como una piña).

El “sí pero...”, el “estoy de acuerdo pero...”, el “sus ideas son válidas, pero... también podemos añadir las mías” son fórmu­las que facilitan no sólo el diálogo, sino sobre todo la convi­vencia y la dialéctica política y la de todas clases. En la televi­sión, en el parlamento, en la familia y en la pareja. Pero muy rara vez las escuchamos. Y si es así, será extranjero.

España, tal como está políticamente configurada, no tiene remedio. Siempre seguirá siendo la antesala de las repúbli­cas bananeras donde el grueso de la población se santigua a to­das horas, mientras los caciques y señores de la dema­gogia deciden todo por ellos llenándose los bolsillos.

Disentir categóricamente es tan dogmático y odioso como afirmar categóricamente. Salvo en las proposiciones sobre hechos físicos -afirmar "esta es una rosa amarilla", por ejem­plo, aunque también el afirmante puede ser daltónico-, en todo lo demás -la abstracción- cabe cualquier cosa. Las con­clusiones de cada cual dependen de varios factores y no sólo del "yo pienso así". Una visión optimista o pesimista de la vida o del futuro depende más de cómo hayamos dormido la noche anterior, de si hace sol o está nublado, de si nos han dado una buena noticia o una mala, de si acabamos de hacer el amor a gusto o no lo hacemos desde hace un año o no lo hemos hecho nunca, o de que persista el rencor por un abuso cualquiera; más de todo eso que de la reflexión perso­nal.

Las ideas, las proposiciones filosóficas y ordinarias circu­lan así. Decimos esto y luego somos esclavos de lo di­cho res­pecto de quienes nos lo han escuchado. Todos es­tamos al acecho de la contradicción de los demás y poco de las nues­tras. Todos vigilamos nuestra aversión contra lo que sea y co­ntra quien sea, y nuestra predilección sobre lo que sea y so­bre quien sea y buscamos adeptos contra ellos o a favor de ellos. Hace muchos años pudimos habernos co­mido los san­tos, como vulgarmente se dice, y hoy somos los mayores enemigos de los santos. Pudimos haber mili­tado con entu­siasmo en un partido político o en un club, y hoy somos sus mayores enemigos.

Pero el caso es que lo que nos distingue por encima de to­das las cosas, después de la condición natu­ral, es el estilo personal. Jack Lang, mi­nistro de cultura francés, decía que la cultura es la vida. Yo creo que el estilo es la persona. Hay in­digentes señores y aristó­cratas patanes, hay ignorantes sa­bios y sabihondos igno­rantes. Hay escritores y músicos que venden mucho por mer­cado­tecnia pero abu­rren porque no expresan nada sustancioso destinado a quienes tampoco tie­nen sustancia (y abundan mucho más que los que tienen algo más en la mollera), y en cambio otros desconocidos, con su verbo certero o con su partitura, asombran en círculos re­duci­dos o quizá secretos. Aquí, en la Red, hay muchos y muchas.

Lo sé por experiencia, pues hace mucho que dejé de asistir a conferencias en las que no escuchaba más que tó­picos o adoctrinamientos bajo la capa de charlas retórica­mente bien construidas e incluso divertidas. En esto se pin­taba solo -lo recuerdo muy bien- la superestrella Fernando Savater. Pero ni mucho menos era, ni es, la única.
La cuestión es que el estilo personal, más que la "razón", que siempre habrá de ser parcial, que encierre su alegato si­gue siendo, a mi juicio, fundamental para exaltar a un disi­dente como para arrojarlo a los infiernos.